CALLE DE FUENCARRAL
Desde la Gran Vía a la glorieta de Quevedo va esta calle, que antes moría en la puerta de los Pozos de la Nieve, en la glorieta de Bilbao. El nombre de Fuencarral se debe a que fue trazada sobre el camino nuevo a ese pueblo, cuyo término municipal llegaba hasta estos mismos lugares. El llamado camino viejo se prolongaba por la calle de San Bernardo, donde estaba situada la puerta de Fuencarral. Aunque es en tiempos de Felipe II, y debido al aumento que experimentó Madrid por su recién estrenada capitalidad, cuando se mandaron talar las encinas que cubrían toda esta zona, llena también de caza mayor, el camino de Fuencarral sólo tomaría el aspecto definitivo de calle durante el reinado de Felipe III, siendo escasísimas las edificaciones que por esta época existían: la quinta de Vocinguerra de Arcos, situada en lo que hoy es el Tribunal de Cuentas; la ermita de San Pablo, aproximadamente al final de la Corredera, y la quinta de Carrillo o del Divino Pastor, que ocupaba una gran extensión del hoy barrio de Maravillas. La primera parte de la calle de Fuencarral, hasta el cruce con San Vicente Ferrer y Beneficencia, que es la más antigua y estrecha —hay todavía edificios construidos entre 1840 y 1850—, sufrió en los años veinte del pasado siglo la amputación del inicio tradicional de su recorrido. Debido a la construcción de la Gran Vía, desapareció la famosa casa de don Pedro de Astrearena, marqués de Murillo, que ocupaba la entonces estrechísima cuña entre Fuencarral y Hortaleza, y que fue motivo para que los madrileños, con su chunga característica, y para referirse a las cosas y personas cuya apariencia parecía superior a la realidad, la utilizaran para decir que eran como "la casa de Astrearena, mucha fachada y poca vivienda". Allí vivió durante una temporada María del Toro, antes de casarse con Simón Bolívar. Las antiguas casas números 4 y 6, desaparecidas para construirse el edificio que hoy es el arranque de la calle, tenían asimismo su historia: en la primera vivía don Antonio Cánovas del Castillo, y allí conspiraron los alfonsinos durante el reinado de don Amadeo y más activamente durante el período de la Primera República; en la otra nació, en 1843, la famosa cantante Adelina Patti, El Ruiseñor de Madrid, y vivió la madre del torero Salvador Sánchez, Frascuelo. En la acera de enfrente, la construcción del edificio de la Telefónica, el primer rascacielos que tuvo Madrid, significó el taponamiento de la calle del Desengaño, que antes tenía salida a Fuencarral, y que era el límite por el sur del barrio antiguo de Maravillas. En el número 17 —no en la casa actual— vivió don Leandro Fernández de Moratín hasta que tuvo que salir huyendo de Madrid por afrancesado. Otras figuras del teatro y de las letras han residido también algún tiempo en esta calle: Pérez Galdós, Joaquín Dicenta, Manuel Penella, Mariano Rodríguez de Rivas, José Muñoz Román, Rafael Duvós, Julián Cortés Cabanillas, Manuel Comba. En el solar de las casas números 20 y 22 estuvo, con vuelta por la calle de Hortaleza, el convento de los Agonizantes de San Camilo, desaparecido en tiempos de la desamortización de Mendizábal. Haciendo esquina con la calle de Augusto Figueroa se encuentra la capilla de la Virgen de la Soledad, oratorio que perteneció a la casa de don Francisco de Feloagán y Ponce de León, marqués de Navahermosa. Parece una ermita campesina en cuyo torno hubiera crecido de pronto la ciudad. Frente a ella, tras derribarse unas viejas viviendas, el nuevo inmueble ha regalado a la calle una amplia plazuela —sin nombre—, que parece un oasis entre tanto tráfago de personal. En la esquina con la calle de San Joaquín hubo un café-teatro de este mismo nombre, con espectáculo de variedades y del incipiente por entonces género chico. Y enfrente en la esquina con la calle de San Mateo, otro café, para no variar, Café de San Mateo, con conciertos de piano y violín, que cerró en 1919. En 2009, esta primera parte de la calle fue peatonalizada en la mayor parte de su recorrido, eliminando la circulación de vehículos. Tremenda metamorfosis es la que se ha producido en toda la calle de Fuencarral, ahora ufana por recobrar pasados esplendores. La primera parte, sobre todo, ha pasado de ser el escaparate tradicional de la industria del calzado a convertirse en una continua galería especializada en la moda más agresiva y más rabiosamente juvenil, un referente de la modernidad, de la moda, del diseño, del movimiento más underground de Madrid. Si la calle de Serrano es la milla de oro local por la importancia de sus firmas y el precio del suelo comercial, la aún más castiza calle de Fuencarral se ha convertido en la milla de acero, un material más acorde con la estética de los jóvenes y sus tendencias de moda. Pero aquella revolución comercial, que empezó con locales de ropa importada y difícil de encontrar o de pequeños diseñadores independientes, creativos y vanguardistas —el ya desaparecido complejo de pequeñas tiendas de moda Mercado de Fuencarral en el nº 45 como pionero—, hoy se va viendo usurpada por las voraces tiendas de franquicia de las grandes marcas de ropa y complementos. Es así, que no son pocos los locales, que pese a ser de nueva apertura, sucumben por no poder hacer frente a los grandes alquileres de la zona. En la batalla por la subsistencia, muchos han sido los antiguos establecimientos comerciales desaparecidos en esta primera parte de Fuencarral. Recordamos, entre otros: el almacén de venta y alquiler de pianos Hazen, la relojería Carlos Coppel, la fábrica de jabones y despacho de aceite La Moderna, el bazar Orsolich (precursor y adelantado a las hoy populares tiendas de "todo a cien", entonces todo a sesenta y cinco céntimos), la relojería Maganto, la peletería San Onofre, la tienda de modas Iregua, los almacenes Eleuterio y San Mateo ("Si no lo veo no lo creo..."), la ferretería Fuencarral, el bar-restaurante La Criolla, la mercería El Tirón, Hules Barahona, la pollería Crespo, la ferretería Subero (ahora abierta como Ferretería del Olmo por uno de los empleados en la Ronda de Segovia) o Confecciones Roan, en el nº 77, a la entrada del antiguo pasaje a la Corredera. Y mención especial para la Sastrería Butragueño, de las famosas gabardinas: “Para el otoño madrileño, gabardinas Butragueño”. La fundó por los años 20 del pasado siglo Luis Butragueño Butragueño en el n.º 22, que luego pasó a ser 18. Se mantuvo hasta principio de los años 60 en manos de otras generaciones de la familia. También confeccionaban trajes y eran especialistas en uniformes del Ayuntamiento, cines, teatros... El antiguo pasaje o galería de Fuencarral 77 con la Corredera Alta de San Pablo, abierto en 1956, pretendió ser una ampliación de la ya saturada capacidad comercial de Fuencarral. Allí estuvo el Hogar Canario, en una mínima plazoleta interior, que organizaba unos famosos bailes en las tardes dominicales de los añorados años sesenta del pasado siglo, al que acudían chicos y chicas de todo Madrid. Sin proponérselo, fue el Hogar Canario un tímido precursor entonces de la invasión juvenil que hoy sufre el barrio durante los fines de semana. El último en abandonarlo en 2016 fue Eugenio Monge, propietario de una joyería y relojería. Antes ya lo habían hecho, además del ya citado Confecciones Roan, Óptica Langa, un estanco, Agencia de Publicidad Cuevas, Peluquería Pili, Bolsos Manopiel, una tienda de figuritas, un almacén de telas y oficinas de la Seguridad Social, entre otros. Eran más de una docena de establecimientos comerciales, la mayoría de dos plantas. Con el paso del tiempo, la zona entró en un notable declive. Muchas tiendas de los alrededores iban cerrando y la actividad comercial sufrió un deterioro significativo. La propia calle de Fuencarral tuvo un notable bajón en su actividad entre finales de los años setenta y buena parte de los ochenta. Ahora, con el esplendoroso resurgir de la calle, el edificio ha sido remodelado y dispone de 33 viviendas de gran lujo, con piscina en la cubierta. El pasaje ha desaparecido y un gran espacio comercial ocupa la planta baja. Otro tramo de la calle de Fuencarral con características propias es el que discurre entre el cruce con San Vicente Ferrer y la glorieta de Bilbao. Allí, al principio, se alzan dos de los más bellos edificios de este sector de Madrid: el Tribunal de Cuentas del Reino y el antiguo Hospicio, hoy Museo de Historia (Museo Municipal). El tribunal de Cuentas, obra del arquitecto Jareño, fue construido en la segunda mitad del siglo XIX sobre el solar que ocupara la quinta de Vocinguerra de Arcos y luego el palacio del conde de Aranda, el famoso ministro de Carlos III. El Hospicio, sin duda lo más noble de la calle, fue construido en 1722. Su portada barroca, de Pedro de Ribera, es monumento nacional, y en ella está la estatua de San Fernando, obra del escultor Juan Ron. A continuación del Hospicio estaban los Pozos de la Nieve, ocupando el amplio espacio de las actuales manzanas que median hasta la glorieta de Bilbao y Mejía Lequerica. En el siglo XVII hicieron opulento a Pablo Charquias, su explotador, que abastecía de este artículo, traído en carros desde la sierra, a los madrileños. La nieve era en aquella época indispensable por no existir, ¡naturalmente!, ni frigoríficos ni fábricas de hielo. Al final de la corredera Alta de San Pablo queda formada una breve plazuela en la que estuvo una de las fuentes más famosas de la villa: la de Matalobos. El abastecimiento de agua se realizaba en otros tiempos por medio de los llamados "viajes", largas galerías de filtración que terminaban en arcas o depósitos reguladores. Esta fuente de Matalobos, que también tenía otros caños en la actual calle de Galería de Robles (suministraba agua al palacio de Monteleón) y en San Bernardo, frente a Daoiz, provenía del viaje de Amaniel, construido por Felipe III para llevar agua hasta el Alcázar. Desde 2011 lleva el nombre del músico Antonio Vega, que integrara el grupo Nacha Pop y que murió dos años antes. Estuvo muy ligado al barrio de Malasaña y al cercano bar El Penta, en la Corredera, que es citado en una de sus más conocidas canciones, Chica de ayer. A la altura de la calle de Apodaca estuvo instalada desde 1625 la primera de las puertas de los Pozos de la Nieve, perteneciente a la cerca que Felipe IV mandara construir para rodear la ciudad. Luego, en 1690, y con motivo de la ampliación de la finca de Monteleón, sería trasladada a la actual glorieta de Bilbao. Puerta y cerca desaparecieron en 1869. y la puerta de los Pozos de la Nieve pasa a la hoy Glorieta de Bilbao En el número 95, esquina con Divino Pastor, estuvo la Posada del Huevo, lugar de hospedaje de los carreteros que traían la nieve desde la sierra a los llamados Pozos de la Nieve, en la glorieta de Bilbao. En la otra esquina de Divino Pastor se alza la iglesia, convento, residencia femenina y colegio (éste con entrada por la calle de San Andrés) de las RR. Hijas de María Inmaculada, más conocidas como monjas del "Servicio Doméstico". En un retablo lateral del templo, bajo el ara, se conserva el cuerpo incorrupto de la fundadora, santa Vicenta María López y Vicuña. Ocupa la institución dos antiguos palacios del conde de Vistahermosa, alcalde de Madrid durante los años 1847 y 1848. Del primero, perfectamente conservado, residencia durante algún tiempo del duque de Montpensier, salió el aristócrata una mañana de marzo de 1870 para enfrentarse en duelo con don Enrique de Borbón, cuñado de Isabel II, y cuya muerte alejo definitivamente a Montpensier (él también era cuñado de la soberana: casado con su hermana, doña María Luisa Fernanda de Borbón) de la posibilidad de reinar en España. Este palacio sería luego ocupado por el duque viudo de Mandas. Otro tercer palacio, propiedad como los anteriores del conde de Vistahermosa, fue derribado para construir el ya desaparecido colegio de los Sagrados Corazones. Hoy su lugar lo ocupa un moderno inmueble que albergó el Drugstore Fuencarral, Vips y actualmente un amplio local comercial. eliminó la zona de libros, prensa, regalos y supermercado, transformándolo todo en cafetería-restaurante, y en 2020 cerró definitivamente. El solar siguiente, ahora con una moderna construcción, albergó el palacio del conde de Eleta y luego los almacenes Mazón.   Pero en la primera mitad del siglo XIX, antes de construirse estos palacios señoriales, toda la manzana, señalada en los planos con el número 478, estuvo ocupada por la casa y jardín de don Francisco de Bringas, que fue inmediatamente transformada en centro de recreo con el nombre de Jardines de Apolo. Muy frecuentado por los madrileños, era entonces lo último de la calle y de Madrid por la zona norte. Enfrente, pegadito a la glorieta de Bilbao y antes de construirse los edificios actuales, existió un convento de las Magdalenas de la Penitencia. Un recuerdo nostálgico para los establecimientos desaparecidos en este tramo. Entre otros: la tienda de bolsos y regalos Bravo, Modas Medrano, almacenes La Voz, Tejidos Lina, el comercio de ropa de niños y hostelería La Favorita, Ortopedia Alonso, la taberna Corripio, el ya citado Mazón y La Bearnesa, una pastelería que endulzó los paladares de varias generaciones de vecinos del barrio Entre los comercios veteranos de este trecho de la calle citamos: la farmacia del número 83, esquina a Palma; Farmacia del Águila, en el 108, y el Café Comercial, fundado en 1887 A la derecha, el solar aún no edificado dejado por el derribo de los Almacenes Mazón La última parte de la calle de Fuencarral, entre las glorietas de Bilbao y de Quevedo, trazada fuera del casco histórico de la ciudad, más ancha y más moderna que el resto, pertenece al ensanche que el urbanista, arquitecto e ingeniero de caminos don Carlos María de Castro proyectara en 1857 para el entonces arrabal de Chamberí, y que no se pondría en práctica hasta después de 1869, variando bastante el proyecto primitivo y conservando mucho de lo anterior, a veces clandestinamente edificado. Parece ser que desde 1887, año en el que se instaló en esta zona el primero de los teatros que han tenido el nombre de Maravillas, al aire libre, esquina a Sandoval, donde triunfaba el "género chico" con obras de Chapí, Caballero, Chueca, Nieto y Barbieri, y donde debutó como meritoria doña Loreto Prado, la calle ha atraído a gente de fuera de su área. Fuencarral ha sido siempre, y hoy más que nunca, una calle ajetreada y bulliciosa. Acogió a continuación los primeros barracones y luego salas de proyecciones cinematográficas que se instalaron en Madrid: el Maravillas, en el mismo solar del antiguo teatro, esquina a Sandoval, trasladado pronto a la acera de enfrente, al número 118, y embrión más tarde del cine Bilbao, que tras el lamentable y trágico hundimiento de su marquesina en 1993, se reestructuró y convirtió en un recinto más pequeño, el cine Bristol (cerrado en 2004), y en un centro comercial. El Fuencarral, en el nº 133, que también fue sala de teatro durante muchos años, cerrado en 2004 y luego derribado para construir un nuevo edificio. El Proyecciones, esquina a la calle de Olid, que nacido al principio como cinematógrafo de verano, se transformó en 1932 en sala cubierta y fue el primero que incorporó el sistema de Cinerama. A principios de 1999, un hundimiento parcial del techo de escayola provocó su cierre, pero, afortunadamente, en febrero de 2004, tras la rehabilitación realizada por el arquitecto Rafael de la Hoz, el Proyecciones se ha convertido en un nuevo complejo cinematográfico que cuenta con ocho salas, 1.800 butacas y lo último en sonido digital. Después vendrían el Paz, ahora multicine de cinco salas, en el nº 125; los “Roxy”, A y B, pegaditos al anterior, en el 123, el último reconvertido en dos salones de proyección, pero ambos ya cerrados en 2012 y 2013 respectivamente, y los también desaparecidos Minicines, en el número 126, en los bajos de un moderno inmueble levantado sobre el solar del antiguo colegio de los Maristas, antes asilo del Niño Jesús de las Hermandades de la Caridad de San Vicente de Paul. Tenía un campo de deportes al que se entraba independientemente por la calle Alburquerque. Allí jugo por los años 50 un equipo de baloncesto del Atlético de Madrid, y como era de tierra hubo que asfaltarlo.
Del cine Fuencarral guardo una graciosa anécdota. Fue por los años sesenta, cuando inauguraron en la sala la proyección en Todd-AO con la película Infierno en el Pacifico, interpretada por Toshiro Mifune y Lee Marvin. Era un sistema que al igual que con el Cinerama daba la sensación de estar realmente presente en el desarrollo de la acción. Pero fue un completo desastre, con continuas interrupciones y fallos de sonido e imagen, de tal modo que se armó una bronca tremenda entre el público y tuvieron que suspender la función. Yo estaba allí en el estreno con un amigo, y tuvimos la mala fortuna, cuando salíamos, entre los empujones de la gente y el tumulto que se formó, de derramar por el suelo una bolsa de garbanzos torraos que llevábamos como chuchería, desparramándose por toda la pendiente del pasillo y provocando que algunas personas al pisarlos tropezaran y cayeran. ¡Fue un bochorno monumental! Esta parte de la calle de Fuencarral, ahora remodelada y con amplias aceras, sobre todo la de la izquierda, ha quedado como un agradable y animado paseo, recuerdo de los antiguos bulevares. Hay abundantes bancos de asiento, doble fila de árboles en los últimos tramos (en los primeros la existencia de un parking subterráneo lo impide, pero se suple con jardineras de superficie e ingeniosos parasoles) y espacio suficiente para extender terrazas de los bares y cafeterías de la zona y para la instalación de zonas acotadas para parques infantiles. Incluso los domingos y días de fiesta por la mañana, para contrarrestar acaso la invasión de los fines de semana, se cierra el tráfico entre las glorietas de Bilbao y Quevedo. Es agradable pasear sin agobios por el centro de la calle, tomando el sol, conversando o leyendo el periódico, mientras los más pequeños juegan con sus bicicletas o patines sin peligro. Aunque en este sector se han construido edificios modernos y funcionales, aún se conservan algunos anteriores a 1900. Uno de ellos, el que estuvo situado en el número 139, se hundió hace unos años y causó varios muertos. Innumerables los establecimientos de esta parte final de Fuencarral. Destacamos los más antiguos: una veterana pero iluminadísima farmacia, en el número 114, y la repostería Viena Capellanes, con su preciosa, cuidada y muy madrileña fachada de madera, en el 122. Desaparecieron, entre otros: Casa Luciano, freiduría especialmente recordada por sus apetitosos bocadillos de calamares; La Favorita, una de las primeras reposterías en tener comida casera para llevar, añorada por sus posiblemente mejores pastelillos salados de hojaldre de todo Madrid; la charcutería Viñambres o la minúscula relojería Ayalde, todos ellos cercanos a la glorieta de Bilbao. También la repostería Peñasco Rodilla, esquina a la calle de Sandoval, Bolsos Osuna, esquina a Jordán, o la sastrería Ticiano, en el 137. 2015 fue un mal año para los comercios veteranos por el fin de la prórroga de los contratos de renta antigua concedida por la famosa “ley Boyer” de 1985. La revisión a precios de mercado fue imposible de asumir por muchos de ellos. Por este motivo han desaparecido o trasladado a otros emplazamientos la heladería, Gino Fuoli, que estaba en el número 149 de la calle de Fuencarral, la juguetería y tienda de modelismo Matey, en el 127 (unos años antes lo había hecho la librería y papelería Matey, de la misma familia) o la tienda de ropa de trabajo Azules de Vergara, que tenía dos establecimientos, en el 143 y en el 150. Igual ha ocurrido por otras calles del barrio. GLORIETA DE BILBAO Cruzada por la calle de Fuencarral y en la confluencia de Carranza con Sagasta y Luchana, toma el nombre esta glorieta de la antigua puerta de Bilbao, que aquí estuvo situada y abría paso a la ciudad en la cerca que mandara construir Felipe IV. La puerta era llamada al principio de los Pozos de la Nieve, por hallarse junto a unos situados en esta salida de Madrid, pero por acuerdo municipal de 11 de enero de 1837 pasó a denominarse de Bilbao, en honor a la heroica defensa de la ciudad vasca ante el asedio de las tropas carlistas en 1836. A principios del siglo XIX, muy cercana a la actual glorieta, al norte, se encontraba la charca de Mena, rodeada de tejares y yeserías que se extendían a través del conocido como campo del tío Mereje hasta la puerta de Santa Bárbara, en la hoy plaza de Alonso Martínez. La única edificación por este lado era la Real Fábrica de Tapices. Hacia el otro lado, no demasiado alejados, empezaban a construirse los camposantos. El aspecto sucio y desolador de todo este paraje se subsanó entre 1833 y 1835, siendo alcalde don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos. En esos años se plantaron cerca de tres mil árboles de distintas especies en doble y hasta triple fila, pues quiso el Ayuntamiento convertir la zona —por El Bosquecillo sería conocida— en parque de recreo público. En ello colaboraron también los muchos merenderos que se abrieron por los alrededores y el ya instalado centro de diversión Jardines Apolo, pero éste dentro de la cerca, al final entonces de la calle de Fuencarral, en la gran manzana que empieza en Divino Pastor. La primera mitad del siglo XIX no sólo vio nacer por el futuro Chamberí árboles y gratos paseos hacia las necrópolis, contempló igualmente el establecimiento de un sinfín de asentamientos, la mayoría irregulares y clandestinos. En 1869 se puso fin a todo esto con el derribo de la cerca, que impedía el crecimiento legal de la villa extramuros. Ese mismo año empezó la urbanización del nuevo barrio según el llamado Plan Castro, pero con muchas variaciones sobre el proyecto original por la oposición de los vecinos ya radicados. A finales del XIX se mantuvo e incluso se acrecentó la actividad lúdica de la ya formada glorieta, alterada únicamente por el paso triste de los entierros hasta los cementerios próximos. Todas las noches de verano, con gran concurrencia de público, se celebraban conciertos de música o se organizaban alegres y bullangueros bailes amenizados por orquestinas de amplio y moderno repertorio. Los más pequeños tenían del mismo modo asegurada la diversión, pues varios tiovivos y otras atracciones de feria se establecían aquí casi de fijo. y cuatro de longitud, que giraba, con el público dentro, como si fuera el tambor de una lavadora. Mientras tanto, con las nuevas edificaciones se llenó la plaza de cervecerías y cafés, que extendían sus terrazas en las amplias aceras y daban al ambiente un aire casi playero. Abundaban asimismo los puestos de helados, horchata, limonada y agua de cebada —tan madrileña—, continuadores de los antiguos aguaduchos y ventorrillos que por aquí proliferaron desde el siglo XVII, al tener tan cerca la necesaria materia prima acumulada en los Pozos de la Nieve para la refrigeración y para la elaboración de helados, sorbetes y granizados. En el solar que hoy ocupa el edificio de El Ocaso estuvo instalado el segundo de los teatros llamados de Maravillas (el primero se ubicó en Fuencarral, esquina a Sandoval; el tercero, en Malasaña, clausurado a principios de 1999 por problemas de seguridad y actualmente ya recuperado en nueva edificación). Era un barracón de madera en donde se representaban revistas de tipo satírico y político, que casi siempre terminaban en tumultuosos enfrentamientos entre el "respetable" y precipitado desalojo a cargo de las fuerzas del orden. Allí mismo se construyó luego una sala cinematográfica, también en madera, que desapareció al edificarse el inmueble actual. A mediados del siglo XIX, don Juan Bravo Murillo, ministro de Isabel II, consiguió llevar adelante las obras de traída de aguas a Madrid desde el río Lozoya, inauguradas solemnemente el 24 de junio de 1858. Años después, en 1902, al reconocer los madrileños la importancia de tales obras, se colocó en el centro de la glorieta de Bilbao la estatua del insigne político, labrada por el escultor Miguel Ángel Trilles. Aquí estuvo, rodeada de simones y tranvías, hasta 1960, año en el que fue trasladada a las instalaciones del Canal, en la calle a él dedicada, esquina a Abascal. Desde el 17 de octubre de 1919 viene funcionando la línea primera del Metropolitano. La designación de la glorieta de Bilbao para la construcción de una de las estaciones intermedias, aumentada posteriormente con el cruce de la línea cuarta, además de varios itinerarios de tranvías y ahora de autobuses, hacen de ella un centro neurálgico de la ciudad, cercano a cualquier sitio, punto de encuentro y sucursal en Chamberí de la Puerta del Sol. Durante la guerra civil de 1936, los madrileños, con su guasa particular para tratar hasta las situaciones más dramáticas, la rebautizaron con el nombre de plaza del "gua". Tan peculiar apelativo fue debido a los muchos obuses que cayeron por errar en el blanco de la Telefónica. En esta época tuvo Bravo Murillo como compañero insospechado nada menos que a Lenin, cuya efigie gigantesca, de doce metros de altura, se colocó en septiembre de 1937 en homenaje a la ayuda de la U.R.S.S. al Gobierno republicano. El paso de los años ha ido modificándolo todo, aunque apenas casi nada en los edificios y bastante en el mobiliario urbano. El 4 de mayo de 1998 sí se inauguró una fuente ornamental de dudosa estética en el centro. Ha desaparecido, en cambio, el antiguo urinario público que con tanta insistencia se pidió en los años veinte del pasado siglo, incluso con coplillas: Tendrá pelillos la rana Las oficinas bancarias y los nuevos casinos de juego, con su reclamo de frutas multicolores y campanitas de la suerte, han sustituido a los antiguos cafés y cervecerías, manteniéndose sólo, como bastión incólume, el renovado Comercial, abierto en 1887. En él han tenido tertulia Rafael Cansinos Assens, Emilio Carrere, los hermanos Machado, Jardiel Poncela. Antonio Paso, Rafael Azcona, Josefina Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, José Hierro, José Manuel Caballero Bonald, Ángel González, Tomás Segovia, Luis García Montero, Ana Rosetti, José Elgarresta, Arturo Pérez-Reverte... Permanece también en pie en la calle de Sagasta, pero dentro del ámbito de la glorieta, un establecimiento con el escueto nombre de Vinos, galdosiano, cuidadísimo, con su castiza fachada de madera en rojo bermellón. En esta tasca, curiosamente, han servido vino de las frascas y preparado tapas de queso de cabrales tres generaciones de mujeres. La abuela, fallecida ya muy mayor en 1994, no dejó ningún día de atender y servir en las mesas. Sí desaparecieron, víctimas de los nuevos tiempos, el café Europeo (antes, Nueva York), esquina a Carranza y Fuencarral, lugar habitual que utilizaba Enrique Jardiel Poncela para escribir y amable refugio de tertulias juveniles; el Marly, café-concierto donde actuaba un saxofonista de color y un cuarteto de cuerda y piano, y la cervecería Vinces, que frecuentaban los periodistas de El Sol, La Voz y luego del Arriba, los diarios con sede en la calle de Larra. Y con ellos, igualmente claudicó la confitería Montecarlo, en la esquina con Sagasta, que tenía el obrador en el número 12 de la inmediata calle de Churruca. En el otro frente de la plaza, unos salones de juego electrónicos usurparon el local de la popularísima cervecería y restaurante La Campana, postrer cobijo de noctámbulos y primer refrigerio de madrugadores. Allí tuvo tertulia don Manuel Machado, que vivía en el número 15 de Churruca. Más tarde cayó La Española, que daba con sus bien "tiradas" cañas de Cruz Blanca cigalas en miniatura. Igual suerte corrió Kühper, al principio de Luchana, un café con exquisita decoración modernista. También claudicó, en 1997, Yucatán, salón de múltiples usos que ofrecía desayunos, aperitivos, menús, platos combinados, meriendas, raciones y copas. Su soleada terraza —costa Yucatán la llamaban sus incondicionales— era uno de los primeros indicadores de la llegada de la primavera. Por la zona se han ido mutando otros locales de variado estilo, que en ese lado de la bahía —así parece la glorieta, como un enclave portuario con sus terrazas extendidas frente al sol mediterráneo—, han recogido el testigo de las antiguas cervecerías. Echó el cierre de igual manera uno de sus comercios más emblemáticos, Feymar, que modernizó con sus ventas a plazos el barrio y nos llenó las casas de televisores y electrodomésticos. Ante sus amplios escaparates se arremolinaba la gente embobada en los primeros tiempos de la televisión, sobre todo para ver partidos de fútbol o corridas de toros, cuando tener un aparato de estos no estaba al alcance de las paupérrimas economías familiares de entonces. Importante aditamento de la glorieta es el abigarrado quiosco frente al Café Comercial, que además de periódicos, revistas o libros, tiene un tremendo stock de CD y videos, perfectamente clasificados. Se pueden encontrar películas clásicas o descatalogadas imposibles de hallar en tiendas especializadas o en los Grandes Almacenes. Y, entre otras muchas curiosidades, la colección de obras de teatro del famoso programa de TVE “Estudio 1”. La glorieta de Bilbao, plaza de Chamberí, frontera a las Maravillas, sigue siendo una de las más bonitas, alegres y animadas, puerta ayer y hoy de la ciudad, antes por su ubicación en las lindes de la cerca que rodeaba la urbe histórica, ahora por ser punto de encuentro y concentración para acudir a los cines o a los innumerables bares y comercios de la zona. Durante los fines de semana parece que todo Madrid se hubiera venido aquí.
La Red de San Luis, al final de la calle de la Montera y al inicio de la de Fuencarral, junto a la Gran Vía, no necesita rótulo ni figura con tal nombre en el callejero, pero así ha sido llamado este paraje desde siempre por los madrileños. El origen de tan pintoresca y popular denominación se debe a que allí, durante los siglos XVII y XVIII, hubo un mercado de pan, traído principalmente del pueblo de Hortaleza, cuyos puestos y tinglados eran defendidos de la rapiña de los hambrientos por unas redes de cuerda. Luego, y hasta bien entrado el siglo XIX, otro mercadillo de frutas y verduras ocupó su lugar. Lo de San Luis le viene por la cercana iglesia, a este santo y obispo dedicada, que estaba en la esquina de Montera con San Alberto. Fue incendiada y desapareció en 1935. En 1812 se cometió el terrible asesinato de un sastre en la Red de San Luis, y fue tanta la celeridad de las entonces usurpadoras autoridades francesas, que ha sido considerado el caso de resolución judicial más rápido de la historia: los culpables, dos hermanos —no dicen las crónicas si eran clientes morosos del occiso—, en tan sólo dos jornadas fueron apresados, juzgados, condenados, ajusticiados y enterrados, además de ser cercenados sus cráneos y entregados a los antropólogos para su estudio. Antes de construirse la Gran Vía, la Red de San Luis ocupaba un espacio más pequeño que terminaba aproximadamente a la altura de Caballero de Gracia, pues hasta esa calle se prolongaban Fuencarral y Hortaleza, en una estrechísima cuña ocupada por la casa de don Pedro de Astrearena. El diez de octubre de 1832, para conmemorar el nacimiento de la princesa heredera, la futura Isabel II, se inauguró en este lugar una fuente monumental, la famosa de los Galápagos, obra del arquitecto Francisco Javier Marietegui y del escultor José Tomás. Se intento asimismo colocar dos relojes de sol en el escaso frente de la casa de Astrearena, pero se opuso a ello su dueño. Aquí estuvo la fuente hasta 1879, año en el que fue trasladada al Retiro. Al fondo, en la calle de la Montera, a la derecha, se ve la iglesia de San Luis Y aquí estuvo también el original templete del metro Gran Vía, icono de la ciudad durante decenios, el construido en 1919, y por el que se accedía a la estación bien por unas larguísimas escaleras o más cómodamente por unos ascensores, uso éste que incrementaba el billete en una perra gorda. El Ayuntamiento lo jubiló en 1966 y lo cedió, en 1971, a O Porriño (Pontevedra), localidad natal de su arquitecto, don Antonio Palacios, del que nos quedan en Madrid otras bellas construcciones como el edificio de Correos, el antiguo hospital de Maudes y el Círculo de Bellas Artes. Otra misérrima fuente, de la que parecían huir unos pájaros metálicos que la adornaban, se instaló después del desmantelamiento del aureolado templete, que se puso de nuevo de actualidad cuando, a principios de este siglo, el Ayuntamiento pretendió recuperarlo, o al menos una réplica, para que sirviera como quiosco centralizado de venta de localidades de cine o teatro de la zona. No prosperó aquella idea entonces, pero sí cuando, en 2019, aprovechando las obras de modernización de la estación del metro Gran Vía, con la ampliación de su vestíbulo, el enlace peatonal subterráneo a la estación de cercanías de Sol y el acceso mediante cuatro ascensores, precisamente uno de ellos arranca en superficie desde una copia del citado templete de Antonio Palacios, instalada en la Red de San Luis, en el mismo lugar del primitivo templete erigido cien años antes. Hoy la Red de San Luis, totalmente peatonalizada, forma parte, con el paréntesis circulatorio de la Gran Vía, del largo paseo urbano sin coches que desde la calle de Fuencarral llega hasta la plaza de Oriente. La Red de San Luis, enmarcada, desde antiguo por las últimas casas de la calle de la Montera, ve su espacio también abierto entre algunos edificios de la Gran Vía. El primero, rotulado con el número 24 y esquina a Hortaleza, que albergó en sus bajos a las renombradas Pañerías y Sederías Red de San Luis, y que fue construido por el arquitecto Luis Sainz de los Terreros para el Círculo Mercantil e Industrial, ahora es sede del Casino Gran Vía. El siguiente inmueble, con vuelta a Fuencarral y Hortaleza, proyectado por Pablo Aranda y ejecutado por Martínez Zapata, ha visto desaparecer los templetes que coronaban sus esquinas. Termina esa parte con la mole de la Telefónica, el primer rascacielos que hubo en Madrid, obra de Louis S. Weeks e Ignacio Cárdenas. En la acera impar, en un edificio obra de Martínez Zapata, con entrada por Montera, estuvo el popular café de don Andrés Barquín. En la otra esquina, fin de nuestro pequeño recorrido, se encuentra la casa que proyectaron Vicente Agustí y José Espelius y en cuya planta de calle abría sus puertas la elegante joyería Aleixandre, hoy desaparecida. Su puesto lo ocupa en la actualidad un establecimiento de comida rápida que, al menos, ha tenido la delicadeza de conservar la primorosa decoración primitiva. No falta el mercadeo por los alrededores de la Red de San Luis, y no precisamente de pan. El escritor Raúl Guerra Garrido, en su libro La Gran Vía es Nueva York, nos dice al respecto: "Siempre fue este lugar de putiferio, oración y desparpajo. Aquí mismo se instaló un púlpito ambulante para predicar la moralidad de las costumbres a tanta moza de rompe y rasga y a su incalculable clientela. El fraile predicador, dominico por más señas, durante la arenga levitaba hacia el cielo convirtiéndose en uno de los espectáculos más atractivos de la corte; entretuvo más que convenció hasta que la Inquisición puso de manifiesto que no ascendía gracias a un impulso místico sino a unos zancos hábilmente disimulados". LA TELEFÓNICA Quizá el edificio de Madrid más conocido en toda España sea el de la mole de la Telefónica, en la Red de San Luis, en plena Gran Vía, que ampara como un centinela gigantesco el nacimiento de la calle de Fuencarral, y que a punto estuvo de no existir, ya que en su solar se había intentado la construcción de una casa que albergaría los Grandes Almacenes Victoria S.A., pero que no llegó a realizarse por la disolución de esta compañía mercantil. La sede central de la Compañía Telefónica se levantó entre los años 1925 y 1929, con proyecto original del neoyorquino Louis S. Weeks —es por tanto un genuino building norteamericano—, aunque la licencia como director de obras se concedió al español Ignacio Cárdenas, a tan sólo dos años de obtener el título, que introdujo modificaciones. Con estructura de hierro recubierto de hormigón para protegerlo del fuego, auténtica novedad entonces en España, el inmueble tiene catorce plantas más sótano, semisótano y un torreón central de tres alturas. La distribución, a modo de volúmenes yuxtapuestos cada vez menores, responde a una dinámica art-decó. Su altura, 81 metros —fue el primer rascacielos erigido en Madrid y en Europa—, no estaba permitida en las construcciones de la Gran Vía, pero fue admitido el proyecto por considerarse de utilidad pública. La parte alta, rematada por una larga antena para los servicios de comunicación, se decora con pináculos, buscando cierto efecto de torre de catedral gótica, para así conseguir una mayor integración con las edificaciones circundantes, muy difícil por la gran diferencia de alturas. A este mismo deseo de no violentar demasiado la armonía con el resto de la ciudad, iniciativa que pertenece a Ignacio Cárdenas, se debe también la no utilización de una ornamentación art-decó, connatural con el edificio, y sí una neobarroca —siempre discutible—, tomando modelos madrileñistas de Pedro de Rivera que causan un fuerte contraste. La construcción de la Telefónica, que supuso una inversión de treinta y dos millones de pesetas de entonces, y que dio empleo a más de mil obreros, tuvo numerosos problemas de cimentación por la proximidad de las instalaciones del Metropolitano, y originó, debido a la magnitud del trabajo, que fuera necesario levantar un bloque provisional anejo para alojar todos los servicios, materiales y dirección de la obra. También fue la primera vez en Madrid que el Ayuntamiento obligó a cubrir las aceras con porches de madera, para evitar accidentes a los transeúntes. Debido a su altura, durante la Guerra Civil fue utilizado como observatorio militar por las fuerzas Republicanas, para ver la situación de las tropas de Franco que asediaban la capital. Por esta razón se convirtió en blanco de los bombardeos fascistas. También estuvo allí instalada la Oficina de Prensa Extranjera, desde la que Ernest Hemingway o John Dos Passos, entre otros, enviaron sus informes como corresponsales de guerra. La Compañía Telefónica Nacional de España (hoy Movistar) fue fundada en 1924 como filial de la corporación americana ITT (Internacional Telegraph and Telephone), y con el monopolio del servicio telefónico, hasta entonces en un estado obsoleto, sin coordinación entre las distintas empresas locales o regionales adjudicatarias y con mucho atraso respecto a otros países europeos. Participaron en su creación un consorcio de banqueros españoles encabezados por don Estanislao Urquijo, que fue nombrado primer presidente, el Estado y la propia ITT, que aportó la mayoría del capital y la tecnología. En los primeros tiempos, el personal de la Telefónica estaba constituido en su mayoría por mujeres, entonces todas solteras, ya que tenían que dejar el trabajo en el momento de contraer matrimonio. Resultaba una estampa muy característica ver la salida de cientos y cientos de jovencitas juntas, cuando no era frecuente entonces el trabajo de la mujer fuera del hogar. Con sus risas y presencia alegraban la Gran Vía, y, por supuesto, a los numerosos muchachos que por allí pululaban, unos ya novios y otros en espera o a la busca de serlo. El edificio de la Telefónica fue ampliado entre 1951 y 1955 según proyecto del arquitecto José Luis Fernández del Amo, y rehabilitado posteriormente según dos proyectos sucesivos de los arquitectos Andrés Perea Ortega, de 1988, y Jaime López-Amor Herrero, de 1990, realizándose una profunda reestructuración en el interior, ocasión que se aprovechó para habilitar una sala de exposiciones en la planta baja y un museo del teléfono en los últimos pisos.
En la calle de Fuencarral, donde se hallan las casas números 20 y 22, y con la parte trasera por Hortaleza, estuvo el convento de la Virgen de la Asunción y de San Dámaso, de religiosos camilos, orden instituida por san Camilo de Lelis y dedicada a cuidar enfermos graves en peligro de muerte. Este convento, con hospital anejo, que vulgarmente era conocido por los Agonizantes de San Camilo, fue creado en 1643 por iniciativa del padre Juan Miguel de Montserrat, a expensas de varios devotos y en especial de doña Beatriz Silveira, esposa de don Jorge de la Paz, barón de Castell-Florido, y que ya antes había fundado en la calle de Alcalá el convento carmelita de las Baronesas. Los padres camilos, muy apreciados por el pueblo madrileño, recibían a enfermos moribundos, terminales, y era fama que muchos, incluso preagónicos, lograban salir curados. Además de la atención médica y religiosa en los últimos momentos, los camilos fueron precursores de los tanatorios modernos, pues los difuntos eran amortajados e instalados en oratorios fúnebres en el propio hospital, evitando así a los deudos las molestias de los velatorios en casa. La iglesia del convento, pequeña, tenía escaso valor arquitectónico y carecía de mérito artístico, pero sí contenía dos joyas excepcionales: una Dolorosa, de Vergaz, y un soberbio Cristo de la Agonía, obra culminante del Barroco madrileño, tallado a mediados del siglo XVII, quizá en los años cincuenta, por Juan Sánchez Barba. Durante la invasión francesa el convento quedó bastante arruinado, y posteriormente, en 1836, en tiempos de la desamortización de Mendizábal, fue derruido. En su solar se edificó primero un almacén de papel y luego, a finales del siglo XIX, las casas actuales. Tras la exclaustración, las dos grandes obras artísticas de los Agonizantes fueron llevadas a la cercana iglesia de San Luis, en la calle de la Montera. Allí desapareció la imagen de la Dolorosa, junto con la iglesia, en el incendio provocado de 1935. El Cristo de la Agonía tuvo en cambio mejor suerte, pues habiendo sido trasladado tiempo antes al oratorio de Caballero de Gracia, pudo salvarse de la quema. Y en este recoleto y magnifico templo que construyera Juan de Villanueva sigue recibiendo el culto de los madrileños.
A principios del siglo XVII, en la calle de Fuencarral, cuando casi todavía era un camino abrupto y solitario, existía un pequeño humilladero en una finca propiedad del marqués de Navahermosa, y en él, bajo un arco, había un cuadro de la Virgen de la Soledad, lo que dio lugar a que la calle que por aquellos parajes se abrió, la actual de Augusto Figueroa, llevara hasta 1904 el nombre de Arco de Santa María. Allí se paraban y pedían protección a Ntra. Señora las gentes que emprendían viaje, siendo muchos los que llevaban ofrendas y exvotos por los favores que aseguraban deber a su intervención. En 1712, un descendiente del marqués, don Francisco de Feloagán y Ponce de León, ante la fama de este cuadro de la Virgen, decidió construir una capilla en el mismo lugar, que es la que actualmente se conserva, intacta, vencedora del tiempo, y que ve pasar ante ella el ruido y la prisa de la calle. La capilla es de ladrillo y sillería de granito, con un gran arco de medio punto, enmarcado en alfiz, que acoge un portón de madera con postigos abiertos y enrejados. En la misma fachada de Fuencarral, a la izquierda, existe otro pequeño acceso adintelado con una ventana encima. En el lado de Augusto Figueroa, con arco sencillo bajo alfiz, sólo hay una ventana. El alero es el típico madrileño. El interior, enyesado y encalado, es una pequeña pieza rectangular con techo adintelado. El retablo, al frente, compuesto por pilastras de orden jónico que sustentan un frontón, aloja la pintura de Ntra. Señora de la Soledad, del siglo XVII, de autor desconocido, pero que es una copia en pintura de la famosísima y desaparecida talla de la Soledad de Becerra. Muchas fueron las copias que de esta imagen se hicieron —una de ellas corresponde a la Virgen de la Paloma—, que nos presentan a María en el momento de quedar sola tras el entierro de su Hijo y hasta la Resurrección, vestida de luto, en blanco y negro, con el rosario en las manos. En este lienzo también se puede apreciar la figura de san Francisco de Paula en un segundo plano, adorando a la Virgen. En el lateral izquierdo hay otra imagen, la del Cristo del Consuelo, barroco, que parece del s. XVI. En 1947, doña María Luisa Maldonado, marquesa viuda de Torneros y entonces propietaria de la ermita, la donó en testamento a la hoy parroquia de San Ildefonso y de los Santos Justo y Pastor (en la cercana plaza de San Ildefonso), aunque la entrega oficial no se hizo hasta 1952. Desde aquel año se han encargado de su cuidado y mantenimiento. La ermita siempre ha permanecido cerrada y muchos son los que se paraban a mirar a través de las rejas, unos con devoción, casi siempre vecinos de los alrededores que aprovechan para decir una pequeña oración o echar unas monedas, y otros, gentes de paso, extrañados ante lo que parece una ermita campesina colocada anacrónicamente en el centro de la ciudad. Pero en 2008 fue cedida a los Mensajeros de la Paz del padre Ángel, que la mantienen abierta desde las 8 de la mañana hasta las 12 de la noche.
En la calle de Fuencarral, frente al Hospicio, entre San Vicente Ferrer y Palma, y con trasera a la Corredera, se encuentra el imponente edificio de tinte neoclásico del Tribunal de Cuentas del Reino, construido en 1863 según planos del arquitecto Francisco Jareño y Alarcón, que se ajusta a las alineaciones de las cuatro calles colindantes y absorbe la irregularidad de la planta en la forma del patio interior. Las fachadas, de ladrillo y sillería de granito, que le dan un aspecto de gran solidez, se rematan con una contundente y bella cornisa, cuyo efecto queda disminuido y afeado en la actualidad por el añadido improcedente de una nueva planta. En este organismo oficial, que antes estuvo instalado en el palacio de los Consejos (hoy Capitanía General, en la calle Mayor), se conservan los miles de documentos que reflejan la fiscalización de todas las cuentas de la Administración. Su origen data de la Ordenanza del 2 de julio de 1437, otorgada por Juan II en Valladolid a petición de los procuradores del Reino. Aquí existió, en el siglo XVI, la quinta del conde de Vocinguerra de Arcos, algo alejada entonces del centro de la ciudad, y que era punto de encuentro de los que conspiraban contra Felipe II y a favor del príncipe don Carlos, cuya desgraciada vida ayudó a alimentar la leyenda negra de su padre e inspiró luego a escritores y músicos románticos. Posteriormente, en el siglo XVIII, ya perfectamente poblada la zona, en este lugar construyó su casa-palacio don Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, ilustre militar, diplomático y poderoso ministro de Carlos III. De él, que encarnó en nuestro país las ideas de cultura e ilustración que nos venían de Francia, se puede decir que fue el causante de mucha de la fama dada a su rey, al que sirvió de forma tenaz e inteligente. Prueba de esta inteligencia fue la solución tan práctica que dio al llamado Motín de Esquilache. Se había desencadenado éste por el descontento del pueblo ante el decreto que prohibía el uso de la capa larga y el chambergo. Ante el trágico balance de aquellos días, todo parecía perdido para que esta ley prosperase, y más tras la destitución del ministro de Hacienda, el marqués de Esquilache, promotor de tal decreto, pero... aún faltaba la última palabra de tan singular pleito. La pronunció poco después y de manera eficaz el conde de Aranda, que desacreditó rápidamente aquella larga capa y amplio sombrero al obligar a verdugos y ayudantes a utilizar estas prendas en el desempeño de su macabro oficio. Como pocos quisieron desde entonces ponerse semejantes atuendos, se puso de moda el uso de capa corta y sombrero de tres picos. Durante la guerra civil de 1936, en el edificio del Tribunal de Cuentas se instaló el Cuartel de Transmisiones, además de otras organizaciones. Quiso el destino que fuera usado para dependencias militares al igual que ocurriera con el palacio de Aranda, que antes de ser derribado sirvió como sede del Cuartel de Guardias Españolas. Se hizo célebre porque de allí salieron algunas de las sublevaciones militares y asonadas en las últimas décadas del turbulento siglo XIX.
En el número 78 de la calle de Fuencarral, frente al Tribunal de Cuentas, se encuentra el antiguo Real Hospicio General de Pobres del Ave María y San Fernando, hoy ocupado por el Museo de Historia de Madrid (antiguo Museo Municipal). Su origen se remonta al siglo XVII, cuando el beato Simón de Rojas, por encargo de la reina Isabel de Borbón, se dedicaba a recoger mendigos. Esta actividad cesó en 1624, a la muerte de Rojas, y no fue retomada hasta el 25 de marzo de 1668, fecha en la que la Congregación de Esclavos del Ave María, que tenía sede en el desaparecido convento de la Trinidad de la calle de Atocha, funda un hospicio en la calle de Santa Isabel. A los pocos años, en 1674, por ser aquel lugar insano, este hospicio se trasladó a la calle de Fuencarral, instalándose en unas casas cedidas por don Carlos Goveo. A esta inicial fundación se añadiría posteriormente la del Hospicio de San Fernando, creado en 1726 para alojar a vagos ociosos y desheredados de la fortuna. Las obras para adecuar todos aquellos terrenos a las nuevas necesidades comenzaron inmediatamente, pero no se terminarían hasta 1799. De la primera época, en la que intervinieron los arquitectos José de Arroyo, Felipe Sánchez, Teodoro Ardemans, Filippo Pallotta y Francisco de Sevilla, son la iglesia-capilla y parte del edificio principal. Al gran Pedro de Ribera debemos la construcción en 1726 de la fachada a Fuencarral, sin duda una de sus obras maestras, formada por un lienzo de dos pisos cuyo eje es la famosa portada, una especie de retablo de granito donde estalla la exuberante ornamentación barroca: cortinajes transmutados en piedra, flores, follaje, frutos, escudos, volutas, conchas, estípetes, óculos, ángeles y cuantos motivos pudiera imaginar la fantasía más desbordada. En la parte superior, en una hornacina, se encuentra la estatua de san Fernando —Fernando III el Santo— recibiendo las llaves de Sevilla, obra de escultor Juan Ron en piedra caliza blanca. Por debajo de ésta, otra oquedad acoge la imagen de la Virgen. La compleja edificación total del Hospicio seguía el esquema de los hospitales renacentistas: planta rectangular, patio central con la iglesia en el medio, y crujías cerrando los brazos de la cruz así formada. Dotado de talleres, escuela, enfermería y zona de huerta que se extendía por la parte trasera hasta la actual calle de Mejía Lequerica, durante más de dos siglos fue el hogar de gran número de pobres, huérfanos, ancianos menesterosos e impedidos. Sus grandes dimensiones eran capaces para albergar a más de tres mil asilados. Al ser modificadas las leyes de la Beneficencia a mediados del siglo XIX, el gobierno del Hospicio pasó al Ayuntamiento y, pasados unos años, a la Diputación de Madrid, que finalmente, alarmada por el estado ruinoso del edificio de Fuencarral, decidió en 1922 demolerlo y trasladar la institución benéfica a Aranjuez. Afortunadamente tal demolición no se llevó a cabo totalmente, y gracias a la intervención decisiva de la Real Academia de San Fernando, de la Sociedad Central de Arquitectos y de muchos intelectuales, se consiguió salvar la primera crujía y la iglesia —las zonas más nobles—, que habían sido previamente declaradas monumento nacional en 1919 y que el Ayuntamiento las compró en 1924.   Ese antiguo Hospicio, ya remozado y restaurado por el arquitecto Luis Bellido, sirvió para que en 1926 la Sociedad Española de Amigos del Arte organizara la exposición "El antiguo Madrid", germen del que nacería el Museo Municipal en 1929. Hasta entonces sólo existía un museo de la ciudad, creado en 1903 pero no llevado a cabo hasta 1908, en la Casa de la Panadería. El nuevo museo fue inaugurado el 10 de junio de 1929, y su primer director, el poeta Manuel Machado —vivía en la cercana calle de Churruca— se mantuvo en el cargo hasta su jubilación en 1944. Base para esta fundación fueron los objetos procedentes del Archivo de la Villa, la excelente donación de don Félix Boix, principal promotor de la citada exposición "El antiguo Madrid", y depósitos de otros museos. Luego se iría completando con nuevas adquisiciones. Durante la Guerra Civil, con la famosa portada barroca de Ribera protegida con ladrillos y sacos terreros, sus muros sirvieron para guardar, además de sus propias obras de arte, las procedentes de la catedral de Cuenca y otras muchas incautadas a particulares e instituciones. Tras la contienda, el Museo Municipal sufrió un periodo de languidez que trajo como consecuencia su cierre en 1955, motivado también por el mal estado del edificio. Y por fin, después de una dilatada fase de obras, se abrió de nuevo en 1979, iniciando así una etapa con presencia constante en la vida madrileña y con decidido impulso y apoyo del Ayuntamiento. En la actualidad, tras nuevas obras realizadas entre 2001 y 2014, con restauración de fachadas —ya antes se procedió al cerramiento con verja metálica sobre poyete de la histórica Fuente de la Fama, obra también de Pedro de Ribera—, y una completa, moderna e innovadora remodelación del espacio interior, para conseguir que el patio contiguo a la capilla sirva de distribución para todas las salas, se ha reconvertido en Museo de Historia de Madrid, en donde, tal vez lo más polémico sea la valla que lo rodea para evitar actos vandálicos, que resta visibilidad y no está en consonancia con el estilo barroco del edificio. Recoge el Museo ahora la historia de Madrid desde 1561, momento en el que Felipe II aquí instaura la corte, hasta las primeras décadas del Siglo XX. Con respecto a la colección que atesoraba el antiguo Museo Municipal, ha perdido todo lo referente a la arqueología madrileña y al periodo medieval, trasladado al Museo de San Isidro o de los Orígenes, y lo más moderno al Museo de Arte Contemporáneo. De lo reubicado, sin lugar a dudas de gran valor la Virgen de la Leche, de Pedro Berruguete, los cenotafios de Beatriz Galindo “La Latina” y de su marido Francisco Ramírez “El Artillero” o el despacho de Ramón Gómez de la Serna. Siguen siendo piezas fundamentales de la exposición el cuadro San Fernando ante la Virgen, de Lucas Jordán, que decora la capilla; un busto de Felipe II, atribuido a Pompeyo Leoni; una copia en tamaño real del magnífico plano de Madrid de 1656, de Pedro de Texeira, enmarcado y colgado junto a una moderna maqueta de madera que lo reproduce en tres dimensiones, obra de Juan de Dios Hernández; el plano de la ciudad de 1769, de Espinosa de los Monteros; la Alegoría de Madrid, de Goya; excelentes ejemplares de porcelana del Buen Retiro, y la monumental Maqueta de Madrid, realizada por el coronel don León Gil de Palacio en 1830. Son cerca de 40.000 las piezas que guarda el Museo de Historia, entre pinturas, grabados, dibujos, estampas satíricas, postales, esculturas, maquetas, porcelanas, monedas, medallas, platería, periódicos, gacetas, planos, abanicos, armas, relojes, naipes o llaves, que muestran la evolución histórica y urbanística de la ciudad, las artes, la vida cotidiana y las costumbres de los madrileños desde que en 1561 fuera elegida Madrid capital de España hasta la actualidad. También hay espacio para exposiciones temporales. La construcción de la antigua iglesia-capilla del Hospicio, hoy uno de los espacios más relevantes del Museo, se inició en 1699 a expensas del legado de dos Luis del Hoyo Maeda, benefactor de la institución, siendo inaugurada el 25 de marzo de 1703. Sus trazas se debieron a José de Arroyo, aunque luego intervinieron también Felipe Sánchez, Francisco de Sevilla, Filippo Pallotta, Teodoro Ardemans y, años después, Francisco Moradillo. Tiene planta de cruz latina y crucero muy corto, donde arranca la cúpula, sobre pechinas, pintadas éstas al fresco en los primeros años del siglo XX con las figuras de los cuatro evangelistas. La nave, que se cubre con bóveda de cañón, está articulada con pilastras dóricas y arcos de medio punto. Al exterior se aprecia la cúpula-torre, octogonal, con decoración de plaqueados y el clásico chapitel. El frente lo ocupa un enorme cuadro de seis por cuatro metros —una verdadera joya—, pintado por Lucas Jordán en torno a 1702 y colocado en 1703, que representa a san Fernando, patrono del Hospicio, arrodillado ante la Virgen con el Niño, a los que ofrece la toma de la ciudad de Sevilla. Este cuadro se dio por perdido y se encontró por casualidad en 1991, a pesar de que nunca abandonó su lugar en el testero. Desgraciadamente había llegado a nuestros días incomprensiblemente repintado por manos desconocidas, cubierta por completo la obra original, sin ningún documento que diera cuenta de la alteración. El "camuflaje", realizado a finales del siglo XIX o principios del XX, de muy burda y baja calidad, cargado de planos y colores violentos, había servido para tapar piernas y brazos angelicales desnudos e iluminar las penumbras del barroco con tonos azules. Además de censora, la mano anónima se guío por recuerdos infantiles: coloreó las alas de los ángeles de rosa, pintó un dragón de color verde hierba y tapó tras ingenuas nubecillas blancas a cinco ángeles. La calidad de la pintura de Jordán y la falta de conocimientos del transgresor, que recubrió el lienzo con una capa de cola para que sus óleos no resbalaran, permitieron que los pigmentos originales no fueran alterados. Sin desearlo protegió así el cuadro primitivo. Fue la capa de salvación. Hoy luce todo su esplendor tras la oportuna limpieza y restauración realizada en 1993.
La Topographía de la villa, descrita por Don Pedro Texeira. Año 1656, más conocida como plano de Texeira, se estampó ese mismo año en Amberes en los talleres de Juan y Jacobo Veerle. Las veinte planchas de cobre empleadas, de 57 por 45 centímetros, con ligeras diferencias de algunos milímetros entre ellas, lo que hace que la unión tenga algunas distorsiones, fueron grabadas en Ámsterdam por Salomón Savry. El plano, de 2,85 por 1,80 metros, a una escala aproximada de 1 por 1.840, es otra de las joyas del Museo de la Historia. Don Pedro de Texeira Albernas, cosmógrafo portugués al servicio de Felipe IV, dibujó en perspectiva caballera, apreciándose así las fachadas de las casas que miran hacia el sur, aquel Madrid de cien mil habitantes encerrado en la modesta cerca que se mandara construir en 1625. Esta cerca, la última que ha tenido la villa, que abarcaba poco más de lo que hoy es el distrito Centro, se mantuvo hasta 1868, aprisionando a una población cada vez mayor durante siglos. La minuciosidad y exactitud de la obra de Texeira, sobre todo en los edificios importantes y representativos, sólo es comparable a otro trabajo realizado mucho tiempo después, en 1830, la Maqueta de Madrid de Gil de Palacio, que también se expone en el Museo. En el Madrid dibujado por Texeira había catorce parroquias con otras cuatro iglesias anejas, ciento siete conventos (ochenta y uno de religiosos y veintiséis de monjas) —ocupaban una tercera parte de la superficie de la ciudad—, dieciocho hospitales, diez ermitas (seis de ellas dentro del Real Sitio del Buen Retiro), catorce plazas, unas cuatrocientas calles y cerca de once mil edificios. El plano de Texeira es un inapreciable documento para conocer cómo era Madrid a mediados del siglo XVII, y en él han buceado todos los cronistas de la ciudad para investigar sobre mucho de lo desaparecido o modificado a lo largo de los años. Incluso un renombrado novelista, Arturo Pérez Reverte, lo utiliza como soporte para ambientar en su entramado callejero la azarosa vida del protagonista de Capitán Alatriste. Parece ser que existen cuatro ejemplares del plano original publicado en Amberes, localizados en el Ayuntamiento, en el Ministerio de Hacienda y dos en la Biblioteca Nacional. Uno de estos últimos perteneció a don Ramón de Mesonero Romanos, que al incluir una copia en la edición de 1881 de su magnífica obra El antiguo Madrid. Paseos históricos por las calles y casas de esta villa, pudo rescatar del olvido y dar a conocer al gran público la inmensa obra de Texeira, aunque ya antes el Ayuntamiento había hecho una reedición en 1836, pero de muy escasa tirada. Luego, las reproducciones en distintos formatos han sido numerosísimas, por lo que se ha hecho muy popular.
La Alegoría de la Villa de Madrid, de don Francisco de Goya y Lucientes, obra excepcional de la colección de pinturas del Museo de la Historia, fue realizada en 1810 por encargo del Ayuntamiento afrancesado, que quiso un retrato de José Bonaparte para presidir la Sala Capitular. Goya, en cambio, intuyendo un reinado efímero, realizó una amplia composición alegórica —muy de moda en aquella época— en la que el soberano aparecía en un espacio muy reducido dentro de un medallón. Su lugar lo ocupa ahora la inscripción "Dos de Mayo". Por este cuadro, un óleo sobre lienzo de 2,60 por 1,95 metros, cobró el maestro quince mil reales. Madrid está representada como una joven matrona mitológica, vestida de blanco y con manto rosa, coronada, con un perrillo echado a sus pies que simboliza la Fidelidad. Se apoya con su brazo derecho sobre el escudo de la villa y con la mano izquierda señala el medallón, sostenido éste por genios o figuras aladas. En la parte superior, sobrevolando la escena, aparecen la Fama tocando la trompeta y la Victoria con una corona de laurel. Aunque de encargo, es una obra de importancia en la que destaca sobre todo la finura y riqueza del colorido. Pero aparte de su valor artístico, el cuadro tiene una especial significación por su accidentada historia, tan ligada al tornadizo acontecer político de aquellos años. Las vicisitudes comienzan en 1812, año en el que los franceses abandonan Madrid y el Ayuntamiento decide retirar la figura de José I del medallón. El mismo Goya realiza el cambio y pinta el libro de la Constitución, en homenaje a la recientemente proclamada en Cádiz. En septiembre de ese mismo año, los reveses de la guerra traen de nuevo al rey intruso a Madrid, siendo ahora Francisco Abas, discípulo de Goya, quien se encarga de restituir su figura. La expulsión definitiva de los franceses en 1814 trae otra vez el libro de la Constitución, de la mano de Dionisio Gómez; pero por muy poco tiempo, ya que es borrado para dejar paso al retrato de Fernando VII, pintado primero por un autor desconocido y luego, al ser rasgado con una bayoneta por un exaltado miliciano nacional, por Vicente López en 1826. En 1841, con el advenimiento de los liberales, se recupera la Constitución, que se mantendría hasta que en 1872 el marqués de Sandoval, entonces alcalde de Madrid, tuvo el buen acuerdo de encomendar al pintor Vicente Palmaroli la búsqueda del primitivo retrato del rey francés, obra de Goya original. Al levantar las sucesivas capas de pintura se pudo ver que este retrato había sido raspado, y para evitar sucesivos cambios en el polémico medallón se decidió poner la leyenda "Dos de Mayo", para que así el cuadro fuera una auténtica alegoría de Madrid. Goya, sin duda, hubiera estado de acuerdo.
La Maqueta de Madrid fue construida entre 1828 y 1830 por el coronel de Artillería don León Gil de Palacio, y reproduce con todo detalle la ciudad en los últimos años del reinado de Fernando VII, en vísperas de las transformaciones que se iniciarían con la desamortización eclesiástica de 1835. Tiene unas dimensiones de 5,20 x 3,50 metros, a una escala de 1:864, y está dividida en diez bloques, uno interior en torno a Palacio, y otros extendidos hacia los bordes. Aquel Madrid de la primera mitad del s. XIX, que seguía tapiado con la cerca levantada en 1625 por Felipe IV, contaba entonces con poco más de doscientos mil habitantes y presentaba una superficie edificada de unas doscientas hectáreas, con cuatrocientas noventa y dos calles, cuatro grandes plazas y setenta y nueve plazuelas. La perfección con la que está hecha la maqueta hace de ella una obra extraordinaria y única en sus características. Los edificios importantes fueron copiados con una exactitud y minuciosidad que a veces escapa a la simple observación, siendo necesaria la ampliación fotográfica para apreciar la verdadera magnitud del trabajo. Se reproducen fielmente todas las calles, plazas, construcciones e inmuebles públicos, palacios, las diecisiete iglesias parroquiales de entonces, los setenta conventos —muchos de ellos ya desaparecidos—, huertas, jardines, fuentes, casas particulares, así como las diferencias de nivel del suelo. Es curioso ver la inmensa mole del Palacio Real frente a un gran espacio abierto y desnudo, fruto de los derribos practicados por José Bonaparte, ocupados posteriormente por la plaza de Oriente y el Teatro Real, y la inexistencia de la Gran Vía, que empezó a formarse en 1910 y que supuso la desaparición de dieciocho antiguas calles y la mutilación de otras veintidós. Respecto al barrio de Maravillas, podemos comprobar que la cerca pasaba por la actual glorieta de Bilbao, donde estaba la puerta de los Pozos de la Nieve, y que más allá se extendía el campo. También se puede reconocer una plaza Mayor aún inacabada, tras el incendio de 1790. Incluso hay ropa tendida en las orillas del Manzanares. Los materiales empleados en su construcción son muy variados. El más utilizado es la madera, de diversas especies (pino, chopo, aliso, abedul y cedro), siguiéndole el papel, distintos metales, tierras, colas, alambres, hilos de lana para los árboles y seda para los arbustos.
Posiblemente no existe caso criminal cuyo proceso judicial haya apasionado más vivamente a los madrileños que el incoado con motivo del asesinato de doña Luciana Borcino, viuda de Vázquez-Varela, rica y acomodada: se le calculaba una renta de cinco mil duros al año. Los hechos ocurrieron el 2 de junio de 1888 en el número 95 de la calle de Fuencarral, piso segundo izquierda. Se recordará como uno de los grandes sucesos de la crónica negra de la villa. Aquella mañana, los vecinos del inmueble se alarmaban por el olor a petróleo y carne quemada que salía por debajo de la puerta. A llegar la policía y derribar la puerta, se encontró con el cuerpo sin vida de Luciana, boca arriba en su cama y cubierta en trapos mojados en petróleo que previamente habían sido quemados. A pesar del daño producido por el fuego, se distinguían claramente manchas de sangre producidas por tres apuñalamientos, uno de ellos en el corazón. También había indicios de que el cuerpo había sido trasladado. Durante la inspección se encontró a otra mujer en la cocina: estaba viva, en el suelo, y aparentemente narcotizada. Era Higinia Balaguer Ostolé, sirvienta de la víctima, que llevaba sólo seis días en este empleo. ¿Había matado la criada a la señora, y provocado el incendio para borrar las huellas? El caso es que fue inmediatamente acusada junto con una amiga, Dolores Ávila, conocida como Lola la Billetera; aunque por sus sucesivas declaraciones, de una repercusión tremenda y que provocaron gran conmoción y escándalo, se vieron implicadas otras personas, entre ellas un hijo de la asesinada, José Vázquez-Varela, joven de conducta irregular y malos antecedentes, y en esos días recluido en la Cárcel Modelo, y el director de la misma, don José Millán-Astray, padre del famoso general del mismo nombre fundador de la Legión Española. El 26 de marzo de 1889 comenzó el juicio oral y público en el Palacio de Justicia de Madrid. La expectación era tan enorme que ya desde las nueve de la noche del día anterior se habían formado colas de personas para acceder al interior del Palacio. En el desarrollo del juicio, el primero que se hacía con jurado de Acción Popular, se pudo establecer una conexión entre Higinia Balaguer y José Millán-Astray debido a la relación de ella —vivieron durante algún tiempo amancebados— con Evaristo Abad Mayoral, conocido como El cojo Mayoral, que tenía una cantina frente a la Modelo. Y según la acusada, en una de las veinte veces que cambió su declaración, fue el propio hijo de la asesinada el autor del crimen, en connivencia con Millán-Astray, que le facilitó la salida de la cárcel para cometer el parricidio: "El señorito mató a su madre y el Sr. Millán lo planeó. Yo iba a ser pagada generosamente por dejarle entrar en la casa". La versión podría no haber sido verosímil de no ser porque numerosos testigos declararon haberse topado con el hijo de Luciana ese día y hasta uno haber tenido una reyerta con el pendenciero joven. Pronto se crearon bandos contrapuestos de opinión; cayeron y nacieron reputaciones, otras se pusieron en entredicho. La prensa, cuyas ventas alcanzaron un nivel impensable entonces, se dedicó a hacer un juicio paralelo y contribuyó en gran medida en el tratamiento sensacionalista del suceso, con notorio perjuicio a la instrucción de la causa. Incluso los directores de los periódicos La Iberia, La República, La Opinión, El Liberal, El País y El Resumen abrieron con éxito una suscripción pública para personarse como acusación particular de la mano del jovencísimo abogado don Joaquín Ruiz Jiménez, luego ministro, senador y varias veces alcalde de Madrid (su hijo, del mismo nombre, fue igualmente afamado y respetadísimo político demócrata cristiano, ministro, Defensor del Pueblo y presidente durante muchos años de Unicef-España). Los madrileños, en fin, se desayunaban todos los días con el nombre de Higinia, y no se concebía conversación que no aludiera a tan controvertido asunto. Proverbial se hizo la frase que a preguntas del fiscal contesto la portera de la casa del crimen: "No sé, yo me acuesto a las ocho". La popularidad del caso originó que proliferaran las historias romanceadas de ciegos en las que Higinia y José Vázquez eran los auténticos protagonistas, ella como heroína novelesca y el otro como personaje enigmático y siniestro, adelantándose así al fallo judicial. El Tribunal Supremo, en el que la principal acusada estuvo defendida por don Nicolás Salmerón, expresidente de la República, puso finalmente las cosas en su sitio: garrote vil para Higinia Balaguer, dieciocho años de reclusión para Dolores Ávila, que colaboró en el asesinato, y absolución para los demás encausados. Muchos madrileños no encontraron verosímil la versión de que fueran las únicas implicadas, y se produjeron apedreamientos del Ministerio de Justicia y diversos episodios de alteración del orden público. Casi nadie creyó que José Vázquez-Varela, Astray y demás compinches no hubieran estado en el ajo. Los 14000 duros y las alhajas que desaparecieron del piso de la calle de Fuencarral nunca aparecieron. El Consejo de Ministros, con Antonio Cánovas a la cabeza, hubo de declinar una petición de indulto y hasta persuadir a la Reina Regente María Cristina de que debía reprimir su impulso de ejercer su derecho de Gracia. La ejecución se realizó el sábado 19 de junio de 1890. Cerca de veinte mil personas asistieron al acto en los aledaños de la Modelo, en la Moncloa, donde hoy se levanta el Cuartel General del Ejército del Aire, y fue la última por garrote vil que se hizo de manera pública en España. Todavía, para gozo de la prensa y chismorreo de las gentes, los hechos tuvieron su epílogo. Poco después, el exculpado hijo de la pobre Luciana, conocido en ciertos ambientes como El pollo Varela, protagonizó, acompañado de una mujer de vida galante, una tremenda bronca en el café Universal de Vigo, en el que agredió a conocidas personalidades de aquella ciudad. Y años más tarde, ya en Madrid, arrojó a una prostituta por una ventana en la calle de la Montera, por lo que fue procesado y condenado a muerte, pena conmutada posteriormente por catorce años de prisión en el penal de Ceuta.
A principios del siglo XIX, la calle de Fuencarral terminaba en la hoy glorieta de Bilbao; allí, tras la puerta de los Pozos de la Nieve y la cerca que mandara construir Felipe IV, empezaba el campo. Y en la última manzana por el lado izquierdo, la marcada en los planos con el número 478, frente a las vastas posesiones de la empresa que explotaba los Pozos de la Nieve, se encontraba la finca de don Francisco de Bringas, con una gran mansión y extenso jardín. Ocupaba parte de la antigua quinta de Carrillo, ministro de Felipe III, la delimitada por la propia calle de Fuencarral y las del Divino Pastor, San Andrés y actual Malasaña. que pronto se convertiría en un sitio de recreo conocido como los Jardines de Apolo o de Bringas Por aquella época, a la hora de divertirse, la mayoría de los madrileños se inclinaba por los cafés y preferentemente por los bailes. Este furor danzante hizo exclamar a un visitante extranjero que "parecía como si estuviéramos todos aquejados del mal de San Vito". La polca, la mazurca, el chotis, el pasacalles o pasodoble, la habanera y el vals eran las apetencias principales entre el cotarro jacarandoso. Y las asociaciones seudo-culturales, de rimbombantes nombres, cuya principal actividad consistía en bailar, se contaban a cientos, con salones propios o asistencia a otros famosos de general concurrencia: Salón Capellanes, el Paul...
En el barrio o alrededores hubo también salones de baile, como el De la Unión en la plaza de los Mostenses. Y sí abundaron las sociedades, donde los agrupados pagaban su cuota para sufragar los eventos. En la calle de la Madera número 8, donde había una academia de baile, celebraban sus charangas las sociedades Terpsícore, La Perla Madrileña, Talía o Marte. El desaparecido teatro Lope de Vega, más conocido como el de "Los Basilios" por ocupar el solar del antiguo convento de esta orden religiosa en la calle del Desengaño, era alquilado, sobre todo para los bailes de carnaval, por La Brillante y por La Unión Dramática. En el también desaparecido teatro Calderón de la Barca, en la calle de la Madera Baja, donde luego estuvieron sucesivamente las redacciones y talleres de El País (distinto del actual del mismo nombre), La Libertad e Informaciones, y actualmente la sede del Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE), celebraba sus fiestas la sociedad de baile La Africana. En el número 2 de Noviciado estuvo Del Norte, local donde celebraba sus bailes la Sociedad de Baile La Unión y el Comercio. Y en los números 9 y 11 de esta misma calle, La Gruta, que se mantuvo luego en forma de cabaret y de billares hasta 1936. En los bailes de las clases altas se bailaba al compás de grandes orquestas; en las más populares con orquestinas modestas, pianos u organillos. Y famoso organillero fue El Manitas, que alquilaba sus instrumentos en el número 24 de la calle Monteleón. También alquilaban pianos u organillos en la calle de la Palma 16, en el Centro de Pianos de la calle Pozas, en Pianos Hazen de la calle de Fuencarral 55 o en la fábrica de pianos Montano de la calle de San Bernardino. La temporada primavera-verano lógicamente cerraba el calendario de esta bullanga en local cerrado. Las diversiones madrileñas entonces se desplazaban hacia las afueras, buscando temperaturas más agradables, y el bailoteo no era una excepción, fundamentalmente en una bucólica variedad campestre y verbenera. Y aquí es cuando retomamos de nuevo la finca de don Francisco de Bringas, convertida en sitio de recreo público en 1833 con el nombre de Jardines de Apolo, pero más popularmente conocido como Jardín de Bringas. Dicen las crónicas que la entrada costaba dos reales, y que era un parque muy frondoso, con flores sin cuento, abundante arbolado frutal y de sombra, con glorietas y caminos laberínticos en los que se repartían estatuas, columnas, mesas y bancos rústicos y diversos juegos. Contaba además con teatro, café, pista de baile, fonda y merendero. Y a veces se ofrecían conciertos, espectáculos de variedades y fuegos artificiales. A pesar del éxito inicial, no duraron mucho los Jardines de Apolo; otros vinieron a usurpar su puesto en las preferencias de los madrileños: el Jardín de las Delicias, entre Bárbara de Braganza y Almirante; los Orientales, en el solar que había sido del convento de Santa Teresa, con entrada por Fernando VI; los del Paraíso, en Recoletos; el Tívoli, donde se alza actualmente el hotel Ritz, y los Campos Elíseos, el más grande de todos, fuera entonces de la urbe, a la salida de la puerta de Alcalá, que contaba hasta con plaza de toros, ría navegable y teatro de la ópera. Estos jardines eran escenario frecuentado por las clases medias acomodadas; las clases populares tenían que conformarse con llegar a los merenderos de las afueras si querían bailar al aire libre, aunque hubo algún intento de jardín y parque de recreo más asequible cerca del barrio, Los Jardines de Minerva, en la actual plaza de Alonso Martínez, al que se permitía llevar la merienda de casa. Y también, ya a finales del siglo XIX, en la recién formada glorieta de Bilbao, donde todas las noches de verano, con gran concurrencia de público, se celebraban conciertos de música o se organizaban alegres y bullangueros bailes. Y los más pequeños tenían del mismo modo asegurada la diversión, pues varios tiovivos y otras atracciones de feria se establecían allí casi de fijo. Por los años cincuenta del siglo XIX empezó el declive de los Jardines de Apolo, y sus terrenos puestos a la venta por parcelas. El primero en construir fue don ángel García Loigorri, conde de Vistahermosa y alcalde de Madrid entre 1847 y 1848, que levantó tres palacios para él y su familia a partir de la calle del Divino Pastor. Dos de ellos se conservan (uno muy modificado) y constituyen la Casa-Madre de las RR. Hijas de María Inmaculada, las populares monjas del Servicio Doméstico; el otro, a continuación, ocupaba el solar en donde se abre un amplio local comercial en la planta baja y antes el Drugstore y el VIPS-Fuencarral. Y aún fue edificado otro cuarto palacete, el del conde de Eleta, en el solar donde se hallaban los almacenes Mazón y hoy una nueva edificación. En el plano parcelario de 1870 ya aparece toda la manzana edificada al completo, incluso con casas de vecindad en el primer tramo de la recién formada calle de Malasaña, entonces ese tramo de la Peninsular. Por los años veinte del pasado siglo, aparte del fox-trot o el charleston, bailes que nos llegaban desde los Estados Unidos, se popularizó el tango, que ya había hecho su aparición entre nosotros a finales del XIX. En el barrio hubo un cabaret especializado, el Ideal Room (luego La Parisina), en la plaza de Vázquez de Mella, donde después se abrió el también desaparecido Teatro Benavente. Al lado, pero ya en tiempos más actuales, se instaló la discoteca Long Play, en el ambiente gay del barrio de Chueca. Muy conocido y con ambiente más populachero fue en tiempos Panaderos, que se llamaba en realidad Dancing Ideal, y que ocupaba los números 8 y 10 de la calle Andrés Borrego. En 1956 fue abierto el pasaje o galería de Fuencarral 77 a la Corredera. Allí, en una mínima plazoleta interior, estuvo el Hogar Canario, que organizaba unos famosos bailes en las tardes dominicales de los años sesenta, al que acudían chicos y chicas de todo Madrid. Sin proponérselo, fue el Hogar Canario un tímido precursor entonces de la invasión juvenil que hoy sufre el barrio durante los fines de semana. Hoy está todo muy renovado. También, en la calle de Pez, en un edificio esquinero con la plaza de Carlos Cambronero, abre sus bellos balcones la Casa de León, en cuyas salas se celebraban populares bailes dominicales. Y volviendo un poquito atrás, fue a partir de los años treinta cuando comenzó a hacerse costumbre la aparición de salas de baile en los bajos de los cines. Tal es el caso del Barceló Dancing Palace, desde 1931 en los bajos del entonces cine Barceló. Hoy se ha convertido en la discoteca But y el propio cine en el súper famoso Pachá, ahora con el nombre recuperado de Discotesa Teatro Barcelo. Pero esto ya es modernidad, que es otra historia...
Cuando en 1561 Felipe II tomó la decisión de trasladar la Corte a Madrid, la población aumentó tan considerablemente que fue necesario ampliar la antigua cerca de los Reyes Católicos; luego, en 1625, reinando Felipe IV, se hizo una nueva cerca —la última que ha tenido la villa—, que abarcaba 550 hectáreas, poco más del actual distrito Centro. Era una simple tapia de mampostería, construida con fines fiscales y sanitarios y no defensivos, cuyo resto mejor conservado y perfectamente visible se encuentra en el parque existente detrás de la basílica de San Francisco el Grande, formando parte de un muro de contención (hasta el segundo tercio del pasado siglo se mantuvo otro trozo de esta cerca en la calle de Sagasta, entre Larra y Mejía Lequerica). En el plano de Texeira de 1656 se puede apreciar el recorrido y sus numerosas puertas y portillos. Todas ellas se abrían al amanecer y se cerraban la mayoría después de oraciones; sólo lo hacían más tarde —diez u once de la noche según estaciones— las principales o de registro, por estar en los caminos de gran tránsito. Y en nuestro barrio, una de estas puertas era la de los Pozos de la Nieve, llamada así por hallarse junto a unos que, situados al final entonces de la calle Fuencarral, ocupaban el amplio espacio que se extiende desde Barceló a la hoy glorieta de Bilbao, con fondo en Mejía Lequerica. Esta entrada a Madrid por la zona norte estuvo instalada inicialmente a la altura de las calles del Divino Pastor y de Apodaca, pero transcurridos unos años, en 1690, al ser incrementada la finca de Monteleón con terrenos extramuros y modificado el trazado de la cerca, se desplazo a la actual glorieta de Bilbao. Por allí empezaba en aquellos años el campo y la carretera de Francia. y la puerta de los Pozos de la Nieve pasa a la hoy Glorieta de Bilbao Nada se sabe de la puerta primitiva, salvo el dibujo en el plano de Texeira; la segunda, reconstruida en 1767 por amagar derrumbe, consistía en un arco de piedra con otros dos accesos más bajos cuadrados a ambos lados, todo ello de muy buena arquitectura y con ciertas pretensiones neoclásicas. En sus dinteles lucía las honrosas cicatrices ocasionadas por el ataque de la artillería de Napoleón en los primeros días de diciembre de 1808. Cuentan que por Monteleón, el 2 de mayo de 1808, algunos creyeron ver entre los combatientes anónimos la figura de Claudio de San Simón Rouvroy y Montblern, marqués de San Simón, de origen francés pero prestigioso militar de los ejércitos españoles. Quizá desde las ventanas de su casa oyera el tropel de gentes que acudían al parque de Artillería y él mismo decidiera incorporarse a la lucha, y más al saber que allí se uniría con Daoiz y Velarde. No pudo como acaso pretendió evitar la muerte de los héroes, mas el destino le reservaba un honroso puesto en la guerra que comenzaba: habría de ser quien defendiera unos meses después la puerta de los Pozos de la Nieve del ataque del ejército invasor. Así ocurrieron los principales acontecimientos: El 20 de julio llega a Madrid José I, el rey intruso, casi de tapadillo por temor a los madrileños. Y de la misma forma hubo de huir el 1 de agosto, al hacerse insostenible su presencia tras la derrota de los franceses en Bailén, además de la tremenda frustración por sentirse aislado, odiado y continuamente ridiculizado por el pueblo. El 8 de noviembre entra Napoleón en España, al frente de no menos de 250.000 hombres, y el 1 de diciembre se presenta en Chamartín, a la vista de Madrid. Desde allí exige la rendición incondicional. Exigencia que naturalmente dan por no oída. del gabinete de Napoleón en Chamartin, en la quinta El Recuerdo de los duques de Pastrana Mientras, la ciudad se estaba preparando para el asedio. El duque del Infantado, el marqués de San Simón, a quien se confió la protección de toda la zona norte, y el general don Tomás Morla procuraban dar alguna unidad a las operaciones, distribuyendo armamento y munición y, sobre todo, dirigiendo las obras de acondicionamiento: profundos fosos en las puertas, espaldones de tierra, barricadas con todo tipo de materiales y aspilleras en los muros de la cerca para poder disparar sin peligro. En la puerta de los Pozos de la Nieve, donde se había instalado una batería de cañones de a seis, las fuerzas destacadas por el marqués de San Simón consistían en sesenta soldados, cuatro compañías de Voluntarios y ochenta hombres de la llamada Milicia Honrada, peculiar cuerpo —también de voluntarios y por lo general de edad madura— que actuaban a modo de policía ciudadana. A ellos se unían numerosos hombres y mujeres del barrio de Maravillas, dispuestos a dar sus vidas como ya hicieran el 2 de mayo. En esta situación se estaba cuando, al amanecer del día 2 de diciembre, por la lontananza, en unos cerrillos situados por la hoy plaza de Chamberí, aparecieron los franceses: fuertes columnas de dragones de los generales Lahoussage y Latour-Maubourg y la caballería de la Guardia Imperial a las órdenes del mariscal Bessières. En realidad era sólo un alarde de la magnitud de sus tropas ante las paupérrimas de los madrileños. A eso de las doce de la mañana se presentó una avanzadilla de la caballería con un parlamentario para tratar de acordar la entrega de la ciudad, que fue rechazada sin miramientos. Ya no hubo más acontecimientos aquella tarde. Sin embargo, por la noche, unos tremendos cañonazos retumbaron con pavoroso ruido. Empezaba el asalto. No tardaron en romper el fuego contra las trincheras de los Pozos. Y nuestros cañones, que ya rabiaban por dar a los gabachos su merecido, contestaban con decisión, pero inútilmente. Mientras la bala rasa de sus piezas deterioraba los espaldones de tierra, hacía mella en la puerta, derrumbaba los muros y se llevaba por delante la vida de los valientes defensores, nuestros proyectiles lanzados por la carretera adelante apenas llegaban hasta ellos. La lucha fue encarnizada y desigual; mas no pasaron por allí los franceses, no pudieron ante la fortísima resistencia encontrada. No ocurrió lo mismo en otras zonas peor guarnecidas, y el 4 de diciembre entraba rápidamente el ejército de ocupación. El marqués de San Simón, héroe de la defensa de Madrid, fue hecho prisionero y condenado a muerte, aunque al final pudo salvar la vida gracias a la mediación de su hija ante Napoleón. Tras la guerra de la Independencia, al ser mudado a esta puerta el registro que antes correspondía a la de Fuencarral (en la calle de San Bernardo), cambió el antiguo nombre por el de San Fernando, pero sólo hasta el 11 de enero de 1837, fecha en la que por acuerdo municipal pasó a denominarse de Bilbao, en honor a la valiente defensa de esa ciudad norteña ante el asedio de las tropas carlistas. Una lápida con letras en bronce así lo recordaba: "A los heroicos defensores y libertadores de la invicta villa de Bilbao, los habitantes del pueblo de Madrid". Fue abatida hacia 1868, junto con la cerca: eran ya un anacronismo y un impedimento para la expansión natural de la población.
El 21 de agosto de 1607, por Real Cédula librada por Felipe III, se concedió al catalán Pablo Charquias el monopolio para almacenar nieve —tan necesaria en aquellos tiempos para conservar alimentos y refrescar bebidas— y distribuirla por la Corte y en toda la Corona de Castilla. Para ello, este emprendedor personaje —las crónicas dicen que se hizo opulento— fundó la Compañía de Abasto de Nieve, que en Madrid se estableció al final entonces de la calle de Fuencarral, en el amplio espacio hoy de seis manzanas comprendido entre Barceló, la glorieta de Bilbao y Mejía Lequerica, terrenos al límite de la ciudad que luego lindarían con otras dos grandes instituciones: el Saladero de Santa Bárbara y el Real Hospicio del Ave María y San Fernando. Allí, además de las oficinas, se construyeron cinco profundos pozos, recubiertos de piedra o ladrillo y provistos de un desagüe en el fondo, en los que se acumulaba la nieve traída en carros desde la sierra de Guadarrama. Y era necesario apisonarla con doble finalidad: para disminuir el volumen ocupado y para que se conservara más tiempo en forma de hielo. Cada pozo se protegía con una construcción techada. Toda la zona sería conocida hasta finales del siglo XIX como los Pozos de la Nieve. Murió Pablo Charquias en 1642 y la sociedad pasó a manos de sus herederos, que mantuvieron el privilegio de la exclusiva hasta acabar el siglo XVII. Después, por acceder a este tipo de negocio otros competidores, fueron poco a poco languideciendo y cerraron en 1863. La clausura de todos ellos vendría con la aparición de las fábricas de cerveza, que tenían como empresa auxiliar la de hielo. En esos años de auge de los Pozos, la llegada de la primavera comportaba un agradable cambio en la fisonomía de aquel paraje donde ahora vemos la glorieta de Bilbao y las primeras calles de Chamberí. A los muchos merenderos, aguaduchos y ventorrillos establecidos de fijo, se añadían los puestos ambulantes de agua de cebada, horchata, limonada, sorbetes y helados. Eran consumidores obligados de la apreciada nieve y la cercanía del suministro resultaba fundamental. Antes de que se hiciera la carretera a Navacerrada en 1788, los madrileños se abastecían de los ventisqueros del Ratón y del Algodón, próximos a Miraflores, pero a partir de ese año comenzaron a explotarse los de la vertiente meridional de la sierra de Guarramillas, sobre todo el de la Condesa, allá por donde nace el río Manzanares, entre la Maliciosa y la Bola del Mundo. Subían los neveros por el mes de marzo, cuando los caminos y pasos de montaña empezaban a ser medianamente transitables, y cubrían las manchas de nieve con estiércol, paja de centeno o piornos (un matorral de ramas muy apretadas que crece en nuestra sierra) para resguardarla del sol. Llegado el calor, desde mayo a finales de agosto, la cargaban apisonada y protegida con pieles, esteras o helechos en carros tirados por bueyes o mulas. Más de dos horas costaba el descenso, de noche y con lobos, e incluso había que evitar a los bandoleros de siniestro apodo que aquí tuvieron también su particular "sierra Morena", y luego cuatro jornadas la llegada a Madrid. La dureza del trabajo debía ser impresionante. Los neveros no disponían de abrigos y calzado moderno, y trabajaban en condiciones de frío intenso transportando y acumulando la nieve en los pozos.
Parlanchines y chismosos que somos, los habitantes del Foro necesitábamos "inventarnos" la tertulia. Se diría que esta institución tan arraigada en el madrileñismo existió desde siempre, aunque crónicas e historias remontan su arranque en época de la Ilustración, cuando las botillerías comenzaron a transformarse en cafés. De aquella primera época fue célebre el café y fonda de San Sebastián, en la plaza del Ángel, en el que se reunía la camarilla de los Moratines, Iriarte, Cadalso... Luego vendría la Fontana de Oro, el Lorencini, el Café del Ángel, el Café del Príncipe, el Parnasillo, el Imperial, el Universal, el Café de las Columnas, el Café de la Montaña, el Fornos, el Oriental, El Inglés, El Suizo, el de la Cruz de Malta, el Café Español, el Café del Prado, el Pombo, el Castilla, El Gato Negro, la Granja del Henar, el Gijón y tantos otros ya más cercanos en el tiempo. El vivir madrileño en el siglo XIX y bastante del XX —ahora sólo como reliquia del pasado— ha girado en torno a estos establecimientos. En ellos se ha cultivado la amistad y también la murmuración sin límites, se han fabricado falsas noticias, se ha traficado y negociado, se ha conspirado y derribado gobiernos, se ha censurado lo divino y humano y se ha pontificado acerca de todos los asuntos, especialmente los políticos, con insuficiencia, fantasía e incompetencia. ¡Qué maravilloso invento eso del "café con media"!, de abajo —lo castizo— o de arriba. Miguel Ramos Carrión, autor del libreto de Agua, azucarillos y aguardiente, al que puso música Federico Chueca, nos describe la forma correcta de hacerlo... en verso: Coge un cuchillo y después El Café Comercial, en la glorieta de Bilbao, fue inaugurado el 21 de marzo de 1887. La familia Contreras adquirió el negocio en 1905 a su primer propietario, don Antonio Gómez Fernández, que al parecer era un sacerdote. Arturo Contreras e Isabel Bueno vinieron a Madrid desde Moranchón (Guadalajara), después de vender allí sus propiedades. Eran oriundos de La Habana. Y dudaron entre comprar el teatro Calderón o el café Comercial, pero se decidieron por este último porque el teatro "era un espectáculo de minorías". Los Contreras, siguiendo los dictados de las nuevas modas introdujeron, junto a los servicios propios del café y la chocolatería, espectáculos y entretenimientos que amenizaban músicos y solistas. El café era espléndido según los cronistas de la época, de tal suerte que Marcial Guareño compuso un chotis que rezaba: Si quiere usted tomar Por su espejado salón se ha ido sucediendo de la mañana a la noche los variopintos estratos de su amplia clientela: gentes que subrayan febriles las ofertas de empleo de los periódicos, jubilados, señoras que degustan café con tostadas al lado de jóvenes progres, corros de estudiantes preparando exámenes, intelectuales con gruesos libros, grupos en animada charla y solitarios leyendo la prensa, haciendo crucigramas o hablando con interlocutores imaginarios. Se comentó que el Comercial ya no era el de antaño, que muchos de los prestigiosos parroquianos que daban empaque al local huyeron del ruido y bullicio de los últimos tiempos. Sin duda que así fue; pero no caían en la cuenta que el silencio encontrado, por cuestión de ley natural, era en muchos casos el de los camposantos. En él han tenido tertulia entre otros: Rafael Cansinos, Emilio Carrere, Miguel Fleta, los hermanos Machado, Antonio y Alfonso Paso, Fernando Dicenta, Jardiel Poncela, Mingote, Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, José Hierro, José Manuel Caballero Bonald, Ángel González, Tierno Galván, Berlanga... El Comercial, escenario de novelas y películas, aparte del cambio de su fachada original en madera, sufrió una reforma importante en el año 1952; uno de los Contreras, que era arquitecto, decidió cambiar los espejos del techo por madera y sustituir los antiguos sillones y mesas por mobiliario sobrio y funcional. También desaparecieron el estrado para la música y una vieja escalera de caracol. Mítica ha sido siempre la puerta giratoria del Comercial, un lugar para entrar como es debido, una especie de máquina del tiempo o ruleta para trasportar a lo inesperado.
El recordado Joaquín Vidal, gran crítico taurino y esporádico pero siempre enamorado cronista de la Villa, nos retrató este ambiente del Comercial en una de sus Escenas del Madrid castizo, que además tiene su colofón ocurrente en la entonces cercana Ortopedia Alonso. He aquí algunos retazos: "En la mesa de al lado dos parejitas cortaban tela y no era sastrería. En la de estribor, dos porfiaban mano a mano y no había corrida. [...] Uno metía cuchara y no había olla dónde. Otro hacía el gasto y no le costaba un duro. Todo constituía pura paradoja en aquel Café Comercial, sito en Bilbao, que es glorieta madrileña y castiza." "En la glorieta jarreaba si Dios quiere qué. Ráfagas de viento lanzaban la lluvia sobre los ventanales del Comercial y sus chorreaduras irisaban la cristalera." "La lluvia torrencial no discriminaba nada y barría la luna de Ortopedia Alonso 98, en la calle de Fuencarral, a tres pasos del Café Comercial. Luna azabache firmada por Alados, artista de cartel; gruesos caracteres oro viejo encabezan su profusa leyenda: ‘Alonso-Sucesor-Alfonso’. Las cosas claras." "Los viandantes huían del aguacero. Al doblar la esquina de Fuencarral arreció el turbión y puso al revés los paraguas, cuyos varillajes se curvaban al viento como palmeras enlutadas, Quién se guarecía en los soportales, quién dentro del Comercial, donde ya no cabía un alma. Es lo usual, aunque luzca el sol. Allí se citan los que quieren hablar, que es todo el mundo." "Se citan temprano para encontrar mesa, piden consumición, pagan en el acto, pegan la hebra. Hay parejitas de enamorados que pasan allí la tarde y les ocurre de todo. Cinco horas dándole coba a un café que les sirvieron a las cuatro generan múltiples situaciones: proyectos mil, largos silencios, hondos suspiros... ‘¿En qué piensas, vida?’. ‘En nada’. ‘¿Se puede pensar en nada? Tú me engañas. ¡No estarás pensando en el cursi de Carlos...!’. Y discuten, se enfadan, se reconcilian, ronronean..." "Cientos de personas en animada conversación, trasiego de clientela, tintineo de loza y cristalería, [...] y, sin embargo, no había la batalla habitual entre madrileños. Literatos ponderando la grandeza de sus creaciones, funcionarios sacando la piel a tiras al ministro del ramo, jubilados haciendo el gasto sólo por sentirse vivir, viejecitas gulusmeando chocolate espeso allá penas diabetes, pues mientras dura, vida y dulzura, o eso sentenciaba una; castillos en el aire, confidencias, promesas, embelecos... Y todo ello junto apenas componía un discreto rumor. Cualquier voz extemporánea haría girar las cabezas. Por ejemplo: ‘¡Pues te vas con el cursi de Carlos y me devuelves el rosario de mi madre!" "Los novios cruzaron precipitadamente el salón, tomaron la calle y se metieron bajo la lluvia adrede, con los aires de quien se va a suicidar cogiendo una pulmonía. ¿Tenía sentido vivir tras lo sucedido? Él pasó ante la luna azabache de Ortopedia Alonso 98 y leyó a grandes voces, como si se hubiera vuelto orate: ‘¡Ortopédico constructor / Piernas, brazos artificiales, corsés de celuloide, Braguerooos...!’. ‘Lo de los corsés de celuloide lo acabas de inventar’, dijo ella. ‘¿Inventar yo? Ven aquí y mira’, repuso él cogiéndola firmemente del brazo. Y siguió: ‘¡Tetas gordas para las novias que las tienen chicas!’ (esto era de su cosecha). Ella le replicó: ‘Serán chicas, pero bien que te gustan’. él le tiró un viaje donde aludía y continuó: ‘Medallas de oro en Madrid, Zaragoza, París, Milán / Ortopédico del Hospital Militar / Proveedor del Cuerpo de Inválidos, Cía. De Ferrocarriles y otros’. Leído el rótulo, se fueron calados hasta los tuétanos, pero enamorados y ya avenidos. Evidentemente, Ortopedia Alonso 98 también arregla los corazones que se rompen en el Café Comercial."
Lamentablemente, en Ortopedia Alonso —escenario asimismo de películas tan entrañables y recordadas como El cochecito y Te espero en el cielo—, aunque siguió conservando su preciosa y cuidada decoración —roja, la fachada; verde y blanco, el mostrador, las vitrinas—, desapareció la señera luna azabache firmada por Alados, compañera de otras del interior que pregonaban el año de fundación en el ya lejano 1896. El 15 de diciembre de 1997 se sustituyó de manera incomprensible —no se entiende la modernidad que buscarían— por un anodino panel verde con muy escueto rótulo. Fue el primer indicio de una muerte anunciada, pues en el año 2009 cerró sus puertas definitivamente. La acción de La colmena, una de las mejores novelas de Camilo José Cela, transcurre en el Madrid triste y deprimido de 1942, en nuestro barrio de Maravillas, en el café La Delicia, que no es otro que El Comercial, aunque también pudiera ser en el Café Europeo, que se ubicaba enfrente, en el número 1 de la misma glorieta de Bilbao. Los doscientos noventa y seis personajes imaginarios y cuarenta reales —la colmena— que bullen por sus páginas, sin otro nexo que relaciones casuales o la frecuentación del Café, nos van contando sus agobios, sus miserias y su lucha por la supervivencia en el Madrid empobrecido y amargo de posguerra.
El 27 de julio de 2015, sin previo aviso, inesperadamente —ni los camareros estaban enterados—, el Café Comercial, tras 128 años de vida, cerró sus puertas por “cese de negocio”, dejando a todos los madrileños consternados por la noticia. Incluso hubo un movimiento de protesta generalizado, con peregrinación hasta la glorieta de Bilbao, para pegar pósits con mensajes de todo tipo en las lunas del histórico café. Afortunadamente, la propiedad del Comercial lo debió pensar mejor y, tras una reforma y acondicionamiento, respetando la estructura y todos los elementos ornamentales (es un espacio protegido por Patrimonio), reabrió el 27 de marzo de 2017 con un exitazo de público tremendo. Ahora también es restaurante. Intactos han quedado sus espejos, suelos, columnas, lámparas y sobre todo la barra del bar con sus vitrinas expositoras. Prácticamente se ha desmontado todo, se ha restaurado y se ha vuelto a montar. El nuevo Café Comercial se estructura en tres plantas. La principal, a la calle, con el bar y la cafetería, mantiene el aspecto de siempre. Arriba está el comedor, convertible también para salón de eventos, y es la parte más modificada. Y en el sótano, la cocina. EN LA GLORIETA DE BILBAO, TAN CERCA DE TODO El título de este escrito —casi un eslogan publicitario— refleja fielmente la realidad. Quizá no haya lugar en Madrid desde el que se pueda acudir de una manera tan fácil y rápida a todas partes. A cines, teatros, museos, exposiciones, comercios..., porque realmente están aquí o a dos pasos; a los distintos barrios, áreas de ocio, estaciones de ferrocarril o de autobuses, aeropuertos o a cualquier otro sitio, aun alejado del centro de la ciudad, con los excelentes medios de comunicación que disfrutamos. No ha sido siempre así, naturalmente, aunque en Maravillas podemos considerarnos pioneros en el uso de los sistemas de locomoción a través de los tiempos. El proceso se inició en 1542, año en el que aparece la novedad de los carruajes descubiertos, de propiedad o alquilados, para hacer más confortable que a lomos de caballería el viaje de las damas. A finales del reinado de Felipe II son ya cientos, incluso se tiene que regular su circulación. Por esta misma época ya funcionaba en la calle de Postas una oficina de Correos y Postas, trasladada en 1768 a la Puerta del Sol, al edificio hoy sede de la Comunidad. Las diligencias con el correo y viajeros salían del inmediato cuartel de Zaragoza, en Pontejos. También había diligencias de empresas privadas. Desde la Red de San Luis partían las que iban a Bayona (Francia), y desde Montera y San Bernardo las llamadas "ordinarias" (con viajes fijos y periódicos) a las ciudades del norte. El paso por la calle de Fuencarral era obligado para muchas de ellas antes de enfilar la Mala de Francia, nombre que recibía el principio de la carretera de Irún, la actual calle de Bravo Murillo. En las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX la red urbana experimentó cambios significativos, que se acompañaron con mejoras en el transporte. En 1792 se creó un servicio público de coches "diligentes" o "carruajes de punto", los populares "simones", todos iguales y numerados, tirados por dos mulas o caballos y guiados por un cochero vestido de librea. Fueron los antecesores de los taxis actuales. En nuestro barrio paraban al principio de la calle de Fuencarral, frente al Hospicio y luego en la glorieta de Bilbao. Otro avance introducido, los carruajes ómnibus, precedentes del tranvía y capaces de llevar treinta y seis personas, se utilizaban para viajes cortos a las inmediaciones de la capital. Mientras, los coches particulares se convertían en signo de lujo y poder. Calesas, calesines, berlinas, carretelas, landos, clarences, victorias, faetones, breeks, dorsés, tílburys, milores, manuelas..., causaban ya algunos problemas de tráfico. En 1851 se inauguró el Embarcadero de Atocha (la estación es de 1892) con trenes entre Madrid y Aranjuez. Luego vendrían la de las Delicias, en 1850, y la antigua del Norte, en 1859. Marcaron el comienzo de un desarrollo espectacular de este sistema de transporte. El 1 de junio de 1871, la compañía Asher Morris estrenó la primera línea de tranvías, desde el barrio de Salamanca al desaparecido de Pozas, en Argüelles. Eran coches sobre raíles arrastrados por dos mulas, ayudadas por otras dos de “encarte” en las cuestas. Los coches admitían treinta y cuatro pasajeros, dieciséis en el interior y dieciocho en el imperial descubierto, al que se subía por una escalera exterior. En 1878, la Compañía de Tranvías del Norte inició su actividad en Sol-Quevedo-Cuatro Caminos, con parte de la ruta por Fuencarral y glorieta de Bilbao. La estación principal y cochera estaba en la calle de Santa Engracia, esquina a Caracas, con capacidad para dieciocho coches y cuarenta y seis mulas, más una nave destinada a pajar y granero. Aunque el alumbrado eléctrico empezó a usarse en Madrid en 1893, los tranvías eléctricos no circularon hasta el 4 de octubre de 1898. Las gentes los recibieron con algazara. Incluso debieron de intervenir los guardias para impedir que la chiquillería se subiera a la parte trasera de los coches. Además, los trajeron de segunda mano y motivaron la rechifla general. La primera línea electrificada es la de Sol-Serrano, pero al principio del siglo XX ya tiene Cuatro Caminos su nuevo tranvía, con trayecto alternativo por Fuencarral u Hortaleza. El cobrador, al iniciarse el recorrido, voceaba: "¡Chamberí por Fuencarral!" o "¡Chamberí por Hortaleza!", frases que se hicieron popularísimas. Muchos fueron los itinerarios de los tranvías, y algunos —¡cómo no!— entrecruzándose en nuestro barrio. Paulatinamente se lleno la ciudad de postes, cables, "canarios" (tranvías amarillos), "cangrejos" (rojos) y de aquel ruido tan característico provocado por las ruedas, el chirriar de los frenos o el chisporroteo de los troles. Parte del solar de los antiguos cementerios General del Norte y de San Luis se utilizó para zona de cocheras, talleres y fábrica de electricidad de los primeros tranvías eléctricos. El complejo ocupaba toda la actual plaza del Conde del Valle de Súchil, cruzaba la calle de Fernando el Católico y llegaba a Escosura. Varias compañías explotaron la red de tranvías, que luego, fusionadas, se unieron al Ayuntamiento en 1933, en un consorcio de dirección mixta. A ellas se agregó también una sociedad que puso en marcha la primera línea de autobuses en 1924. Todas pasaron al control del Ayuntamiento en 1947, año en el que se crea la actual Empresa Municipal de Transporte. En 1972 efectuaron su andadura los últimos tranvías, sustituidos poco a poco por los autobuses. A partir de entonces, los raíles quedaron ocultos por el asfalto o se arrancaron de la piel urbana. Pero el salto más cualitativo en el transporte para el barrio se produjo el 17 de octubre de 1919, fecha en la que el rey Alfonso XIII realiza la apertura del primer tramo del Ferrocarril Central Metropolitano de Madrid, el popular Metro, entre las estaciones de Sol y Cuatro Caminos, según proyecto del ingeniero Miguel Otamendi. Seis eran las estaciones intermedias: Red de San Luis (Gran Vía), Tribunal, Bilbao, Chamberí (clausurada en 1966 y hoy convertida en museo), Martínez Campos (hoy Iglesia) y Ríos Rosas. Y de ellas, ¡nada menos que dos en Maravillas! La inauguración fue un acontecimiento en Madrid. El recorrido que en tranvía significaba media hora, se conseguía hacer en diez minutos, y a un precio muy económico: quince céntimos de peseta en segunda clase —las había entonces— y veinte en primera. Por la mañana, hasta las diez, se expendían unos billetes económicos de diez céntimos. El madrileño, con su proverbial buen sentido del humor enseguida sacó el chiste. Se preguntaba: "¿Cuál es la distancia más corta en el término de Madrid?". La contestación era obvia para cualquier nacido en el foro o asimilado, que tanto monta: "Sol-Cuatro Caminos, porque hay un metro". Mucho ha cambiado todo desde aquellos años. Ahora son siete las líneas de autobuses que se mueven por Bilbao, Fuencarral y adyacentes, tres las de metro que a distinto nivel se cruzan en nuestro subsuelo, y siguen existiendo las paradas habituales de taxis. Pero el automóvil particular (el primero circuló en 1898 conducido por el conde de Peñalver) hoy es el verdadero protagonista de las calles, con una vía rápida de desplazamiento en los antiguos bulevares. Aquel Maravillas, que a mediados del siglo XIX se mantenía como barrio límite, pegado al campo, casi sin darse cuenta se ha convertido en uno de los cogollitos centrales de la ciudad. Desde aquí... al cielo.
A Baldomera, hija del escritor Mariano José de Larra, no le dio por la literatura. Impulsada por afanes más prosaicos, más pegaditos a la tierra, se dedicó a las grandes y un tanto peculiares finanzas. Tuvo un matrimonio desgraciado con don Carlos Montemar, médico personal del rey Amadeo I, que la abandonó y marchó a América cuando el monarca abdicó de la corona española. Poco después, casi en la ruina, se vio en la necesidad de recurrir a usureros, solicitando algunas cantidades de dinero y obligándose a devolverlas con los intereses convenidos. Como muchos acudieron a ofrecérselas, dado el prestigio que aún conservaba, vivió días de abundancia, sin sobresaltos, sin pensar en el fin de los plazos. Nadie sabía —acaso sí su fiel secretario Saturnino Iglesias— que con el efectivo de unos pagaba las amortizaciones de los otros. Sin embargo, tan ingenuo y sencillo plan no fue suficiente para las aspiraciones económicas de doña Baldomera, que ya tramaba un fantástico y colosal negocio que la convertiría a ella misma en prestamista. Así, ni corta ni perezosa, fundó en la plaza de la Paja, en el antiguo palacio de los Vargas, el Banco Popular de Imposiciones, la llamada Caja de los Pobres, que pronto, ante el éxito obtenido, amplió con una sucursal en la calle de Fuencarral, esquina a la glorieta de Bilbao. Era el año 1876, época en que se edificaba sobre el enorme solar dejado por el antes palacio y luego Parque de Artillería de Monteleón y surgía el nuevo Chamberí. Muchas posibilidades de enriquecerse para una trapisondista como doña Baldomera. Al no requerir la hábil financiera ningún tipo de aval, salvo la presentación de alguna alhaja o contrato de arrendamiento, gentes humildes de estos barrios castizos obtuvieron préstamos para abrir talleres, tiendas de ultramarinos, mercerías, droguerías y muy diversos comercios. No se daban cuenta —incautos— que el compromiso firmado exigía unas condiciones de reintegro imposibles de satisfacer. Al final, negocios, alhajas, casas y locales pasaban a poder de la banquera, que rápidamente transformaba en jugosas ganancias. Pero el verdadero lucro fue con los impositores, a los que sedujo con la existencia irreal de unas minas establecidas según la fantasía de doña Baldomera en América. Pagaba fuertes dividendos todos los meses por adelantado, sacándolos de las propias imposiciones de los pequeños e ilusos ahorradores. Su capital creció de tal manera que se decía que era dueña de veintitantas casas en los barrios nuevos, de cuatro dehesas en Extremadura y de hasta un palacete en París. El descalabro vino acabando el año, en el mes de diciembre, cuando algunos quisieron retirar los depósitos. Se rumoreaba que no había fondos, que las minas eran una engañifa, que no serían abonadas las rentas de enero. Incluso varios grupos de exaltados intentaron asaltar las oficinas. No ocurrió nada; allí hallaron a doña Baldomera sonriente y tranquila, negando las habladurías. Los nerviosismos se desvanecieron aquella noche al ocupar la señora, elegantísima y deslumbrante, su habitual palco de platea en el teatro de la Zarzuela. Todo parecía volver a la normalidad..., mas, apenas terminada la función, regresó a casa y a la mañana siguiente tomaba un tren a Francia, ¡con un equipaje de casi siete millones de reales! El mutis provocó un tremendo escándalo. Muchos lloraron por la pérdida de sus caudales y otros rieron a carcajadas al descubrirse el pastel. Fue tal la repercusión, que se acuñó el término de baldomerismo para aplicarlo a la actividad de aquellos desaprensivos —siempre los hay— que se dedican a arramplar con el ahorro de cuantos inocentes encuentran en el camino. Transcurridos dos años, no pudo vencer la nostalgia y regresó a Madrid. La Audiencia la condenó a seis años y un día de prisión mayor. Sus colaboradores fueron absueltos. Baldomera lo sería poco después, gracias a una campaña de recogida de firmas, donde participaron desde gente sencilla hasta aristócratas. Peor fue para ella la condena del clan encabezado por sus hermanos Luis Mariano y Adelaida (la dama de las patillas), también ésta célebre por su romance con el rey Amadeo. Ellos condenaron a Baldomera de por vida, negándole todo trato con la familia. Fue doña Baldomera Larra la autora del primer fraude piramidal del que se tiene noticia. Después vendrían los casos de Sofico, Gescartera, Fidecaya, Fórum Filatélico, Afinsa y el entramado financiero de Bernard Madoff, entre otros.
Don Pío, quizá el novelista más notable del siglo XX en España, nació en San Sebastián en 1872 y murió en Madrid en 1956. Después de fracasar en el intento de seguir ejerciendo la carrera de Medicina —lo hizo durante breve tiempo en Vera de Bidasoa y Cestona—, se encargó de la dirección y administración de una tahona en Madrid, propiedad de la familia, la hoy famosa y centenaria Viena Capellanes, entonces en la calle del Maestro Vitoria, antigua de Capellanes, por las espaldas de El Corte Inglés de Preciados. La tahona había sido fundada en 1873 por Matías Lacasa, introduciendo en Madrid un tipo de pan que se producía en Viena, la capital del entonces Imperio Austro-húngaro, un pan muy distinto al de candeal. Se trataba, claro, del pan de viena, que patentó y fabricó en exclusiva durante diez años y que podía venderse en piezas pequeñas. A la muerte de Matías, que no tenía hijos, fue cuando su viuda, Juana Nessi, pidió ayuda a sus sobrinos nietos Pío y Ricardo Baroja. Pero tampoco esta función pareció agradar a don Pío, que no lograba encarrilarse profesionalmente. Tres factores derrumban su ilusión: las inacabables dificultades financieras de una industria pequeña y mediocre, las continuas exigencias laborales de los obreros, en una época de gran agitación social, y las burlas de los propios compañeros de literatura y periodismo, cuyos cenáculos ya frecuentaba con asiduidad. Coincide la situación con la publicación de su primer libro, Vidas sombrías, en 1900. Así, con nuevos anhelos, decidido a seguir escribiendo, vendieron los Baroja el negocio a un dependiente suyo, Manuel Lence, que sí supo estar —y con éxito— al frente de la empresa. La tahona se trasladó luego a Martín de los Heros, donde permanece, y con el tiempo otras sucursales irían surgiendo por la ciudad, entre ellas la nuestra de la calle de Fuencarral, todas con una preciosa fachada en madera, muy parisina, y exquisito y lujoso interior. La repostería Viena Capellanes tiene el honor de haber sido el horno que inició el reparto de pan con camionetas, en sustitución de los tradicionales carros de mulas o de los mismos hombros y brazos de los operarios. En la actualidad, los panes de antaño se han tornado en deliciosa dulcería y repostería, que se distribuye en modernas y rápidas furgonetas. Las doradas pastas, los crujientes hojaldres, los pastelillos diversos, los rellenos, la bollería..., ¡humm!, huelen y saben a gloria, lo que presupone segura presencia en los festines de los paraísos celestiales. El Café Restaurante Viena, en el número 23 de la calle de Luisa Fernanda, también pertenece a la cadena regentada por los Lence. Fue abierta en 1928 e inmediatamente descubierta por los estudiantes; ahora, renovada, es un lugar refinado y de postín para gente que gusta de la música clásica.
El cinematógrafo, arte nuevo, maravillosa fábrica de sueños, llegó a Madrid al año siguiente de su presentación en París por los hermanos Lumiere. El día de San Isidro de 1896, en el hotel Rusia, en la esquina de la Carrera de San Jerónimo con Ventura de la Vega, se muestra al público la reciente invención. La expectación y entusiasmo que despertó fueron tan enormes que las sesiones tienen que ser diarias. Las películas son cortas: Salida de los obreros de la fábrica Lumiere, Llegada de un tren a la estación, Batalla de nieve... El éxito hizo que la gente acortara pronto el nombre de cinematógrafo y lo dejara sólo en cine. En el Salón Actualidades, en el número 4 de la calle de Alcalá, se pone ese mismo año la primera cinta española, Salida de la misa de doce del Pilar de Zaragoza, filmada por el feriante Eduardo Jimeno, pionero en el rodaje y en la exhibición por pueblos y ciudades, como un espectáculo más de sus atracciones. Poco después, empiezan a aparecer en distintos solares barracones de madera para la proyección de esas películas mudas de forma continuada, proyección que necesitaba generalmente de la ayuda de un "explicador" y de un pianista para describir y ambientar los diversos lances de la acción. Y el primero de estos barracones en Madrid, ¡nada menos que el Palacio de Proyecciones Animadas Maravillas!, se monta en 1899 en la calle de Fuencarral, esquina a Sandoval, donde antes había existido un teatro llamado también Maravillas, dedicado a las variedades y al género chico. Su propietario era Eduardo Jimeno. Este local se mantiene abierto hasta 1912, año en que los Jimeno construyen un nuevo cinematógrafo justo en la acera de enfrente, en terrenos del luego cine Bilbao, después convertido en Bristol, pero cerrado en 2004. Constaba de bar y terraza donde se instalaba la pantalla y el proyector para las noches estivales. Durante el resto de los meses se utilizaba una caseta cubierta. Lo de los recintos de madera formaba parte del tipismo de la hoy glorieta de Bilbao. Allí se almacenaban antaño las nieves del invierno que enfriaban la horchata, el agua de cebada y la limonada del verano. La cercanía de estos depósitos, los Pozos de la Nieve, hizo que desde el siglo XVII proliferaran por las proximidades aguaduchos y ventorrillos, quioscos y chiringuitos que con el tiempo generarían una zona de atracciones de feria, carpas y barracones como éstos de los Jimeno. Se abrieron otros. En la misma calle de Fuencarral, esquina a Olid, se inaugura en 1908 un cinematógrafo diseñado por el arquitecto Joaquín Pla. Se trataba de un pabellón de madera de 143 metros cuadrados con cubierta de cartón y lona embreada y amplia terraza para el verano. Sería el embrión del cine Proyecciones, ahora totalmente renovado desde 2004. La antigua sala fue clausurada en 1999 por hundimiento parcial. También a principios del siglo XX, el Coliseo Ena Victoria, en la calle del Pez, en parte del solar que dejó la demolición por ruinoso del antiguo convento de San Plácido. Este cine fue destruido por un incendio en 1908, y el siniestro sirvió para que a partir de entonces se diseñaran normas de seguridad para este tipo de locales. En 1913 se volvió a reedificar el convento junto a la iglesia, que si es la primitiva. Muy efímeros fueron el Cinematógrafo X, en la glorieta de Bilbao, en el solar del edificio de El Ocaso; el Molino Rojo, en la calle de Luchana, que figuró una temporada como Olímpic Cinematograph, y dos teatrillos en la calle de Sagasta, el Nuevo y el de la Infancia, que alternaban las variedades y guiñol con el cine. Algunos nacieron con vocación exclusivamente veraniega, incluso con sillas extendidas en la misma calle, que así era Madrid entonces. De esta guisa los teníamos en la plaza de Santa Bárbara, en la calle del General Álvarez de Castro y en Ríos Rosas. Relativamente cerca estaba el que se instalaba por los años veinte y treinta del pasado siglo en el paseo de Recoletos, con la particularidad de tener la pantalla en el centro y sillas a ambos lados. Los espectadores del lado bueno pagaban diez céntimos, y los que veían la película al revés, con todos los personajes zurdos, una perra chica. En el año 1927 se rueda el primer film sonoro, El cantor de jazz, y por esta época empiezan a surgir las monumentales salas que nos asombraron de pequeños, con sus vertiginosas alturas donde colgaban lámparas inaccesibles, con sus terciopelos falsos y escayolas doradas, con un lujo entre tronado y austrohúngaro. Dicen que entre 1930 y 1960 se produjo el único y auténtico cine. Por fin estábamos ante un espectáculo total, y famosas películas, directores, actrices y actores se convirtieron en verdaderos mitos, estrellas —a veces fugaces— de un firmamento virtual de emociones y ensoñaciones. Decenas de cines cercanos a casa —muchos desgraciadamente ya desaparecidos— se concentraban en un espacio mágico que comprendía todo Chamberí y la calle de Fuencarral con sus alrededores. Los de la Gran Vía no nos pertenecían; demasiado postín, demasiado “piticlís” e inaccesibles para nuestros arruchados bolsillos juveniles. Éstos eran los de estreno, los de lujo: el Conde Duque (antes Cine de la Flor), totalmente renovado en 3 salas, en la calle de Alberto Aguilera. El Amaya, en General Martínez Campos, transformado en teatro. En la calle Fuencarral: el Fuencarral (cerrado en 2004, y derribado su antiguo edificio), Proyecciones (reformado en 8 salas), Paz (ahora reorganizado en 5 espacios de proyección), los Roxy A y B (el último reconvertido en 2 salones, pero ambos cerrados en 2012 y 2013 respectivamente), Bilbao (después Bristol y ya cerrado) y el desaparecido Drugstore Cinema, en el antiguo Drugtore (ahora de la cadena Vips). En la calle Luchana: el Luchana (reabierto como multisala de teatro después de una etapa como multicine) y el Palafox, que fue inaugurado en 1962, reformado para 3 salas en 1995 y en 2019 reabierto tras una renovación total con siete salas. El teatro y cine María Cristina, en Manuel Silvela, muy rápidamente abatido por la piqueta. Más recientes y todos cerrados: los Minicines, en Fuencarral 126; el Multicine Picasso, en Francisco de Rojas, y los cines Luna, en la plaza de Santa María Soledad Torres Acostas. a la butaca: unas hamburguesas, un crepe, una tabla de ibéricos, refrescos, un gin tonic... Y sin olvidar aquel invento de las salas especiales de arte y ensayo: el Pequeño Cine Estudio, al principio de la calle de Magallanes; el Galileo (desde 1985 Sala Galileo Galilei, con actuaciones en directo), en la calle Galileo; el Rosales (en la actualidad un supermercado), en la calle de Quintana; el California (cerrado durante unos años y luego felizmente recuperado como Sala Berlanga), en Andrés Mellado, y el desaparecido Urquijo, en Marqués de Urquijo. Pero los realmente nuestros eran los de reestreno y de programa doble en sesión continua, de precio módico, palacios de las pipas y luego de las cotufas: el Princesa, en la calle de la Princesa; el Emperador, Españoleto y Apolo, en Fernández de los Ríos; el Iris, en Guzmán el Bueno; Bulevar, en Alberto Aguilera; Vallehermoso, en Donoso Cortés; Magallanes, en la calle de Magallanes; Quevedo y Cartago (Ahora Verdi, sala especial en versión original) en Bravo Murillo; Voy, en General Álvarez de Castro; Cinema Chamberí, en Ponzano; Chamberí, en la glorieta del Pintor Soroya (Iglesia); Cinema Teatro El Cisne (luego Chueca), en la plaza de Chamberí; Espronceda, en Alonso Cano; Alvi, en Santa Engracia; Metropolitano, en Reina Victoria, Regio, en Raimundo Fernández Villaverde; Madrid-Cinema (como inicial dedicación del antiguo teatro Maravillas), en Malasaña; Cine X y Alexandra, en San Bernardo; Alfil, en la calle del Pez; Dos de Mayo, en Espíritu Santo; Alhambra, en Divino Pastor; Cervantes, en la Corredera Baja de San Pablo; Barceló (transformado ahora en la discoteca), en la plaza de Barceló; Benavente, en la plaza de Vázquez de Mella; Infantas, en la calle de las Infantas, y, para terminar —acaso alguno halla quedado en el olvido—, el Príncipe Alfonso y el Colón (antes Royalty), en Génova. De todos ellos, sólo el Verdi (antiguo Cartago) sigue en pie. Fueron estos cines escuela de cinéfilos pobres, albergue para gentes sin techo en busca de calor, santuario de escolares absentistas y refugio de parejas ajenas a la proyección. El estado de los filmes a veces sembraba la duda de los espectadores, que no sabían si los cortes se debían a la acción de la censura o al mal estado de conservación. Pero la fiel parroquia todo lo soportaba, incluso el aperitivo del No-Do y las sucesivas fumigaciones con aroma de "ozonopino" que los acomodadores, investidos de autoridad por su marcial uniforme y su indiscreta linterna, repartían sobre las cabezas. Por estas pantallas corrieron Charlot y el Gordo y el Flaco, nos reponían por Semana Santa una y otra vez El Judas y Molokai, por ellas galoparon miles de indios y vaqueros, conquistaron los héroes a sus amadas, Tarzán defendió a los animales de la selva, los malos acabaron en chirona, desembarcaron los aliados en Normandía y más de una folclórica nos deleitó con sus gorgoritos, pues eso sí, salvo excepciones, en esas salas sólo se pasaban películas sencillas y sin ningún tipo de complicación, que únicamente sirvieran para entretener: de risa, del oeste, de amor, de romanos, de aventuras, de policías, de espías, de guerra, españoladas... y quizá alguna de Fu-Manchú.
Cuando en 1869 empieza a ponerse en práctica el llamado Plan Castro o Ensanche de Madrid, estaba previsto que la parte más antigua y castiza del entonces arrabal de Chamberí, conocido también como Afueras de Maravillas, constituyera una zona mixta de viviendas para las clases trabajadoras y de asentamiento fabril e industrial. Y así, en los albores de la aplicación del gran descubrimiento de la energía eléctrica, surgen por los alrededores de nuestro barrio algunas de aquellas pioneras y peculiares "fábricas de electricidad", cuya propiedad y explotación estuvo siempre en manos de arriesgados y emprendedores empresarios particulares, con carácter local, sin interconexión ni coordinación entre unos y otros. Con el tiempo vendrían las concentraciones, nacionalizaciones o privatizaciones según los vaivenes políticos, la unificación de tensiones y el cambio de la corriente continua inicial por la alterna, para hacer posible su transporte a larga distancia. Aunque los experimentos eléctricos se remontan al año 640 a. C., son primordialmente los inventos del siglo XIX los que propician el salto a la modernidad: la pila de Volta, la lámpara de arco voltaico de Davy, el principio de las máquinas eléctricas de Faraday, el telégrafo de Morse, el acumulador de Planté, el teléfono de Graham Bell, la lámpara incandescente de Edison, la locomotora y el tranvía eléctricos desarrollados por la Siemens, el transformador de Zipemonsky y Deriblatky, el cine de los hermanos Lumiere, la radio de Marconi, el tubo fluorescente de Moore, el motor industrial trifásico de Ferrary, Bradley y Hasewander... El principal empleo a gran escala de esta incipiente forma de energía fue para el alumbrado público y privado. Aquí en Madrid, una de las primeras veces que se utiliza la iluminación por arco voltaico es en 1858, en la inauguración del abastecimiento de agua por medio del Canal de Isabel II. Con tal motivo se emplazó una fuente en la calle de San Bernardo, frente a la iglesia de Montserrat, con un potente foco que "transparentaba el agua que caía en menuda y rizada espuma", según decían las crónicas de la época. En 1878, para realzar la boda de Alfonso XII, se ponen farolas con lámparas eléctricas en la Puerta del Sol, alimentadas con una dinamo accionada por máquina de vapor e instalada en la Casa de Correos, sede ahora del gobierno de la Comunidad de Madrid. Por los años noventa del siglo XIX son ya varias las fábricas de electricidad. En las cercanías de Maravillas, tras el intento fallido de Isaac Peral de abrir una en la calle de Génova (murió antes de que el proyecto viera la luz), nace en 1896 la Sociedad de Electricidad de Chamberí, fundada por don José Batlle en el número 1 de la calle de Trafalgar, c/v a Palafox, y con un capital de un millón de pesetas que pronto se eleva a tres. Disponía de máquina de vapor y de tres dinamos de 150 CV de potencia, capaces de suministrar energía a cinco mil luces o más. En el campo de la tracción eléctrica, esta empresa habilitó otra factoría en 1899 en el número 53 de Zurbano. Allí producían unos acumuladores del sistema Tudor con los que equipaba unos coches eléctricos de la casa Pope de los EE. UU. El edificio de Palafox, en el número 4, naturalmente muy renovado, mantiene sólo hoy una subestación de Iberdrola. En 1897, don Enrique Bravón y Granjer, director de la Sociedad de Tranvías de Madrid, da la orden para la construcción de una central de electricidad según planos de don José López Salaverry, entonces arquitecto municipal. Estaba junto a la iglesia de los Dolores, taponando la calle de Rodríguez San Pedro y adosada a la cochera de los tranvías que se extendía por toda la actual plaza del Conde del Valle Súchil. Justo al lado, en la esquina de la misma calle de Rodríguez San Pedro con Magallanes, se encontraba la subestación de la Hidráulica Santillana, que entró en funcionamiento en 1902. La energía, procedente de la central de Navallar, en el río Manzanares, por Colmenar Viejo, ofrecía la novedad de ser la primera de origen hidráulico que utilizaban los madrileños. La corriente alterna trifásica, de 15.000 voltios, penetraba en Madrid por las calles de Vallehermoso y Fernando el Católico y en la subestación los transformadores la rebajaban para el consumo. Sus primeros abonados fueron el Palacio Real y la Sociedad Eléctrica de Chamberí, en Palafox, que instaló unos convertidores rotativos para transformarla en corriente continua. Antes, finalizando el siglo, surge la Compañía Eléctrica Madrileña de Alumbrado y Fuerza, promovida por la Sociedad Continental para Empresas Eléctricas domiciliada en Nuremberg. Se establece en la gran manzana que forman las calles de Manuel Cortina, Manuel Silvela, Nicasio Gallego y Francisco de Rojas, frente a la ya derribada capilla neogótica del asilo de Jesús de San Martín de la calle de Luchana. Era un imponente bloque de ladrillo, con algunas trazas igualmente de neogótico industrial, equipado con dinamos movidas por tres máquinas de vapor de 800 CV de potencia y dos de 1200 CV. La inversión rondó los doce millones de pesetas. La fotografía está tomada en 1900 en la calle de Mejía Lequerica, frente a la embocadura de la calle Francisco de Rojas en la de Sagasta Esta entidad pasó rápidamente a poder de la Compañía General Madrileña de Electricidad, La Madrileña, con capital totalmente español, que venía operando desde años atrás. Y en 1912, con la absorción de otras empresas, se crea la poderosa Unión Eléctrica Madrileña (U. E. M.), que aquí amplía instalaciones, erige un gran edificio representativo de la sociedad y monta años después una enorme subestación gemela a otra en la calle de Alburquerque, esquina a Palafox, que ya ha sido desmantelada. Hoy, desaparecido el edificio y la antigua nave industrial, su lugar lo ocupa un moderno inmueble a las espaldas del monumento a los Saineteros, pero que en los sótanos alberga la subestación. Hubo otras pequeñas fábricas de electricidad en el barrio, como la puesta en marcha en 1888 en el teatro Lara, en la Corredera, que alimentaba también una reducida red en las proximidades. Curiosamente, la primera iglesia que dispuso de alumbrado eléctrico fue, en 1892, la del convento de la Madres Mercedarias de don Juan de Alarcón, en la calle de la Puebla, con la instalación conectada a una batería de acumuladores.
En 1878, apenas un par de años después de la invención del teléfono por Graham Bell, Emilio Rotondo y Nicolau y su socio Arturo Soria presentaban la primera solicitud para implantarlo en Madrid, con una red de no más de cien abonados. En 1884 se hace cargo el Estado de la distribución telefónica, pero casi inmediatamente pasa de nuevo a manos privadas y es don Ivo Boch y Puig, con su Sociedad de Teléfonos de Madrid, quien obtiene la licencia en la capital. En 1895 nacía la Compañía Madrileña de Teléfonos, que durante décadas prestaría su función desde el centro de Puerta del Sol-Mayor, aumentado luego con los de Salamanca-Hermosilla y Jordán. En 1900 se vuelve a la nacionalización, aunque sólo en las conexiones interurbanas, pudiendo las sociedades particulares seguir con las redes urbanas. La central telefónica de la calle Jordán, en el número 8, a unos pasos de la calle de Fuencarral, inicia su andadura en 1917. Costaba de dos plantas de 245 metros cuadrados cada una y un sótano, con líneas capaces para 3.480 abonados y una plantilla de ochenta y siete operadoras dirigidas por la señorita Julia Benito. Las salas de descanso de las telefonistas estaban amuebladas con sillones de mimbre y disponían de un hornillo eléctrico doble y todo lo relacionado con la preparación de café, té o tila que se ofrecía a las empleadas por cuenta de la Compañía. En 1924, ante las críticas que suscita el obsoleto servicio telefónico, sin coordinación entre las distintas empresas locales o regionales adjudicatarias y con mucho atraso respecto a otros países europeos, prospera lo que ya venía fraguándose tiempo atrás, la concesión del monopolio a la Compañía Telefónica Nacional de España, fundada ese mismo año y en la que participan un consorcio de banqueros españoles encabezados por don Estanislao Urquijo, que es nombrado presidente, el Estado y la corporación americana ITT (Internacional Telegraph and Telephone), que aportaba la mayoría del capital y la tecnología. Cuando la central de Jordán entra a formar parte de la CTNE, es la segunda en importancia tras la de Mayor. Sus recursos entonces eran de veintinueve cuadros de ciento veinte números, tres cuadros de reserva y un enlace interurbano con dos locutorios. Y poco después, el 29 de diciembre de 1926, el rey Alfonso XIII inaugura allí el primer equipo para llamadas automáticas, dotado con un sistema Rotary 7-A fabricado por la Standard Eléctrica, que ese año emprendía su producción industrial en Madrid. Simultáneamente se realiza la puesta en marcha de la central de Gran Vía, montada provisionalmente en un inmueble lindero con el que sería la futura sede de la Compañía, esquina a Fuencarral. En 1945 las acciones de la ITT fueron adquiridas por el Estado, y es así el Gobierno el que controla la Telefónica hasta su privatización en 1997. Antes, al principio de los setenta, al quedar pequeña la antigua casa de Jordán —en su lugar existe ahora un bloque de viviendas—, se construye un edificio justo enfrente, en el número 11, moderno y funcional, que es el que aloja hoy las instalaciones.
Va esta calle desde la de Fuencarral a la Serrano Anguita, atravesando la de Mejía Lequerica. A ella daba la fachada lateral del antiguo Hospicio (hoy Museo de Historia de Madrid), y a ello se debe el actual nombre. Antes se llamó de San Benito. Aquí tuvo su finca con amplios jardines doña Estefanía de la Cerda, que protegió al pintor Vicente Carducho, para el que instaló un estudio en su propia residencia. Son varios los edificios y lugares de interés en la calle de la Beneficencia. A la entrada, a la izquierda, como ya hemos citado, nos encontramos con el lateral del antiguo Hospicio, levantado entre 1721 y 1726 y en el que intervinieron arquitectos como José de Arroyo, Felipe Sánchez, Teodoro Ardemans, Filippo Pallotta, Francisco de Sevilla o el gran Pedro de Ribera, al que se debe la fachada a Fuencarral y su portada barroca, que es monumento nacional y sin duda una de sus obras maestras. En tiempos, las tapias del Hospicio llegaban hasta la calle de Mejía Lequerica. Frente a este lateral del Hospicio se encuentra un bello edificio muy dignamente restaurado en el que hay una placa donde reza que allí vivió y murió el gran músico José Serrano, el autor de La reina mora, La Dolorosa, La canción del olvido, Los claveles y tantas otras obras de nuestro género lírico. El el número 4, con un hotel de dudoso gusto arquitectónico y una travesía por medio, está el Instituto San Mateo, con Bachillerato de Excelencia, destinado a alumnos que finalicen la ESO con un buen expediente académico y deseen continuar sus estudios con un alto nivel de exigencia. En el número 8 se levanta el palacio de los duques de Veragua, construido entre los años 1860 y 1862 por el arquitecto Matías Laviña, con fachada también a la calle de San Mateo. Durante la segunda mitad del siglo XX se convirtió en la sede del Servicio Nacional de Productos Agrarios (hoy Fondo Estatal de Garantía Agraria). El Museo Romántico tiene entrada por la calle de San Mateo (la principal) y por la de Beneficencia, en el número 14. En 1924, Benigno de la Vega-Inclán y Flaquer, II marqués de la Vega-Inclán, convirtió el que había sido palacio del marqués de Matallana en museo, donando para tal efecto su colección personal de muebles, cuadros, porcelanas, libros, y otros interesantes recuerdos de los personajes, escritores y artistas de aquella agitada época romántica. Entre los años cincuenta y setenta del pasado siglo por la puerta de Beneficencia se accedía al Museo Nacional de Teatro, que posteriormente sería trasladado a lo que hoy es el Reina Sofía, antes de recalar definitivamente en Almagro. En esta acera de la derecha se encuentra también, en el número 18, la iglesia catedral anglicana de Madrid, catedral del Redentor, neogótica, con dos bloques de dependencias en ladrillo a los lados, construida entre 1892 y 1893 por el arquitecto Enrique Repullés Segarra. Su inauguración fue bastante problemática por la intolerancia religiosa de la sociedad de entonces. Diversos prelados incluido el arzobispo de Toledo protestaron enérgicamente contra la apertura de la capilla y acordaron establecer a cada lado dos escuelas católicas para contrarrestar sus perniciosos efectos. Si retomamos de nuevo la acera de los impares, tras el Museo de Historia de Madrid se encuentran los Jardines del Arquitecto Ribera, la trasera del grupo escolar Isabel la Católica y el nuevo mercado de Barceló, todo ello en terrenos del antiguo Hospicio. Cruzando la calle de Mejía Lequerica, a la derecha, estaba la tapia del jardín y caballerizas del que fue palacio de don Casimiro de Ustáriz Suárez de Loreda, marqués de Ustáriz y secretario de Estado y Guerra con Fernando VI. Fue diseñado por José Pérez en 1748, reformado en 1878 y ahora restaurado primorosamente para sede de una entidad financiera. La entrada principal era por la calle de San Mateo y ahora por la calle Serrano Anguita. Y, enfrente, la antigua y suntuosa sede de Papelera Española (luego lo fue de Fuerza Nueva, la asociación política que creara Blas Piñar, y de una prestigiosa firma de abogados) reconvertida en un hotel de lujo, con entrada por Mejía Lequerica.
Va desde la calle de Fuencarral a la de Mejía Lequerica. El marino mallorquín don Antonio Barceló, nacido en 1717, luchó eficazmente contra los piratas argelinos. Participó en 1782 en el asedio a Gibraltar y tomó parte en otras batallas navales con la escuadra española. Murió en 1791. De ser un simple marinero, por méritos de guerra llegó a alcanzar el grado de teniente general de la Real Armada Española. Sus hazañas marineras inspiraron a no pocos escritores por lo arriesgadas y al borde de la fantasía. Y por supuesto a ese dicho popular: "Ser más valiente que Barceló por la mar". Esta calle fue abierta en 1869 en terrenos del antiguo complejo de los Pozos de la Nieve (entonces al límite de la ciudad), que a partir del Hospicio (hoy museo de Historia de Madrid), ocupaba el amplio espacio de las actuales manzanas que median hasta la glorieta de Bilbao y Mejía Lequerica. En el siglo XVII hicieron opulento a Pablo Charquias, su explotador, que abastecía de este artículo, traído en carros desde la sierra, a los madrileños. A la entrada desde Fuencarral, a la derecha, y junto a la boca del Metro de Tribunal, se encuentra el ya citado Museo de Historia de Madrid, antiguo Real Hospicio General de Pobres del Ave María y San Fernando. Fue construido entre 1721 y 1726 y en él intervinieron arquitectos como José de Arroyo, Felipe Sánchez, Teodoro Ardemans, Filippo Pallotta, Francisco de Sevilla o el gran Pedro de Ribera, al que se debe la fachada a Fuencarral y su portada barroca, que es monumento nacional y sin duda una de sus obras maestras. En tiempos, las tapias del Hospicio llegaban hasta la calle de Mejía Lequerica. Sigue por ese mismo lado el amplio espacio de los Jardines del Arquitecto Ribera, en terrenos del antiguo Hospicio, con la magnífica Fuente de la Fama —obra también de Pedro de Ribera— hoy con cerramiento de verja metálica sobre poyete para evitar los desmanes de los que por aquí pululan en los "botellones" de fines de semana. Fue encargada por el rey Felipe V y se ejecutó entre 1738 y 1742 en un estilo claramente churrigueresco. Está formada por un pilón circular en donde se puede ver una alegoría de la Fama acompañada de delfines, y rodeada de niños, conchas y hornacinas con floreros. Su enclave original fue la plaza de Antón Martín, razón por la cual fue conocida inicialmente como Fuente de Antón Martín; tuvo una breve permanencia en el Parque del Oeste y, en el año 1941, fue trasladada al actual emplazamiento. Se financió mediante una subida de impuestos, aspecto que quedó reflejado el día en que fue inaugurada, con la instalación de un letrero, colocado a iniciativa popular: Deo volente, rege survente et populo contribuiente (Dios lo quiso, el rey lo mandó y el pueblo lo pagó). En tiempos pasados hubo un kiosco de bebidas que instalaba su amplia terraza de verano entre el follaje. Desgraciadamente desapareció cuando se hizo un parking subterráneo. Y también fueron clausuradas las entradas a un urinario público en el subsuelo, aunque se mantuvieron durante años las verjas artísticas que lo amparaban. Los jardines fueron plantados por los años 20 del pasado siglo, en el espacio que dejó el derribo de parte del antiguo Hospicio. En un principio se llamaron del Hospicio, luego de Pablo Iglesias, ya que en el vetusto edificio había aprendido su oficio de tipógrafo el líder socialista, y, tras la Guerra Civil, del Arquitecto Ribera. Algunos vienen en llamar a la zona plaza de Barceló, que no es el nombre oficial. un solárium y piscina infantiles que, según las crónicas periodísticas, tuvieron gran éxito entre la chiquillería y las madres de estos barrios. Pedro de Ribera (Madrid 4 de agosto de 1681 - Madrid, 1742) fue discípulo de José Benito de Churriguera, y siguiendo la estela de su maestro, llevó a su pleno desarrollo los principios del barroco más exaltado. Dotó a la capital de España de puentes, palacios, fuentes monumentales, iglesias y todo tipo de edificios públicos, muchos de los cuales, además de los ya citados, aún pueden contemplarse, como la ermita de Nuestra Señora del Puerto, el Cuartel del Conde-Duque, el Puente de Toledo o las iglesias de Nuestra Señora de Montserrat y de San Cayetano. iba a ser demolido para construir uno nuevo y aqui se instaló uno provisional Nuevos Jardines del Arquitecto Ribera, inaugurados en 2017 tras el desmantelamiento del mercado provisional. Lindando con los jardines se alza el colegio público Isabel la Católica, construido entre 1931 y 1932 —en tiempos de la Segunda República— por los arquitectos Antonio Florez Urdapilleta por parte del Ministerio de Instrucción Pública y Bernardo Giner de los Ríos como supervisor del Ayuntamiento. La inauguración se realizó el 11 de febrero de 1933. Entonces recibió el nombre de Pablo Iglesias y era mixto, como ahora. Durante la Guerra Civil sirvió para alojar evacuados de Extremadura y Toledo y como hospital de la zona roja. Con esta misma función siguió en la posguerra —en este caso para servicio del ejercito vencedor— hasta 1949, año en el que fue devuelto a las autoridades educativas. Mientras, se había suprimido la coeducación, contraria según decía la orden del BOE "a los principios religiosos del Glorioso Movimiento Nacional", y el antiguo colegio Pablo Iglesias pasó a llamarse José Antonio Primo de Rivera, aunque con sede provisional en el palacio que perteneció al conde de Villagonzalo, en la plaza de Santa Bárbara, mientras que la sede propia estuviera ocupada por los militares. Muestra el colegio una elegante fachada propiciada por la importancia de su cometido en la época. El interior, modélico en su momento, tiene espaciosos pasillos y amplias aulas con grandes ventanales, que llegan casi hasta el techo. Es de aspecto muy similar a los edificios escolares creados en esos años, muchos de ellos con autoría de Antonio Florez, muy ligado a la Institución libre de Enseñanza, y del que la antigua Residencia de Estudiantes es su obra más paradigmática. A continuación se levanta el enorme complejo que ha venido a sustituir al antiguo mercado de Barceló y a otras instalaciones municipales, realizado por los arquitectos Enrique Sobejano y Fuensanta Nieto. Dos bloques principales y superpuestos alojan un mercado tradicional y equipamientos deportivos, además de cafetería y terraza en la azotea. Y al otro lado de una nueva plaza pública, otro tercer bloque, adosado al colegio Isabel la Católica, alberga la Biblioteca Municipal Mario Vargas Llosa y amplía las instalaciones colegiales. Lo más polémico del conjunto es su cerramiento con piezas opalinas de vidrio moldeado de grandes dimensiones. Muy moderno pero en mi opinión con un aspecto que no casa para nada con los grandes edificios de los alrededores. Las obras comenzaron en 2009 y no se inauguró el mercado hasta septiembre de 2014. Mientras, se instaló uno provisional en los Jardines del Arquitecto Ribera. El antiguo mercado de Barceló abrió en julio de 1956. Don Celedonio León Herranz, entonces párroco de la iglesia de Ntra. Señora de las Maravillas bendijo los 119 locales de entonces en una inauguración que suponía el final de los puestos callejeros en la vecina Corredera y del cierre del antiguo mercado de San Ildefonso, construido en 1835 por Lucio Olavarrieta junto a la iglesia de San Ildefonso. En tiempos, además del viejo mercado, el solar daba para algunas instalaciones municipales y almacenes del servicio de limpieza. Y un gran corralón, en el que por los años cincuenta y sesenta estuvieron instaladas las taquillas del Atlético de Madrid, luego se habilitó como polideportivo y como patio de recreo del Isabel la Católica. En el lado izquierdo de la calle de Barceló, en el tramo hasta la de Churruca, se conservan los viejos edificios de los primeros tiempos (alguno renovado en su interior). En los bajos han ido desfilando comercios (hubo una vieja tienda de muebles) y sobre todo bares, que extienden sus terrazas de verano en la amplia acera. Son muy recordados el bar Kioto, la cafetería De Pablos (luego Santa Teresa) o Casa Manolo, en donde se podían comer los mejores callos de Madrid y unos famosos pepitos de ternera. Algunos ponían también terraza en la acera de enfrente junto a los jardines. En la esquina de Churruca, donde ahora se levanta un gran bloque de apartamentos, estuvieron los Almacenes El Triunfo, que vendían al por mayor productos de alimentación a los pequeños comerciantes de ultramarinos. En la esquina con Larra, en un bello edificio de los años treinta del pasado siglo, estuvo en sus bajos un famoso local de venta de motocicletas y accesorios, abierto por el campeonísimo Ángel Nieto asociado con el boxeador Pedro Carrasco. Y antes Deportes Díez, entonces una de las mejores tiendas de Madrid en esta especialidad, que tenían un enorme almacén en la calle de la Beneficencia. Y en la otra esquina se levanta la que fue mítica Discoteca Pachá ahora independiente de ese grupo o franquicia de clubs nocturnos con el nombre de Teatro Barceló. Es el antiguo Cine Barceló, construido por el arquitecto Luis Gutiérrez Soto con un marcado acento racionalista, aunque con ligeros toques de expresionismo y Art Déco. El edificio, cuya principal aportación es la ubicación en diagonal a la planta, contaba con una sala de fiestas (Barceló Dancing Palace), patio de butacas y entresuelo con 1.210 localidades y en tiempos también terraza para el verano. La fecha de su inauguración fue el 20 de diciembre de 1931 con el siguiente programa de proyección: El Cantor desconocido, Toby, el lechero (dibujos animados), Noticiario de la Fox y En la tierra del Nilo (documental). Siempre fue un cine de reestreno y en su momento unos de los más modernos de Europa, con un sistema de luces que se encendía progresivamente. El 4 de diciembre de 1974 dio su última sesión de cine para convertirse, comprado por el cantante Raphael, en sala de teatro, preferentemente de espectáculos musicales. Sobre el cine Barceló tengo dos curiosas anécdotas que no me resisto a contar. La primera fue al final de los años sesenta durante la proyección de la graciosísima película El Guateque, de Blake Edwards, protagonizada por Peter Sellers. Pero lo gracioso fue que tuve de compañero en la butaca contigua nada menos que a Antonio Ozores. Yo no sabía si reírme más de las payasadas de Sellers o de la risa contagiosa y aspavientos continuos del bueno de don Antonio. La otra fue cuando ya en los últimos estertores del Barceló, a punto de cerrar por la escasa asistencia, una noche sólo éramos dos los espectadores, y además colocados uno en las primeras filas y yo más bien en las traseras, para —supongo— "no molestarnos". Pues bien, ante el éxito de la función, el encargado del local, tras un tiempo prudencial de espera por si acudía más gente, nos convocó a los dos y nos propuso suspender la proyección y devolvernos el dinero, a lo que accedimos gustosamente. En 1980, el edificio pasó a convertirse en una sala de fiestas perteneciente a la conocida cadena Pachá, siendo reformado su interior por el arquitecto Jordi Goula, y en 2013 cambió a Teatro Barceló como ya se ha indicado, siguiendo con su actividad de discoteca. Distribuida en tres plantas, la tercera es una terraza conocida como “el cielo de Madrid”, con increíbles vistas que normalmente disfrutan quienes tienen pases VIP. La segunda planta, la más relajada, tiene sillones y la música está más baja. Y la primera alberga la pista central. En los bajos funciona la discoteca But. En esta última parte de la calle por la izquierda hubo un taller de automóviles y, en tiempos, una tienda de muebles de estilo y un bazar de juguetes. Personajes muy populares en la calle de Barceló fueron “Fernandito el de los caramelitos”, que deambulaba por las terrazas vendiendo unos pequeños naipes de papel, y luego rifaba bolsas de caramelos pidiendo que “una mano inocente” cortara de una mugrienta baraja para ver quién era el agraciado. La señora Aurora, con su puesto de chuches y dos o tres botijos con los que calmábamos la sed por una “perra chica”. Julito, nuestro “jorobado de Notre Dame” particular, que vendía tabaco y, por lo “bajini”, revistas con fotos “guarras”. Apolinar, el limpiabotas del De Pablos, que le faltaba una pierna. La señora Remedios —"La Jefa"—, con su puesto de pipas, chucherías y tabaco en la esquina de Fuencarral, junto a la boca del Metro, con ampliación de negocio en verano con otro de helados. Años y años trabajando a la intemperie en el humilde negocio, como antes lo había hecho su padre y luego heredó su hija. Aquí, la Guardia Civil con perros desfila en 1955 por la calle de Barceló Ahora hay parada de taxis en la calle de Barceló, trasladada aquí desde su sitio tradicional y muy antiguo que era en Fuencarral, frente al Hospicio. Ya paraban allí incluso los coches de caballos, los viejos simones. Y sí que ha habido siempre parada de taxi industrial: furgonetas, camiones de pequeño tonelaje e incluso hasta hace poco motocarros que aparcan a la espera de clientes que los alquilen para hacer algún porte o mudanza. Son la variante actual del antiguo mozo de cuerda o soguilla. Son habituales en la parada El Cubillo o Ildefonso Rodrigo, que compagina el pequeño transporte con el comercio de baratijas, muebles viejos o cachivaches, que seguro selecciona cuando le mandan vaciar algún desván, y que expone en la acera. Rodrigo tuvo y seguro que aún guarda una vieja motocarro Trimax de menos de 4 caballos (la turbo, como él la llamaba), que incluso era solicitada para rodar alguna escena de cine o televisión. También era habitual El Alcarreño, ya jubilado, célebre por su furgoneta decorada con los colores y fotografías de jugadores del Barca, el club de sus amores. El antiguo oficio de soguilla era muy típico en Madrid. Había que ser fuerte y con las espaldas bien cuadradas para soportar sobre ellas el acarreo de muebles o voluminosos y pesados bultos, supliendo las veces de las bestias, y sobre todo para el trasiego por escaleras. En el último tercio del siglo XIX una compañía inglesa, cuyo propietario era un tal Mr. Weil, creo en Madrid un servicio de mandaderos para reemplazar o complementar a aquellos mozos de cordel que por aquellos tiempos no tenían más protección social que el dinero que recaudaban en sus mandados y alguna que otra propina. Los nuevos soguillas llevaban gorra azul con vivo de cordoncillo encarnado, una inscripción: “MP” (mandaderos públicos) y un número de orden. Cincuenta años después este viejo oficio se perdió por la calle del progreso.
Va esta calle desde la de Barceló hasta la de Sagasta, y lleva como nombre el del apellido del científico, marino y militar español, brigadier de la Real Armada y héroe de la batalla de Trafalgar, don Cosme Damián Churruca. Nació Churruca en Motrico (Guipúzcoa) el 27 de septiembre de 1761. Tras formarse en la Escuela Naval de El Ferrol, intervino muy joven en el cuarto sitio español de Gibraltar (1782), que terminó en fracaso como los anteriores. Luego participó en una expedición geográfica por el estrecho de Magallanes y pasó una temporada en el observatorio de Cádiz. En 1792 dirigió otra expedición geográfica, esta vez a las costas de Norteamérica y las Antillas, en donde levantó valiosos mapas. En 1805 se le confió el mando del navío San Juan Nepomuceno, con el que combatió en la escuadra franco-española que se enfrentó a la británica mandada por Nelson en la batalla de Trafalgar. Y aunque discrepó de la estrategia seguida por el almirante francés Villeneuve, que mandaba la escuadra combinada, acató las órdenes que condujeron a la derrota y, atacado simultáneamente por cinco barcos ingleses, resistió hasta que una bala de cañón le arrancó la pierna Izquierda. Ya en la agonía, siguió dando órdenes de continuar la lucha. Los ingleses tributaron honores a su cadáver, y su destrozado barco fue llevado como trofeo a Gibraltar, donde permaneció muchos años. Esta calle de Churruca fue abierta a partir de 1869 en terrenos del antiguo complejo de los Pozos de la Nieve (entonces al límite de la ciudad), que a partir del Hospicio (hoy museo de Historia), ocupaba el amplio espacio de las actuales manzanas que median hasta la glorieta de Bilbao y Mejía Lequerica. En el siglo XVII hicieron opulento a Pablo Charquias, su explotador, que abastecía de este artículo, traído en carros desde la sierra, a los madrileños. Restos al parecer de alguna dependencia de este gran complejo que explotaba los Pozos de la Nieve se encontraron en obras realizadas en el inmueble del número 3. Y un suelo de losetas en bastante buen estado que apareció en trabajos de alcantarillado en la esquina con la calle de Apodaca, casi a flor de tierra, también pudiera haber pertenecido a los Pozos. La calle tiene un aspecto antiguo, decimonónico, con sus viejas farolas de gas reconvertidas para lámparas eléctricas, sólo roto por algunos edificios de nueva construcción que rompen la estética del conjunto. Hasta hace unos años conservaba su pavimento de adoquines, por lo que era muy solicitada para rodar películas de época. Las primeras edificaciones corresponden al primer tramo de la calle y a la acera de los impares del segundo, levantadas en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, y semejantes a muchas de las construidas en el llamado Enchanche diseñado por el ingeniero Luis María de Castro para toda la zona de Chamberí. Las más características son la rotulada con el número 11, construida por el arquitecto David Ruiz Jareño en 1883, y la 13, 15 y 17 del maestro de obras Robustiano Godínez entre 1900 y 1901. Las casas de la acera de los pares en el segundo tramo, de clara tendencia historicista, fueron erigidas a partir de 1928. Tanta diferencia de años da idea de que la urbanización de la calle fue muy lenta. Y en esa parte, las más representativas son la 12 y 18, casi gemelas entre sí y también casi iguales a las números 11 a 15, 19 y 21 de la calle de Larra. Todas ellas fueron construidas entre 1928 y 1929 por el arquitecto Luciano Delage Villegas. Este estilo ecléctico historicista, tan abundante en Madrid, Sevilla, Santander y, curiosamente, en Chicago (Estados Unidos de América) —el Spanish Revival—, está caracterizado por el empleo de aparejo de ladrillo mudéjar, cresterías platerescas, molduras barrocas, aleros y torreones de las casonas montañesas, azulejos sevillanos y cerrajería y balcones de forja. La promotora de estas edificaciones de Larra y Churruca fue doña María Mieres y Rivas, de la que se dice fue amante de Alfonso XIII. Para ella se mandó construir un palacete de una sola planta en el nº 10 de Churruca. Ya de mayor, muy erguida e hierática, siempre iba vestida de negro, con botines y con bastón. Decían que tenía una escalerilla de oro con tres escalones para subir a su cama, inmensa, dorada. Después de la Guerra Civil fue convertido el palacete en Comisaría, y entre los años 62 y 63 fue derribado para construir el engendro actual. Interesantes son también el portal del nº 27, con bella azulejería, y los inmuebles marcados con el nº 14 y el que hace esquina con Sagasta, antigua Delegación del Instituto Nacional de Previsión y hoy de la Consejería de Sanidad y Consumo de la Comunidad de Madrid. Manuel Machado era vecino de la calle de Churruca. En 1917 vino a vivir al barrio de Maravillas, comprándose una casa —una placa dedicada por el Ayuntamiento así lo atestigua— en el nº 15, donde estuvo hasta su muerte y donde tenía cerca el Museo y Biblioteca Municipales de la calle de Fuencarral, del que fue nombrado director en 1925, cargo que ejerció hasta su jubilación en 1944. Mucho ha sido lo desaparecido. En el número 1, donde ahora hay un bar con entrada por la calle de Barceló, estuvieron las Cristalerías Churruca, especialistas en menaje para locales de hostelería. Y en el 2, en la otra esquina, donde hoy se levanta un gran bloque de apartamentos modernos y la Delegación del Instituto Social de la Marina, los Almacenes El Triunfo, que vendían al por mayor productos de alimentación a los pequeños comerciantes. el incipiente jardín y las calles con muchos huecos sin edificar En el nº 3 hubo dos tiendas que se conservaron años y años, decrépitas, casi sin apenas clientela, hasta que sus dueños, ya muy mayores, o sucumbieron o tuvieron la suerte de traspasarlas. Una de ellas era de compostura y venta de maquinas de escribir y de material de papelería; la otra de reparación de aparatos de radio. En una de las esquinas con la calle de Apodaca hubo una antigua tienda de ultramarinos, La Taza de Plata, ahora en manos de los chinos. También disponía en tiempos de una tabernilla aneja. La fundó Francisco Díez, y luego la llevaron su hija y un dependiente de toda la vida, Carlos, que se conocía el nombre de todas las gentes del barrio y a todos saludaba. En el 14, dos enormes locales en los bajos estuvieron ocupados por almacenes y oficinas de Papeleras Reunidas. En el 16, un edificio nuevo ocupa el lugar de una antigua nave con talleres de automóviles; aquí se instaló luego uno de los primeros restaurantes con buffet libre en Madrid, que no dio mucho resultado y cerró al poco tiempo, y más tarde una concurrida sala de bingo. Y en el 18 hubo una taberna muy concurrida entre las gentes del barrio, con las clásicas partidas de cartas y dominó en las primeras horas de la tarde. Retomando la otra acera, en la finca 19 el local de plantas y flores Jardín Churruca, abre donde la antigua Granja Melchor, con también tienda de ultramarinos al lado, y las dos abiertas a todas las horas del día, como ahora los chinos. Fueron Melchor y su mujer toda una institución en la calle. El ya citado Jardín Churruca era antes precisamente eso: jardín. Ocupaba todo el solar de la finca 21 y cultivaban ellos mismos en la tierra plantas y flores. El edificio actual está muy bien tratado, y su fachada no desmerece para nada del resto de la calle. CALLE DE APODACA Va desde la calle de Fuencarral a la de Mejía Lequerica, y lleva el nombre de don Juan Ruiz de Apodaca, conde de Venadito, marino gaditano que tomó parte en la derrota de la escuadra francesa del almirante Rosily en la bahía de Cádiz, el 14 de junio de 1808. Su comportamiento en esta batalla naval le valió el reconocimiento de la patria, a la que consagró toda su vida. Murió en 1835, después de haber desempeñado, entre otros cargos, el de embajador plenipotenciario en Inglaterra, capitán general de Cuba, virrey de Nueva España, consejero del rey y capitán general de la Armada. Por sus servicios distinguidos fue agraciado con las cruces militares de San Fernando y San Hermenegildo. Esta calle de Apodaca fue abierta a partir de 1869 en terrenos del antiguo complejo de los Pozos de la Nieve (entonces al límite de la ciudad), que a partir del Hospicio (hoy museo de Historia), ocupaba el amplio espacio de las actuales manzanas que median hasta la glorieta de Bilbao y Mejía Lequerica. En el siglo XVII hicieron opulento a Pablo Charquias, su explotador, que abastecía de este artículo, traído en carros desde la sierra, a los madrileños. Tiene la calle muy buenos edificios, unos del tipo de muchos de los construidos en el llamado Enchanche diseñado por el ingeniero Luis María de Castro para toda la zona de Chamberí, enfoscados o en ladrillo visto, con balcones y enmarcamiento en los vanos, y otros de estilo ecléctico historicista, entre los que destaca el rotulado con el número 13, construido por el maestro de obras José Purkiss Zubira para don Eugenio Rubio, verdaderamente extraordinario, con un precioso portal cubierto de azulejos. En el número 7, una lápida está dedicada al compositor Severiano Soutullo Otero, autor de las zarzuelas La del soto del Parral, La leyenda del beso y El último romántico. Otra lápida, en número 9, nos recuerda que allí vivió y murió el gran libretista Antonio Paso y Cano, padre del comediógrafo, también fallecido, Alfonso Paso. Suyos son los libretos de La marcha de Real, La alegría de la huerta o El niño judío. Apodaca vive hoy una efervescencia protagonizada por los nuevos establecimientos abiertos en la calle, que han traído nuevos aires de modernidad. Uno de los primeros en hacerlo fue "El bandido doblemente armado" en el número 3, un curioso café-bar-librería con el que Diego y Gustavo, hijos de Soledad Puértolas, animaron desde 2002 la vida cultural madrileña. Precisamente el nombre del local era el título con el que la escritora ganó el Premio Sésamo en 1979. Desgraciadamente, cerraron en 2009, aunque el local sigue abierto con otro nombre. Muchos otros también han sucumbido a lo largo de los años. Algunos muy antiguos, como las cuatro carbonerías —parece increíble— que funcionaban en la calle, o las dos lecherías. Y también, entre otros, Modas Medrano, en la esquina con Fuencarral; la Librería León Sánchez Cuesta, en el número 1, en el local de una anterior fábrica de paraguas con fachada en madera muy madrileña; el bar Los tres mosqueteros, en el 3, con abundante parroquia de vecinos del barrio; la peluquería de caballeros Roizo, en el 5; un comercio de chapas perforadas y telas metálicas de Hija de A. Molina, en el 8; una tienda de ultramarinos, La Taza de Plata (ahora en manos de los chinos y conservando el mismo nombre), en el 10, esquina a Churruca; una antigua tahona, en el 12; la almoneda de Alberto Doria, en la esquina con Larra; la compañía de limpiezas Usle, que hacían honor a su actividad comercial y mantenían el edificio esquinero, número 18, de un inmaculado absoluto; la diminuta Filatelia F.S. León, en el 20; otra tienda de telas metálicas, González Molina, en el 22, y la cestería La Concordia, esquina a Mejía Lequerica.     Si se mantiene, entre los más veteranos, el local con fachada de azulejos y madera del antiguo bar Las Murallas, en la otra esquina de Larra, que fue de los últimos en servir vino traído en viejos pellejos, ahora primorosamente restaurada y con distinto nombre y dueño. Y también la chocolatería y churrería La Antigua, en el número 11. CALLE DE LARRA Va desde la calle de Barceló a la de Sagasta, y lleva el nombre del gran escritor Mariano José de Larra, conocido también por sus seudónimos de Fígaro y El pobrecito hablador. Nació Larra en Madrid el 24 de marzo de 1809. Era su abuelo administrador de la Casa de la Moneda, que se hallaba entonces en la calle de Segovia, y allí disponían de vivienda. Se educó Larra en Francia y continuó luego sus estudios en Madrid Valencia y Valladolid, de modo que su iniciación en la cultura ya parecía determinar el singular carácter de su talento, que traía innovaciones europeas sobre su espíritu castizamente español. Con el Duende satírico y El Pobrecito hablador, dos periódicos de su propiedad, comenzó a señalar su personalidad de pensador y crítico que observaba y hacía la disección de la sociedad en que se desenvolvía, historiando así el período de la evolución española a finales del reinado de Fernando VII. Arquetipo romántico, tanto que él mismo hablaba de ser protagonista de un drama muy característico de su época, escribió la novela El doncel de don Enrique el Doliente y varias obras de teatro, pero donde su personalidad se destacó más briosa fue en los artículos de costumbres, ingeniosos y a la vez profundos estudios sociales y políticos. En el famosísimo Vuelva usted mañana, de tan odiosa actualidad, se ocupa de la pereza, de la desidia general, que hace imposible que un extranjero (el señor Sin Pausa) que viene a invertir dinero en el país sea capaz de solucionar los papeleos necesarios, ya que siempre le remiten a mañana y cuando el mañana llega, le dicen que no porque es más fácil hacerlo así que solucionar de verdad las cosas. La falta de acierto en su matrimonio y una insensata pasión, muy del ambiente romántico de la época, lo llevó al trance de quitarse la vida de un pistoletazo en el piso en que vivía de la calle de Santa Clara, el 13 de febrero de 1837, cuando apenas había cumplido los veintiocho años. En el entierro de Larra en el ya desaparecido Cementerio General del Norte (entre las calles de Magallanes, Fernando el Católico, Rodríguez San Pedro y la plaza del Conde Valle de Súchill), se dio a conocer con la lectura de unos famosos versos otro genio del Romanticismo: José Zorrilla. Ese vago clamor que rasga el viento Sesenta años después de su muerte, la Generación del 98 convirtió la figura de Larra en precursora de este movimiento literario. La calle de Larra fue abierta a partir de 1869 en terrenos del antiguo complejo de los Pozos de la Nieve (entonces al límite de la ciudad), que a partir del Hospicio (hoy museo de Historia de Madrid) en la calle de Fuencarral, ocupaba el amplio espacio de las actuales manzanas que median hasta la glorieta de Bilbao y Mejía Lequerica. En el siglo XVII hicieron opulento a Pablo Charquias, su explotador, que abastecía de este artículo, traído en carros desde la sierra, a los madrileños. La inmensa mayoría de los edificios de la calle de Larra se construyeron ya iniciado el siglo XX, destacando los que en estilo ecléctico historicista fueron erigidos a partir de 1928 por el arquitecto Luciano Delage Villegas, números 11 a 15, 19 y 21, muy semejantes entre sí y a los números 12 y 18 de la calle de Churruca. Igualmente de mérito el número 14, mandado construir por don José del Perojo para la redacción y talleres de la revista Nuevo Mundo, que quiso ser una alternativa más popular a Blanco y Negro, su gran competidora. Posteriormente fue sede de los diarios La Voz y El Sol, en el que tan asidua y certeramente colaboraban Unamuno, Valle Inclán, Marañón, Menéndez Pidal y José Ortega y Gasset. Después de la Guerra Civil pasó a ser de los diarios Arriba y Marca hasta bien entrados los años sesenta, y hoy, finalmente, ha sido adquirido y remozado por la Fundación Calvo Serer y Diario Madrid. Y también imparte en él sus cursos docentes la escuela de diseño, Istituto Europeo di Design. Levantó este edificio en 1908 el arquitecto Jesús Carrasco y Encina (luego ha tenido muchas reformas posteriores) en un estilo muy en la línea con el modernismo catalán de Doménech y Montaner. Está decorado con cerámicas de Daniel Zuloaga.   Y por supuesto, al principio, esquina a la calle de Barceló, la discoteca Teatro Barceló, antigua Pachá y antes Cine Barceló, construido por el arquitecto Luis Gutiérrez Soto con un marcado acento racionalista, aunque con ligeros toques de expresionismo y Art Déco. La fecha de su inauguración fue el 20 de diciembre de 1931, y el 4 de diciembre de 1974 dio su última sesión de cine para convertirse, comprado por el cantante Raphael, en sala de teatro, preferentemente de espectáculos musicales. En 1980, pasó a convertirse en discoteca. En el número 1 cerró en 2015 la tienda de artículos de tapicería Toldos González por el tema de los alquileres antiguos. Era uno de los pocos comercios con solera que quedaban en la calle.   También han desaparecido el bar las Murallas, esquina con la calle de Apodaca (se conserva el local con la fachada restaurada y con otro nombre), siempre lleno de una parroquia fiel que pasaba su tiempo jugando al dominó; El Puchero, que fue restaurante de referencia en Madrid, El Pocillo, una típica taberna en semisótano con buenas tapas y raciones, muy frecuentada por periodistas y trabajadores de los periódicos Arriba y Marca, cuya redacción y talleres estaban justo enfrente, y el bar restaurante El Salmon, con buenos canapés y freiduría, y en donde nunca faltaban los chanquetes
Va desde la calle de Hortaleza a la de Sagasta, y lleva el nombre del diputado en las Cortes de Cádiz José Mejía Lequerica, ilustre político, doctor en Teología y Medicina, además de especialista en los estudios de Cánones y Derecho civil. Nació en Quito (Ecuador) en 1776 y vino a España para estudiar los monumentos de la antigüedad. Aquí le sorprendió la invasión francesa y durante la Guerra de la Independencia luchó valientemente en las filas del Ejército español. Tomó parte como diputado del virreinato de Nueva Granada en las Cortes de Cádiz. Y estando aún en la capital gaditana, murió víctima de fiebre amarilla en 1813. Fue el orador más elocuente de las tierras americanas, máximo defensor de la libertad de prensa y enemigo de la Inquisición. Esta calle se llamaba antes de la Florida y, en el siglo XVII, de las Flores. Formaba parte de ella también el trozo de la que hoy es de Fernando VI entre Hortaleza y Pelayo. En cambio, carecía de la parte más ancha actual que, torciendo el trazado, va desde la calle de Barceló a Sagasta. Se empezó a construir en este último tramo a partir de 1869, en terrenos que habían sido del antiguo complejo de los Pozos de la Nieve (entonces al límite de la ciudad), que a partir del Hospicio (hoy museo de Historia de Madrid) en la calle de Fuencarral, hasta aquí llegaban y ocupaban el amplio espacio de las actuales manzanas que median hasta la glorieta de Bilbao. Los Pozos de la Nieve abastecían de este artículo, traído en carros desde la sierra, a los madrileños. En aquel año de 1869 se derribó también la cerca que encorsetaba a Madrid, mandada levantar por Felipe IV en 1625, y empezó a construirse el llamado Enchanche diseñado por el ingeniero Luis María de Castro para las afueras de la ciudad, entre ellas la zona de Chamberí. Precisamente, un trozo de esta cerca se mantuvo en pie en la calle de Sagasta hasta bien entrados los años veinte del pasado siglo, entre las calles de Larra y esta de Mejía Lequerica, hasta que se construyeron los edificios que ocupan el lugar. El trazado antiguo de la calle de la Florida era más estrecho que el actual, pues las tapias del Hospicio llegaban hasta la mitad de la vía actual. Parte de ese terreno trasero de huerta del Hospicio había sido antes una enorme Plaza de Armas del cuartel de Guardias de Infantería Española, que ocupaba el antiguo palacio del conde de Niebla, con entrada principal por la calle de San Mateo. El nombre antiguo de calle de la Florida y antes de las Flores se debe a que por aquí estuvo la posesión de doña María de la Vega, condesa de la Florida, con bellos jardines llenos de flores. Existen en la calle de Mejía Lequerica varios palacios y algunos edificios singulares. En la manzana entre las calles de Hortaleza y San Mateo se encuentra el palacio construido por el arquitecto Juan de Madrazo y Kunt entre 1862 y 1866 para residencia de don Mariano Miguel Maldonado y Dávalos, conde de Villagonzalo, que fue embajador en Rusia. Sigue tendencias racionalistas y neogóticas y recupera una estética medieval: aleros, balcones dobles, miradores, rejerías, canalones de cinc y predominio del ladrillo, la pizarra, la piedra tallada y la madera labrada. El colegio público Pablo Iglesias (ahora Isabel la Católica), de la calle de Barceló, fue utilizado durante la Guerra Civil para alojar evacuados de Extremadura y Toledo y como hospital de la zona roja. Con esta misma función siguió en la posguerra —en este caso para servicio del ejercito vencedor— hasta 1949, año en el que fue devuelto a las autoridades educativas. Mientras, con el nombre de José Antonio Primo de Rivera, tuvo sede provisional en el palacio Villagonzalo, que sí fue luego sede oficial hasta finales de los setenta del colegio Ezequiel Solana. En los bajos estuvo durante muchos años la enorme y surtidísima ferretería de Hijos de E. Sainz. Frente a este palacio se levanta la Casa de los Lagartos, construida entre 1911 y 1912 por el arquitecto Benito González del Valle para D. Gabriel B. Larrea. Gran inmueble entre modernista y racionalista por el que trepan unos reptiles que contrariamente a lo que el nombre por el que es conocido indica, son salamandras. Es una de las primeras manifestaciones de la influencia del modernismo vienés en la arquitectura madrileña. En otra manzana entre las calles de San Mateo y Beneficencia, se halla el que fue palacio con espléndido jardín de don Casimiro de Ustáriz Suárez de Loreda, marqués de Ustáriz y secretario de Estado y Guerra con Fernando VI. Fue diseñado por José Pérez en 1748, reformado en 1878, luego medio abandonado y en estado ruinoso y ahora restaurado primorosamente para sede de una entidad financiera. La entrada principal era por la calle de San Mateo y ahora por la calle Serrano Anguita. Sus bajos alojaron diversos establecimientos, una comisaría durante la posguerra y hasta una vaquería. Entre la calle de la Beneficencia y la Travesía de la Florida se alza la antigua y suntuosa sede de Papelera Española (luego lo fue de Fuerza Nueva, la asociación política que creara Blas Piñar, y de una prestigiosa firma de abogados) reconvertida ahora en un hotel de lujo. Fue construida entre 1913 y 1915 por José María Mendosa Ussía. En la otra esquina de la Travesía de la Florida estaba la fábrica de lunas y cristales biselados, grabados y decorados artísticamente de Francisco Fernández, abierta en 1925. Su lugar lo ocupa una empresa hotelera. Entre las calles de Barceló y Beneficencia se encuentra el enorme complejo que ha venido a sustituir al antiguo mercado de Barceló y a otras instalaciones municipales, realizado por los arquitectos Enrique Sobejano y Fuensanta Nieto, con mercado tradicional y equipamientos deportivos y culturales, además de cafetería y terraza en la azotea. Comenzaron las obras en 2009 y se inauguró sin estar completamente terminado en septiembre de 2014. En la excavación del terreno apareció un gran muro histórico de ladrillo, de unos 60 metros de longitud por uno y medio de ancho, jalonado con nueve arcos de medio punto, que al parecer podría formar parte de una estructura hidráulica conectada a un viaje de agua, red de abastecimiento de Madrid de origen medieval que funcionó hasta la inauguración del Canal de Isabel II en el siglo XIX. Desmontado un trozo, fue guardado en almacenes municipales. El antiguo mercado de Barceló abrió en julio de 1956. Su inauguración supuso el final de los puestos callejeros en la vecina Corredera y del cierre del antiguo mercado de San Ildefonso, construido en 1835 por Lucio Olavarrieta junto a la iglesia de San Ildefonso. Y el número 21, inmenso edificio que fue sede de los servicios municipales de educación, actualmente lo es, remodelado, de la Escuela Municipal de Arte Dramático, de una escuela infantil y de un albergue juvenil.
Va desde la calle de Mejía Lequerica a la Serrano Anguita. Su nombre se debe a que la de Mejía Lequerica antes se llamaba de la Florida; lo perdió para adoptar el del diputado de tierras americanas en las Cortes de Cádiz, pero la pequeña travesía lo conservó. Por aquí estuvo la posesión de doña María de la Vega, condesa de la Florida, y esa es la razón del nombre. Era esta señora de alta piedad, muy amiga y protectora de la beata Mariana de Jesús, que la visitaba con frecuencia. Vivía como eremita entonces la beata (finales del siglo XVI) en una casucha junto al desaparecido convento de mercedarios de la plaza Santa Bárbara. La beata (1564-1624) tuvo una vida muy azarosa, marcada por una profunda fe, ciertos actos de autoflagelación y la negativa de sus padres y de varios conventos a admitirla como monja. Finalmente, en 1606, ingresó en la orden de La Merced y en 1613 tomó el hábito de terciaria. Está en proceso de canonización. Curiosamente, la condesa tenía una doncella mora, que no había querido recibir el bautismo y se mantenía en su fe mahometana. Fue un gran ejemplo de tolerancia y de comprensión por parte de la cristiana y devotísima señora el tolerar esta actitud de su sirvienta, admitiendo que se mantuviera fiel a su credo. Nada digno de interés tiene esta pequeña travesía, flanqueada por los laterales de dos únicas edificaciones. A un lado, la antigua y suntuosa sede de Papelera Española (luego lo fue de Fuerza Nueva, la asociación política que creara Blas Piñar, y de una prestigiosa firma de abogados) reconvertida ahora en un hotel de lujo. Fue construida entre 1913 y 1915 por José María Mendosa Ussía. En el otro estuvo, en edificio de dos plantas, la fábrica de lunas y cristales grabados de Francisco Fernández, abierta en 1925; luego, con construcción en altura, la sede de la empresa Uralita y, antes de ser adaptada para hotel, oficinas del Ayuntamiento de Madrid. CALLE DE SERRANO ANGUITA Va desde la plaza de Santa Bárbara hasta la calle de Mejía Lequerica, en el esquinazo con Sagasta. Antes llevaba el nombre de San Opropio. El nombre actual se debe a que Francisco Serrano Anguita, cronista municipal, descubrió la inexistencia de este santo en el Santoral, cambiándose el nombre de la calle a su muerte. Y hay una curiosa historia sobre el tema: Al parecer, hace muchos años, la actual calle era una especie de camino particular, según advertía un letrero que decía: "Paso propio". Con el tiempo se cayeron o se borraron las dos primeras letras de la inscripción, quedando reducida a "so propio". Posteriormente, cuando se abrió por allí una calle, aquel raro letrero se interpretó como "San Opropio", que no figura en el santoral. Se quiso interpretar como una derivación de san Euprepio o Euprepes, que sufrió martirio con san Cosme y san Damián en la época de Diocleciano. Algunos cronistas antiguos afirman que allí hubo una ermita dedicada a este santo, y que junto a ella vivió en pobreza y penitencia la beata Mariana de Jesús, protegida por doña María de la Vega, condesa de la Florida, que por aquí tenía sus posesiones (la cercana calle de Mejía Lequerica se llamaba antes de la Florida y si conserva la travesía entre ambas calles el nombre). La beata (1564-1624) tuvo una vida muy azarosa, marcada por una profunda fe, ciertos actos de autoflagelación y la negativa de sus padres y de varios conventos a admitirla como monja. Finalmente, en 1606, ingresó en la orden de La Merced y en 1613 tomó el hábito de terciaria. Está en proceso de canonización. También esta posible ermita —cuentan— dio motivo a la fundación de la comunidad de religiosas mercedarias descalzas de Nuestra Señora de la Concepción, más conocidas como las Góngoras, que labraron convento en la mal llamada calle de Luis de Góngora, dedicada erróneamente al famoso escritor, pues la ayuda para la fundación vino de don Juan Jiménez de Góngora, ministro del Consejo de Castilla en tiempos de Felipe IV. Como se ve, los equívocos van uno detrás de otro. Francisco Serrano Anguita, periodista y autor dramático, nació en Sevilla en 1887 y desde muy joven residió en Madrid, donde murió en 1968. Fue redactor jefe de La Tribuna, Heraldo de Madrid e Informaciones. En los últimos años de su vida fue nombrado cronista oficial de la Villa y trabajó en el diario Madrid. Hoy, la entrada de la calle de Serrano Anguita está custodiada, por dos palacios. A la derecha, el desfigurado del marqués de Argelita, edificio en la actualidad anexo en la plaza de Santa Bárbara al palacio de la condesa de Guevara, sede del BBVA. Y, a la izquierda, el de don Casimiro de Ustáriz Suárez de Loreda, marqués de Ustáriz y secretario de Estado y Guerra con Fernando VI, que fue diseñado por José Pérez en 1748, reformado en 1878, luego medio abandonado y en estado ruinoso y ahora restaurado primorosamente para sede de una entidad financiera. La entrada principal que en tiempos era por la calle de San Mateo, ahora lo es por la de Serrano Anguita. Otro edificio importante es el de la antigua sede de Papelera Española, que entre las calles de Beneficencia y Travesía de la Florida aquí tiene su trasera. Ahora es un hotel de lujo. Fue construido entre 1913 y 1915 por José María Mendosa Ussía. También el levantado en 1915 por Eduardo Gambra Sanz para la pronunciada esquina con Sagasta, como una imponente y majestuosa proa de barco. De la calle de Serrano Anguita desaparecieron los billares en el semisótano del número 4, que tanto juego dieron —nunca mejor dicho— por los años sesenta y setenta del pasado siglo, refugio agradable y asueto de muchos adolescentes.
Va esta cortísima calle desde la de Serrano Anguita a la de Sagasta, y no hay nada en ella de especial interés. Lleva el nombre del gran escritor Antonio Flores, nacido en Elche en 1817, pero apasionado de Madrid, de su historia y de sus costumbres desde que aquí se instaló en 1840. Fue redactor de El Nuevo Avisador, El Chocolate, El Clamor Público, La Nación y La época, y codirector con Antonio Ferrer del Río de El Laberinto (1843-1845), ilustración primorosa que daba fe del adelanto de la prensa gráfica en aquella época, y casi puede decirse que muchos de los números se los escribía él solo, dejando muestras de su ingenio. El editor Ignacio Boix lo llamó también a colaborar en la colectiva Los españoles pintados por sí mismos (1843), al que aportó los tipos de El barbero, La santurrona, El hortera, La cigarrera y El boticario. Escritor fácil y de un especial humorismo, conocedor del habla castiza y evocador del mundo del sainete, publicó, entre otros, los libros: Doce españoles de brocha gorda, Fe, esperanza y caridad, y Ayer, hoy y mañana, su mejor obra, una encantadora serie donde se ofrecen cuadros sociales de tres generaciones de madrileños correspondientes a los años 1800, 1853 y la futura de 1899.
Va desde la calle de Serrano Anguita a la de Sagasta, y lleva el nombre de los dramaturgos andaluces Joaquín y Serafín Álvarez Quintero. Nacieron en Utrera en 1871 y 1873, y en 1888 iniciaron su colaboración con Esgrima y amor en el teatro Cervantes de Sevilla. Escribieron y estrenaron unas doscientas piezas teatrales, entre dramas, comedias, sainetes y zarzuelas. Fueron maestros del sainete andaluz y la comedia de costumbres, a la que imprimieron todo el gracejo y salero de su tierra sevillana. Incluso escribieron en los años treinta guiones para películas de la mítica Estrellita Castro. Entre su copiosa producción, fueron famosas: El genio alegre, Malvaloca, Puebla de las mujeres, Tambor y Cascabel, Cancionera, Los mosquitos, La boda de Quinita Florez o Mariquita Terremoto. Serafín murió en 1938, en plena Guerra Civil, y Joaquín en 1944, pero las obras que estrenó en esos años siguieron llevando la firma de Hermanos Álvarez Quintero. Fueron miembros de la Real Academia de la Lengua Española y en 1928 recibieron un homenaje nacional. En el número 6 de esta calle vivió el escritor de comedias y zarzuelas Luis Fernández de Sevilla, autor de Los claveles, La del Soto del Parral y Los marqueses de Matute. Y también Miguel Ligero y su esposa Blanca Pozas, célebres actores de cine y teatro. En la calle de los hermanos Álvarez Quintero estuvieron los Juzgados Municipales.
Desde la glorieta de Bilbao a la de Alonso Martínez, va esta calle, dedicada a Sagasta, presidente del consejo de Ministros en varias ocasiones. Práxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar nació en Torrecilla en Cameros (La Rioja), en 1825, y murió en Madrid, en 1903. Se licenció en ingeniería de caminos, canales y puertos. Desde joven perteneció al partido progresista, participó en la revolución de 1854 y llegó a diputado en las Cortes como representante de Zamora ese mismo año. Ante la reticencia de Isabel II de apoyar a los progresistas, Sagasta adoptó la estrategia del "retraimiento", negándose a participar en las elecciones. Apoyó las revueltas del general Prim y del Cuartel de San Gil (1866) por lo que fue exiliado. De este destierro regresó dos años después con el triunfo de la Revolución de 1868. Durante el llamado Sexenio Revolucionario fue nombrado ministro de Gobernación y presidió el gobierno tres veces (1870-71, 1871-72 y 1874). Cuando se restaura la dinastía borbónica con Alfonso XII, aceptó la propuesta de Cánovas del Castillo de turnarse en el poder. Fundó entonces el Partido Liberal Fusionista, conocido como Partido Liberal, que se convirtió en el principal oponente del Partido Conservador de Cánovas, de quien fue el máximo rival. En su primera etapa de gobierno (1881-1884), se asentaron las bases de la reforma legislativa que se pondría en práctica a lo largo de su segundo mandato (1885-1890), periodo en el que el Partido Liberal desarrolló lo principal de su programa político: sufragio universal y libertad de asociación, pensamiento, reunión y expresión. Volvió a presidir el gobierno entre 1892 y 1895, y de nuevo tras el asesinato de Cánovas, entre 1897 y 1899, año en que se vio obligado a presentar la dimisión al recaer sobre él la responsabilidad por el desastre de la guerra de Cuba. Todavía ocuparía una vez más la presidencia del gobierno por un breve lapso de tiempo, entre 1901 y 1902. Pese a que tuvo treinta años en sus manos el devenir de España, vivió modestamente y murió pobre. Sus restos descansan en el Panteón de Hombres Ilustres, junto a la basílica de Atocha.
Antes esta calle de Sagasta era la ronda de Santa Bárbara, que iba bordeando la cerca que mandara construir el rey Felipe IV en 1625 para rodear la ciudad, desde la puerta de ese nombre a la de Bilbao, también llamada de los Pozos de la Nieve. 4)Cárcel del Saladero 5)Puerta de Santa Bárbara 6)Hipódromo 7)Fundición Bonaplata y antes convento de Santa Bárbara 8)Hospicio Los terrenos sobre los que ahora se abre la plaza de Alonso Martínez fueron zona extramuros, junto a la puerta de Santa Bárbara. Al lado, en un paraje conocido como Campo del Tío Mereje, había un campamento gitano del que habla Cervantes en su novela La Gitanilla. Y allí luego se instaló en 1720 la Real Fábrica de Tapices, para la que se trajo desde Flandes a un prestigioso fabricante, Juan de Vardengoten, que fue el primer director del establecimiento. Allí estuvo la fábrica hasta 1889, año en el que fue trasladada a las inmediaciones de la basílica de Atocha. En ella trabajó como pintor de cartones para tapices Francisco de Goya. En 1846 se construyó por la zona un hipódromo, con graderíos y palcos, para carreras de carros y caballos, que disponía de un pabellón destinado a café y a salón de baile. Sobre su solar se levantó en 1890 el Circo Colón, en madera, famoso en la vida madrileña de finales del XIX por sus pantomimas acuáticas, los números cirquenses de la escultural Geraldine Wade, las primeras prácticas hipnóticas de un tal Onofroff, la exhibición de cintas de actualidad por el Biógraph-Lumiere y las danzas de la Bella Chiquita, que escandalizaban a la sociedad biempensante de entonces. También por los alrededores se estableció el Casino de Santa Bárbara, un lugar de recreo y diversión al aire libre con baile, columpios y exhibición de titiriteros y saltimbanquis. Parece que las ganas de juerga y jarana de los madrileños de entonces eran muchas. Dentro de la cerca, la hoy plaza de Santa Bárbara era un camino empinado que se dirigía a la puerta de salida. Y en terrenos donde nace la calle Orellana estuvo el convento de Santa Bárbara, fundado en 1606 sobre una antigua ermita allí existente por el religioso mercedario Juan Bautista del Santísimo Sacramento. Dio nombre a toda la zona. Desapareció en 1835 en tiempos de la Desamortización, y en sus terrenos se instaló entre 1839 y 1861 la Fundición Bonaplata, con más de 80 obreros, que construía máquinas de vapor, ruedas hidráulicas, prensas, faroles, ventanas y balcones y muchos otros productos férricos. En el solar que hace esquina a Sagasta estuvo el Saladero, edificio construido por Ventura Rodríguez en 1768 para matadero de cerdos y salazón de tocinos, que pasó a ser Cárcel de la Villa (y pronto de Jóvenes y de Corte) entre 1831 y 1876, hasta que se construyó la Modelo de la Moncloa. Fue durante aquellos años el principal establecimiento de reclusión que había en Madrid y un pozo sin fondo de terrores e iniquidades. Aquí tuvieron "alojamiento" políticos, intelectuales y espadones, que alternaban sus celdas con las poltronas ministeriales en los vaivenes políticos del siglo XIX. Al otro lado de la ronda de Santa Bárbara estaba el paraje denominado las Charcas de Mena, cerca de la actual glorieta de Bilbao, lugar en donde abundaban los tejares y yeserías. No en vano, los primeros asentamientos clandestinos que por allí se hicieron, embrión del futuro Chamberí, eran conocidos como barrio de los Tejares.
En 1869 se derribó la antigua cerca que abrazaba el casco antiguo de la ciudad, y poco a poco se urbanizó toda la zona. En la calle de Sagasta, antigua ronda de Santa Bárbara, tras el derribo hubo espacio, unos 30 metros de anchura, para distribuirlo en un paseo central de 10 metros, arbolado a doble hilera cada 5 metros y con numerosos bancos para sentarse; dos calzadas de 8 metros, para la circulación rodada, y dos aceras de 2 metros. Fueron los famosos bulevares, realizados entre 1870 y 1901, en las calles de Alberto Aguilera (entonces Areneros), Carranza y Sagasta, a los que se sumaron posteriormente los de Génova y Marqués de Urquijo. Este eje de bulevares por antonomasia —se abrieron otros—, aun hoy, aunque desaparecido, así es nombrado, y marcó el límite del antiguo Madrid con Chamberí, el entonces nuevo barrio en el llamado Ensanche, plan que a partir de 1869, y según trazas del ingeniero y urbanista Carlos María de Castro, supuso triplicar la superficie edificada de la ciudad. El último trozo en urbanizar de la calle de Sagasta fue el que corresponde al encuentro con la calle de Mejía Lequerica, taponado con una antigua construcción adosada a la cerca, trozo que se mantuvo hasta final de los años veinte del pasado siglo. Fue una lástima la desaparición de los bulevares, pues proporcionaban espacio para el juego infantil y un paseo ancho sin interrupciones para los viandantes, favorecían el desarrollo simétrico y con grandes copas de los árboles sin molestar en balcones ni interferir luces y vistas de edificios, aseguraban una mejor protección de las calles contra la radiación solar en días calurosos y el viento en días fríos, generaban sombra fresca en un ambiente sereno y acogedor, y evocaban la naturaleza con el piar de los pájaros y con las distintas texturas, colores y fragancias del ciclo de las estaciones. Hace unos años, algún descerebrado en el Ayuntamiento nos pretendió vender a bombo y platillo la recuperación de los bulevares en el eje Sagasta-Carranza-Alberto Aguilera. Quizá creyó que los madrileños éramos unos incautos, pues el ridículo bulevar, de apenas unos palmos de ancho, sólo es una medianería para separar los dos sentidos de los carriles de circulación, que apenas da soporte al crecimiento de unos exangües arbolitos, y que en la mayoría de las veces provoca confusión a los viandantes —y atropellos— por la no sincronización de los semáforos de ambos lados en los distintos cruces de peatones. En la calle de Sagasta desapareció en 1912 el Teatro Nuevo, que se levantó en el solar donde antes estuvo el Saladero. Era un barracón de madera, como había tantos en aquella época, muy sólido y espacioso (1800 espectadores), decorado con gusto y construido en 1905 según proyecto de Arturo Pérez Merino. Funcionaba con espectáculos de variedades, representaciones dramáticas y, en los últimos años, con sesiones cinematográficas. Y también el Teatro de la Infancia, con espectáculos de guiñol y cine en un barracón con muy pocas condiciones de higiene y seguridad, instalado entre 1903 y 1906 en un solar entre las calles de Antonio Flores y Hermanos Álvarez Quintero. La calle de Sagasta, saturadísima de tráfico y no excesivamente comercial, posee muy bellos edificios que alternan construcciones de finales del XIX con otras de principios del XX. Abundan los edificios con balcones y miradores, fachada de ladrillo rojo y enmarcamiento en los vanos, muy propios del Ensanche; también algunos ejemplares de nuestro kitsch ecléctico o español historicista y otros con un cierto resabio de decoración modernista. En la acera de los pares, merecen nuestra atención los dos edificios esquineros con las calles de Churruca y Larra. Ambos fueron levantados en 1896 por Enrique de Vicente y Rodrigo y nacieron para ser viviendas de alquiler, en la que los propietarios (el de Larra, don Antonio Palacios de la Puente) se reservaban la planta principal para su uso particular, con acceso independiente desde el portal. Y también, el número 12, construido en 1930, en el que vivió y murió el compositor vasco Jesús Guride (1886-1961); el levantado en 1915 por Eduardo Gambra Sanz para la pronunciada esquina con la calle de Serrano Anguita, como una imponente y majestuosa proa de barco; el construido por el arquitecto Cesáreo Iradier Uriarte en 1916 para la condesa de la Vega del Pozo en el número 20, con fachada también a Serrano Anguita, y los números 26 y 28, con vuelta a Hermanos Álvarez Quintero, de Joaquín Saldaña López (1910), con trazas de clasicismo neobarroco al gusto francés. En el número 30 vivió y murió el compositor Francisco Alonso (1887-1948). Su obra comprende más de 250 títulos entre zarzuelas, sainetes líricos, revistas, comedias musicales, composiciones instrumentales sinfónicas, cuplés, himnos, ballets, canciones y música para películas. Piezas inolvidables como el pasacalle de Los nardos, o el chotis del Pichi, de la revista musical Las Leandras, siguen escuchándose y perviven en el recuerdo de todos los amantes del género lírico. En la otra acera, el número 11, con vuelta a Eguilaz, que conserva un bello portal recubierto con placas de ónice, de 1925; el 17, con vuelta a Francisco de Rojas, de Antonio Farnés Aymerich (1903) con bella decoración modernista; el 19, de Eduardo Reinals Toledo (1917), en estilo neochurrigueresco inspirado en las obras madrileñas de Pedro de Ribera; el 21, de ángel Saldaña López en 1911; el 23, de nada menos que de Antonio Palacios Ramilo en 1912; el 25, con vuelta a Manuel Silvela, de Julio Martínez Zapata en 1914; el 27, con vuelta a Manuel Silvela y a Manuel González Longoria, de Eduardo de Adaro Magro (1893) para casa palacio del vizconde de Torre Almirante; el 29, con vuelta a Covarrubias y a Manuel González Longoria, de José Marañón Gómez-Acebo y Daniel Zabala álvarez (1903) para casa palacio del barón de Montevillena, y, esquina a la glorieta de Alonso Martínez, el levantado por Luis de Landecho y Jordán de Urríes en 1889 como viviendas de alquiler para la señora viuda de Zabálburu. Permanece en pie en la calle de Sagasta, nº 2, pero dentro del ámbito de la glorieta de Bilbao, un establecimiento con el escueto nombre de Vinos, galdosiano, cuidadísimo, con su castiza fachada de madera en rojo bermellón. En esta tasca, curiosamente, han servido vino de las frascas y preparado tapas de queso de cabrales tres generaciones de mujeres. La abuela, fallecida ya muy mayor en 1994, no dejó ningún día de atender y servir en las mesas. Fue fundada esta taberna en 1880 por Pedro López Arias. Araceli, biznieta del fundador, y su marido Alfonso fueron los últimos de la familia en regentarla, y tras jubilarse y estar unos meses cerrada, se ha vuelto a abrir por otros administradores. En el número 7 se encuentra la librería El Galeón, de dudosa continuidad, gemela de la Pérez Galdós de la calle Hortaleza, ambas abiertas por descendientes del gran novelista y dedicadas desde 1942 a la venta de libros descatalogados. Y en el número 12 desapareció una pequeña y veterana tienda con el rótulo de Radio Electricidad, especializada en la vente de lámparas y pequeño material eléctrico. En la plaza de Alonso Martínez, en el centro, se puso la estatua de Quevedo que hoy adorna la glorieta de su nombre. En la actualidad, y más propiamente, la que aquí se levanta en un lateral es la del propio Manuel Alonso Martínez (1827-1891), político burgalés y brillante parlamentario. En su haber ostentó varias veces el cargo de ministro (de Fomento, de Hacienda, de Gracia y Justicia), fue gobernador civil y presidente de la Diputación de Madrid..., y por si todo esto fuera poco, hizo teatro, fue poeta y apasionado de la música de zarzuela. Son muy interesantes los edificios de la glorieta. El número 3, esquina a Santa Engracia, de Ignacio Aldama Elorz (1917), sede actualmente de la Embajada de Túnez; el que se encuentra en el chaflán entre Santa Engracia y Almagro, también de Ignacio de Aldama Elorz (1924), con un alto torreón sobre el que chocó una avioneta cuyo piloto no se apercibió de su altura; el nº 5, con vuelta a Almagro, de Luis Bellido González (1903), y el 7, esquina a Génova, de Carlos Velasco Peinado (1881), con ornamentación plateresca. La plaza de Santa Bárbara, una vez derribada la antigua cerca, se convirtió, por su forma alargada, en un paseo arbolado o pequeño bulevar. El Saladero fue demolido a principios del siglo XX, y en su lugar Joaquín Pla Laporta construyó el palacio de los condes de Guevara, actualmente transformado en una sede bancaria, siendo sin duda uno de los edificios que dan belleza al entorno. Está unido mediante un pórtico al antiguo y desfigurado palacio del marqués de Argelita, en la esquina con la calle de Serrano Anguita. En la manzana entre las calles de Hortaleza y San Mateo se encuentra el palacio construido por el arquitecto Juan de Madrazo y Kunt entre 1862 y 1866 para residencia de don Mariano Miguel Maldonado y Dávalos, conde de Villagonzalo, que fue embajador en Rusia. Esquina a la calle de Orellana, abrió en 1947 la cervecería Santa Bárbara, como local insignia de esta fábrica de cervezas que se había fundado en 1815 en el número 2 de la calle de Hortaleza. Desde entonces ha contribuido a dar sabor y vida a la plaza. La plaza de Santa Bárbara era como un barco varado. Tenía en su proa un castillete, un quiosco café-bar que abría acogedora terraza entre el arbolado en los días soleados. Y en la popa, un templete de piedra con una librería de lance y la entrada a unos urinarios públicos y subterráneos. Fue construido según proyecto del arquitecto Manuel Valcorba por los años cuarenta del pasado siglo. Desaparecieron en su día primero los urinarios; luego el quiosco de bebidas y, por último, el templete de la librería. Vinieron los ediles municipales, con esa manía de cambiarlo todo, y se cargaron la tan entrañable y acogedora plaza. Desde finales de 2009 se ha transformado en un espacio duro a base de granito y cemento. Se ha ampliado, eso sí, la zona peatonal, eliminando los antiguos carriles de circulación del lado izquierdo; se han plantado más árboles y creadas zonas verdes, delimitadas por estructuras metálicas poligonales de dudosa estética, y zonas de juegos infantiles y de actividades para mayores. Y también se ha instalado un pabellón con fachada de vidrio y forma poligonal que alberga una librería y una floristería. La mítica Cafetería Santander, en la esquina con Sagasta, abierta en 1967, nos dio el susto cuando, en julio de 2019, anunció que cerraba. Al igual que ocurriera con el Café Comercial de la cercana glorieta de Bilbao, muchos fueron los que se acercaron y dejaron sus mensajes de despedida y recuerdos en las cristaleras de la cafetería. Y aquí también el final ha sido feliz, pues pronto encontraron un buen traspaso a tan emblemático establecimiento, manteniendo el nombre, algunos detalles de la fachada que estaban protegidos y potenciando el servicio de restaurante. DE FUENCARRAL A HORTALEZA Desde la Gran Vía a la plaza de Santa Bárbara va la calle de Hortaleza, cuyo nombre lo toma por ser el antiguo camino a ese pueblo, no anexionado a Madrid hasta 1950. En los años veinte del pasado siglo sufrió la amputación del inicio tradicional de su recorrido debido a la construcción de la Gran Vía. Desapareció la famosa casa de don Pedro de Astrearena, marqués de Murillo, que ocupaba la entonces estrechísima cuña entre Hortaleza y Fuencarral, y que fue motivo para que los madrileños, con su chunga característica, y para referirse a las cosas y personas cuya apariencia parecía superior a la realidad, la utilizaran para decir que eran como "la casa de Astrearena, mucha fachada y poca vivienda". Allí vivió durante una temporada María del Toro, antes de casarse con Simón Bolívar. Y, al otro lado, el palacio de los condes de Santa Coloma, famoso por el olor de sus cocinas, del que se decía que alimentaba a muchos que pasaban exclusivamente por allí para deleitarse con tan sustanciosos aromas. Y allí, esquina con la calle de la Reina, estuvo abierto desde mediados del siglo XIX el café de la Marina, luego Nueva Iberia. Todo desapareció al construirse la Gran Vía y cuando en 1924 los arquitectos Joaquín y Luis Sainz de los Terreros levantaron en parte del solar el edificio del Círculo de la Unión Mercantil e Industrial, con su poderosa torre redonda del chaflán, que albergó en sus bajos las renombradas Pañerías y Sederías Red de San Luis. En el número 5 se encuentra la librería Pérez Galdós, fundada en 1942 por Benito Verde Pérez Galdós, nieto del gran escritor, especializada en la venta de libros descatalogados. Al final de la calle de Hortaleza, en el 104, tuvo Pérez Galdós su propia casa editorial entre 1897 y 1904; una placa en la fachada así lo atestigua y en el interior del portal se puede ver una imagen de grandes dimensiones del autor. En el número 9 desapareció Radio Electra, una veterana y surtidísima tienda de pequeño material de electricidad y electrónica. Sus dependientes eran unos verdaderos profesionales que aconsejaban y respondían a todas las dudas amablemente. Y se mantiene la pastelería Horno de San Onofre, sucursal de la afamada en la calle —claro— de San Onofre, fundada en 1972 sobre otra ya allí existente desde muchos años antes. Esquina a la calle de la Reina desapareció igualmente una tienda especializada en caramelos y bombones a granel. Los de licor eran exquisitos y difíciles de encontrar en la actualidad en otros establecimientos. También cerró la zapatería Los Guerrilleros, en el 20, que se publicitaba con la frase: "No compre aquí, vendemos muy caro". Todo lo contrario; sus precios eran insuperables. En cambio, sí sigue abriendo, entre otros locales tradicionales cercanos, Vinos y Licores Stop Madrid, en una antigua charcutería esquina a la calle de las Infantas, con una preciosa fachada en mármoles y madera. Pasada la calle de las Infantas, daba la trasera del convento de los Agonizantes de San Camilo, fundado en 1643 y con fachada principal a la calle de Fuencarral. En el hospital anexo, los padres camilos, orden instituida por san Camilo de Lelis, recibían a enfermos moribundos y era fama que muchos, incluso preagónicos, lograban salir curados. Además de la atención médica y religiosa en los últimos momentos, fueron precursores de los tanatorios modernos, pues los difuntos eran amortajados e instalados en oratorios fúnebres en el propio hospital, evitando así a los deudos las molestias de los velatorios en casa. Desapareció en tiempos de la Desamortización. La iglesia contenía un soberbio Cristo de la Agonía, obra culminante del Barroco madrileño, tallado a mediados del siglo XVII por Juan Sánchez Barba. Hoy se encuentra en el retablo mayor del cercano oratorio de Caballero de Gracia. En el número 64 abría el antiguo comercio de Lámparas Oliva, hoy renovado y modernizado y trasladado al 57. Otras de estas tiendas de igual especialidad han abierto también en Hortaleza, de tal manera que es ahora la calle por excelencia para encontrar cualquier tipo de lámpara, por muy rara que parezca. Abundaban en la calle de Hortaleza los comercios dedicados a la venta y arreglo de máquinas de escribir, artilugios mecánicos que han desaparecido de nuestras vidas y que ya muchos ni han conocido. Y muchas eran también las especializadas en materiales de dibujo, pintura y bellas artes, hoy en franca decadencia. Se ven hoy sustituidas por boutiques, restaurantes de comida rápida, bares de copas, bazares chinos o locales varios relacionados con el ambiente gay del barrio de Chueca, del que Hortaleza es frontera. Desaparecieron, igualmente, la droguería y tienda de pinturas UVI, en el número 50; la taberna Los Pepinillos, una de las más famosas de Madrid, en el 59, o la tienda de semillas, granos y legumbres de Robustiano Díez Obeso, fundada en 1871, en el 70, cuyos nuevos propietarios han tenido el buen gusto de mantener la preciosa fachada y su rótulo pese a dedicarse a otro negocio. Incluso se han respetado las cajoneras del interior y el suelo de antigua cerámica hidráulica. Si sigue atendiendo al público, la Farmacia San Antón, en el número 66, de larga trayectoria.   El edificio que hace esquina a Hernán Cortes, muy singular, fue erigido en 1904 por Mariano Belmás Estrada para viviendas y por encargo del marqués de Valdeterrazo. La restauración de su fachada ha sido perfecta, y un acierto la elección de colores. En el 61, esquina a la calle de la Farmacia, se encuentra uno de los palacios que habitaron en Madrid los intrigantes duques de Montpensier, reducido a simple fachada por un drástico proceso de rehabilitación. Fue construido en 1861 por Wenceslao Gaviña. Don Antonio María de Orleans, casado con la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II colaboró en el derrocamiento de su cuñada y luego presentó su candidatura a la Corona con el apoyo de los unionistas, pero pronto vio malogrados sus deseos al matar en duelo, en 1870, a Enrique de Borbón, hermano del exrey consorte francisco de Asís. El 16 de noviembre de 1870, reunidas las Cortes Constituyentes, de entre todos los aspirantes salió elegido por 191 votos don Amadeo de Saboya, duque de Aosta; Montpensier sólo obtuvo 27. Antes que el antiguo camino de Hortaleza empezara a configurarse como calle allá por tiempos de Felipe III, existía por la zona un lazareto que en 1587 pasó a ser Hospital de Peregrinos y del Catarro, dedicado a los enfermos de una epidemia de gripe (entonces no existía esa palabra) que por aquellos años invadió Madrid. Allí se aislaba a los afectados, uno de cuyos síntomas era la tos, por lo que se estableció esa costumbre de decir "Jesús" cuando una persona estornudaba, como la cristiana expresión del deseo de que curase. En el siglo XVII, este antiguo hospital pasó a ser regido por la orden de clérigos regulares de San Antonio Abad (antonianos) que labraron la iglesia dedicada a San Antonio Abad, realizada por el arquitecto Pedro de Ribera en 1753. Posteriormente, suprimida la orden de San Antonio Abad por Pió VI, todos los enormes terrenos —iglesia incluida— entre las calles de la Farmacia y Santa Brígida, que estaban abandonados desde 1787 fueron ocupados en 1794 por los escolapios para las Escuelas Pías de San Antón, popularmente conocido como Colegio de los Escolapios de San Antón. Los escolapios también heredaron la muy madrileña y pintoresca costumbre, que aún se practica, de celebrar el 17 de enero (fiesta de san Antonio Abad) con la bendición de animales, el consiguiente desfile (las "vueltas" de San Antón) y la venta de rosquillas que aseguran prosperidad económica. Los escolapios desasnaron a generaciones y generaciones de arrapiezos madrileños a base de capones y humillantes tirones de orejas, contundentes herramientas pedagógicas de aquellos tiempos, hasta 1989, año en el que lo abandonaron, pero conservando la iglesia, ahora cedida a la Fundación Mensajeros de la Paz. En uno de los altares de la iglesia de San Antón se encontraba el cuadro La última comunión de San José de Calasanz, pintado por Goya en 1819 (actualmente en el Museo Calasancio de la calle de Gaztambide), reemplazada ahora por una copia. Sí contiene una pequeña pero interesante colección de escultura barroca: un San Pablo Ermitaño, un San Antonio de Padua y una excelente Magdalena Penitente de escuela castellana. En el exterior del edificio, en el chaflán entre Hortaleza y Santa Brígida hay una fuente conocida como la de los Delfines, que tiene su historia. Hubo antes, en el mismo lugar, otra anterior, la Fuente de las Recogidas, que se abastecía del viaje de agua de la Castellana y disponía de cuatro caños de bronce para uso de la vecindad. Fue realizada por el arquitecto Ventura Rodríguez, entre 1770 y 1772, en piedra blanca de Colmenar sobre un pedestal y pilón de granito de Guadarrama. Como adorno se colocaron dos galápagos trepando sobre una concha, intentando alcanzar el jarrón que coronaba la fuente. De ahí que popularmente fuera conocida como Fuente de los Galápagos. Pero a finales del siglo XIX, o principios del XX, la fuente se sustituyó, sin que hasta el momento se conozcan los motivos. Quizás por sobresalir con exceso en la esquina dificultando el giro de los carros en una calle tan estrecha como la de Santa Brígida. En su lugar se instaló la hoy presente, más reducida, en la que hay dos delfines entrelazados de cuyas bocas salen los chorros de agua. El hecho de que se mantuviera sobre la fuente actual los números romanos del año de construcción de la primitiva, ha dado lugar a muchos equívocos.   Durante la Guerra Civil el colegio fue convertido en cárcel, la cárcel de San Antón o Prisión Provincial de Hombres número 2. La gran puerta del edificio, que daba a la calle Hortaleza, fue cerrada, y se accedía a la prisión a través de otra puerta situada en la calle de la Farmacia. Desde esta cárcel salieron, durante noviembre y diciembre de 1936, diversas sacas de presos, entre ellos los llevados a Paracuellos del Jarama. Tras la guerra, el edificio efectuó la misma función, albergando, en condiciones infrahumanas, a las víctimas de la represión franquista. Posteriormente fue devuelto a los escolapios. En los bajos del antiguo Colegio de los Escolapios de San Antón, en su fachada principal a Hortaleza, hubo dos comercios de grandes dimensiones, ambos también con unos techos altísimos, casi desproporcionados, uno dedicado a la venta de muebles y el otro concesionario en Madrid de Colchones Flex. Ahora, tras unas intensas reformas, el enorme edificio de las Escuelas Pías de San Antón se ha convertido en sede del Colegio de Arquitectos de Madrid, además de albergar una serie de equipamientos para el barrio como una piscina cubierta y un centro de mayores. Enfrente está la sede del sindicato UGT, antiguo convento de Santa María Magdalena, vulgarmente conocido como Recogidas por acoger a mujeres de mala vida arrepentidas o jóvenes embarazadas víctimas de engaños y falsas promesas de casamiento, y que sólo podían salir del encierro para casarse o para vestir hábitos. El origen de este convento se remonta a 1587, cuando la orden de monjas terciarias franciscanas empezó a recoger mujeres de mala vida en un hospital de peregrinos en la calle Arenal. En 1623, Francisco de Contreras, presidente del Consejo de Castilla, las mandó trasladar a un nuevo edificio en la calle Hortaleza (luego, y hasta su clausura, serían monjas calatravas cistercienses las que lo rigieran). En 1744, se trasladó a este convento la Santa y Real Hermandad de Nuestra Señora de la Esperanza y Santo Celo, fundada el 30 de diciembre de 1733, y vulgarmente denominada Ronda del Pecado Mortal, que salía por las calles para recoger a las descarriadas, coreando al son de una campanilla: "Alma que estás en pecado, si esta noche murieras, piensa a dónde fueras" En cuanto al edificio, poco queda ya del primitivo convento. En 1897 el arquitecto Ricardo García Guereta reconstruyó la iglesia, y en 1916 Jesús Carrasco hizo lo propio con el convento. El edificio ardió en 1936, siendo reconstruido en la posguerra. Y tras su abandono en 1974, fue adquirido en 1987 por la UGT que, respetando la fachada, reformó el interior para su sede. El edificio rotulado con el número 96 es también interesantísimo. Fue construido por Arturo Pérez Merino en 1912 para don Ramón Méndez. A pesar de no ser viviendas de lujo, se las quiso dotar de los mejores adelantos modernos, como el teléfono para uso de todos los vecinos, situado junto a la portería, y los telefonillos interiores que comunicaban cada vivienda con el portero. Y también un sistema de recogida de basuras que desde los pisos vertía directamente en unos depósitos colocados en el patio. Ese espíritu se refleja en la fachada, de clara tendencia modernista. Y también los son los números 106 y 108, edificios de viviendas para el marqués de Falces y doña Sofía Muga, erigidos en 1912 por Joaquín Saldaña López, con excelentes miradores de obra en curvas y contracurvas y una altura que contrasta con las estrecheces de la calle. En el número 77 se encuentra el Colegio de Santa Isabel, de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, fundado en 1856 como Casa de Misericordia de Santa Isabel por la Marquesa de Malpica y la Condesa de Zaldívar, para educar completa y gratuitamente a niñas pobres mayores de 9 años. En mínima esquina a Mejía Lequerica se levanta la Casa de los Lagartos, construida entre 1911 y 1912 por el arquitecto Benito González del Valle. Gran inmueble entre modernista y racionalista por el que trepan unos reptiles que contrariamente a lo que el nombre por el que es conocido indica, son salamandras. Y en la manzana que forman Hortaleza, Mejía Lequerica, San Mateo y la plaza de Santa Bárbara, el palacio construido por el arquitecto Juan de Madrazo y Kunt entre 1862 y 1866 para residencia de don Mariano Miguel Maldonado y Dávalos, conde de Villagonzalo, que fue embajador en Rusia. En el área comprendida entre las calles de Fuencarral y Hortaleza (frontera que nos hemos marcado; más allá, el barrio de Chueca), iniciamos el recorrido por la de las Infantas, que salta esa divisoria y llega hasta la plaza del Rey. Su nombre hace referencia a las infantas María y Margarita, que en 1639 presenciaron la solemnísima procesión, presidida por Felipe IV y su esposa Isabel de Borbón, con motivo de la inauguración del convento de los Capuchinos de la Paciencia, edificado en el espacio de la actual plaza de Pedro Zerolo (antes de Vázquez de Mella), en desagravio a la ofensa que unos judíos hicieron a una imagen de Cristo Crucificado. El convento desapareció en 1836. Pero varios han sido los nombres de la calle en sus distintos tramos y según épocas: como calle del Piojo el primero, entre Fuencarral y Hortaleza, o de las Siete Chimeneas el último, el más cercano a la plaza del Rey, por levantarse allí la Casa de las Siete Chimeneas, construida entre 1574 y 1577 por el arquitecto Antonio Sillero para Pedro de Ledesma, secretario de Antonio Pérez, y en la que se funden leyenda e historia, tal como que la casa sirvió de reclusión a una hija ilegítima de Felipe II y que después de muerta todavía habitaba en ella su fantasma. Durante algún tiempo fue residencia del Marqués de Esquilache, contra quien el pueblo madrileño se amotinó en 1766 dejando las huellas de su descontento en la casa. En la actualidad es sede del Ministerio de Cultura En el año 1868, se suprimieron todos los nombres relacionados con la realeza, lo que supuso que esta calle pasara a recibir el nombre de Marina Española. Posteriormente recuperó el nombre de las Infantas. Y durante los años 30 se llamó calle de Rosalía de Castro, recuperando el antiguo nombre en 1940. En la calle Infantas, esquina a Fuencarral, desaparecieron los Almacenes Eleuterio, y en el 21, el Cine Infantas, de reestreno, con sesión continua desde por la mañana. Fue inaugurado en 1948 y entre noviembre de 1973 y junio de 1974 fue sede de la Filmoteca Española, situada actualmente en el Cine Doré. Su cierre en 1992 fue un signo del inicio de la decadencia de las salas de cine tradicionales, en favor de los cines multisala. En su lugar hay actualmente un supermercado. La calle de Pérez Galdós está dedicada al genial novelista, sin duda el más grande después de Cervantes. Como ya se ha citado anteriormente, estuvo muy relacionado con esta zona: en el número 104 de la calle de Hortaleza tuvo Galdós su propia editorial, y en el 5 un nieto abrió una librería con su nombre Don Benito Pérez Galdós, nació en las Palmas de Gran Canaria en 1843, llegó a Madrid en 1862, para estudiar Derecho, y aquí se quedó ya para siempre, enamorado de sus barrios y de sus gentes. Después de la primera novela, La fontana de oro (1870), su producción literaria es asombrosa: los Episodios Nacionales (46 episodios que son una historia novelada del siglo XIX español), 33 novelas, 24 obras teatrales y 15 libros varios. Entre sus novelas, destacan: Doña Perfecta, Marianela, El amigo Manso (se desarrolla en las calles en torno a la de Fuencarral, y el personaje principal, Máximo Manso, es vecino de la calle del Espíritu Santo), Tormento, Fortunata y Jacinta, Miau (la acción transcurre a ambos lados de la calle de San Bernardo), Tristana, Nazarín y Misericordia. Y entre sus obras teatrales: Realidad, El abuelo, Electra, Casandra y Santa Juana de Castilla. Galdós, que ingresó en la Real Academia en 1897, también participó en la vida política española, siendo diputado por el partido liberal de Sagasta en 1886. En 1906 volvió al Congreso, esta vez como republicano, factor que desencadenó que, aquí en España, en 1912, se organizara una vergonzosa campaña por parte de ciertos sectores monárquicos para que no recibiera el premio Nobel de Literatura de ese año, cuando estaba en las mejores condiciones para obtenerlo. En el año 1919 —la muerte le vendría poco después, en 1920— recibió un gran homenaje nacional por parte del mundo de las letras, asistiendo, ya ciego y casi paralítico, a la inauguración de su propio monumento en el Retiro, obra de su gran amigo y escultor Victorio Macho. La Calle de Augusto Figueroa, empinada, estrecha y sin alineación en alguna de sus casas, también salta la frontera de Hortaleza y llega hasta la de Barquillo. Lleva desde 1904 el nombre del escritor y maestro de periodistas malagueño, que escribió en algunos de los más importantes de entre los numerosísimos diarios que en Madrid se publicaban en el siglo XIX. Antes fue calle de Santa María del Arco, y a partir de 1835 del Arco de Santa María. El origen de esta antigua denominación está es un retablillo con un cuadro de la Virgen de la Soledad que se hallaba sobre la puerta de las caballerizas del marqués de la Torrecilla, al que acudían las gentes a orar. Ante esta devoción popular, en 1712, un descendiente del marqués, don Francisco de Feloagán y Ponce de León, construyó una capilla, que es la que se conserva en la calle de Fuencarral, esquina con esta calle, con la apariencia de una ermita campesina en cuyo entorno hubiera crecido de pronto la ciudad. En el lateral izquierdo hay otra imagen, la del Cristo del Consuelo, barroco, que parece del s. XVII. En los años de la Guerra Civil recibió la calle el nombre de Teniente Castillo, en recuerdo del teniente de la guardia de asalto José Castillo, muerto a tiros el 12 de julio de 1936 cuando salía de su casa situada en esta calle. José Castillo, destacado militante socialista y de la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), estaba en el punto de mira de los falangistas. Así las cosas, ese día, a las diez de la noche, cuando se encaminaba a su cuartel de Pontejos, cuatro pistoleros le dispararon a quemarropa. Posiblemente habría sido uno más de los asesinados, y su nombre no habría entrado en la Historia de no ser por los acontecimientos que siguieron. Sus compañeros juraron vengarse y organizaron un grupo con el propósito, al parecer, de matar al líder de la CEDA José María Gil-Robles, pero al no encontrar a éste en su domicilio se encaminaron al de José Calvo Sotelo, líder de Renovación Española, al que sacaron con una orden de detención falsa y dispararon dos tiros dentro del coche en el que iban. Luego dejaron su cadáver en el depósito del cementerio del Este. Era el 13 de julio, y fue el desencadenante del golpe de estado que se venía gestando desde el triunfo electoral de Frente Popular, por lo que cuatro días después, el 17 de julio, se inicia la sublevación en Melilla del ejército de África con la que comenzaba la Guerra Civil. Entre las calles de Barbieri y Libertad se levantaba el Mercado de San Antón, inaugurado en 1945 y renovado en 2010 con un moderno centro comercial. Pero hubo otro anterior, construido en 1849 y con fachadas a Augusto Figueroa, Pelayo (antigua de San Antón) y San Bartolomé En el número 29 de Augusto Figueroa nació el gran dramaturgo y novelista Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), atacado en su tiempo por alejarse del humor tradicional y desarrollar un teatro basado en el absurdo, lo inverosímil, lo irónico o lo disparatado. Sin embargo, el paso de los años no ha hecho sino acrecentar su figura y sus obras siguen representándose en la actualidad, habiéndose rodado además numerosas películas basadas en ellas. Recordemos, entre otras muchas: Usted tiene ojos de mujer fatal, Angelina o el honor de un brigadier, Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Eloísa está debajo de un almendro o Los ladrones somos gente honrada. Desapareció de Augusto Figueroa la taberna Santander, esquina a la calle de Pelayo (trasladada a la calle de Rodríguez San Pedro, 44, con el nombre de La Lorena), especializada en una interminable lista de tapas a la manera de pintxos vascos. Y se mantiene en el 35 otra taberna, Tienda de Vinos, que todo el mundo conoce por "El Comunista", convertida en casa de comidas, pero afortunadamente conservando la decoración interior y exterior como en sus ya lejanos años de fundación allá por los años 30 del pasado siglo. La calle de Hernán Cortés, en la que hay poco que destacar, salvo la desaparición en el número 1 de la antigua tienda de sombreros y boinas Llarcos, está dedicada al gran conquistador de Méjico. Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano nació en Medellín (Badajoz), en 1485, hijo único de un hidalgo extremeño. Tras estudiar leyes en Salamanca, abandonó la Universidad dos años más tarde para embarcarse en Sevilla rumbo al Nuevo Mundo. Al llegar a Santo Domingo, se puso al servicio de Diego de Velázquez y en 1511 lo acompañó en la conquista de Cuba. En el año 1519, Cortés salió rumbo a México-Tenochtitlán con 11 navíos, 550 hombres, 16 caballos y 14 cañones. Y con el apoyo de los tlaxcaltecas, implacables enemigos de los aztecas, tomó la ciudad de Tenochtitlán, México actual, y capturó al emperador Moctezuma. En la madrugada del 1 de julio de 1520 ("La Noche Triste"), los aztecas se sublevaron, pero Hernán Cortés organizó el retorno y después de varios meses de combates logró conquistar de nuevo Tenochtitlán y capturar al último Huey Tlatoani, Cuauhtémoc, el 13 de agosto de 1521. En 1529, viajó a España donde la Corona le otorgó el título de Marqués de Valle de Oaxaca. De regreso a México organizó nuevas expediciones a Tehuentepec, Baja California y Sinaloa. En 1540, volvió a España para gestionar nuevos títulos, e instalado en el barrio de Castilleja de la Cuesta, cerca de Sevilla, falleció el 2 de diciembre de 1547. En la calle de la Farmacia (hasta 1835 de San Juan) se encuentra la sede, como no podía ser menos, de la Real Academia de Farmacia, edificio neoclásico construido por Pedro Zengotitabengoa en 1827 para albergar la facultad de Farmacia, que aquí estuvo hasta su traslado a la Ciudad Universitaria. Tuvo su origen esta institución en 1589, reinando Felipe II, cuando los boticarios de la Villa de Madrid constituyeron la Congregación y Colegio de Boticarios del Sr. San Lucas y Nuestra Sra. de la Purificación, con sede en el desaparecido Convento de San Felipe el Real, que se encontraba en la Puerta del Sol, en el inicio de la calle Mayor; aunque lo fue oficialmente en 1783 cuando Felipe V aprobó los Estatutos del Real Colegio de Profesores Boticarios de Madrid. En la calle de la Farmacia abre, en el número 2, el restaurante Casa Hortensia, templo de la cocina asturiana en Madrid. La calle de Santa Brígida recibe este nombre por dar a ella las ventanas de la sala dedicada a esta santa de origen sueco del antiguo hospital regido por la orden de clérigos regulares de San Antonio Abad, luego Colegio de los Escolapios de San Antón y ahora sede del Colegio de Arquitectos de Madrid, además de albergar una serie de equipamientos para el barrio como una piscina cubierta y un centro de mayores. En la calle de Santa Brígida desapareció por los años ochenta el teatro Martín, construido en 1860 por Manuel Felipe Quintana para el empresario Casimiro Martín y reformado en 1919 por Teodoro Anasagasti. Se dedicó a la representación de obras cómico líricas, zarzuela y sobre todo de revista. Por aquel escenario pasaron artistas tan consagrados como José Álvarez "Lepe", Pepe Bárcenas, Tomás Zori, Fernando Santos, Manuel Codeso, Tony Leblanc, Ángel de Andrés, Alfonso Lussón, Manolo Gómez Bur, Antonio Garisa, Andrés Pajares... O vedettes como Mary Begoña, Raquel Daina, Celia Gámez, Licia Calderón, Addy Ventura, Queta Claver, Vicky Lagos... En el número 1 de la calle de Santa Brígida se encuentra el restaurante Ribeira do Miño, donde disfrutar una mariscada a precio asequible La calle de Santa Águeda, entre la de Santa Brígida y la de San Mateo, parece ser que recibe el nombre por haber una sala dedicada a esta santa en el que fue hospital regido por la orden de clérigos regulares de San Antonio Abad ya citado. Santa Águeda nació en Palermo en el siglo III. Prendado de su belleza el gobernador de Sicilia Quintiano, ésta lo rechazó por pagano, y él se vengó ordenando su martirio. La calle de San Lorenzo, entre San Mateo y Hortaleza, al igual que las anteriores recibe el nombre por una sala dedicada a este santo en el antiguo hospital de San Antón. San Lorenzo fue uno de los siete diáconos de Roma, ciudad donde fue quemado en una parrilla en el año 258. Se dice que en medio del martirio, exclamó: Assum est, inqüit, versa et manduca (más o menos: dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho). El Monasterio de San Lorenzo del Escorial, construido por Felipe II para conmemorar la victoria de San Quintín el 10 de agosto (día de la festividad de san Lorenzo) de1557, en agradecimiento a la protección del santo tiene forma de parrilla. Tiene la calle de San Lorenzo, al principio, un pasaje particular, que en realidad es un patio de vecindad, cerrado con una verja. Todas las casas a él abiertas son iguales, sin duda construidas en la misma época (posiblemente a finales del siglo XIX) y por el mismo arquitecto o maestro de obras. Resulta curiosísimo, y parece más bien un barrio londinense. La calle de San Mateo, desde Fuencarral a la plaza de Santa Bárbara, está dedicada al santo apóstol y evangelista, que aquí tuvo un oratorio bajo su advocación en unos terrenos propiedad de don Marcos Fernández, canciller del Sello de la Puridad en tiempos de don Pedro I el Cruel. Era éste un título honorífico de grado de oficial real, concedido a personas de mucha confianza del rey, entre cuyas funciones más importantes se encontraba la custodia del real sello. En la calle de San Mateo, la antigua casa palacio del conde de Niebla fue reconvertida en Cuartel de San Mateo de Guardias de Infantería Española, destruido en tiempos de la ocupación francesa. Su enorme plaza de Armas llegaba hasta las actuales calles de Mejía Lequerica y Barceló. Parte de esos terrenos fueron luego cedidos para huerta al antiguo Hospicio (hoy museo de Historia de Madrid en la calle de Fuencarral) a finales del siglo XVIII. En la calle de Fuencarral, esquina a San Mateo, abrían los Almacenes San Mateo, con tres plantas dedicadas a la venta y talleres propios de confección. Hicieron popular aquel eslogan de “¡Si no lo veo no lo creo, pero qué barato vende Almacenes san Mateo!” En el número 5 estuvo, durante la primera mitad del siglo XIX un organismo encargado de elaborar el papel sellado del Estado; también el Colegio de San Mateo, que dirigió don Alberto Lista, por el que pasaron muchachos que luego alcanzaron gran renombre en la época romántica como Espronceda o Ventura de la Vega; dio cobijo a la redacción del periódico republicano La Igualdad, de gran resonancia en los tiempos de Isabel II; allí mismo se instaló en 1865 el Colegio de Sordomudos y Ciegos, y entre 1897 y 1931 la Escuela de Artes e Industrias, origen de la escuela de Peritos, luego Ingenieros Técnicos Industriales. Ahora se levanta en el solar el Instituto San Mateo. En el número 7 se levanta el palacio de los duques de Veragua, con fachada principal a la calle de la Beneficencia, construido entre los años 1860 y 1862 por el arquitecto Matías Laviña. En la segunda mitad del siglo XX se convirtió en la sede del Servicio Nacional de Productos Agrarios (hoy Fondo Estatal de Garantía Agraria). el Instituto San Mateo. Luego, el palacio de los duques de Veragua y, más allá, el Museo Romántico Pero lo verdaderamente interesante de la calle de San Mateo es, en el número 13, el Museo Romántico, antes palacio del marqués de Matallana, que también tiene fachada a la calle de la Beneficencia. En 1924, Benigno de la Vega-Inclán y Flaquer, II marqués de la Vega-Inclán, convirtió el edificio en museo, donando para tal efecto su colección personal de muebles, cuadros, porcelanas, libros, y otros interesantes recuerdos de los personajes, escritores y artistas de aquella agitada época romántica. Al conjunto inicial se añadieron donaciones del marqués de Cerralbo y depósitos del Museo del Prado. La colección del Museo del Romanticismo ha estado siempre en constante crecimiento. Con posterioridad a la Guerra Civil, recibió entre 1942 y 1945 varios lotes incautados por el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico, conformados por dibujos, estampas, miniaturas y abanicos. Y desde entonces, ha aumentado progresivamente sus fondos mediante donaciones realizadas por personas particulares e instituciones. Contiguo al Museo Romántico se halla la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, fundada por don Fernando de Castro en 1870. Flanqueando el último tramo de la calle de San Mateo hay dos palacios. A la derecha, el ya citado de don Mariano Miguel Maldonado y Dávalos, conde de Villagonzalo, construido por Juan de Madrazo y Kunt entre 1862 y 1866. Y a la izquierda, la casa palacio de don Casimiro de Ustáriz Suarez de Loreda, marqués de Ustáriz, construida por José Pérez en 1748 y ahora primorosamente restaurada después de años de abandono. Y dos locales comerciales interesa destacar en la calle de San Mateo. Uno desaparecido, La Fuescisla, en el número 4, tasca en la que se disfrutaba de la cocina casera madrileña más auténtica. Miguel de Frutos y su mujer Teresa Rodríguez sentaron a su mesa igual a personas humildes como a ministros, toreros o gente del teatro y del cine. El otro, que sigue abierto, los almacenes de tejidos Los Ángeles, en el número 18, empresa familiar fundada en 1941 y especializada en ropa de hogar y en popelines para camisería. Por último, la Travesía de San Mateo, que lleva el nombre, obviamente, por salir de esa calle. Su final, atravesando Hortaleza, es en la calle de Pelayo. En el siglo XVII y XVIII, el trozo de San Mateo a Hortaleza llevaba el nombre de Santa María la Vieja; el resto, de Panaderos. Mítica, en los años ochenta, durante la mayor efervescencia de la llamada "movida madrileña", fue la animadísima sala Vaivén, en el número 1 de la Travesía de San Mateo, donde lo importante era el movimiento, el baile, la música. |