CALLE DE MONTELEÓN
Esta calle, que va desde la de Daoiz a la de Jerónimo de la Quintana, lleva el nombre en recuerdo del palacio de Monteleón y del posterior cuartel de artillería que sobre él se hizo, cuartel que fue escenario, el 2 de mayo de 1808, de la heroica resistencia del pueblo de Madrid contra la invasión francesa. Se tienen noticias desde mediados del siglo XVII de la existencia de un primer palacio o finca de Monteleón: aparece dibujado en el plano de Texeira de 1656 y es citado en el episodio histórico de la emboscada y graves heridas sufridas por Enrique IV en las inmediaciones del convento de Maravillas, en 1639. Posteriormente, y poco a poco, la finca va ganado en extensión. En 1690 anexiona terrenos extramuros a la cerca que rodeaba al Madrid de entonces, la construida en 1625 por Felipe IV, precisamente por la zona donde se abría el portillo de Maravillas, y también añade parte de una quinta colindante, la llamada del Divino Pastor. Es entonces cuando se derriba el primer palacio y se construye uno nuevo. Este segundo y suntuoso palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova, descendientes de Hernán Cortés, construido posiblemente por Churriguera, tenía algunos edificios dependientes de él, una dilatada huerta y un primoroso jardín que se extendía delante de su fachada principal, en el que había una bella fuente de mármol con tres nereidas, sobre las que aparecía una figura con casco sosteniendo las armas de la casa de Monteleón. Otro de los adornos era una estatua de Neptuno, que se destacaba en el centro de un gracioso arco. La escalera era tan magnífica que se la comparaba con la del Escorial. Y sus techos estaban pintados por Bartolomé Pérez, que encontró en ese trabajo la muerte al caerse de un andamio. En sus estancias regias vivió la duquesa de Terranova, camarera mayor de la reina María Luisa de Orleans, primera esposa de Carlos II, y la reina Isabel de Farnesio cuando ya era viuda de Felipe V. En 1723 sufrió el palacio un pavoroso incendio, que causo muchos estragos de difícil y costosa reparación. Y en 1807, Godoy, primer ministro de Carlos IV, lo convirtió en parque de Artillería. Además de los pertrechos y dependencias militares, alojaba también el museo y las colecciones históricas y facultativas de Artillería. Un año después, a este centro castrense acudieron los madrileños en busca de armas el memorable 2 de mayo y aconteció su épica defensa ante los franceses. A partir de 1869, sobre los restos de sus ruinas se trazaron las calles de Monteleón, Ruiz, Malasaña, Galería de Robles y prolongación de Divino Pastor, que para todo eso daba el derribo. La calle de Monteleón, que se mantiene tranquila y con escaso tráfico, ve poco a poco desaparecer su comercio tradicional, como en el resto del barrio. Y una curiosidad o anomalía es su tramo final, separado del resto totalmente por la calle de Carranza, ya que no hay continuidad directa por carecer de paso de peatones. Debería estar rotulado con otro nombre. CALLE DE DAOIZ Esta calle, que va desde la plaza del Dos de Mayo hasta San Bernardo y era la antigua de San Miguel y San José y después de Santo Domingo, lleva el nombre en memoria de Daoiz, que junto con Velarde, el teniente Ruiz y tantos otros madrileños anónimos defendieron el Parque de Artillería de Monteleón (antiguamente, palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova) en la gloriosa jornada patriótica del 2 de mayo de 1808, primer día de la Guerra de Independencia contra los franceses. El capitán don Luis Daoiz, nacido en Sevilla en 1767, y que ingresó como cadete en el Real Colegio de Artillería de Segovia en 1782, fue herido mortalmente delante de la puerta de Monteleón. Alcanzado por una bala en la pierna, quedó recostado sobre el cañón que tenía a su lado y del que había ya disparado su última metralla. Fue entonces cuando el general francés Lagrange cometió la indignidad de ultrajar con groseras palabras al héroe caído, y ante la débil defensa que hizo Daoiz blandiendo sin apenas fuerza su espada, reclamó el apoyo de sus hombres, que lo atravesaron a bayonetazos. Trasladado aún con vida a su casa en la calle de la Ternera, murió a las pocas horas y fue enterrado junto con Velarde, muerto igualmente en Monteleón, en la iglesia del ya desaparecido monasterio de San Martín (en la plaza del mismo nombre). Sus restos reposan hoy, junto con los de sus compañeros, en el monumento de la plaza de la Lealtad.   En el solar de Monteleón, cuyas tapias daban a esta calle, se trazó en 1869, el nuevo barrio que forman las calles de Malasaña, Monteleón, Teniente Ruiz, Galería de Robles, prolongación de San Andrés y Divino Pastor y, también, con parte de terrenos del desaparecido convento de Maravillas, la plaza del Dos de Mayo. Hoy la calle de Daoiz ofrece la singularidad de no tener apenas casa de vecinos, si no es en el breve tramo inicial en su acera derecha. De allí desapareció la antigua Comisaría de Policía del distrito de Universidad, que muchos vecinos añoran por la conflictividad del barrio los fines de semana. Sigue la acera derecha, pasada la calle de Monteleón, con uno de los laterales del convento de las Salesas Nuevas, que tienen cedida una parte de sus dependencias (su antiguo noviciado) a la residencia para mayores privada Dos de Mayo, con entrada en la misma esquina. Allí estuvo antes la residencia María Auxiliadora, para muchachas de Integración Social, regida por monjas salesianas. En la acera de la izquierda, dominada en tiempos por el desaparecido convento de Maravillas, vuelven a ella fachadas laterales del colegio público Pi y Margall y del instituto Lope de Vega. El Pi y Margall (antes General Sanjurjo, durante algunos años después de la Guerra Civil Escuela Municipal de Sordomudos y al principio Escuela Modelo y Biblioteca Municipal), tuvo su inicio de construcción en 1869, coincidiendo con la inauguración de la plaza del Dos de Mayo, pero no se termino hasta 1885. Además de terrenos del antiguo convento ocupa parte de una antigua calle, la de la Cruz Nueva o Cruz del Rey, que unía la de La Palma y la hoy de Daoiz y era la prolongación natural de la de Santa Lucía. A continuación de la por aquellos primeros años Escuela Modelo había otros dos centros docentes. Inmediatamente, los llamados Jardines de la Infancia, escuela de párvulos creada por el pedagogo alemán Fröebell, que fomentaba el desarrollo de los niños mediante ejercicios, juegos y cantos al aire libre. Ocupaba esta institución, inaugurada asimismo en 1885, los terrenos donde hoy se levanta la ampliación del Instituto Lope de Vega, terrenos que pertenecieron a la antigua calle de San Gregorio, prolongación de la actual Costanilla de San Vicente. El otro centro era la Normal de Maestros, abierta en 1839 en el antiguo palacio de Montemar, edificio que en 1942 pasó a ser sede del Instituto Lope de Vega. INDICE CALLE DE VELARDE Desde la calle de Fuencarral a la plaza del Dos de Mayo, centro religioso, simbólico y patriótico del barrio, con la iglesia de Maravillas, el Arco de Monteleón y las estatuas de los héroes, va esta otra, que lleva el nombre de uno de ellos: Velarde. Don Pedro Velarde, nacido el 25 de octubre de 1779 en Muriedas de Camargo (Cantabria), de familia noble, ingresó en el Real Colegio de Artillería de Segovia en 1793. Era capitán cuando, en 1808, junto con Daoiz, planeó un levantamiento militar y popular contra los franceses. En el Parque de Artillería de Monteleón (antiguo palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova) dieron entrada al pueblo amotinado y, uniéndose a ellos el teniente Ruiz, se juraron morir en defensa de la Patria. Así fue, y España, los madrileños y los vecinos del barrio de Maravillas los elevaron a la gloria de los héroes nacionales. Murió Velarde de un pistoletazo que, a quemarropa, le disparó un oficial de la Guardia Noble Polaca. Su cuerpo quedó abandonado y, cuando lo recogieron con una escalera de mano, a modo de parihuelas, para enterrarlo junto con el de Daoiz en la iglesia del ya desaparecido monasterio de San Martín (en la plaza del mismo nombre), se hallaba enteramente desnudo, robado y ultrajado su uniforme. Sus restos reposan hoy, junto con los de sus compañeros, en el monumento de la plaza de la Lealtad.   La novia de Velarde, María Beano, que vivía en la calle del Escorial, al oír las primeras noticias del encierro de su amado en Monteleón, salió corriendo hacia allí y, desafortunadamente, una bala perdida segó su vida a pocos pasos del convento de Maravillas. Antes de formarse la plaza del Dos de Mayo en 1869, en terrenos del antiguo Parque de Artillería y del convento de Maravillas (ese mismo año habían sido expulsadas las mojas carmelitas), esta calle y la de Daoiz formaban una sola, que al principio se llamó de San Miguel y San José y luego de Santo Domingo. Los nombres actuales se pusieron en 1834. La calle de Velarde, que durante el día es testigo de una convivencia vecinal tranquila y amable, durante la noche, sobre todo la de los fines de semana, se transforma y sufre la invasión de una juventud ruidosa, bebedora, jaranera e incontrolada que atesta la infinidad de locales de copas abiertos por la zona, de los que es paradigma La Vía Láctea. Se creó en 1979 en una antigua carbonera, y desde el principio se convirtió en punto de encuentro de lo más granado de la movida madrileña, lugar de peregrinaje de artistas e intelectuales del mundo alternativo. Era el “templo de la modernidad”. El tiempo ha pasado, pero parece que por él no lo ha hecho. Cuando se entra en este local, todo sigue igual. Incluida la música: rock and roll, punk y temas de las décadas de los 50, 60, 70… Sin duda, se trata de uno de los bares de copas míticos de la zona de marcha de Malasaña. De las pequeñas tiendas o locales tradicionales, de toda la vida, más vale entonar un “réquiem”, pues inexorablemente han ido poco a poco cerrando sus puertas la mayoría. Desaparecieron entre otros: Confecciones Haro, en la esquina con la Corredera, comercio especializado en ropa de caballero; la lechería y panadería de la señora Tomasa, en el número 1 (el comercio actual ha mantenido sus vetustos cierres de madera); Droguería y Perfumería Sanz y la peluquería mixta El traskilón, ambos en el nº 3; los viejos bares Casa Eladio, en el 4, y Velarde, en el 11; la minúscula panadería Pan y Bollos y la Tapicería Gonzalo, los dos en el 6; la tienda de ultramarinos La Ciudad de León, en el 14; la Cristalería Gutiérrez, en el 13, que posiblemente era el local más antiguo de la calle, con las vigas y pilastras de madera al descubierto; la marisquería y cervecería El Puerto, también en el número 13, y Pinturas Pegar, justo enfrente, en el nº 22. Además de varias tiendas de ropa vintage, en el nº 15 de la calle Velarde abre la sala Intemperie, con espectáculos de teatro alternativo, conciertos, magia… Para no más de 60 espectadores repartidos entre sofás y sillas, se puede tomar una copa antes o después de la función. CALLE DE RUIZ Esta calle, que va desde la plaza del Dos de Mayo a la de Sandoval, fue abierta como todas sus aledañas a través de los terrenos del antiguo palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova, luego famoso Parque de Artillería de Monteleón inmortalizado en la gloriosa jornada del 2 de mayo de 1808. En 1625, en tiempos de Felipe IV, al construirse la última cerca que rodeaba Madrid, existía una pequeña puerta, el portillo de Maravillas, que aproximadamente estaba situado en la hoy unión entre las calles de Ruiz y de Galería de Robles. Luego, al ir aumentando la extensión de la finca de Monteleón y trasladarse la cerca a la actual calle de Carranza, el portillo desapareció. En 1869, después de derribada la cerca, en el solar de Monteleón se trazaron las calles de Ruiz, Malasaña, Monteleón, Galería de Robles, prolongación de San Andrés y Divino Pastor y, también, con parte de terrenos del convento de Maravillas (ese mismo año habían sido expulsadas las mojas carmelitas), la plaza del Dos de Mayo. La inauguración se produjo el día 2 de mayo con un discurso del alcalde tercero, don Manuel Becerra, al pie del monumento a Daoiz y Velarde, que había sido trasladado desde su emplazamiento entonces junto a la entrada del Museo del Prado a la confluencia entre las calles de Ruiz y Carranza. Este grupo escultórico, realizado por Antonio Solá en 1822, antes de lo ahora citado estuvo primero en un parterre del Retiro, en 1875 regresó nuevamente a la entrada del Museo del Prado, en 1901 se emplazó en la glorieta de Moncloa, y finalmente, tras la Guerra Civil de 1936-39, bajo el Arco de Monteleón. Don Jacinto Ruiz Mendoza, nacido en Ceuta en 1770, ingresó en el ejército como cadete en 1795. En 1801 era subteniente de Voluntarios del Estado y, en 1807, teniente. Esa graduación tenía cuando a su cuartel, un viejo caserón en la calle de San Bernardo esquina a San Hermenegildo y a Montserrat, acudió el capitán de Artillería Pedro Velarde, el memorable 2 de mayo de 1808, a pedir refuerzos para la defensa del Parque de Artillería de Monteleón. El coronel don Esteban Giráldez, marqués de Palacio, dispuso entonces que saliera con ese fin una compañía al mando del capitán Rafael Goicoechea, en la que figuraba como teniente Jacinto Ruiz. Llegados a Monteleón en el momento en que Daoiz y Velarde hacían el juramento de morir en defensa de la independencia española, Ruiz unió su espada a la de ellos. Herido gravemente en la lucha, y después de largos y penosos sufrimientos, murió a consecuencia de ello en Trujillo (Cáceres), el 16 de marzo de 1809. Allí había sido llevado y escondido por sus amigos para que no lo fusilasen convaleciente. Al héroe don Jacinto Ruiz, cuyos restos reposan junto a los de sus compañeros en el monumento de la plaza de la Lealtad, Madrid le dedicó esta calle y una estatua, realizada en 1891 por Mariano Benlliure, actualmente colocada en la plaza del Rey.   En la calle de Ruiz, como en tantas otras del barrio de Maravillas, han ido desapareciendo sus locales tradicionales o sus pequeños establecimientos de alimentación, enfrentados en una desigual competencia con las medianas y grandes superficies comerciales, y que se mantuvieron hasta que la ilusión, la salud —o incluso la vida— acompañó al dueño a la espera de un buen traspaso o de la venta o alquiler del local. Siguen en la brecha: el restaurante bar Cabreira, con parte del antiguo local traspasado a otro restaurante, Fragua de Sebín, regentado por los mismos propietarios del bar de al lado, El Pico, de tan larga trayectoria en el barrio. Comparten todos una soleada y amplia terraza que se extiende por el primer tramo de la calle, cerrado al tráfico, y que es casi una continuidad de la plaza del Dos de Mayo. En el número 11 se encuentra el Café de Ruiz, lugar de culto de la llamada "movida madrileña", abierto en 1977 y pionero en reuniones de corte intelectual y poético. Continúa la calle hasta la de Sandoval, pero al igual que ocurre con su paralela Monteleón, el cruce de la calle de Carranza rompe totalmente la continuidad. Al final de este tramo se encuentra el antiguo dispensario Martínez Anido, construido en 1928 por Ricardo Macarrón, que presenta una curiosa fachada esgrafiada en un bello edificio art decó. GALERíA DE ROBLES Ninguna de las guías de Madrid, antiguas o modernas, indican cuál es el motivo u origen del nombre de esta calle. Sí se sabe que fue abierta, como sus vecinas, en el solar del antiguo palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova, luego famoso Parque de Artillería de Monteleón inmortalizado en la gloriosa jornada del 2 de mayo de 1808. Existe tradición oral entre los vecinos de la calle de su posible urbanización, nada más terminar la contienda con los franceses, como galería, acceso o pasaje estrecho a unos talleres de fundición instalados en parte del solar ruinoso del antiguo cuartel. Y algunos suponen que el nombre le viene por estar abierta sobre los jardines del palacio, en el que se conjetura la posible existencia de algunos robles. Sí es cierto que en estos años anteriores a la urbanización general de todos los demás terrenos que pertenecieron al Parque de Artillería, que se iniciaron a partir de 1869, la actual Galería de Robles tenía carácter privado, y una fuentecilla manaba en la desembocadura en la hoy calle de Monteleón. En los planos del citado proyecto de urbanización general no aparece su trazado, tal vez por considerar los promotores que estos primeros asentamientos serían derribados, que no fue así por la quizá oposición de sus vecinos. Hoy, la Galería de Robles, recoleta y con tráfico casi nulo, intimista, acogedora, remodelada y repintada, luce sus bellos edificios típicos del Madrid del XIX y principios del XX: fachadas enfoscadas, reticuladas, contrastando con los preciosos aleros y con el blanco de cornisas, estucos y enmarcamiento de balcones, en los que se aprecian en algunos ornamentaciones de tipo mitológico.
Desde la placita de Juan Pujol hasta Carranza va esta calle, que hasta 1869 sólo llegaba aproximadamente al número 36 actual, por donde se encuentra una de las entradas al parking subterráneo en los bajos del edificio Vips Fuencarral. Dice la tradición que el nombre procede de un antiguo santuario dedicado al apóstol que había por estos lugares. Y otra, que a un capitán de las tropas de Felipe V, que había estado en la batalla de Almansa y arrebatado una bandera con la cruz de San Andrés a las tropas del archiduque Carlos de Austria, pretendiente al trono de España, el rey, agradecido, le dio un terreno en esta calle para que edificase su casa. Y la calle, que hasta entonces no había tenido nombre, empezó a conocerse como de San Andrés. Frente al Parque de Artillería de Monteleón, antes suntuoso palacio de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova, descendientes de Hernán Cortés, que daba a esta calle, vivía la infeliz bordadora Manuela Malasaña, que contando diecisiete años, y por habérsele encontrado en la faltriquera unas tijeritas propias de su oficio cuando regresaba a su casa el día 2 de mayo de 1808 —se había prohibido todo tipo de armas tras el levantamiento popular de unas horas antes en el parque de Artillería y en otros lugares de Madrid—, fue fusilada por los franceses al caer la noche, en represalia por los hechos acaecidos. Otra vecina al parecer de esta calle, Benita Pastrana, también de diecisiete años, que acudió a Monteleón al saber herido a su novio, Francisco Sánchez Rodríguez, fue alcanzada por un disparo cuando ayudaba a llevar munición al cañón que defendía el teniente Ruiz. Conducida por los hermanos de la Congregación de la Misericordia a la enfermería de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, murió el 1º de Julio. Y vecinos igualmente de esta calle y muertos a causa de las heridas recibidas en aquella gloriosa jornada fueron Antonio Gómez Mosquera, de veintisiete años, y Julián López García, de sesenta. En el solar de Monteleón se trazó en 1869 el nuevo barrio que forman las calles de Malasaña, Monteleón, Teniente Ruiz, Galería de Robles, prolongación de San Andrés y Divino Pastor y, también, con parte de terrenos del desaparecido convento de Maravillas (ese mismo año habían sido expulsadas las mojas carmelitas), la plaza del Dos de Mayo. Aunque han desaparecido muchos locales tradicionales, aún se conservan algunos y otros nuevos han venido a sustituir a aquellos, de tal manera que la calle de San Andrés, antigua y casi pueblerina, es una de las más bulliciosas del barrio. En el primer tramo, junto a la plaza de Juan Pujol —conocida por todos como El Rastrillo (de Maravillas), pues allí se instalaba todos los domingos una miniatura del Rastro madrileño que permaneció hasta finales de los 60 del siglo pasado— nos encontramos con Camacho, un bar acogedor, típico de barrio y lleno siempre de parroquianos. Son una delicia sus anchoas de salazón, sus pepinillos en vinagre, sus tapas de todo tipo y su vermut de grifo. Ha sido premiado por la Cámara de Comercio e Industria de Madrid por su antigüedad y por conservar su antigua decoración. En el segundo tramo, en una vetusta caseja de sólo dos plantas que aún se conserva en la esquina con la calle de San Vicente Ferrer, estuvieron Los Gallegos, una gloriosa tasca regentada por un matrimonio de esa región, que vivían en la parte de arriba. Aquí trabajaron durante toda su vida y aquí se hicieron mayores. Luego estuvo el mítico pub Jazz Madrid, el que tanto tiempo fuera "afterhours" roquero del barrio. La antigüedad de tal casa lo demuestra una pequeña placa de rotulación con la inscripción "Visita G, casa 14". Estas placas se ordenaron poner a partir de 1740 por la Visita General de la Regalía de Aposentos, visita o inspección destinada a controlar los sitios habitables para la recaudación de impuestos, y por cuyo motivo fue la primera vez en Madrid que se rotularon calles y se numeraron casas y manzanas. Como este sistema estuvo en vigencia hasta 1835, es de suponer que la existencia de la casa de Los Gallegos sea anterior a ese año. En la otra esquina, la antigua y famosa farmacia de los Laboratorios Juanse, abierta en 1892 y ahora reconvertida en bar, con su preciosa, respetada y castiza fachada de azulejos anunciando sus preparados, entre ellos el Diarretil, con un niño con el culo en pompa, obra del ceramista cordobés Enrique Guijo. Todo un lujo para las aceras del barrio que algunos graffiteros cutres no han sabido entender. Desapareció en la encrucijada con la calle de la Palma la fábrica de hielo La Industrial (1928), afortunadamente conservada su fachada almenada de ladrillo y recuperado su interior para viviendas. Y también una antiquísima barbería en cuya puerta rezaba, grabado en el cristal, el rótulo: "Se aplican sanguijuelas", reminiscencias sin duda de otras épocas en las que los barberos, que también actuaban como sacamuelas y sanadores, utilizaban este método curativo de manera habitual, Siguiendo en dirección a la plaza del Dos de Mayo, permanece, y ya es casi todo un clásico a pesar de su relativa modernidad, Pepe Botella, café con esencia a años cuarenta y cincuenta. Cerró en 1999, frente a la plaza, El Maragato, una mínima y económica tasquita y casa de comidas abierta en 1871 y ahora afortunadamente abierta y renovada, aunque con otro nombre. Y fue abatida por la piqueta la vieja casona que albergaba el horno y despacho de pan Divino Pastor, en la esquina de la calle de ese nombre. En el número 38, desapareció El Gallo, mesón con solera y encanto; en el 29, la Granja de San Antonio, que en su día vendió leche a granel, y en la esquina con la calle de Malasaña el Bar Bremen, sustituido ahora por Casa Maravillas, un bar excelentemente decorado con motivos y anuncios antiguos. En la otra esquina de Malasaña se levanta el Teatro Maravillas, totalmente renovado. Sustituye a uno antiguo clausurado por el Ayuntamiento en 1999 por deficiencias en sus sistemas de prevención y extinción de incendios y demolido en 2002. El primitivo fue inaugurado en 1886 con la obra Las hijas de Zebedeo de Ruperto Chapí. A partir de 1919, y durante dos años cambió su nombre por el de Madrid Cinema, y durante las décadas siguientes alternó funciones de cine y teatro. En él actuó por última vez en Madrid, en 1922, la famosa actriz trágica francesa Sarah Bernardt. Tras la Guerra Civil, el teatro se especializó en el género de la revista. Y frente al teatro se encontraba El Parnasillo, café y bar de copas de corte intelectual y poético, resto glorioso y lugar de culto de la "movida madrileña". Su decoración a la antigua, con un aire entre parisino y español, frescos en las paredes y lámparas tintineantes invitaban a la conversación amable y relajada. Pero, desgraciadamente, el alto precio del alquiler del local se hizo insostenible para la dirección del local, Nina y Javier, y cerró en 2015 tras 36 años de existencia. Sus míticos camareros, Mario y Martín, se sabían los nombres de toda la clientela y de sus consumiciones habituales. No tardó en abrir de nuevo con distinta gerencia y con alguna pequeña reforma de dudoso gusto, empezando por el nombre, ahora Varsovia Bar&Coktail, y que a sus tradicionales cafés y copas, añade el ”picoteo”. En cualquier caso, se agradece que no se derribara por completo. CALLE DEL DIVINO PASTOR Como se aprecia en el plano de Texeira de 1656, la actual calle del Divino Pastor era un callejón sin salida y sin nombre para el servicio interno de la amplísima quinta de Carrillo, ministro de Felipe III, que ocupaba toda esta zona norte de Madrid. Y a la altura de esta hoy calle, pero en la de Fuencarral, se abría la puerta de los Pozos de la Nieve, en la cerca que rodeaba Madrid construida en 1625. Se llamaba así la puerta por hallarse junto a unos pozos para almacenar nieve situados en aquel paraje. Hacia finales del siglo XVII, la quinta de Carrillo fue incendiada, y, al anexionar en 1690 parte de sus terrenos y otros extramuros la finca y palacio de Monteleón (marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova, descendientes de Hernán Cortés), se modificó el trazado de la cerca, la puerta de los Pozos de la Nieve pasó a situarse en la hoy glorieta de Bilbao y se abrió la calle que tratamos, que sólo llegaba hasta la de San Andrés, con el nombre de Divino Pastor. Era la forma con la que se designaba también a la quinta de Carrillo por una pintura, representando a Jesús con una oveja sobre sus hombros, que había en la puerta de entrada a la propiedad. Todas estas modificaciones se pueden apreciar en el plano de Espinosa de los Monteros de 1761. En 1869, al derribarse el palacio y luego Parque de Artillería de Monteleón, glorioso escenario del levantamiento popular contra los franceses el 2 de mayo de 1808, se prolongó la calle hasta la de San Bernardo. Al amparo de la iglesia y del conjunto de edificios del la RR. Hijas de María Inmaculada (monjas del Servicio Doméstico), que ocupan dos antiguos palacios del Conde de Vistahermosa, el primer tramo de la calle se mantiene tranquilo y casi solitario. En la esquina con Fuencarral desapareció la tienda de ropa de casa La Mariblanca, y en la esquina con San Andrés la vieja casona del siglo XIX que albergaba el horno y despacho de pan Divino Pastor. En las esquinas con la calle de Ruiz, se abren el bar El Pico, de larga trayectoria en el barrio, y, de los mismos propietarios que el bar, el restaurante La Fragua de Sebín. En este tramo desaparecieron el Cine Alhambra, de sesión continua; la mercería Aurora, surtidísima; el Bazar de Doña Pila, de fachada deliciosa y colorista, con menaje y mercancías artesanas y populares, e Isadora, dedicado a la gran bailarina estadounidense Isadora Duncan, con sabor añejo y que abrió en 1980 con la intención de recobrar la tranquilidad de los viejos cafés. Permanece la espartería y alpargatería Antigua Casa Crespo, fundada en 1863, famosísima, en la que hay que guardar hasta cola cuando empieza la primavera para comprar alpargatas, y que surte a la misma Casa Real. El último tramo, hasta San Bernardo, está dominado en su acera izquierda por la tapia de la huerta del convento de la Salesas Nuevas.
Ocupando una amplísima zona comprendida entre las calles de Fuencarral, Velarde (entonces de San Miguel), Ruiz (San Pedro Nueva) y una línea imaginaria por el norte que pasara aproximadamente por el actual pasaje de acceso al aparcamiento en los bajos del edificio Vips Fuencarral, estaba en el siglo XVII la quinta de Fernando Carrillo, magistrado y ministro de Felipe III, que lucho contra la corrupción en el gobierno del Duque de Lerma. La finca, magnífica por su frondosidad y embellecida con rejas, fuentes, estatuas y hasta dotada de un pozo de nieve particular, era también conocida como quinta del Divino Pastor por tener en la puerta del casón palacio, al fondo de una bella alameda, una pintura que representaba a Jesús con una oveja sobre sus hombros, alumbrada con un farolillo de aceite. Constituía su terreno en aquel tiempo la parte más al norte de Madrid, pegando a la cerca construida en 1625 que rodeaba la ciudad. Una de las puertas de la cerca, las de los Pozos de la Nieve, se encontraba por aquel paraje, y un pequeño portillo, el de Maravillas, se abría aproximadamente en lo que hoy es la calle de Ruiz. Todo esto se puede apreciar en el plano de Texeira de 1656. Y dice la tradición que hacia aquel lugar, angustiada, llegó una noche una joven, que seducida por un villano, había abandonado su casa para ir a reunirse con su amado. Su padre, atribulado por la ausencia, la buscó por todas partes, y en el monasterio de la Encarnación recibió de su priora el enigmático mensaje de que su hija no estaba perdida, que se encontraba en la senda del Divino Pastor. Así sucedió, pues la muchacha no encontró a su seductor, y engañada y desesperada, no atreviéndose a volver a casa, se perdió por aquellos parajes solitarios en las afueras de la ciudad. Allí, esquivando fijar sus ojos en el retablillo que tenía delante, su ansiedad va en aumento, oye el crujido de una noria y, fuera de sí, enloquecida, decide tirarse al pozo... No hay otra salida... Pero..., se resiste, va arrastrándose de un lado a otro, su mirada se eleva y, sin querer, atraída por la luz de la lamparilla, se fija en la sagrada imagen del Divino Pastor y rompe a llorar. ¡Está salvada! Al poco, unos perros empiezan a ladrar y una fuerte luz ciega sus ojos: era la mujer de uno de los hortelanos que con un farol había salido al sentir que alguien rondaba la huerta. La quinta de Carrillo fue incendiada, dicen que por enemigos creados por su condición de magistrado, siempre opuesto a las prerrogativas de los grandes, y ardió durante cinco días. Sobre sus ruinas se formaron unos corrales, y luego parte de los terrenos junto con otras extramuros pasaron en 1690 a poder de los poderosos duques de Monteleón, dueños de la finca y palacio colindante. Es entonces cuando la cerca se desplaza a la actual calle de Carranza, desaparece el portillo de Maravillas, la puerta de los Pozos de la Nieve pasa a la hoy glorieta de Bilbao y se abre como vía pública la antigua alameda, a los pies de la antigua quinta de Carrillo, con el nombre de calle del Divino Pastor, entre la de Fuencarral y la hoy de Ruiz El palacio de Monteleón, luego famoso Parque de Artillería, quedó inmortalizado en la gloriosa jornada del 2 de mayo de 1808. Y sobre su amplio solar se trazó en 1869 el nuevo barrio que forman las calles de Malasaña, Monteleón, Teniente Ruiz, Galería de Robles, prolongación de San Andrés y Divino Pastor y, también, con parte de terrenos del desaparecido convento de Maravillas (ese mismo año habían sido expulsadas las mojas carmelitas), la plaza del Dos de Mayo.
En la esquina de la calle del Divino Pastor con la de Fuencarral se alza la iglesia, convento, residencia femenina y colegio (éste con entrada por la calle de San Andrés) de las RR. Hijas de María Inmaculada, más conocidas como monjas del Servicio Doméstico. Fue fundado este instituto religioso por santa Vicenta María López y Vicuña en 1876 para atender y acoger a las sirvientas enfermas, sin trabajo, y a las que acudían por primera vez a Madrid, sin preparación, indefensas y expuestas a los peligros de la gran ciudad. Hoy su labor está muy generalizada. En 1886 vinieron al barrio de Maravillas y establecieron su casa-madre en un palacio que Martín López Aguado, en 1853, había construido para el conde de Vistahermosa, y en 1898 lo completaron con otro, también de Vistahermosa, contiguo al anterior y con lateral a Divino Pastor. Coincidiendo con esta segunda compra, el arquitecto José Marañón construyó la antigua residencia del Servicio Doméstico en la calle de San Andrés y se añadió un piso a los palacios; en 1907, Daniel Zabala levanto una pequeña capilla con cripta en los jardines interiores, y en 1925, el mismo Zabala edifico la iglesia neogótica actual, en terreno del jardín del segundo palacio, y alineó toda la fachada de Fuencarral. La iglesia quedó muy maltrecha después de la Guerra Civil. El retablo primitivo era de caoba, con dos grandes columnas talladas en los laterales. En él además de la Virgen y las imágenes de San José y San Ignacio, había dos relieves a ambos lados que representaban la Anunciación, y cuatro ángeles coronaban el conjunto. El actual, como lo fuera el primitivo, es obra de los talleres de Félix Granda. Murió la fundadora en 1890 y fue canonizada por Pablo VI en 1975. En un retablo lateral del templo, bajo el ara, se conserva su cuerpo incorrupto.
En 1853, el entonces arquitecto mayor de la Villa, Martín López Aguado, construyó en la calle de Fuencarral, a partir de la esquina con Divino Pastor, tres suntuosos palacios para el conde de Vistahermosa y sus hijos. Desgraciadamente, el tercero desapareció al construirse en su solar el colegio de los Sagrados Corazones y luego el edificio que alberga el Vips Fuencarral. En cambio, gracias a que las RR. Hijas de María Inmaculada adquirieron los dos primeros, hoy podemos apreciar sus magníficas arquitecturas. El palacio de Fuencarral 99, fue el primero que compraron las religiosas en 1886 para albergar la casa-madre, y en 1898 lo completaron con el del número 77, contiguo al anterior y con lateral a Divino Pastor. Más adelante, en 1925, el arquitecto Daniel Zabala levantó la iglesia neogótica actual en el chaflán, en terreno del jardín, y alineó toda la fachada de Fuencarral. A don Ángel García Loygorri, conde de Vistahermosa, teniente general del Ejército, presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, senador vitalicio en las Cortes y alcalde de Madrid en el período 1847-48, que ocupo el palacio esquinero hasta que Isabel II fue destronada por el Gobierno revolucionario de 1868, la Villa le debe la entonces considerada moderna pavimentación con adoquines y el alumbrado mediante farolas de gas. Su retrato se puede contemplar en una de las salas de la casa de Cisneros, en la plaza de la Villa. Tras el exilio del conde de Vistahermosa, el palacio fue una de las residencias que en Madrid tuvo el intrigante duque de Montpensier, don Antonio María de Orleans, casado con la infanta Luisa Fernanda, hermana de Isabel II. El duque, que había colaborado en el derrocamiento de su cuñada, presentó su candidatura con el apoyo de los unionistas, pero pronto vio malogrados sus deseos al matar en duelo, en 1870, a Enrique de Borbón, hermano del exrey consorte francisco de Asís. El 16 de noviembre de 1870, reunidas las Cortes Constituyentes, de entre todos los aspirantes a la corona española salió elegido por 191 votos, don Amadeo de Saboya, duque de Aosta; Montpensier sólo obtuvo 27. Después de la renuncia al trono del duque de Aosta, de la proclamación de la Primera República y de la restauración de la Monarquía con el rey Alfonso XII, el palacio del conde de Vistahermosa fue ocupado por un opulento personaje Alfonsino, don Fermín Lasala, duque de Mandas, que solía celebrar grandes fiestas a las que acudían la nobleza y personalidades relevantes de aquella época. María de las Mercedes de Orleans, hija de los duques de Montpensier y luego primera y malograda esposa de Alfonso XII, pese a que su infancia transcurrió en Sevilla, lejos de la atmósfera insidiosa de sus padres, es muy posible que pasara alguna temporada en Madrid, en el palacio de la esquina de Divino Pastor. La boda con su primo Alfonso XII en 1878, a pesar de la inicial oposición de Isabel II y de ciertos sectores políticos —se pensaba en las actividades poco recomendables de su padre—, encantó y llenó de júbilo a las gentes, que crearon una aureola romántica en torno a la pareja, engrandecida por el desgraciado fallecimiento de la reina a los seis meses, víctima de unas fiebres tifoideas. Madrid se sobrecogió con la noticia, y pronto empezó a escucharse una desgarradora canción infantil:
Nada más entrar por la puerta de la residencia para señoritas María Inmaculada, en la calle de Fuencarral, y atravesar la amplia y moderna portería nos encontramos con el magnífico zaguán del primer palacio que compraron las monjas, del que arranca una escalera, perfectamente conservada, con peldaños de madera y balaustrada de hierro. El resto de este palacio ha sido modificado para residencia de las monjas. Sólo se conserva, convertido en oratorio, el gabinete que ocupó la fundadora del instituto religioso, Santa Vicente María López y Vicuña, los últimos años de su vida, con el arca que guardo sus restos incorruptos a manera de altar. En este zaguán aludido, se ha practicado una comunicación, a través de una excelente puerta, con el del otro palacio, el esquinero. Y si aquel era magnífico, éste asombra por su deslumbrante y recargada decoración en paredes y techos, con abundancia de molduras, arcos, cornisas, relieves y figuras de estuco minuciosamente coloreadas o doradas. En un lateral se abre la puerta que comunicaba con la antigua entrada de carruajes, que hoy da paso a la sacristía de la iglesia, y al fondo arranca una formidable escalera de mármol, en cuyo primer rellano han colocado las monjas un curioso Sagrado Corazón con los ojos azules, imagen que se salvó de los tremendos destrozos producidos en la Guerra Civil. El piso superior, impresionante, regio, apenas ha sufrido modificaciones. En primer término, se encuentra un saloncito que las monjas utilizan para recibir visitas extraordinarias, con una estupenda chimenea de mármol de una sola pieza, profusa decoración con molduras, relieves y medallones, y un mobiliario acorde. A continuación, se encuentra el antiguo salón de baile, el mejor sin duda del palacio, que fue utilizado en un primer momento por las religiosas para instalar su capilla. Además de su maravillosa decoración, contiene unos soberbios espejos —los originales—, que gracias a que se pintaron por desentonar con la dedicación piadosa de la sala, se han conservado intactos. Por una de las puertas se accede a una linda salita que hizo el oficio de sacristía. Otra puerta da paso a una antesala de dos dormitorios: uno, ricamente decorado, contiene dos camas doradas antiguas; el otro, realmente encantador, con decoración a base de arabescos, tiene una de las chimeneas más bellas del palacio, de mármol, con aplicaciones de bronce, que durante la Guerra Civil quitaron en parte los asaltantes por creer que eran de oro.   Los siguientes salones están ocupados por dependencias de las religiosas. El que hace de biblioteca tiene un bello artesonado de madera, y en el antiguo salón de caza, que presenta estimables trabajos de talla con motivos cinegéticos en puertas, dinteles, balcones y techos, está instalada la capilla privada de las monjas. Todos las galerías, habitaciones y salones del palacio, escrupulosamente limpios, como es costumbre en sitios cuidados por religiosas, contienen muebles, cuadros, tapices, lámparas, relojes y demás elementos decorativos acordes con la categoría y época del palacio, que han ido recibiendo en donación a lo largo de los años. Gracias a ellas podemos hoy contemplar dos de los mejores ejemplares de las construcciones palaciegas del siglo XIX.
Fue abierta en 1869 sobre los terrenos del antiguo palacio de Monteleón y luego parque de Artillería, glorioso escenario del levantamiento popular contra los franceses el 2 de mayo de 1808. Su nombre se puso en memoria de una de las víctimas de aquella jornada patriótica, Manuela Malasaña y Oñoro, una jovencita de diecisiete años que vivía en la cercana calle de San Andrés, y que fue detenida cuando regresaba del trabajo camino de su casa. Al ser registrada por los soldados franceses y ver que llevaba unas pequeñas tijeritas, propias de su oficio de bordadora, fue acusada de portar armas y fusilada esa misma noche. La historia real es así. La leyenda que la presentaba dando cartuchos a su padre y muriendo en Monteleón era una deformación, comprensible en aquellos momentos de confusión, de la verdadera realidad. Su cadáver fue inscrito con el nº 74 en una relación de 409 víctimas que se conserva en los archivos militares y municipales de aquel día y enterrado en el cementerio para pobres del Hospital de la Buena Dicha, en la calle de Silva.   Durante los años setenta y ochenta, Manolita Malasaña se convirtió en musa y símbolo de la llamada "movida madrileña". De tal manera, que esta calle, y por ende todo el barrio, que oficialmente forma parte del de Universidad, y que de día ejerce popularmente entre sus vecinos como de castizo, muy madrileño y casi provinciano Maravillas, por la noche se convierte para todos los que a él acuden los fines de semana a sus numerosos bares y pubs, o a practicar el “botellón”, en el cosmopolita Malasaña. Malasaña es, pues, metáfora de la noche. Acudir desde los barrios periféricos al centro de Madrid, concretamente a Malasaña, sigue estando de moda y se ha convertido en todo un rito juvenil. En el primer tramo, entre Fuencarral y San Andrés, que es anterior a la apertura del resto de la calle, y que llevó hasta 1897 la denominación de Peninsular, estuvo instalada la redacción y oficinas del semanario Madrid Cómico, especializado en dar las crónicas de la vida social y artística de finales del siglo XIX. Fue una de las primeras publicaciones de las llamadas revistas del corazón. También en el siglo XIX, en una casa —no la actual— que hacia esquina con Fuencarral, acera de la izquierda, tenía su estudio el pintor Casto Plasencia, y también vivía Joaquín Dicenta, entonces un chico rubio y travieso que solía visitar al pintor y posar para él. Y en la iglesia de San Francisco el Grande, en un gran cuadro de Plasencia, Alegoría de la Orden de Carlos III, hay un angelote rubio que es el retrato del luego futuro dramaturgo. Esquina a la calle de San Andrés se levanta el Teatro Maravillas, totalmente renovado. Sustituye a uno antiguo clausurado por el Ayuntamiento en 1999 por deficiencias en sus sistemas de prevención y extinción de incendios y demolido en 2002. El primitivo fue inaugurado en 1886 con la obra Las hijas de Zebedeo de Ruperto Chapí. A partir de 1919, y durante dos años cambió su nombre por el de Madrid Cinema, y durante las décadas siguientes alternó funciones de cine y teatro. En él actuó por última vez en Madrid, en 1922, la famosa actriz trágica francesa Sarah Bernardt. Tras la Guerra Civil, el teatro se especializó en el género de la revista. Pero un teatro anterior llamado también de Maravillas estuvo en la misma calle, esquina a la glorieta de Bilbao, en el solar actualmente ocupado por el edificio de una empresa de seguros. Este local, barracón de madera al principio, existió hasta los primeros años del siglo XX. En él se representaban aquellas revistas políticas que, a raíz del desastre colonial, y con gran éxito de público, casi siempre terminaban con el "respetable" enzarzado en peleas no siempre dialécticas. A veces, los "agarraos" eran tremendos, y raro era que los principales causantes no terminaran esa noche bajo rejas. En el mismo solar se construyó después un cinematógrafo, que desapareció al edificarse la magnífica casa de vecindad y asiento del casino de Clases Pasivas, hoy sede de la compañía de seguros El Ocaso. E incluso hubo otro más antiguo, igualmente de Maravillas, en la calle de Fuencarral esquina a la hoy de Sandoval, construido en 1873 y especializado en género chico. Allí, a finales del siglo XIX, se instaló uno de los primeros barracones de madera para proyecciones cinematográficas: el Cinematógrafo Maravillas. En la calle de Malasaña se establecieron en 1897 los Talleres Arevalillo, especialistas en cristales de automóviles. Empezaron poniendo cristales a calesas y coches de caballos. Luego se trasladaron a la calle del General Pardiñas. Interminable es la lista de locales comerciales, algunos de ellos cerrados o en continuo cambio por los vaivenes de la economía. Toda la calle es como un gran bazar donde hay representación de casi todos los ramos del comercio, resaltando su gran variedad de restaurantes y cafés, que aportan a la calle la oferta gastronómica más variada del barrio. Y si hay que destacar algún local, lo hacemos con el que abre en la esquina de la calle de San Andrés, Casa Maravillas, un bar excelentemente decorado con motivos y anuncios antiguos en donde antes estuvo el bar Bremen. Y como ejemplo de lo mucho desaparecido, una antigua y minúscula librería, frente al antiguo Teatro Maravillas, que fue la última quizá en Madrid que mantuvo la vieja usanza del intercambio y préstamo de tebeos y novelas, las más buscadas las del oeste, sobre todo las salidas de la inagotable pluma de Marcial Lafuente Estefanía (escribió alrededor de 3.500), o las de amor de la no menos prolífica Corín Tellado. Ellos fueron de los pocos nombres verdaderos que aparecían en los lomos de estos libros; el resto eran seudónimos como Gordon Lumas, Keith Luger, Kelltom McIntire, Franc McFair y muchos más, nombres y apellidos norteamericanos en busca de un exotismo que deslumbrara a los lectores de un país entristecido, y que en realidad escondían pudorosamente el de escritores españoles, algunos incluso de renombre. UN AIRE SUTIL Antiguos viajeros como Lamberto Wyts, que vino a Madrid en 1569 formando parte del séquito de doña Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II, o Richard Wynn, que lo hizo en 1623 acompañando al príncipe de Gales, dejaron constancia por escrito de la terrible suciedad de nuestra villa en los siglos XVI y XVII. Estaban las calles por aquel entonces sin empedrar y siempre malolientes, ya que por ausencia de alcantarillado y de servicio de recogida de basuras, los vecinos tiraban todos los desperdicios a la calle, incluido el contenido de los orinales al grito de ¡agua va!, siendo raro no verse sorprendido con tan desagradable chaparrón. Frecuente era también toparse, en las semipenumbras de la anochecida o primeras horas de la mañana, con más de uno "aliviándose" en plena calle, por lo que el Concejo puso cruces en rincones y esquinas, para que, al menos por respeto, se mantuviesen limpios. El único servicio municipal de limpieza consistía en unas gruesas tablas tiradas por un par de mulas, que arrastraban parte de las inmundicias y otras las sepultaban, con lo que el hedor del apestoso barrizal era insoportable. Algún médico de la época hubo que, para contrarrestar esta bien ganada mala fama de Madrid, aseguró que nuestro aire era demasiado sutil, casi pernicioso por su excesiva pureza —mataba a un hombre y no apagaba un candil—, y que era preciso contaminar las calles con un manto de podredumbre y suciedad para corromperlo con ciertos vapores pestilentes y así darle la composición debida, más respirable y menos letal, apta para el consumo humano. Hoy, cuando ya han pasado tantos años de aquello, parece que algunos se empeñen en creer que por Maravillas no es bueno que circulen delicados aires serranos, y sea necesario seguir a pies juntillas los consejos de aquel mostrenco galeno de antaño. Amanecen nuestras calles los fines de semana como si las hubieran invadido los vándalos. Cientos y cientos de jóvenes metidos en juerga, hasta las orejas de cerveza y calimocho, agamberrados, acampan en nuestro barrio y no tienen más diversión que beber, alborotar y saciar su irresistible tendencia a destrozarlo y afearlo todo: papeleras por los suelos, destrozadas a puntapiés; cubos de basura esparcidos, revueltos los restos de comida en improvisados potajes; botellas y vidrios por doquier, acompañados de chorreones de pegajosos e infames brebajes; fachadas recién restauradas y hasta las estatuas de Daoiz y Velarde pintarrajeadas, dando una imagen falsa de sordidez, como si estuviéramos en el Bronx neoyorquino que tantas veces hemos visto en las películas norteamericanas, y —¡cómo no!—, ante tanta bebida ingerida, apestosas huellas de orines y vomitonas.   Pero no atribuyamos toda la culpa a nuestros jóvenes visitantes, los vecinos también tenemos mucho que mejorar. No es inusual encontrarse rincones con vocación de vertedero, llenos de cachivaches, lavadoras y frigoríficos rotos, colchones, muebles desvencijados y toda suerte de desechos domésticos. Los contenedores de escombros están rebosantes la inmensa mayoría de las veces con estos mismos despojos y —esto es más grave— con bolsas de basura, que rápidamente se convierten en focos de infección y de malos olores. Algunas tiendas y supermercados creen gozar del privilegio de ocupar media acera, si no entera, con verdaderas torres de embalajes, e incluso géneros en mal estado. También hay que hablar de los excrementos de los perros..., aunque más propiamente habría que hacerlo de algunos dueños: guarros, malos ciudadanos y más irracionales que los pobres animales. Todo esto no es un problema que se remedie con barrenderos, por más que sean indispensables y se agradezcan sus buenos servicios. La solución está encerrada en una sola palabra: educación.
Hasta el año 1869, Madrid estuvo rodeado por la cerca que mandara construir el rey Felipe IV en 1625, y esta calle, entre las actuales glorietas de Ruiz Jiménez y de Bilbao, ocupa precisamente parte de la ronda que discurría junto a ella. A principios del siglo XIX, todo este paraje tenía un aspecto sucio y desolador, lleno de eriales y basureros, que mejoró sensiblemente cuando el Ayuntamiento, entre los años 1833 y 1835, creó una especie de parque público —las gentes lo conocían por el "Bosquecillo"—, plantando cerca de tres mil árboles por todos estos contornos, en doble y hasta triple fila. Entre 1853 y finales de los años ochenta del siglo XIX, todo el margen derecho de la ronda y luego calle de Carranza estuvo ocupado por la Fundición Sanford, de la que salieron la mayoría de las farolas de gas que por entonces alumbraban Madrid. Era conocida vulgarmente como los "Tubos de Sanford" por tener siempre muchos de ellos y de diferentes diámetros en el exterior, preparados para ser transportados en grandes carros. En la montonera de tubos los niños jugaban, no sin riesgo de sufrir algún percance, y los viejos se sentaban a tomar el sol. También hubo una fábrica de filtraciones de lejía. Y más allá estaban los primeros asentamientos del futuro Chamberí. Cuando en el año 1869 se hizo la urbanización y explanación para formar esta calle, se descubrió que en algunos cortes del terreno afloraba una viscosa capa de betún grasiento y negro, procedente de la consunción de cientos de cuerpos carbonizados por el fuego del antiguo brasero inquisitorial (en la actual plaza de Ruiz Jiménez). Por tal motivo, el Ayuntamiento, por iniciativa de don Ángel Fernández de los Ríos, dio a esta calle el nombre de una famosa víctima del Santo Oficio, cuya inocencia fue reconocida al cabo de los años. Fray Bartolomé de Carranza, nacido en Miranda de Ebro en 1503, teólogo dominico, arzobispo de Toledo y confesor de Carlos I y después de Felipe II, fue apresado por la Inquisición en Torrelavega, en 1558, por estimarse que en una obra suya, Comentarios sobre el catecismo cristiano, había algunas afirmaciones heréticas. Después de permanecer ocho años recluido en Valladolid, fue trasladado a Roma y encerrado en el castillo de Sant Ángelo. Al cabo de otros nueve años de prisión, fue absuelto, pero haciéndole pasar por la humillación de abjurar de unos errores en los que, según constaba en el fallo del proceso, no había incurrido. Murió, quebrantado por el prolongado sufrimiento, al poco, en 1576, en un convento de las cercanías de Roma. El día de la inauguración de la calle de Carranza fue el 2 de mayo de 1869, conjuntamente con las de Ruiz, Malasaña, Monteleón, Galería de Robles, prolongación de San Andrés, Divino Pastor y plaza del Dos de Mayo, abiertas en los terrenos del Parque de Artillería de Monteleón, glorioso escenario del levantamiento popular contra los franceses. Pronunciaron discursos los alcaldes segundo y tercero, don Manuel María José de Galdo y don Manuel Becerra, este último al pie del monumento a Daoiz y Velarde, que había sido trasladado desde su emplazamiento entonces junto a la entrada del Museo del Prado a la confluencia entre las calles de Ruiz y Carranza. Este grupo escultórico, realizado por Antonio Solá en 1822, antes de lo ahora citado estuvo primero en un parterre del Retiro, en 1875 regresó nuevamente a la entrada del Museo del Prado, en 1901 se emplazó en la glorieta de Moncloa, y finalmente, tras la Guerra Civil de 1936-39, bajo el Arco de Monteleón. Durante muchos años fue la calle de Carranza parte de uno de los agradables y añorados bulevares con que contaba Madrid, con plataforma ajardinada central de animado paseo, suprimido después en aras a una mejor circulación de los automóviles. Los tuvimos en Madrid y alguno aún queda. Éste era el bulevar por antonomasia, y aun hoy así es nombrado el eje (Marqués de Urquijo, Alberto Aguilera, Carranza, Sagasta, y Génova), que sirve de comunicación entre el barrio de Salamanca y el de Argüelles y que marca el límite del antiguo Madrid con Chamberí. Al ser demolida la cerca en 1869, hubo espacio suficiente, unos 30 metros de anchura, para distribuirlo en un paseo central de 10 metros, arbolado a doble hilera cada 5 metros y con numerosos bancos para sentarse; dos calzadas de 8 metros, para la circulación rodada, y dos aceras de 2 metros. Fue una lástima que desaparecieran, pues los bulevares proporcionaban espacio para el juego infantil y un paseo ancho sin interrupciones para los viandantes, favorecían el desarrollo simétrico y con grandes copas de los árboles sin molestar en balcones ni interferir luces y vistas de edificios, aseguraban una mejor protección de las calles contra la radiación solar en días calurosos y el viento en días fríos, generaban sombra fresca en un ambiente sereno y acogedor y evocaban la naturaleza con el piar de los pájaros y con las distintas texturas, colores y fragancias del ciclo de las estaciones. Hace unos años, algún descerebrado en el Ayuntamiento nos pretendió vender a bombo y platillo la recuperación de algún tramo de este bulevar. Quizá creyó que los madrileños éramos unos incautos, pues el ridículo engendro, de apenas unos palmos de ancho, sólo es una medianería para separar los dos sentidos de los carriles de circulación, que apenas da soporte al crecimiento de unos exangües arbolitos, y que en la mayoría de las veces provoca confusión a los viandantes —y atropellos— por la no sincronización de los semáforos de ambos lados en los distintos cruces de peatones. Hoy, entre el incesante tráfico, si paseamos por las aceras de Carranza nos encontramos con una sucesión de locales, que han ido cambiando a lo largo de los años por la guadaña inexorable del paso del tiempo, el vaivén de la economía o el natural proceso de la vejez de sus dueños. En el solar que hoy ocupa el edificio de El Ocaso estuvo instalado el segundo de los teatros llamados de Maravillas (el primero se ubicó en Fuencarral, esquina a Sandoval; el tercero, en Malasaña, clausurado a principios de 1999 por problemas de seguridad y actualmente ya recuperado en nueva edificación). Era un barracón de madera en donde se representaban revistas de tipo satírico y político que casi siempre terminaban en tumultuosos enfrentamientos entre el "respetable" y precipitado desalojo a cargo de las fuerzas del orden. Allí mismo se construyó luego una sala cinematográfica, también en madera, que desapareció al edificarse el inmueble actual, que al principio fue sede del Casino de Clases Pasivas y tuvo luego también en los bajos el Café Europeo (antes Nueva York), lugar habitual que utilizaba Enrique Jardiel Poncela para escribir y amable refugio de tertulias juveniles. En el nº 5 vivió Antonio Casero (1874-1936), poeta, periodista y sainetero; en el 20, Indalecio Prieto, ministro de Hacienda, Obras Públicas, Marina, Aire y Defensa durante la Segunda República, y en el nº7, una lápida nos recuerda la gallardía de un héroe de Maravillas de nuestro tiempo, el joven álvaro Iglesias Sánchez, que en el año 1982 murió en el incendio de este edificio, tratando valientemente de salvar a sus vecinos. LOS TUBOS DE SANFORD El ingeniero inglés Guillermo (William) Sanford, experimentado maquinista, empezó su andadura en Madrid como técnico principal y socio de la familia Bonaplata de Barcelona en la fundición Bonaplata, Sanford y Cía, instalada en 1837 en el edificio que había pertenecido al exclaustrado convento de mercedarios descalzos de Santa Bárbara, en la actual plaza del mismo nombre. Empleaban a más de 80 obreros y construían máquinas de vapor, ruedas hidráulicas, prensas, faroles, ventanas y balcones y muchos otros productos férricos. Pero la unión duro poco y Sanford se estableció por su cuenta en 1839 en parte de los restos que quedaban del Parque de Artillería de Monteleón, en la actual plaza del Dos de Mayo. La maquinaria de vapor utilizada era fabricada dentro de la propia industria, junto a otras herramientas y elementos del proceso productivo directamente importados de Inglaterra. Fue el inicio de la apertura de la economía madrileña hacia el exterior y de un proceso lento pero irreversible de creciente industrialización. En 1846 la instalación se trasladó al nº 12 del paseo de Recoletos, lo que significó la ampliación de la industria y el éxito de una producción que intentaba sustituir las importaciones del extranjero. En esta fábrica se fundían todo tipo de piezas de hierro (tubos, hornillas, estufas, ventanas, balcones, barandillas de escaleras, rejas, cancelas, farolas...), maquinaria para fábricas de harina, de papel o de aceite, y prensas hidráulicas o de husillo, especialmente una para extraer el aceite que había sido inventada por el propio dueño y director, y de ella salieron algunas piezas utilizadas en el establecimiento del Gasógeno o de las maquinas del primer ferrocarril entre Madrid y Aranjuez. En ese lugar estuvieron hasta 1854, año en el que se trasladaron al final entonces de la calle de Fuencarral, pero fuera de la cerca construida en1625 que rodeaba Madrid, en el arrabal, en la ronda que mediaba entre las puertas de Bilbao y Fuencarral, que después, una vez derribada la citada cerca, pasó a llamarse calle de Carranza. El 4 de diciembre de 1853 se presentaron los planos de la nueva sede, diseñados por el arquitecto Mariano Fernández, y el 13 de marzo de 1854, la reina Isabel II, de acuerdo con el parecer de la Dirección de Administración Local del Ministerio de la Gobernación, tuvo a bien mandar que por la Alcaldía se expidiera licencia para su construcción. Las obras se realizaron rápidamente, y ese mismo año de 1854 se realizó la mudanza. Tenía la fundición fachada principal a lo largo de todo el margen derecho de la futura Carranza, y laterales en las actuales glorietas de Ruiz Jiménez y Bilbao, ocupando la manzana que luego, en los planes urbanísticos de Chamberí del ingeniero don Carlos María de Castro, iría marcada con el nº 95. Fotografía tomada del blog de Mercedes Gómez https://artedemadrid.wordpress.com Esta fábrica, de la que salieron la mayoría de las farolas de gas que por entonces alumbraban las noches madrileñas —muchas de ellas siguen haciéndolo, transformadas para alojar lámparas eléctricas—, era conocida vulgarmente como los "Tubos de Sanford", por tener siempre muchos de ellos y de diferentes diámetros en la calle, por la fachada de Carranza, preparados para ser transportados en grandes carros. En la montonera de tubos los niños jugaban, no sin riesgo de sufrir algún percance, y los viejos se sentaban a tomar el sol, viendo a veces pasar las tristes comitivas de los entierros hacia los cercanos cementerios (todos hoy desaparecidos), que ocupaban un amplio espacio entre las actuales calles de Rodríguez San Pedro y Cea Bermúdez: el General del Norte, el de San Ginés y San Luis, el de San Martín y el de la Patriarcal.                         Ante el rápido crecimiento de Madrid, y la consiguiente pérdida del carácter industrial de esta zona de la ciudad, la fundición cerró sus puertas a finales de los años ochenta del siglo XIX; aunque, durante años, hijos y colaboradores de don Guillermo Sanford mantuvieron unos talleres mecánicos en el nº 147 de la calle de Fuencarral. Así lo atestiguan anuncios de prensa y una noticia de la Exposición del Alcohol y sus aplicaciones, celebrada en el Palacio de Bellas Artes de Madrid en diciembre de 1902, donde Evaristo Sanford, hijo de don Guillermo, presentó un vehículo de 4 plazas cuyo motor de 2 cilindros, 3.393 cc y 12 HP funcionaba con alcohol como combustible. No existe constancia de que fuera realmente construido por Sanford, y es opinión bastante extendida que se trataba de una modificación realizada sobre un automóvil ya existente.
La Corredera (Alta y Baja) constituye una de las calles más típicas y castizas del centro de la ciudad, esencia de toda una forma de ser, de vivir y de sentir en madrileño. La Corredera Baja de San Pablo nace en la calle de la Luna y llega a la plaza de San Ildefonso, donde se prolonga, ya con la denominación de Alta, hasta Fuencarral. Parece ser que el nombre le viene de un pequeño santuario o ermita, dedicado a San Pablo, que había hacia el final de la calle, aproximadamente donde en la de Fuencarral está el Museo Municipal, cuando todo esto era sólo campo, con huertas y alquerías. Allí se celebraba una verbena la víspera de la fiesta del santo, acudiendo la gente en romería. Las familias que tenían posesiones por aquellos contornos iban a pasar toda la noche en ellas, improvisando pequeñas fiestas en las que se cantaba y bailaba hasta el amanecer. Hacer la romería se convertía en hacer la "corredera", visitando cada uno de aquellos saraos antes de llegar a la ermita. Desapareció este santuario, pero la calle que por el camino se abrió conservó el nombre de Corredera de San Pablo. En la Corredera Baja se halla el Teatro Lara, en el número 15, abierto en 1879 por iniciativa de don Cándido Lara, que después de permanecer años cerrado, hoy se encuentra felizmente recuperado. Más arriba, en el 39, también abría sus puertas el ya desaparecido Cine Cervantes, que fue antes sala de teatro y empezó como barracón de proyecciones cinematográficas. En la esquina con la calle de la Puebla estuvo el Café de la Concepción, que es el que aparece en el primer acto de una comedia de don Jacinto Benavente, La losa de los sueños. Y por los alrededores también el de San Antonio. En la esquina opuesta se levanta la bellísima iglesia de San Antonio de los Alemanes, que mandara edificar Felipe III a principios del siglo XVII como capilla de un hospital destinado a atender enfermos de nacionalidad portuguesa, y que luego pasaría a ser de alemanes. Después, en 1702, Felipe V concedería el patronato y administración del hospital a la Santa Hermandad del Refugio, famosa por su célebre "Ronda del pan y el huevo", que recorría las calles buscando mendigos y enfermos para darles agua pan y huevos duros. Para el viandante, lo fácil es reparar en las colas de personas necesitadas que cada día acuden allí a comer, pero la iglesia, cubierta por frescos embriagadores y sin duda uno de los secretos mejor guardados para los madrileños, nadie debería dejar de ver. En el nº 20, en un viejo caserón de viviendas del siglo XVII, ahora perfectamente restaurado, con la portada de piedra coronada por un escudo, tenía su sede La Didáctica, antigua sociedad deportiva especializada en la enseñanza del ajedrez, justo encima de la también desaparecida, secular y afamada taberna Pepita, un peculiar templo de las alitas de pollo con precios populares. En la plaza de San Ildefonso se alza la iglesia parroquial que ha dado nombre al lugar. No es la primitiva construida en el siglo XVII y mandada derribar por José Bonaparte, sino la que se recompusiera en 1940 sobre lo que quedó de otra que levantara el arquitecto Juan Antonio Cuervo en 1827, incendiada ésta en 1936. En 2016 también asumió la titularidad parroquial de los Santos Justo y Pastor, que desde 1891 había estado en la cercana iglesia de Maravillas, en la calle del Dos de Mayo, y que tuvo su fundación, por el siglo XIII, en la antigua iglesia de San Justo (ahora y renovada basílica de San Miguel), en la calle de San Justo. La iglesia de la plaza de San Ildefonso es, pues, actualmente, Parroquia de San Ildefonso y de los Santos Justo y Pastor. Y en la plaza existió, hasta finales de los años sesenta del pasado siglo, un viejo mercado cubierto con ciertas pretensiones arquitectónicas, el primero de este tipo que se abrió en Madrid, obra del arquitecto Lucio Olavieta e inaugurado en 1834. En esta plaza vivió el pintor romántico Leonardo Alenza, en el nº 4, en la casona de la vieja Farmacia Puerto, en 2017 restaurada y titulada Farmacia Malasaña. Durante muchos años, la Corredera y las calles adyacentes se convertían a diario en un mercadillo al aire libre, con puestos de frutas, verduras y pescados que competían con los comercios instalados de fijo. El ambiente, recordaba al que durante la Edad Media debió presidir las ferias y mercados que semanalmente se organizaban en todos los pueblos importantes de España. Y si bello era el panorama del mercado y sus calles aledañas en todo tiempo, en verano era sobresaliente, cuando todos los colores y olores de las frutas inundaban el barrio. Pero, eso sí atestado de moscas y avispas. Desapareció todo esto, pero aún sigue viva la tremenda actividad comercial de toda la Corredera, empeñados sus vecinos en huir de las grandes superficies comerciales y preferir hacer la ronda, la "corredera", de los pequeños comercios de toda la vida. Mucho es lo que ya no existe, además de lo ya citado. Recordamos, entre otros, en la Corredera Baja: Confecciones Asensio, en el 19; Pollos y Caza, en el 22; la tienda de comestibles El Escudo de Santander en el número 18, una expendeduría de carne de caballo en el 49, y esquina a la calle del Escorial, el bar Gran Vuelo, con una cecina extraordinaria, no en vano sus dueños eran leoneses. En la plaza de San Ildefonso sucumbió un viejo y enorme caserón, que ha sido remodelado conservando la fachada, y con él, Bodegas Escalada, con muy rica freiduría. En la Corredera Alta desaparecieron, en una y otra esquina con Espíritu Santo, la histórica Tahona del Mico (ahora en el mercado de Barceló) y Aguirre, comercio de tejidos y ropa de cama y mesa, y, esquina a San Vicente Ferrer, la mítica y emblemática sala de los años ochenta de la “movida” malasañera, King Creole (hoy con otro nombre), templo de los rockers, que acudían a bailar rock clásico en pandilla, con sus cuidados tupés y cazadoras de cuero ellos, o con cancanes bajo el vestido, vaqueros con dobladillo o faldas de tubo ellas. Alimentación Nieto, esquina a Palma. Y al final, en las esquinas de Velarde y Fuencarral, Confecciones Haro, comercio especializado en ropa de caballero, y los almacenes de tejidos La Voz. Muchos nuevos locales han venido a sustituir a los desaparecidos en la tan tremenda oferta de la Corredera, y por si fueran pocos, la desaparecida galería que la comunicaba con Fuencarral aporta un gran espacio comercial. Y aún subsisten infinidad de los antiguos, que recogen todo un abanico de actividades: joyerías, platerías, tabernas, cafeterías, restaurantes, mercerías, corseterías, pañerías, ferreterías, farmacias, fruterías, pescaderías, pollerías... y, por supuesto, algunos bares nocturnos de copas. Por citar algunos de los más veteranos en la Corredera Baja: Jamonería López Pascual, abierta en 1919, en el 13; Almacenes Aragón, en el 15, o Lámparas Corredera, en el 24 (toda la zona estaba especializada en esta actividad, sobre todo la cercana calle de la Puebla). Y en la Corredera Alta: mercería La Pequeñita, en el 3; Platería y Regalos, abierta en el siglo XIX, en el 8; Mercería Megino, en el 12; esquina a Palma, frente al muro lateral del Tribunal de Cuentas, el mítico bar de copas Penta, lugar de culto de “la movida”, y Tupper Ware, junto al anterior, otro bar rockero-alternativo. Y mención especial, ya que hablamos de comercios y de comerciantes, a Carmen Escobar (doña Carmen), toda una institución en la Corredera, que desde su esquina con Espíritu Santo repartía suerte vendiendo lotería y se sacaba un extra —no ha sido la única— rifando lotes de productos alimenticios que mostraba en una cesta. Se puede decir que Carmen era el último vestigio del mercado callejero que por aquí estuvo instalado. Empezó vendiendo frutas y verduras en el año 1943, y cuando quedó prohibida la venta en la calle probó suerte en el entonces recién creado mercado de Barceló, pero se arruinó y, desafiando a la autoridad, volvió con una cesta a la Corredera con sus lechugas, ajos, perejil..., corriendo cada vez que venía la policía, como los manteros de ahora. Murió en 2011 y hasta el último día estuvo al pie del cañón.   EL ARTE DE TALÍA EN LA CORREDERA En el año 1880, en el nº 15 de la Corredera Baja de San Pablo, el arquitecto Carlos Velasco construyó el Teatro Lara, llamado así por ser su dueño y empresario el opulento financiero Cándido Lara, y que por su coqueta decoración era también conocido como la "bombonera de don Cándido". Luego, en 1916, Pedro Mathet lo reformó, introduciendo un cierto aire "art noveau". Es uno de los escasos locales teatrales del siglo XIX que han sobrevivido, con la curiosidad de estar integrado en un edificio de viviendas. La sala, reducida, con un pequeño patio de butacas, varias plateas, dos pisos de palcos y un anfiteatro en lo más alto, ocupa el patio interior del inmueble. Y los tres vestíbulos de la entrada, que aíslan del ruido callejero, la planta baja del mismo. La primera compañía que actuó en el Lara —don Cándido siempre quiso lo mejor— estaba integrada nada menos que por Julián Romea, Antonio Riquelme, Balbina Valverde, Jerónima Llorente, Dolores Abril y Pedro Ruiz Arana. En él se estrenaron obras de tan clamoroso éxito como Los intereses creados, de Jacinto Benavente; La señorita de Trévelez, de Carlos Arniches; Cancionero, de los hermanos Álvarez Quintero; Tararí, de Valentín Andrés; La muralla, de Joaquín Calvo Sotelo, y María, la viuda, de Eduardo Marquina. En los años ochenta del pasado siglo, negros nubarrones se cernieron sobre el Lara, que cerró sus puertas y a punto estuvo de ser abatido por la piqueta. Todo aquello pasó afortunadamente, y desde 1995 abre de nuevo sus puertas al público. El Lara luce ahora tal y como lo hizo el día de su inauguración en 1880; con las mismas butacas de piel y similar decoración y mobiliario, todo fruto de una admirable labor de restauración o de reproducción. Han respetado incluso los asientos de la "clac" —el único teatro que las conserva en Madrid—, con respaldo recto y sin nada para apoyar los brazos. Y se ha recuperado el parnasillo, salón utilizado por el director y actores para leer la obra a representar y comentarla. Más arriba, en el nº 39 de la misma Corredera Baja, había otra sala, el Cine Cervantes, construido en 1910 sobre el solar donde antes estuvo un barracón de madera para proyecciones cinematográficas y espectáculos de variedades. Dedicado desde un primer momento a teatro con el nombre de Salón Nacional, nunca tuvo el éxito del cercano Lara, por lo que su propietario, el marqués de Amboage, decidió reformarlo, con acierto y buen gusto, y ceder su dirección al primer actor Ricardo Simó Raso, con lo que aseguró los "llenos" durante varias temporadas. En él estrenaron, entre otros, Muñoz Seca (Trampa y cartón) y los hermanos álvarez Quintero (Fortunata). Una bomba durante la guerra civil de 1936 destruyó el local, y al ser reconstruido hacia 1943, quedó convertido en sala de cine. Este Cine Cervantes, casi pegadito con la institución pía de la Santa Hermandad del Refugio y la iglesia de San Antonio de los Alemanes, tenía más que ver con el diablo que con Dios. En 1982, en un país posfranquista, ávido de darse un atracón de exuberancia sexual, pasó a engrosar las salas de proyección de películas X. Hubo en Madrid hasta quince de estos cines dedicados al porno. Éste de la Corredera era una rara avis que a nadie estorbaba en la curiosa mezcla que es la calle. Los títulos de las películas, eso sí, eran de lo más sugerente. Cerró en 2012.
En la confluencia de la Corredera Baja de San Pablo y la calle de la Puebla, se encuentra San Antonio de los Alemanes, iglesia que perteneció al Real Hospital para Enfermos Portugueses, fundado por Felipe III en 1606, cuando Portugal pertenecía a la Corona española. Luego pasaría a ser de alemanes en 1688, en tiempos de Carlos II. En 1702, iglesia y hospital serían entregados por Felipe V a la Hermandad del Refugio, la de la famosa "Ronda del pan y el huevo", dedicada a la caridad y beneficencia. El templo, terminado en 1633, y que se puso bajo la advocación de San Antonio de Padua, obedece a los planos de Gómez de Mora, ejecutados por el maestro de obras Francisco Seseña. En 1972 fue declarado monumento Nacional. En el exterior, reformado en 1888 por Antonio Ruiz Salces, sobresale la sencilla pero elegante portada de granito, con una hornacina en la parte superior que contiene la escultura de San Antonio de Padua, de Manuel Pereira. Por un pequeño atrio, en el que se ha sustituido la puerta interior por una mampara de cristal, se pasa al templo, que es de planta elíptica, cubierta con una gran bóveda oval sin linterna que descansa en una cornisa. El primitivo retablo mayor, que se hizo en tiempos de Felipe IV, fue destruido por el fuego. En su lugar se puso el actual, en mármol, de Miguel Hernández, en estilo barroco muy académico, que contiene la figura de San Antonio, también de Manuel Pereira, perteneciente al antiguo. En seis retablos simétricos, tres a cada lado, hay estimables pinturas. En el lado izquierdo, Santa Isabel de Portugal, de Caxés (1631); San Carlos Borromeo (s. XVII), posiblemente de Ricci, y la Trinidad (finales del s. XVII), atribuida a Ruiz de la Iglesia. En el derecho, el Calvario y Santa Ana, ambas realizadas por Lucas Jordán en 1694, y Santa Engracia, de Caxés. Delante de estos retablos hay altarcitos con pequeñas imágenes, casi todas del siglo XVIII, muy curiosas y de interés. Pero lo fabuloso de esta iglesia, con casi nula presencia de detalles arquitectónicos, es la portentosa y barroca decoración que la cubre por completo, casi escenográfica, apabullante, realizada con pinturas murales al fresco por Carreño, Ricci y luego Lucas Jordán, y por lo que es considerada como la capilla sixtina madrileña. En la parte inferior, entre los altares, hay una serie de figuras sedentes de reyes declarados santos, pintadas por Lucas Jordán: Esteban de Hungría, Luis de Francia, el emperador Enrique de Alemania y su esposa Cunegunda, Edita de Inglaterra, Fernando de Castilla y León, Hermenegildo de Sevilla y el príncipe Hermenerico de Hungría. De Francisco Ruiz de la Iglesia, pintados a principios del siglo XVIII, son los exuberantes medallones que adornan la parte superior de los retablos, con los retratos de Felipe III, Felipe IV, Carlos II, Mariana de Austria, Gabriela de Saboya y Mariana de Neoburgo, patrocinadores del hospital. Más en alto, de Lucas Jordán son las alegorías de diferentes virtudes, entre ángeles, y los imaginarios tapices con escenas de la vida de San Antonio. En la bóveda están los magníficos frescos de Carreño, ayudado por Ricci, y retocados y con algún añadido posterior de Lucas Jordán. En primer término, sobre la cornisa, aparecen los excelentes retratos de santos portugueses entre arquitecturas fingidas: Gonzalo de Amaranto, Sabina, Irene de Santarem, Dámaso, Fructuoso, Julia, Beatriz de Silva y Amador de Motsatso. Y en lo alto, lo más grandioso, obra maestra de Carreño, la representación en una única escena de la Gloria, con el símbolo del Padre Eterno y la Virgen con el Niño apareciéndose a San Antonio, todo rodeado de nubes y ángeles.
La Santa, Pontificia y Real Hermandad del Refugio y Piedad de Madrid fue fundada en 1615 por el padre Bernardino de Antequera, jesuita, ayudado por don Pedro Lasso de la Vega y don Juan Jerónimo Serra, y tuvo su primera sede en el Albergue de San Lorenzo, entre las calles de Toledo y de la Arganzuela. Luego, en 1702, Felipe V les entregaría para su custodia y administración el Real Hospital de San Antonio de los Alemanes, en la manzana situada entre la Corredera y las calles de la Puebla y de la Ballesta, que pasó a ser el asiento definitivo. Protegido por la Hermandad del Refugio, y para recoger niñas huérfanas y desvalidas, se fundó en 1651 el colegio de la Purísima Concepción, instalado al principio en la calle del Marqués de Santa Ana. En la actualidad, este antiguo centro de enseñanza, dirigido pedagógicamente por la Compañía de Santa Teresa de Jesús desde 1889, y que tiene su entrada por la calle de la Puebla, acoge con carácter normal y abierto a niños y niñas del barrio e imparte Enseñanza Primaria y Secundaria. También está clasificado como escuela de Educación Infantil. Los fines de la Hermandad del Refugio consistían en recoger a los menesterosos de ambos sexos y de cualquier edad o condición, para darles alimento y cobijo, por lo que organizaban la famosa "Ronda del pan y el huevo". Estaba integrada esta ronda por varios hermanos, uno de ellos sacerdote, que se nombraban por turnos cada semana, y que eran acompañados de numerosos criados provistos de faroles, camillas, sillas de mano y banastas de mimbre con pan y huevos duros. Ataviados con una vestimenta espectacular (chupas bordadas a realce, sombrero de ancha ala y capas granas; con el aditamento de una coqueta coleta rubia y provistos de verduguillos de acero), los ronderos, al toque de campanillas para anunciar su misión, buscaban en la noche a los mendigos y les entregaban un trozo de buen pan y dos huevos duros. Los enfermos eran transportados a la hospedería, en la Corredera, para su mejor cuidado, y también se asistía a los heridos y se recogía a los moribundos. Toda esta actividad caritativa era muy estimada por la población, siendo la Hermandad del Refugio muy "bien mirada", ya que todos pensaban que acaso algún día pudiera serles útil. Los famosos huevos procedían de la caridad de los madrileños, que todos los días acudían y hacían largas colas en la Corredera para entregarlos; pero no se aceptaba cualquier cosa, ya que un empleado, con un calibrador y una célebre cantinela (si pasa, no pasa; si no pasa, pasa), sólo recogía los gordos y hermosos. Con los años, la actividad de la "Ronda del Pan y el huevo" fue languideciendo, adoptándose en el siglo XIX la costumbre de recibir en el Refugio a los pobres que deseaban cenar y pasar la noche. A la mañana siguiente se les entregaba el panecillo y los dos huevos duros como en los primeros tiempos. Hoy, persiste la gran obra de beneficencia del Refugio. Sostiene la Residencia Nuestra Señora del Refugio para personas mayores, justo enfrente, en la esquina con la calle del Pez, y sobre todo alimenta a multitud de indigentes que todos los días acuden a sus puertas. Se prepara cena caliente para unas noventa personas, atendiendo a españoles y extranjeros sin ninguna discriminación, y a los que no alcanzan plaza en el comedor se les da una bolsa con un bocadillo, un paquete de galletas y fruta, además de un vaso de leche caliente. SAN ILDEFONSO Como en el siglo XVII el número de feligreses de la desaparecida parroquia y también convento de San Martín (en la plaza del mismo nombre) había crecido enormemente, fue necesario crear los templos filiales de San Ildefonso y de San Marcos, que pasaron a ser parroquias independientes en la época de la desamortización de Mendizábal, cuando San Martín fue exclaustrado. Aquella primitiva iglesia de San Ildefonso, en la Corredera, construida en 1629, debió tener unas trazas bastante modestas, aunque ya tuvo cuadros de Vicente Carducho y de Carreño. En el plano de Texeira de 1656 aparece una iglesia posterior, con tres naves, tipo basilical, que debió hacerse ampliando la primitiva, y que se mantuvo en pie hasta 1809, año en el que José Bonaparte ordenó que se derribara para la formación de una plaza que aliviara así el complejo entramado de calles de los alrededores. No se salió con la suya el rey intruso, pues en 1827, con proyecto del arquitecto Juan Antonio Cuervo, se construyó otra nueva, que no podemos decir que sea la actual, al no habernos llegado totalmente íntegra. Poco tiempo después, en 1832, sufrió un incendio en la zona de los pies, siendo imposible recuperar la fachada, situación que se aprovechó para retranquearla por esa parte, formándose de esta manera la plazuela que pensara el rey francés, plazuela que sería ampliada a finales de los años sesenta del siglo pasado, al ser derribado el mercado adosado al lateral de la iglesia. En 1936, durante la guerra civil, fue incendiada y quedó muy dañada, perdiéndose muchos de sus retablos e imágenes. Después, en 1940, se iniciarían las obras para volver a recomponerla. En el exterior del templo, sencillo, destacan las dos torres, con campanarios provistos de balcones volados y enrejados, la de la derecha con un antiguo reloj, que dan guardia a un frente desnudo a excepción de un modesto rosetón. En el interior, de planta de cruz griega, pero con capillas que prolongan sus tres naves, una serie de pilastras de orden jónico abrazan el ábside y sustentan una cornisa por todo el recinto. En el crucero se levanta la cúpula, sobre pechinas. El presbiterio lo preside, en un retablo neoclásico, un relieve con un pasaje de la vida de San Ildefonso, del siglo XVII, restaurado luego por Mariano Bellver en 1861. San Ildefonso, que nació en Toledo en el año 606, estudió Teología y Filosofía en Sevilla, junto a San Isidoro. Ordenado sacerdote, siempre fomentó el culto a la Virgen, especialmente a su Inmaculada Concepción. En el año 657 fue nombrado arzobispo de Toledo. El pasaje milagroso de su vida que recoge el relieve del presbiterio ocurrió en la catedral de Toledo, el día de la fiesta de la Expectación del Parto, cuando encontró a la Virgen sentada en su silla episcopal esperándole para imponerle una casulla, para que revestido de ella celebrase todas las fiestas consagradas a su nombre. Repartidas por el templo hay algunas imágenes que destacamos: una Soledad, del siglo XVII; Ntra. Sra. del Carmen, San Nicolás y un San José, las tres del siglo XVIII; Ntra. Sra. de la Salud, talla de vestir del s. XIX, y un Jesús Nazareno, en la capilla de la derecha, a los pies, muy veneradísimo. Especial interés tienen un Cristo de la Misericordia, del s. XVII, en el crucero, a la derecha, acompañado de una Dolorosa de XIX, y, sobre todo, la valiosísima escultura de San Antonio de Padua, del siglo XVIII, obra de Francisco Vergara el Mozo. En 2016, la iglesia de San Ildefonso también asumió la titularidad parroquial de los Santos Justo y Pastor, que desde 1891 había estado en la cercana iglesia de Maravillas, en la calle del Dos de Mayo, y que tuvo su fundación, por el siglo XIII, en la antigua iglesia de San Justo (ahora y renovada basílica de San Miguel), en la calle de San Justo. La iglesia de la plaza de San Ildefonso es, pues, actualmente, Parroquia de San Ildefonso y de los Santos Justo y Pastor. Y, naturalmente, las imágenes de los santos niños Justo y Pastor trasladadas desde Maravillas a San Ildefonso, y colocadas en la parte alta del retablo mayor, a ambos lados del relieve de san Ildefonso. MERCADO DE SAN ILDEFONSO Construido en 1835 por Lucio Olavarrieta junto a la iglesia de San Ildefonso, con muy buenas trazas arquitectónicas, fue el primer mercado cubierto que se hizo en Madrid, causando gran admiración entre el vecindario, acostumbrado a los clásicos cajones, tinglados y tenderetes que se utilizaban en los instalados al aire libre. El edificio, de planta cuadrada, sólo constaba de un piso y su interior se organizaba mediante dos calles cruzadas perpendicularmente rematadas por sendas entradas, tan pequeñas que no eran capaces de evitar la aglomeración de las horas más concurridas. El reducido espacio era aprovechado al máximo. Los pequeños negocios se distribuían por el interior del recinto, separados unos de otros por delgados tabiques, y por el exterior en diminutas tiendas instaladas en la misma fachada, mirando a la calle. Al final de los años sesenta del siglo XX, ya bastante deteriorado y sin ninguna intención ni ánimo por parte del Ayuntamiento en repararlo, fue finalmente derribado, por lo que las vecinas y vecinos de este antiguo cogollito de la Villa se vieron obligados a cruzar su natural frontera, la calle de Fuencarral, en busca del entonces nuevo Mercado de Barceló, o a conformarse con los pequeños establecimientos de alimentación de la Corredera. Se perdió así una de las estampas típicas del barrio de Maravillas. El solar sirvió —eso sí— para descongestionar la zona y ampliar la plazuela. Por los años veinte del siglo pasado tuvo el Mercado de San Ildefonso su máximo esplendor y rivalizó con el mítico de la Cebada. La actividad empezaba con la amanecida, cuando llegaban los vendedores y los carros que transportaban la carne, el pescado, las frutas y las hortalizas. Y como el espacio del interior era reducidísimo, muchos eran los puestos que se instalaban en las aceras de los alrededores, ocupando la Corredera, la calle del Espíritu Santo y varias de las adyacentes. La bullanga y el trajín en horas de mercado por toda aquella zona eran tremendos. Don Benito Pérez Galdós, enamorado de estas calles, en palabras de Máximo, protagonista de su novela El amigo Manso, nos dice: "Tres años hace que vivo en la calle del Espíritu Santo, donde no falta ningún desagradable ruido, pero me he acostumbrado a trabajar entre el bullicio del mercado, y aún parece que el grito de las verduleras me estimula en la meditación". Algunos días se alteraba el normal quehacer del mercado. Era, primero, un grito que sobresalía entre el alboroto: "¡Que viene la Chata!"; luego, el aparecer lento de su coche. La Chata era la muy queridísima por los madrileños infanta Isabel Francisca de Borbón, hija de Isabel II y tía carnal de Alfonso XIII. Todo era exuberante en la infanta, menos su nariz —incomprensible en un Borbón—, causa del cariñoso apodo popular. Las vendedoras de la Corredera, llenas de júbilo, se abalanzaban sobre su coche y lo llenaban de hortalizas y de flores, mientras los hombres la piropeaban. Después, con más de una carta de petición entre las manos, que ella misma se encargaba de defender ante su real sobrino, proseguía el camino hacia su casa, un palacete en la calle de Quintana. El bullicio del mercado daba pie a que alrededor merodearan los tipos más peculiares que la mente humana pueda imaginar, desde los pobres mendigando una limosna, hasta la mujer que sorteaba mediante una baraja de cartas unos litros de aceite, unas conservas, unos pollos o un cordero. Al mismo tiempo, algún ladrón aprovechaba el regateo entre compradoras y vendedoras para limpiar el bolsillo a las primeras. Y eran también habituales las discusiones, que alguna vez llegaban a ser peleas, entre las verduleras o fruteras por la disputa de algún cliente. Era tan célebre aquel mercado callejero, que hasta quiso pasarse por él un toro de lidia. El hecho ocurrió el 23 de enero de 1928, cuando de una manada del ganadero Luis Bermúdez, conducida por la ribera del río Manzanares, un astado negro, enorme y desarrollado de pitones, en unión de una vaca, escaparon de las manos de sus cuidadores y llegaron a las calles de la capital. En la plaza de España empezaron a surgir los lidiadores espontáneos, en tanto que otros viandantes emprendían la fuga. La alarma cundía por momentos e iba adquiriendo intensidad, hasta el punto de que al paso de los cornúpetas se cerraban los comercios y los portales y aceleraban el paso los vehículos. Y de allí, por la calle de Leganitos, donde una anciana mujer fue corneada, así como las personas que intentaron socorrerla, se dirigieron a la Corredera Alta de San Pablo e hicieron su entrada cuando más concurrido era el mercado. El pánico fue colosal: vendedores y compradoras corrían en todas direcciones; hubo caídas atropellos, embestidas... y heridos; vituallas por los suelos, que se ofrecían a la voracidad de los dos animales, y muchos tenderetes derribados. Dicen que engulleron algunos plátanos y que gustaron de las excelencias de unos repollos y otras hortalizas, y que una vez saciado su apetito y descansado un buen rato en la esquina de la calle de la Palma, se dedicaron a recorrer de nuevo la Corredera. Eran los once de la mañana cuando hicieron su aparición en la avenida del Conde Peñalver, nombre del tramo de la Gran Vía entre Alcalá y la Red de San Luis en aquellos años. Y dio la casualidad que pasaba por allí el matador Diego de Mazquiarán, apodado El Fortuna, que se quitó el abrigo y estuvo toreando a la res. Finalizada la faena "de abrigo", el torero pidió que alguien subiera a su casa, en la cercana calle de Valverde, y le trajera el estoque, con el que mató al toro limpiamente de una sola estocada. La multitud allí agolpada sacó sus pañuelos blancos, como suele ser tradición tras una buena faena, lo llevaron a hombros hasta la calle de Alcalá y pidieron que le fuera otorgada la Cruz de la Beneficencia, petición que fue cumplida. Hoy la plaza de San Ildefonso, por muchos conocida como la plaza de Grial por un popular bar de copas que allí hubo durante años, es un sitio muy concurrido en cuanto un rayo de sol asoma por la terraza de un local situado al fondo. El suelo también sirve de acomodo para la gente, que charla animadamente mientras apura una lata de cerveza o practica el botellón. De alguna manera el lugar ha recuperado el bullicio y la variedad de paisanaje que debió tener en los tiempos del mercado. ULTRAMARINOS Y COLONIALES A la sombra del desaparecido mercado de la plaza de San Ildefonso, la Corredera y las calles adyacentes, sobre todo la del Espíritu Santo, eran una sucesión continua de puestos de verdura, frutas y pescados, que convivían en perfecta armonía con los comercios establecidos de fijo, constituidos principalmente por abacerías, tahonas, carnicerías y tiendas de comestibles, las de ultramarinos y coloniales de toda la vida. Desaparecieron los primeros, obligados por las autoridades municipales, y de los segundos ya van quedando pocos, enfrentados en una desigual competencia con las medianas y grandes superficies comerciales, pero que aquí en Maravillas y más en la Corredera siguen en pie de guerra, con una envidiable renqueante salud, sin tener perdida totalmente la batalla. Las entrañables tiendas de ultramarinos y coloniales nacieron a mediados del siglo XIX, fruto del comercio con las colonias americanas; proliferaron tras la pérdida de Cuba en 1898, cuando muchos españoles regresaron de la isla caribeña, y conocieron su esplendor a principios del siglo pasado, convirtiéndose sus repletos anaqueles en auténticos símbolos de opulencia y lujo alimentarios, tema común de sueños obsesivos e imposibles de cientos de ciudadanos en épocas de penuria. Aunque se comerciaba con algunos productos de ultramar, como cacao, café, especias y bacalao, y también con vinos envasados, licores, ¡champán! y otras exquisiteces, el grueso de la oferta estaba formado por productos autóctonos de la tierra: harina, garbanzos, lentejas, judías, arroz..., que se vendían a granel, directamente de grandes sacos, además de todo tipo de embutidos, jamones, quesos, conservas y aceite, que de grandes zafras pasaba a una especie de ingenio con grifo en el mostrador. A granel se vendían igualmente las sardinas en aceite "puro de oliva" (las sardinetas) —no recuerdo haber probado después otras tan buenas como aquellas—, el tomate en conserva y el riquísimo escabeche de bonito, para lo cual era necesario llevar un plato o tazón si queríamos que nos echaran el "caldillo". Don Benito Pérez Galdós pago con el mote de "garbancero" su fascinación por estos comercios de ultramarinos. En palabras de Máximo, protagonista de su novela El amigo Manso, en el capítulo veintiuno nos dice: "Siempre que pasaba por la Corredera y por la tienda de que soy parroquiano se me iban los ojos al gran saco de garbanzos colocado en la puerta, y no por verlos crudos se me antojaban menos sabrosos”. Posiblemente don Benito también se sintió fascinado —sí desde luego el que suscribe— por aquellas vistosas y pintureras latas de carne de membrillo, utilizadas luego en casi todas las casas como cajas de costura o para guardar fotografías o tarjetas postales; por las sardinas de cuba —¡qué ricas!—, perfectamente distribuidas y alineadas en sus barricas; por las cajas de galletas surtidas, con sus papeles de "platilla"; por las tabletas de chocolate, que siempre iban acompañadas de cromos para nuestras colecciones infantiles, y —¡cómo no!— por aquellos inmensos botellones horizontales llenos de caramelos. Muchos son los recuerdos de niñez asociados a aquellas tiendas de ultramarinos: el mostrador de mármol macizo, tremendamente alto, que nos impedía ver los secretos que tras él se encerraba; la balanza de pesar, la máquina de moler café y la caja registradora, ingeniosos y enormes artefactos para nuestros atónitos ojos; el terrible espadón de la guillotina para cortar el bacalao, cuya rapidez y soltura de manejo provocaba en nosotros más de una convulsión; la pila de papel de estraza sobre el mostrador, con el que hacían unos envoltorios asombrosamente perfectos, y los tenderos, siempre con un inmenso mandil blanco hasta los pies y un lapicero en la oreja, con el que hacían las cuentas más rápidas que yo he visto en mi vida, de común anotadas en los mismos paquetes. Pocas son las antiguas tiendas de ultramarinos que subsisten, un negocio hoy acaparado por los chinos, que al menos han conservado algunas de ellas y, con muy ligeros cambios, mantenido sus bellas fachadas y rotulación. Algunas también resisten en su estructura exterior, aunque con cambio de negocio, generalmente boutiques o similares. Es de agradecer el buen gusto de sus nuevos propietarios.
Nació el cuerpo de serenos el 12 de abril de 1765, reinando Carlos III, pero no se implantó totalmente en Madrid hasta 1797, al mismo tiempo que se nombraba a don Esteban Dolz de Castellar "cabezón" o jefe de serenos. Para optar al cuerpo se exigía robustez, agilidad, cinco pies como mínimo de estatura, no ser menor de veinte años ni mayor de cuarenta, tener clara la voz, saber leer y escribir, ser de conducta intachable y jurar adhesión al Gobierno Real de S.M. En los primeros tiempos, el Ayuntamiento les proporcionaba el llamado uniforme de gala: uno de verano, consistente en levita de paño fuerte con cuello rojo, y otro de invierno, que incorporaba una esclavina larga. Se tocaban también con un sombrero de charol de media chistera. El uniforme habitual, estampa castiza que se pudo contemplar durante muchos años, se componía simplemente de bata gris, gorra y amplio cinturón de cuero para sujetar el manojo de llaves, con el acompañamiento del chuzo (palo de madera con pica de hierro en la punta), sustituido luego por una simple porra de madera, del farol y del pito.             Su principal misión, con carácter de agente de la autoridad, era "rondar de noche por las calles que constituyen su vereda, velando por la seguridad de las personas y las cosas". Estaban obligados además a abrir los portales a los vecinos olvidadizos y a dar la hora, expresando el estado del tiempo según su buen saber y entender: "¡Las cuatro en punto y lloviendo!" Con los años, los serenos se fueron convirtiendo en los reyes de la noche, cada uno en la calle o calles que tenían encomendadas, y a las labores reglamentarias añadieron por su cuenta la de auxiliar a los desvalidos, ser confidentes de noctámbulos, recaderos de botica, conciliadores en pendencias amorosas o riñas conyugales, celadores del sueño y, si fuera menester, actuar de "comadrones". Siempre se aseguró que la mayoría de los serenos de Madrid eran de la localidad asturiana de Cangas de Narcea y, el resto, de Orense. Sí es cierto que muchos tenían el inconfundible acento asturiano —de esa procedencia era el de la Corredera, y también el de Fuencarral y Churruca—, y que a la hora de jubilarse siempre buscaban como sustituto a un pariente o paisano de confianza, con lo que el monopolio para esta casta quedaba asegurado. —¡Sereno...! —¡Va! Durante mucho tiempo, el reclamo y la respuesta se convirtieron en el sonido de la noche de Madrid, junto con el golpear rítmico y acompasado del chuzo contra el suelo, sonido que inspiraba confianza.                     En 1955 se introdujeron algunos cambios en la vestimenta, como la sustitución del guardapolvo por un capote gris. Y dejaron de cantar las horas y el tiempo. De las propinas generosas de los madrileños vivieron los serenos, que nunca tuvieron garantías sociales ni sueldo fijo. Pero alguien, en 1976, se empeño en una lucha imposible para conseguir que formaran parte de la plantilla del Ayuntamiento como vigilantes nocturnos, tratando así de solucionar su precaria situación. Lo único que consiguió fue provocar su desaparición. En 1986, de nuevo el Ayuntamiento hizo volver los serenos a las calles del centro de la ciudad, en plan experimental, provistos de transmisor, silbato, porra de goma y spray defensor; pero fue el canto del cisne, ya que eran otros tiempos y la noche necesitaba de otros sistemas y de otro tipo de vigilantes distintos a esas figuras nostálgicas y románticas de los serenos. —¡Sereno...! ...Y ya nadie contesta.
Desde la Corredera Alta de San Pablo a San Bernardo, va esta calle, que ya aparece en el plano de Texeira de 1656 con el nombre de Cruz del Espíritu Santo. Dicho nombre se debió a que en un lugar de esta calle, en tiempos de Felipe III, vivían hacinadas en casuchas gentes de mal vivir, entre ellos algunos moriscos. Un día, tercero de Pascua, cayó sobre las viviendas un rayo, sin llover ni haber tormenta, que las redujo a cenizas y acabó con varios de sus moradores. Se vio en el hecho un signo de la voluntad de Dios, y en su recuerdo se erigió una cruz de piedra con una paloma en su centro, representando al Espíritu Santo. Al parecer, la cruz se conservó hasta 1820. También se cuenta, que una noche, allá por 1639, Felipe IV, acompañado de don Luis de Haro y don Agustín Mejía trataron de espiar a ciertos cortesanos que se reunían a conspirar en el palacio de Monteleón (en la actual plaza del Dos de Mayo), y que a la vuelta, cuando se dirigían a una mancebía en la calle del Espíritu Santo, fueron atacados por unos espadachines, sin duda comprados por los propios desleales. El rey sufrió una terrible estocada, cuya rápida curación se atribuyó a la intercesión milagrosa de la Virgen de Maravillas. Durante años, los primeros tramos de la castiza calle del Espíritu Santo y el final de la Corredera, se convertían a diario en mercado bullanguero de frutas, verduras, carnes y pescados al aire libre. En 1835 se construyó un mercado de madera junto a la iglesia de San Ildefonso —el primero cubierto que se hizo en Madrid—, pero su reducido tamaño resultó insuficiente y continuó el mercado callejero. Desde la calle de San Andrés hasta la Corredera había cinco o seis tiendas de ultramarinos, unas siete pescaderías, otras cinco o seis carnicerías, pollerías… Todos sacaban los puestos a la misma calle. El griterío y el bullicio proseguían los domingos, pues en un pequeño ensanche en la desembocadura de la calle de San Andrés con la del Espíritu Santo —el mismo decorado pero con distintos actuantes—, se instalaba el Rastrillo de Maravillas, miniatura del Rastro madrileño, y cuya importancia y espacio aumentó cuando, en 1923, al ser derribadas unas casas al final de la calle del Tesoro, se formó la actual placita. Su nombre primero fue plaza del Espíritu Santo, aunque los vecinos se empeñaban en llamarla plaza del Rastrillo, y en 1969 se cambió por el nombre de Juan Pujol, periodista murciano, director de Informaciones y fundador del diario Madrid, Y para muchos jóvenes fue durante años y es plaza del Madroño, por un bar allí existente. Al Rastrillo iban a parar todos los utensilios, muebles, ropas y cachivaches averiados con el tiempo, castigados por la fortuna o, acaso —de esto nunca falta—, substraídos por el ingenio o por la fuerza a sus dueños. Allí, comerciantes y artesanos de todo tipo —no faltaban tampoco las fritangas de gallinejas y las vendedoras de callos— instalaban sus tinglados para ofrecer sus mercancías o sus diversas mañas y destrezas: quincalleros, chamarileros, traperos y ropavejeros, guarnicioneros, latoneros y hojalateros, cuberos, pañeros, esparteros, alfareros, lañadores y, también, colchoneros, que se ofrecían para arreglar somieres o varear la lana. El personal, todos en busca de alguna ganga o chiripa, era abigarrado y heterogéneo: vecinos del barrio y de los alrededores, curiosos, mirones, isidros, castizos, despistados y algún comprador de lotes al por mayor; junto con los vendedores, enfrascados todos, con su hablar chulesco, en el ritual del regateo y del cambalache, nos parecerían hoy personajes de sainete o de zarzuela. En el año 1968, tras la construcción del mercado de Barceló y el derribo del mercado de madera de San Ildefonso, fue prohibida la instalación de los puestos ambulantes. El Rastrillo, aunque siguió poniéndose durante algún tiempo, poco a poco fue languideciendo. Hoy, la calle Espíritu Santo forma parte del entramado madrileño de callejuelas típicas, en el que se mezclan los locales afines a la movida malasañera con otros comercios casi centenarios. Desaparecieron, entre otros, la histórica Tahona del Mico y el comercio de tejidos y ropa de cama y mesa Aguirre, ambos en las esquinas con la Corredera; una pequeña papelería en número 1, que también cambiaba novelas; la zapatería y alpargatería del nº 11, esquina a la calle de Jesús del Valle; la antiquísima ferretería en la otra esquina de esta misma calle, que tuvimos la suerte de ver inmortalizada en una serie televisiva; el bar Encarnación y una antigua imprenta, donde se dice que Pablo Iglesias imprimía clandestinamente sus panfletos en los primeros años del socialismo, en el 17, en un edificio que se cayó de viejo y no fue reconstruido, justo en la plaza de Juan Pujol; la pescadería La Ría de Arosa, en el 28, abierta en 1932; Radio Gorines, en el 30, pequeño establecimiento de reparación de radios y de suministros eléctricos inaugurado en 1927; el Cine Dos de Mayo, de sesión continua, en el 32, que acabó sus días por culpa de un incendio, y la tienda de ultramarinos esquina con la calle de Santa Lucía, en un edificio ahora rehabilitado que llama poderosamente la atención por su rabioso color azul. El tramo final de esta calle, desde la de Santa Lucia a la de San Bernardo, con fuerte pendiente de bajada y casi nulo movimiento comercial, a diferencia de lo que ocurre en la primera parte, está dominado en su totalidad en la acera derecha por las tapias y muros del palacio de Parcent, que tiene su entrada principal por San Bernardo. En el portal del número 23 se encontró muerto por sobredosis, el 17 de noviembre de 1999, a Enrique Urquijo, cantante, compositor y líder del grupo musical Los Secretos. Junto a sus hermanos fue personaje clave de la movida musical de los 80, que tuvo como epicentro a Malasaña. Los temas que compuso forman parte de la memoria cultural de varias generaciones de españoles.
Esta calle, entre la del Pez y la del Espíritu Santo, toma su nombre de las cinco pozas para el riego de una hacienda que por este paraje tenía el eclesiástico don Diego Enríquez, de noble linaje. También disponía la posesión de una fuente de finísimas aguas (no en vano la parte final y más ancha de la calle del Pez se llamó hasta finales del XVIII de la Fuente del Cura) con diferentes juegos de surtidores, que se mostraban al público en el día de San Juan. Al trasladar Felipe II la corte a Madrid, el ayuntamiento de la Villa compro y urbanizó estos terrenos, al parecer con poco presupuesto, ya que no se hizo ningún desmonte y la calle, como todas las aledañas, se muestra gibosa y presenta fuertes subidas y bajadas en su rasante. A la calle de Pozas da la parte trasera, concretamente los jardines, del palacio de los Bauer (con entrada por San Bernardo), familia de banqueros judíos que fueron representantes en España de la Banca Rothschild hasta el crac financiero de 1929. Actualmente es sede de la Escuela Superior de Canto. Y abre desde principios de 2010, en lo que fue sede y dispensario médico de la Primera Asamblea de la Cruz Roja de Madrid, y luego Cruz Roja de la Juventud, el Centro Pozas 14, un nuevo espacio cultural y social puesto en marcha por la institución humanitaria. Su objetivo es el de convertirse en un lugar de encuentro para los vecinos del barrio. En sus más de 2.000 metros cuadrados, distribuidos en cinco plantas, hay lugar para las exposiciones, la atención al inmigrante, actividades para niños, jóvenes y personas mayores, además de un espacio para el voluntariado. El edificio cuenta además con una cafetería y un par de terrazas, con espectaculares vistas de la zona. A mitad de la calle se abre una travesía del mismo nombre que permite asomarse a San Bernardo, justamente a la antigua Universidad Central, que convirtió estas calles en el siglo XIX y hasta la construcción de la Ciudad Universitaria por la zona de Moncloa en un barrio de letras. No es casualidad, por lo tanto, que en el número 12 de la calle Pozas estuviera la imprenta La Giralda, de donde salieron las obras de Benito Pérez Galdós. Unos años después, en los treinta, hubo otra famosa casa de libros en la calle, la librería El Estudiante. En el número 18 hay una placa donde se lee que allí murió Miguel Morayta Sagrario, catedrático de Historia en la Universidad y adalid de las libertades estudiantiles. Republicano, anticlerical infatigable y masón, perteneció al grupo de profesores expulsados en 1865 durante los sucesos conocidos como la Noche de San Daniel, en la que la guardia civil cargó con virulencia inusitada sobre los estudiantes y el pueblo madrileño, que se manifestaba en contra de la toma de posesión como rector del marqués de Zafra, sustituto designado del rector Montalván, que había dimitido por negarse a privar de su cátedra a Emilio Castelar. Casi nulo ambiente comercial tiene en la actualidad la calle de Pozas, en la que sólo destacamos el bar Ferrero, en el número 3, que mantiene su clientela vecinal por su cercanía a la bulliciosa calle del Pez. Esquina a esta calle desapareció —incomprensiblemente por el negocio que se le juzgaba— una apreciadísima tienda especializada en objetos de latón, un local "de culto" para los que amamos estos comercios antiguos, y cuya pérdida supuso para el que subscribe un terrible disgusto. Lo malo es que va siendo práctica casi habitual. Debería decretarse una ley que amparase a estos locales, o al menos que obligara a mantener y restaurar su aspecto exterior —y si merece la pena, el interior— aunque cambiara de dueño o de actividad. CALLE DE LAS MINAS Por la fuerte pendiente de esta calle, cuya numeración empieza en la del Pez y acaba en la del Espíritu Santo, discurría antiguamente el arroyo Matalobos, cercano ya al bosque de Amaniel. Y había un puente que lo cruzaba, que en tiempos de Pedro I, rey de Castilla y León, fue derribado por las tropas de su hermano bastardo don Enrique cuando bloquearon la villa de Madrid en las luchas fratricidas por usurparle la corona. Todo concluyó en la noche del 23 de marzo de 1369, cerca del castillo de Montiel (C. Real), cuando Pedro I, tras ser derrotado, acudió a la tienda de don Enrique con el propósito de entablar negociaciones. Allí, alevosamente, fue asesinado. Con Enrique empezaría a reinar en el trono castellano-leonés la nueva dinastía de los Trastámara. Y al parecer, bajo los arcos del derruido puente, quedaron al descubierto tres minas que servían de refugio a un grupo de malhechores que asaltaban a los caminantes. Éste fue el origen del nombre de esta calle que por aquí, pasados los años, fue trazada. Como todas las aledañas, la calle de las Minas se mantiene como un rincón escondido por el que se haya anclado el tiempo. No parece Madrid, o al menos el Madrid bullicioso de las tan cercanas San Bernardo o la Gran Vía. Pero sí ha sufrido el cierre de muchos de sus locales tradicionales, de tal manera que se está quedando prácticamente sin tiendas. Desaparecieron, entre otras: La Dalia, un herbolario muy popular, en la esquina con la calle del Pez; La sastrería Falagán, en el número 6; una tahona, en el 12, y Casa Ángel, una taberna de las de siempre en donde se comía muy barato, en el 18, esquina a la calle del Tesoro. CALLE DEL TESORO Esta calle, de fuerte pendiente, empieza en la plaza de Juan Pujol y termina en la de Pozas. En el plano de Texeira de 1656, el tramo entre Santa Lucía y Pozas aparece con el nombre de Buena Viña. Se dice que en tiempos de Felipe VI, cavando las zanjas para los cimientos de unas casas, se descubrió un inmenso pozo, y en él unas vasijas de barro repletas de blancas de a ocho dineros, moneda de tiempos del reinado de Juan I, y que por esta razón fue llamada del Tesoro la calle. Existió hasta el siglo XIX otra calle del Tesoro en Madrid, junto al Palacio Real, derribada junto con otras del entorno en tiempos del reinado de José Bonaparte, para construir la plaza de Oriente, aunque ésta no se concluiría hasta 1841, con Isabel II. Se llamaba así porque allí estuvo, junto al antiguo Alcázar, la Casa del Tesoro, primitivo Ministerio de Hacienda con los Austrias. Mientras existió, a la calle que nos ocupa se le llamó del Tesoro Alto. CALLE DE CASTO PLASENCIA Desde la calle de las Minas hasta la del Marqués de Santa Ana, va ésta que nos ocupa, que antes era denominada como callejón de las Minas. En 1890 se puso el actual nombre de Casto Plasencia, pintor que nació en Cañizar (Guadalajara) en 1848 y murió en Madrid en 1890. Alcanzó gran renombre por su labor decorativa en la iglesia de San Francisco el Grande, donde son suyas la pintura de la cúpula sobre la capilla mayor, la bóveda del coro y el gran cuadro en la capilla de Carlos III, en el que hizo una alegoría de la Orden fundada por aquel monarca. Un curioso detalle es que Casto Plasencia tuvo su estudio en la calle Peninsular (actual de Malasaña), y allí también vivía Joaquín Dicenta, entonces un chico rubio y travieso que solía visitar al pintor y posar para él. Y precisamente en ese gran cuadro, Alegoría de la Orden de Carlos III, hay un angelote rubio que es el retrato del luego futuro dramaturgo. Se mantiene la calle, como todas sus aledañas, alejada del mundanal ruido, sin apenas tráfico, y sólo con el trajín diario de sus vecinos, la mayoría residentes de toda la vida. CALLE DEL MARQUÉS DE SANTA ANA Esta calle, que empieza en la de Pez y termina en la del Espíritu Santo, junto a la plaza de Juan Pujol, también de extremada pendiente como todas sus vecinas, era la antigua del Rubio, personaje muy relacionado con el famoso proceso de las monjas de San Placido, convento cercano con fachadas a las calles del Pez, Madera y San Roque, por donde tiene la entrada. Había por este lugar una finca que pertenecía a un hombre pelirrojo a quien llamaban el Rubio del Arrabal. Tenía un hijo, y también un nieto, todos con ese mismo color de pelo. Era el nieto un muchacho bastante espabilado, que estudiaba latinidad con el capellán de las benedictinas de San Plácido, fray Francisco García Calderón, que quedó como tutor suyo cuando las tierras del abuelo fueron expropiadas para ensanchar la ciudad por esta zona norte. Fue así, como a la calle por aquí trazada se la denominó del Rubio. Fray Francisco puso el caudal que recibió el menor en renta de pisos y otros efectos, y para que estudiara sin tocar su patrimonio, le hizo monaguillo del convento. Las monjas decían de él, por su color bermejo, que era la figura de Judas, afirmando que por su culpa se hallaban posesas del espíritu maligno. Sí parece que el muchacho secundaba los tejemanejes de su tutor, cuyos escándalos en aquel convento dieron lugar a un famoso proceso que condujo al capellán, a la priora y a varias monjas a la cárcel de la Inquisición de Toledo. Los hechos ocurrieron en 1627, cuatro años después de fundado el convento, cuando una de las monjas empezó a manifestarse en estado de exaltación y arrebato, de tal manera que fray Francisco la sometió a "especiales" rituales de exorcismo para expulsar al demonio de su cuerpo. En el mismo estado cayó a los pocos días otra monja. Luego, la misma priora y fundadora, doña Teresa Valle de la Cerda, y así hasta veintiséis de las treinta religiosas que lo habitaban, salvándose las cuatro restantes porque su avanzada edad o sus pocos atractivos físicos las hacían inmunes a los ataques de Lucifer. Resulta que las había convencido de que la mejor forma de sacar al diablo era teniendo relaciones carnales con él, y claro, acabo trajinándose a todas. Y no fue el único escándalo en San Plácido, pues en otro estuvo implicado el mismo rey Felipe IV, prendado de la belleza de una monja llamada Margarita, con la que mantuvo relaciones, y que contamos con más amplitud en la reseña que de este convento hacemos en la calle de San Roque. Se puso a esta calle el nombre de Marqués de Santa Ana en 1894, en honor a don Manuel María de Santa Ana, ilustre periodista nacido en Sevilla en 1820 y fallecido en Madrid en 1894. Trabajó al principio en el Eco del Comercio, y después de estrenar algunas obras dramáticas, fundó en 1848 varios periódicos: El Diablo Cojuelo, El Guardia Nacional, La Gacetilla, La Postdata y La Correspondencia Confidencial Santa Ana. En 1851 empezó a editar La Correspondencia Autógrafa en la calle de Preciados, y, en 1861, ya con el nombre de Correspondencia de España, y después de deambular por otras varias sedes, trasladó los talleres y redacción a la calle del Rubio, esquina a la de Casto Plasencia, donde permanecieron hasta 1875. En reconocimiento a su prolífica labor periodística le fue concedido el título de marqués de Santa Ana. Donde estuvo la redacción y talleres de la Correspondencia de España se abrió después una imprenta famosa, la de Regino Velasco, popular personaje que murió trágicamente en la Plaza de Toros de Madrid en 1921, cuando un toro saltó la barrera y él se encontraba allí como jefe de la dependencia. Tenía la exclusiva para imprimir todos los carteles y billetajes de los teatros de Madrid, así como las ediciones de las obras dramáticas recién estrenadas. Eran famosos sus almanaques de pared que regalaba como propaganda, en los que colaboraban desinteresadamente muchos autores. Y durante la Guerra Civil, hubo en esta imprenta, que continuaron sus sucesores, otra tragedia, pues durante un bombardeo cayó un obús y murieron muchas personas que allí se habían refugiado, sepultadas por los escombros. del Marqués de Santa Ana y de Casto Plasencia, tras caer un obus durante la Guerra Civil CALLE DE JESÚS DEL VALLE Va esta calle, con fuerte pendiente de subida, desde la del Pez a la del Espíritu Santo. En este paraje tenía una quinta de recreo don Juan López Lazárraga, contador de los Reyes Católicos y fundador de un convento en Oñate (Guipúzcoa), cuyas religiosas franciscanas le regalaron una pintura que representaba al Niño Jesús con una cruz a cuestas y un cordero que le seguía. Un día una monja le vaticinó que la citada pintura le salvaría de un gran problema y así fue. Lazárraga fue acusado de ser primo de judío, pero pudo demostrar su limpieza de sangre y achacó su salvación a la imagen del Niño Jesús, a la que se encomendó en los días que estuvo con los inquisidores del Santo Oficio. En agradecimiento, levanto una capillita para que la imagen de la pintura fuera expuesta al culto público. Contigua a esa propiedad hubo una hermosa casa de campo de don Luis Valle de la Cerda, contador mayor del Consejo de Cruzada, organismo creado en tiempos de Carlos I para gestionar los ingresos de las bulas concedidas por el Papado (cruzadas, subsidio y excusado), con el presunto fin de ayudar al Reino en la lucha contra el infiel y que suponían una importante fuente de financiación del Imperio. Luego la heredad perteneció a doña Teresa Valle de la Cerda, fundadora en 1623 y primera priora del cercano convento de San Plácido (entre las calles de San Roque, Pez y Madera). El caso es que la capillita pasó a pertenecer a esta segunda finca cuando desapareció la primera, y las gentes empezaron a llamar a la pequeña ermita de Jesús del Valle. Ese fue el origen del nombre de la calle que por aquí se trazó. Y ese cuadro, en un pequeño retablillo, estuvo posteriormente en la esquina de la calle del Pez durante muchos años, hasta que en 1820 el alcalde don José Marquina ordenó quitarla como se hizo con otras muchas imágenes y cruces que adornaban las calles de Madrid. En el número 10 se encuentra el palacete de Bornos. “Con esos techos tan altos, cuesta mucho la calefacción y no llego a final de mes”, llegó a decir Esperanza Aguirre, condesa consorte de Bornos. No hay que confundir este palacio con otro de la calle del Pez, esquina a la de la Madera, mandado edificar por María Asunción Ramírez de Haro Crespí de Valldaura, XI condesa de Bornos, en 1860. No ha sido nunca la calle de Jesús del Valle excesivamente comercial, salvo al principio, por la influencia de la del Pez. Ya no existe la perfumería Basanta, en la esquina a esta calle, ni unos grandes almacenes de tejidos, Confecciones Rico, en la otra esquina. Tampoco Bodegas El Maño, en ese amplio edificio esquinero, donde ahora abre la Taberna de la Copla. Los aragoneses Francisco Martínez y Antonio Pérez abrieron esta primera Bodega del Maño en torno a 1905, y luego otras ocho más que funcionaban como una especie de franquicia con la condición de que vendieran el vino de Cariñena que ellos traían de su tierra. La única superviviente de todas ellas es la de la calle de la Palma. En la Taberna de la Copla se conservan grandes tinajas, viejas máquinas de bombeo para trasegar el vino, embotelladoras y corcheras de los antiguos propietarios, y además el local tiene una inquietante historia sucedida en un cafetín aquí instalado anterior a las tabernas. Es la de Orgaz y Portel, dos amigos, jóvenes ajedrecistas, que no tenían rival en el barrio, así que decidieron jugar entre sí para ver cuál era mejor. Sin embargo, la diosa Caissa, la musa del ajedrez, al ver que los dos jóvenes eran igual de vanidosos, quiso condenarlos a que ninguno de ellos ganara nunca, quedando sus partidas siempre en tablas. La desgracia quiso que Portel muriera en un accidente a caballo cuando se dirigía al cafetín, y Orgaz, al ver su cuerpo embalsamado, le pudo tal la emoción que un ataque cardíaco acabó también con su vida. La leyenda viene porque se dice que fueron enterrados en las cuevas que había debajo del cafetín junto con un tablero de ajedrez, y que se siguen oyendo ruidos porque los dos amigos siguen jugando su eterna partida de ajedrez... que queda siempre en tablas.
De la calle de la Luna a la de Espíritu Santo va la de la Madera, dividida en Alta y Baja por la calle del Pez, pero con numeración continuada. Ya aparece con este nombre en el plano de Texeira de 1556, y el motivo parece que fueron unos grandes corralones en la parte final, propiedad de doña Catalina de La Cerda, duquesa de Medinaceli, destinados a almacenar madera cortada en Valsaín y en otros lugares de los alrededores de Madrid, material entonces indispensable para la construcción de edificios. En la primera parte de la calle hubo asimismo almacenes de madera, y en uno de ellos los benedictinos levantaron en 1619 la capilla de San Plácido, y luego, en 1623, gracias a doña Teresa Valle de la Cerda, que fue también su primera priora, el convento de ese nombre, con fachadas a las calles de la Madera, Pez y San Roque, por donde tiene la entrada. Donde hoy se levanta la sede del Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE), estuvo la redacción y talleres de El País, periódico de tendencia republicana, de finales del XIX y principios de XX, distinto del actual del mismo nombre. Y luego la del diario La Libertad y posteriormente de Informaciones. Pero antes se levanto allí, por la época de la revolución que destronó a Isabel II, el teatro Calderón de la Barca, donde se estrenó a finales de 1870 la zarzuela bufa Macarronini I, en la que se caricaturizaba al electo rey de España Amadeo I. Una noche irrumpió en la representación la tristemente célebre Partida de la Porra, grupo ultra dirigido por el empresario teatral Felipe Ducazcal en connivencia con la policía, que ejercía contundentemente batidas de represión (jarabe de palo, en plan castizo) contra partidarios del republicanismo. La vida de este teatro fue muy corta, y al poco tiempo se convirtió durante unos años en capilla evangélica. Pero la intensa trayectoria de los terrenos donde hoy se levanta el IDAE, no acaban aquí, pues en ellos mucho antes se encontraba la casa de don Jerónimo de Barrionuevo, protonotario de Aragón y novio frustrado de doña Teresa Valle de la Cerda, la fundadora de San Plácido. En esta casa se reunían importantes personajes de la corte como el conde-duque de Olivares e incluso hasta el mismo rey Felipe IV, quien, habiendo allí oído comentar la belleza de una monja de San Plácido llamada Margarita, se quedó prendado de ella y con ayuda de Barrionuevo y a través de una comunicación secreta con el convento la visitaba y mantenía relaciones carnales. Fue un escándalo tremendo, entre otros más que sucedieron en San Plácido, y que contamos con más amplitud en la reseña que de este convento hacemos en la calle de San Roque. En las esquinas de Madera Alta con la calle de Pez se encuentra el Teatro Alfil, que antes fue cine, y el palacio que doña María Asunción Ramírez de Haro Crespí de Valldaura, XI condesa de Bornos, mandó edificar en 1860, hoy rehabilitado como edificio de pisos y apartamentos. Del mismo arquitecto, Wenceslao Gaviña, es el magnífico edificio de viviendas adyacente en la calle de la Madera. En el número 26 vivió el compositor Luigi Boccherini, que compuso durante su estancia en esta casa su ópera La Clementina, según recuerda una lápida colocada en la fachada, también Cánovas del Castillo una temporada, y se cree que lo hizo asimismo durante alguna época —al menos, en el 26 de entonces— Francisco de Quevedo. Sí que fue sede por breve espacio de tiempo del Círculo de Bellas Artes. La vieja casona, esquina a la calle de Don Felipe, fue propiedad de doña María del Pilar Osorio y Gutiérrez de los Ríos, III duquesa de Fernán Núñez y dama de honor de Isabel II. Allí tenía sus cocheras de carruajes y viviendas de alquiler, cuyos vecinos tenían el privilegio de no pagar el consumo de agua. Luego fue almacén de frutas y garaje de las camionetas de reparto. Y ahora, restaurada y elevada en altura, es un edificio de pisos y apartamentos. Varios locales siguen la tradición de la madera: en el número 20 un taller corta a medida tableros y aglomerados y en el 31 están especializados en molduras. Se mantienen igualmente: el taller de encuadernación Frisa, en el nº 31, con muchos años de funcionamiento, al menos desde 1917; una tienda de material eléctrico, en el 33, esquina a la calle del Escorial, y un broncista niquelador, en el 51, con el taller abierto en 1875. Y mención especial para la taberna Casa Julio, en el nº 37, abierta en 1921 y que, pese a que ha sido reformada conserva su sabor añejo. Dicen que preparan una de las mejores croquetas de la capital. El encanto de lugar atrapó a visitantes tan ilustres como José Saramago —tuvo un piso en la calle de la Madera— o los componentes del conjunto musical irlandés U2 cuando en Madrid dieron un concierto, de tal manera que se ha convertido en un local fetiche para los seguidores de este grupo. CALLE DEL MOLINO DE VIENTO Esta calle sube en empinada cuesta desde la plaza de Carlos Cambronero, que a su vez arranca en la calle del Pez, hasta la de Don Felipe. La plaza de Carlos Cambronero es sólo un ensanche que se formó por el derribo de unas casas en la parte derecha de la calle, que inicialmente comenzaba en la del Pez. Carlos Cambronero (1849-1913) dedicó toda su vida al estudio de Madrid, fue director de la Biblioteca Municipal, y entre otros escritos, publicó en 1889, con la colaboración de Hilario Peñasco, Las calles de Madrid. Estos terrenos, como los de las calles inmediatas (ver, preferentemente, la de Jesús del Valle), pertenecían en 1600 a don Luis Valle de la Cerda, contador mayor del Consejo de Cruzada, y aquí había un molino de viento con dos enormes aspas en un pequeño promontorio que se mantiene, provocando una joroba en el rasante de la calle. La hacienda fue heredada por doña Teresa Valle de la Cerda, fundadora y primera priora del convento de San Plácido, quien la vendió para los gastos de esa fundación. En la plaza de Carlos Cambronero, esquina a Pez, se encontraba el bar Palentino, que aguantaba sin modificaciones el paso del tiempo. Su clientela cambiaba según las horas: en las de luz era familiar, de barrio, con consumos de café o chocolate con churros, vinitos, cañas y vermut; por las noches, sin embargo, abierto hasta las tantas, se abarrotaba de gente joven y daban de beber a un precio más que razonable. Un garito elevado al mito por el grupo Siniestro Total al incluirlo en una de sus canciones:
Pero Casto Herrezuelo se murió en marzo de 2018 y Loli, su cuñada (se turnaban en la barra), no quiso seguir, ni ningún otro familiar. Luego, un año después, volvió a abrir, con nueva dirección, y con ganas de hacer un "guiño" al pasado. Se mantiene el nombre, el exterior y… el famoso pepito de ternera. Otras muchas cosas han cambiado. Ya no puede ser lo mismo…
Baja esta calle, fuertemente empinada, desde la plaza de San Ildefonso a la calle de la Madera. En el plano de Texeira de 1656 aparece con el nombre de calle del Rosario, pero después ha prevalecido la designación popular, que se refiere a don Felipe de Acuña, que aquí tenía su vivienda. Era don Felipe de Acuña famoso en Madrid por sus genialidades y por ser alcalde de Casa y Rastro en tiempos de Felipe IV, cargo ejercido por magistrados que seguían al rey en sus jornadas de importancia y tenían jurisdicción por donde iban. Se cuenta de él que en cierta ocasión reprendió con severidad a uno de los criados, que se había olvidado de ponerle una vela junto a su cama. Irritado éste, comentó en voz alta "¡Tanto leer, tanto leer, y cada día es más burro, pues para dictar sentencia necesita preguntar a todo el mundo y volver loco al escribano!". Los demás criados temieron la indignación del magistrado; pero éste, sereno, aunque con intención aparente de asestarle un bastonazo, empezó pronto a dar grandes carcajadas y repuso: "Tiene razón. Después de todo, ha dicho la verdad". Y también, que, en el momento de otorgar testamento, cuando el notario le pregunto si dejaba algo para los criados, le respondió "que les dejaba el perdón de lo que les había hurtado". CALLE DEL ESCORIAL Con fuerte rampa de bajada, va esta calle desde la Corredera Baja de San Pablo a la de Jesús del Valle. La primera casa que se levantó por este lugar fue la del secretario de Felipe II, el clérigo Mateo Vázquez, quien decía al rey que desde sus balcones divisaba El Escorial. Este comentario, sin lugar a dudas exagerado y pelota, dio nombre a la futura calle, que en tiempos de Felipe IV estaba ya totalmente edificada. Mateo Vázquez ejerció una enorme influencia en las decisiones de Felipe II, convirtiéndose en uno de sus más estrechos colaboradores. Su rivalidad con el también secretario Antonio Pérez le llevó a intrigar en su contra, siendo uno de los que hicieron estallar el escándalo que provocó el encarcelamiento de Pérez y el destierro de doña Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli. Y este Mateo Vázquez, al parecer compañero de estudios en Sevilla de Cervantes, fue a quien el Príncipe de los Ingenios, ya manco y cautivo en Argel, escribió la polémica Epístola a Mateo Vázquez, una larga misiva en tercetos en la que relataba sus calamidades, su angustiosa situación y le pedía ayuda para salir de allí. Nunca hubo respuesta. La famosa misiva fue considerada por el cervantismo como una falsificación realizada por Adolfo de Castro y Rossi (1823-1898), polígrafo, erudito y escritor polémico. Siempre hubo dudas y controversias, pero definitivamente el profesor José Luis Gonzalo Sánchez-Molero demostró en 2010 la auténtica autoría de Cervantes.
En la calle del Escorial vivía María Beano, novia del capitán Pedro Velarde, héroe en el Parque de Artillería de Monteleón del levantamiento popular del 2 de mayo de 1808. Murió de herida de bala en el pecho cuando desde su casa se dirigía al encuentro de su amado, en aquel glorioso día. Aún quedan en la calle del Escorial locales tradicionales, como Casa Fidel, en el número 6, un restaurante de comida casera, renovado, pero conservando la esencia de su antiguo dueño. |