MARAVILLAS. PLAZA DEL DOS DE MAYO
Los límites del barrio de Maravillas, cuna que fue de la majeza de Madrid, y que competía en casticismo con los manolos de Lavapiés y los chisperos de San Antón y Barquillo, se mantuvieron invariables hasta finales del siglo XIX. Según Mesoneros Romano, en su libro Manual de Madrid, de 1833, el cuartel de Maravillas —así se llamaban entonces las zonas administrativas— estaba formado por el área alrededor del antiguo convento de monjas carmelitas de Maravillas y comprendida entre las calles de Fuencarral, Desengaño (hasta la formación de la Gran Vía tenía salida a Fuencarral), Tudescos (toda esta parte está igualmente muy reformada), San Bernardo, puerta de Fuencarral (estaba en la calle de San Bernardo, a la altura de la calle de San Hermenegildo) y puerta de San Fernando o de los Pozos de la Nieve en la hoy glorieta de Bilbao. En la actualidad, el barrio de Maravillas, muy difuminado por no existir oficialmente, es la zona abarcada por las calles Carranza, Sagasta, Beneficencia, San Vicente Ferrer y San Bernardo, y cuyo centro y razón de ser es la iglesia de Nuestra Señora de las Maravillas, en la plaza y calle del Dos de Mayo. Hasta el año 2016 era en realidad la circunscripción de la Parroquia de los Santos Justo y Pastor, asentada en este antiguo templo carmelita desde 1891 y ahora lamentable e incomprensiblemente desposeído de tal honor, para integrarse en la cercana Parroquia de San Ildefonso, en la plaza del mismo nombre. El traslado de la Universidad de la calle de San Bernardo al extrarradio de la Moncloa, supuso un mazazo para el barrio. Maravillas había sido durante casi un siglo el refugio de los estudiantes. Todo él estuvo sembrado de pensiones, restaurantes económicos, tascas y cafés, librerías, talleres de imprenta... Los universitarios daban vida y recursos. Casi a punto de sucumbir, los especuladores inmobiliarios pusieron su punto de mira en este barrio céntrico y decadente y urdieron un despropósito urbanístico sin parangón: la "Gran Vía Diagonal", en la que pretendían sacarnos a todos de nuestras casas y hacer tabla rasa de todo un barrio histórico plagado de notables edificios. Pero Maravillas no estaba vencido. Resurgió. La tozuda resistencia del paisanaje y la divulgación pública del plan —portal por portal— hicieron fracasar tan desmedido, sin sentido y codicioso proyecto. Hoy Maravillas, que con el tiempo ganaría a pulso el mal admitido por los vecinos sobrenombre de Malasaña, luce en todo su esplendor y con más fuerza e ímpetu que nunca. La Plaza del Dos de Mayo, una de las más míticas y famosas de Madrid, corazón del barrio, tiene su propia historia, pues fue escenario de la heroica resistencia del pueblo de Madrid contra la invasión francesa, el 2 de mayo (de ahí el nombre) de 1808. Se formó en 1869 en parte de los solares resultantes de la demolición del convento de Maravillas (permanece la iglesia, barroca, típicamente carmelitana, construida en 1647) y del Parque de Artillería de Monteleón, que hasta 1807 había sido palacio suntuoso de los duques de Monteleón. E igualmente se trazaron las calles de Ruiz, Monteleón, Malasaña, Galería de Robles y prolongación de Divino Pastor, que para todo eso daba el derribo. Al fondo se ve el monumento a Daoiz y Velarde, entonces en la confluencia de la nueva calle abierta de Ruiz y la que sería de Carranza En el plano de Texeira de 1656 aparece dibujado el primero de los palacios de los marqueses del Valle, duques de Monteleón y de Terranova, descendientes de Hernán Cortés, de dimensiones más reducidas. Luego, al anexionar a la finca terrenos extramuros a la cerca construida en 1625 por Felipe IV que rodeaba el Madrid de entonces, y parte de una quinta colindante, la llamada del Divino Pastor, se derribó el primer palacio y fue construido uno nuevo. De estilo churrigueresco, con algunos edificios dependientes de él, tenía un primoroso jardín que se extendía delante de su principal fachada, en el que había una bella fuente de mármol con tres nereidas, sobre las que aparecía una figura con casco sosteniendo las armas de la casa de Monteleón. Otro de los adornos era una estatua de Neptuno, que se destacaba en el centro de un gracioso arco. La escalera era tan magnífica que se la comparaba con la del Escorial. En sus estancias regias vivió la duquesa de Terranova, camarera mayor de la reina María Luisa de Orleans, primera esposa de Carlos II, y la reina Isabel de Farnesio cuando ya era viuda de Felipe V. En 1723 sufrió el palacio un pavoroso incendio, que causo muchos estragos de difícil y costosa reparación. Y en 1807, Godoy, primer ministro de Carlos IV, lo convirtió en parque de Artillería. Además de los pertrechos y dependencias militares, alojaba también el museo y las colecciones históricas y facultativas de Artillería. Un año después, a este centro castrense acudieron los madrileños en busca de armas el memorable 2 de mayo y aconteció su épica defensa ante los franceses. La historia del alzamiento es bien conocida: Tras la firma del Tratado de Fontainebleau el 27 de octubre de 1807 y la consiguiente entrada en España de las tropas aliadas francesas de camino hacia Portugal, Madrid fue ocupada por las tropas del general Murat el 23 de marzo de 1808. Al día siguiente, se produjo la entrada triunfal en la ciudad de Fernando VII y su padre, Carlos IV, que acababa de ser forzado a abdicar a favor del primero. Y de inmediato, ambos son obligados a acudir ante Napoleón en Bayona, donde una nueva abdicación dejó el trono de España en manos del hermano del emperador, José Bonaparte. Mientras tanto, en Madrid, Murat solicitó, supuestamente en nombre de Carlos IV, la autorización para el traslado a Bayona de los dos hijos de éste que quedaban en la ciudad, María Luisa, reina de Etruria, y el infante Francisco de Paula. El 2 de mayo de 1808, a primera hora de la mañana, la multitud comenzó a concentrarse ante el Palacio Real para impedir que se consumara el secuestro, y los más exaltados intentaron asaltar el palacio y cortar los enganches del carruaje dispuesto a la puerta. El tumulto fue aprovechado por Murat para ordenar a un batallón de granaderos de la Guardia Imperial disparar a la muchedumbre, causando gran cantidad de muertos. La ira popular estalló de inmediato, y un ímpetu de lucha corrió por Madrid durante toda la jornada. Se utilizó cualquier objeto que sirviera como arma: navajas, palos, piedras, agujas de coser, macetas arrojadas desde los balcones... Así, los acuchillamientos, degollamientos y detenciones se sucedieron en una jornada sangrienta. Mamelucos y lanceros napoleónicos extremaron su crueldad con la población y varios cientos de madrileños, hombres y mujeres, así como soldados franceses, murieron en la refriega. Goya reflejaría años después, en su lienzo La Carga de los Mamelucos, estas luchas. Acababa de empezar la Guerra de la Independencia. Especialmente importante en esa jornada patriótica fue la defensa del Parque de Artillería de Monteleón, al que muchos paisanos acudieron en busca de armas. Allí se habían hecho fuertes, uniéndose a la insurrección, los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde al mando de sus tropas y secundados por los tenientes Jacinto Ruiz y José Ontoria y otros suboficiales, desoyendo las órdenes del capitán general Francisco Javier Negrete para que los militares españoles se mantuvieran acuartelados y pasivos. Tras vencer a la fuerte guardia que los franceses tenían allí destacada y empezar a distribuir armas entre la turba amotinada que acudía en oleadas, colocaron cañones en los sitios más estratégicos dispuestos a repeler el ataque francés que no tardaría en producirse. Tres veces intentaron los franceses traspasar la línea que marcaba la artillería española, trepando sobre multitud de cadáveres para aproximarse a nuestros cañones, y otras tantas fueron rechazados. Cuando Murat, gran duque de Berg y cuñado de Napoleón, supo de la fuerte resistencia de los de Monteleón, mandó a su propio ayudante, el general Lagrange, a la cabeza de la brigada Lefranc y de la división Goblet para que, con el auxilio de otras armas, dieran el ataque definitivo. La contienda fue horrible. Velarde fue muerto de un tiro a quemarropa en el pecho disparado por un oficial de la Guardia Polaca. Daoiz, herido en una pierna de otro balazo, quedó recostado sobre el cañón que tenía a su lado y del que había ya disparado su última metralla. Lagrange cometió la indignidad de ultrajar con groseras palabras al héroe caído, y ante la débil defensa que hizo Daoiz blandiendo sin apenas fuerza su espada, reclamó el apoyo de sus hombres, que lo atravesaron a bayonetazos. Trasladado aún con vida a su casa en la calle de la Ternera, murió a las pocas horas. Aquella misma tarde, Daoiz y Velarde fueron llevados a la iglesia del monasterio de San Martín, y sus cadáveres, para que no fueran profanados por los franceses, escondidos y enterrados clandestinamente por los sepultureros Pablo Nieto y Mariano Herrero, que, a pesar de que la iglesia fue derribada por José Bonaparte en 1810, fueron capaces, al tener los sitios perfectamente señalados y anotados, de encontrarlos entre las ruinas y escombros, por lo que el Gobierno les premió con una renta vitalicia de dos reales diarios. La exhumación se realizó el 2 de mayo de 1814, siendo un acontecimiento histórico en Madrid. El cortejo fúnebre, con los restos de los héroes en urnas sobre un carro de triunfo, acompañados de las autoridades y del pueblo madrileño, se dirigió hasta las ruinas del Parque de Artillería de Monteleón, continuó hasta la plaza de la Lealtad y finalizó en la iglesia colegiata de San Isidro. Desde 1840, descansan, junto con otras víctimas del 2 de mayo, en el monumento levantado en la plaza de la Lealtad. El teniente Ruiz, herido gravemente en la lucha, y después de largos y penosos sufrimientos, murió a consecuencia de ello en Trujillo (Cáceres). Allí fue llevado y escondido por sus amigos para que no lo fusilasen convaleciente. También hubo heroínas en Monteleón, como Clara del Rey, de 47 años, que al ser herido el teniente Ruiz, ocupó su puesto al pie de un cañón situado en el exterior, junto al convento de Maravillas. Su arrojo, ímpetu, decisión y valentía hizo que los franceses se batieran en retirada varias veces, y que dirigieran enconadamente a ella la descarga de la fusilería, para tratar de abatirla. Al final, de un certero disparo en la frente, cayó muerta en los brazos de su marido, también combatiente en el Parque de Artillería y que le servía la munición. Y también Benita Pastrana, de 17, muerta cuando llevaba munición a los artilleros; Francisca Olivares, madre de siete hijos; Juana García, de 50, Ramona García, de 34; Ángela Fernández, de 28, o la niña Manuela Aramayona, de 12. Las represalias fueron tremendas, y de los cerca de 2000 madrileños que dieron la vida por sus ideales en el alzamiento, 500 de ellos lo hicieron fusilados esa misma tarde y por la madrugada. Fusilada fue Manuela Malasaña, que durante muchos años la leyenda ha presentado erróneamente dando cartuchos a su padre y muriendo en Monteleón. Manuela, de diecisiete años, huérfana desde muy pequeña, era sólo una bordadora que acudía a su casa, en el número 18 de la calle de San Andrés. Allí, al ser registrada por los franceses y ver que llevaba unas pequeñas tijeritas, propias de su oficio, fue acusada de llevar armas y esa misma noche bárbaramente ajusticiada. Murat pensaba con estas terribles ejecuciones acabar con los ímpetus revolucionarios de los españoles. Sin embargo, la sangre derramada no hizo sino inflamar más los ánimos y dar la señal de comienzo de la lucha en toda España contra las tropas invasoras. El mismo 2 de mayo por la tarde, en la villa de Móstoles, ante las noticias horribles traídas por los fugitivos de la represión en la capital, un destacado político, Juan Pérez Villamil, secretario del Almirantazgo, Fiscal del Supremo Consejo de Guerra, y coordinador de la Junta de Gobierno clandestina instigó a los alcaldes de Móstoles, Andrés Torrejón y Simón Hernández, a firmar el famoso Bando de Independencia, que ha trascendido históricamente como el documento que inició la guerra. En el centro de la plaza, permanece en conmemoración de aquel día, el arco de entrada al Parque de Artillería de Monteleón, y al lado destaca el monumento realizado por Antonio Solá en 1822 que representa a los primeros héroes de la Guerra de la Independencia: los oficiales Daoiz y Velarde. Este grupo escultórico, realizado por orden de Fernando VII para que fuera colocado en el monumento que habría de alzarse en la plaza de la Lealtad, ha tenido sin embargo numerosos emplazamientos: primero, en un parterre del Retiro; después, en el Museo del Prado; en 1869, en la confluencia entre las calles de Ruiz y Carranza; en 1875, nuevamente a la entrada del Museo del Prado; en 1901, en la glorieta de Moncloa, y finalmente, tras le Guerra Civil de 1936, bajo el Arco de Monteleón.
Además de su historia, esta plaza es famosa por su ambiente nocturno, por sus terrazas veraniegas, por ser lugar para hacer "botellón" entre los jóvenes los fines de semana y por haber sido el cuartel general de la "movida madrileña". Durante los años setenta y ochenta, Manolita Malasaña, se convirtió en musa y símbolo de esta llamada "movida madrileña". De tal manera, que el barrió aledaño a la plaza del Dos de Mayo, que oficialmente forma parte del de Universidad, y que de día ejerce popularmente entre sus vecinos como de castizo, muy madrileño y casi provinciano Maravillas, por la noche se convierte para todos los que a él acuden los fines de semana a sus numerosos bares y pubs, en el cosmopolita Malasaña. Malasaña es, pues, metáfora de la noche. La "movida madrileña" fue un movimiento contracultural underground surgido durante los primeros años de la España posfranquista, que se prolongó hasta finales de los ochenta. Y que se extendió miméticamente a otras ciudades españolas con la connivencia y aliento de algunos políticos, entre los que destacó el entonces alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván, Que no tuvo empacho en pronunciar aquella famosa frase —hoy resultaría inaudita—, dirigiéndose a los jóvenes: "¡Rockeros: el que no esté colocado, que se coloque... y al loro!" Esta imagen de una España moderna, o cuanto menos abierta a la modernidad, fue utilizada internacionalmente para combatir la imagen negativa que el país había adquirido a lo largo de cuatro décadas de dictadura. Aunque nadie sabe quién le dio ese nombre, todos los que en ella estuvieron inmersos están de acuerdo hoy en que si algo les unía, eran las ganas de divertirse y de gozar plenamente la libertad en aquel Madrid efervescente de entonces. Acudir desde los barrios periféricos al centro de Madrid, concretamente a Malasaña, se puso de moda y se convirtió en todo un rito juvenil. Una pareja baila desnuda encaramada al monumento de Daoiz y Velarde en las fiestas del barrio en 1976 La revista La Luna, fue el baluarte del movimiento, que halló reflejo en algunos programas televisivos como La bola de cristal, Si yo fuera presidente (de Fernando García Tola) y La edad de oro (de Paloma Chamorro). Tuvo su cronista en el escritor y periodista Francisco Umbral desde su columna en el diario El País. Sus cantantes en Enrique Urquijo y Olvido Gara, más conocida como Alaska Su poeta en Eduardo Haro Ibars, su graffitero en Juan Carlos Argüello (Muelle), sus ídolos artísticos en Andy Warhol y Miquel Barceló, su cine en el de Pedro Almodóvar y sus lugares de culto en El Penta (en la Corredera), La Vía Láctea (C/ Velarde) y, de corte intelectual y poético, en Manuela (C/ de San Vicente Ferrer), Café de Ruiz (C/ de Ruiz) o el Parnasillo (C/ de San Andrés). Además de otros fuera de Malasaña, como Rock-Ola (Padre Xifre) Carolina (Bravo Murillo) o El Sol (Calle Jardines). En el año 2001 obreros del ayuntamiento derribaron el kiosco Antoñita, en el lateral de la calle de San Andrés, de larga existencia, como lo fue también la tasquita El Maragato, justo enfrente, desaparecida en 1999, pero que afortunadamente ha sido abierta y remodelada aunque con otro nombre. Era El Maragato una mínima y económica casa de comidas que estuvo a punto de superar la simbólica barrera del siglo y del milenio sin cambiar de diseño, de menú ni de personal. Como otros muchos establecimientos tradicionales, se mantuvo hasta que la ilusión, la salud —o incluso la vida— acompañó al dueño a la espera de un buen traspaso o de la venta o alquiler del local, ya que el negocio es en muchos casos ruinoso, por los cambios que experimenta la sociedad. Aunque en las adoquinadas calles de Malasaña siga sonando en el subconsciente temas de la movida como Chica de ayer, la Malasaña de hoy poco tiene que ver con la de los años 80. Perviven algunos de los garitos míticos de aquella época, y han aparecido otros barecillos con personalidad, pero ahora se muestra diferente, cercana, jovial, alternativa y muy, muy moderna. De centro de la movida madrileña se ha pasado a un barrio de tendencias, con multitud de pequeñas tiendas de ropa alternativas, donde el gusto por la moda vintage es todo un reclamo. Se puede decir que hoy Malasaña es, aunque parezca un contrasentido, el barrio más moderno, vintage y retro de la capital.
En la madrugada del 3 de mayo de 1808, los que horas antes habían luchado hasta la frontera de la muerte por salvar la independencia de la Patria, en la Puerta del Sol, en Monteleón, en el Prado, en las inmediaciones de Palacio, cayeron arcabuceados, inermes, por los soldados franceses del general Murat. De los 2000 madrileños que dieron la vida por sus ideales, 500 de ellos lo hicieron por represalia a los sucesos gloriosos del día anterior. Hechos prisioneros en el lugar de la lucha o ya terminada, en las calles solitarias o en la intimidad de sus hogares, fueron llevados y hacinados en los patios de la ya desaparecida iglesia del Buen Suceso en la Puerta del Sol y en los salones del igualmente desaparecido palacio del Buen Retiro, Y después de interminable noche, antes de despuntar el alba, fueron algunos allí mismo fusilados y otros en las tapias del convento de Jesús de Medinaceli y, sobre todo, en la Montaña del Príncipe Pío. Primer homenaje a Daoiz y Velarde el 2 de mayo de 1814, acabada la Guerra de la Independencia Los restos de las víctimas de aquellos dos días, muertos en combate o represaliados, fueron a parar al cementerio de la Florida, junto a la ermita de San Antonio; a la cripta de San Sebastián, en la calle de Atocha; al desaparecido cementerio de la Buena Dicha, en la calle de Silva (allí se enterraron los combatientes de Monteleón, vecinos de Maravillas en su mayoría), y a los camposantos existentes entonces junto a las iglesias de los Jerónimos y de Jesús. Los cuerpos de Daoiz y Velarde fueron depositados clandestinamente en la cripta del convento de San Martín, junto a las Descalzas, que fue derribado en 1810, pero fueron recuperados años más tarde y llevados al mausoleo-monumento de la plaza de la Lealtad. Poetas, prosistas, historiadores, pintores y escultores han pretendido inmortalizar la gesta del Dos de Mayo, pero nadie ha conseguido el realismo patético y trágico de Francisco de Goya y Lucientes en su cuadro Los Fusilamientos, hoy conservado en el Museo del Prado, y que muchos críticos de arte consideran como una obra precursora del movimiento romántico y del impresionismo. A pesar de no conocerse a ciencia cierta si Goya presenció o no las revueltas y los ajusticiamientos, han existido muchos intentos de probar que así fue. Por aquel tiempo el aragonés habitaba una casa sita en la esquina de la Puerta del Sol, marco de la más brutal matanza del pronunciamiento. Y se conoce un supuesto testimonio de Isidoro Trucha, el jardinero de Goya, que afirma haber acompañado al pintor durante la noche de la masacre a observar los cuerpos de los ejecutados: "En medio de charcos de sangre vimos una porción de cadáveres, unos boca abajo, otros boca arriba, en la postura del que estando arrodillado, besa la tierra, otro con las manos levantadas al suelo, que pide venganza o tal vez misericordia". Es probable que sea verídico, pues la narración incluye la descripción de "un personaje temeroso y mordiéndose los puños" y "un charco de sangre", que en el cuadro Goya pintará con gran realismo.
En la plaza del Dos de Mayo, haciendo esquina con Daoiz, se encuentra el colegio público Pi i Margall. Ocupa terrenos que fueron del convento de Maravillas y también de la antigua calle de la Cruz Nueva, de cuya existencia hay conocimiento hasta mediados del siglo XVII y aparece en el plano de Madrid de Texeira de 1656. Era esta calle, que también se llamó de la Cruz del Rey, la prolongación natural de la de Santa Lucía, y llegaba hasta las tapias del palacio y luego Parque de Artillería de Monteleón en la actual calle de Daoiz (antigua de San Miguel). Hacemos un poquito de historia y nos plantamos en 1869. En ese año de plena turbulencia política —tras el destronamiento de Isabel II en 1868 se había formado el Gobierno revolucionario de Serrano, Prim y Topete— las monjas carmelitas de Maravillas son expulsadas y se efectúa el derribo del convento, de algunas casas de las calles del Dos de Mayo y de San Andrés y de los restos del Parque de Artillería. Quedaba en pie el arco de entrada, que se respetó, tapias en mal estado y algunas construcciones de una fundición que allí estuvo instalada. El resto eran descampados. Después de catorce días de obras —todo se hizo deprisa y corriendo— quedaría formada la nueva plaza con el Arco de Monteleón como monumento. También en el inmenso solar se trazaron las nuevas calles de Ruiz, Monteleón, Malasaña, Galería de Robles y prolongación de Divino Pastor. Al fondo se ve el monumento a Daoiz y Velarde, entonces en la confluencia de la nueva calle abierta de Ruiz y la que sería de Carranza Ese mismo año de 1869 se inauguró la plaza con un discurso el alcalde-segundo, don Manuel María José de Galdo. Seguidamente, las autoridades se dirigieron a la recién formada calle de Ruiz, pronunciando allí otro discurso, al pie de las estatuas de Daoiz y Velarde —entonces en la confluencia con Carranza—, el alcalde-tercero, don Manuel Becerra. Y después de visitar las diversas obras, la comitiva se encaminó de nuevo a la plaza para poner la primera piedra de la llamada Escuela Modelo, hoy colegio Pi i Margall. Pero aquí las obras duraron una eternidad y, tras varias paralizaciones y demoras, no llegaría la inauguración, con la presidencia del entonces ministro de Fomento don Alejandro Pidal y Mon, hasta el 21 de septiembre de 1885. En este acto se leyeron, por los actores Valero y Vico, poesías de José de Echegaray y Antonio Grilo, y por el poeta Manuel Cañete, el discurso de Jovellanos sobre Instrucción Primaria. Finalmente, cerrando la sesión académica, tomó la palabra el alcalde don Fernando Bosch. El edificio, que conserva restos del antiguo convento (el refectorio de las monjas —reformado, claro está— es el actual comedor de alumnos), fue obra del arquitecto Emilio Rodríguez Ayuso y era capaz entonces para cuatrocientos alumnos, con clases de párvulos para niños y niñas. Pretendía servir de modelo a los establecimientos de este género en Madrid, reuniendo en él todas las mejoras y adelantos que la ciencia pedagógica reclamaba. Las sucesivas reformas a lo largo de los años han atemperado y hecho más funcional su lujo inicial tanto por dentro como por fuera. En las mismas dependencias de la Modelo se instaló la Biblioteca Municipal, que había sido fundada y dirigida por Ramón de Mesonero Romanos y luego por Carlos Cambronero. A continuación de la Escuela Modelo, en la calle de Daoiz, había otros dos centros docentes. Inmediatamente, los llamados Jardines de la Infancia, escuela de párvulos creada por el pedagogo alemán Fröebell, que fomentaba el desarrollo de los niños mediante ejercicios, juegos y cantos al aire libre. Ocupaba esta institución, inaugurada asimismo en 1885, los terrenos donde hoy se levanta la ampliación del Instituto Lope de Vega, terrenos que pertenecieron a la antigua calle de San Gregorio, prolongación de la actual Costanilla de San Vicente. El otro centro era la Normal de Maestros, abierta en 1839, edificio que en 1942 pasó a ser sede del Instituto Lope de Vega. Después de la Guerra Civil de 1936, en la calle de la Palma, número 36, en el solar que ocupa actualmente el Centro Cultural Clara del Rey, se fundó el colegio nacional General Sanjurjo. Ocupaba dependencias que hasta entonces habían sido utilizadas por la Escuela Municipal de Sordomudos, que, en un cambio de edificios, pasó a la plaza del Dos de Mayo, a las instalaciones de la Escuela Modelo. Y no terminaron aquí los cambios, pues, al ser de nuevo trasladada la Escuela de Sordomudos y tras ser ocupado el local por un albergue de mendigos, don Félix Izquierdo, director por aquella época del Sanjurjo, consiguió por fin recuperar el viejo edificio de la Escuela Modelo, como verdadero sucesor de la misma, en la plaza del Dos de Mayo. La labor del Colegio ha sido extraordinaria. Los cientos de niños y niñas que han pasado por él —hoy, personas adultas— recuerdan con cariño y agradecimiento a sus antiguos maestros y maestras. Recuperada la democracia, se cambió el nombre del Colegio por el del que fuera presidente de la Primera República Pi i Margall, y, al resultar demasiado grande por la disminución de alumnos, comparte edificio con una escuela de educación infantil.
En otros tiempos, la calle de la Palma, que va desde la calle de Fuencarral a la de Amaniel, se dividía en Alta y Baja, siendo la de San Bernardo la que actuaba como término de separación entre una y otra. La tradición dice que por este lugar hubo un arroyo con palmas en sus orillas, árboles que fueron poco a poco desapareciendo conforme aumentaban las construcciones urbanas, hasta que finalmente sólo quedo una, que dio nombre a la calle. En la esquina con la calle de San Bernardo estuvo instalado en el siglo XVIII un taller con doce telares, propiedad del teniente coronel don José Bernardo Cifuentes, en el que se trabajaban franelas, castorcillos, tercianelas, droguetes, sargas y satines. Por la dificultad de realizar esta manufactura en Madrid, luego se trasladó a la villa de Torija, en Guadalajara. En la calle de la Palma se encuentra la puerta principal, aunque sólo se abre para grandes celebraciones, de la iglesia de Ntra. Sra. de las Maravillas, que fue designada parroquia de los Santos Justo y Pastor en 1891 y en 2016 desposeída de tal honor cuando esa titularidad se añadió a la de San Ildefonso, en la cercana plaza del mismo nombre. El antiguo templo de la calle de la Palma, perteneció en su día al desaparecido convento de carmelitas de Maravillas, famoso en los anales de Madrid por dar nombre al barrio y por su implicación en la épica jornada del 2 de mayo de 1808, que se considera como día de inicio de la Guerra de la Independencia. Es la corte la mapa de ambas Castillas, Así decía la copla con que desafiaban los chisperos (trabajadores del hierro, muy frecuentes en el barrio en otras épocas), no sólo a los manolos de Lavapiés, sino a sus compañeros de oficio establecidos por las zonas de San Antón y de Barquillo. Campana de la torre Y en estos sentidos versos, el poeta Manuel Paso, en su poema Al Dos de Mayo, cantaba a la campana de la iglesia de Maravillas cuando aquel memorable día los defensores del entonces colindante Parque de Artillería de Monteleón se acogieron a la protección de la Virgen de Maravillas. Y las monjas, venciendo el miedo por las muchas bombas que caían y la gran cantidad de disparos que rebotaban en sus muros, abrieron la clausura y ofrecieron la iglesia como hospital de urgencias para unos u otros contendientes. La calle de la Palma es hoy una calle llena de encanto, de vida y de movimiento, con paisajes humanos distintos según el día y la hora, que van desde los jóvenes revoloteando por las tiendas más vanguardistas (moda, estudios de tatuaje, discos, coleccionismo, libros, arte...) o de marcha los fines de semana a la noche, a los vecinos comprando en los viejos comercios de toda la vida, cada vez más escasos. O de las personas generalmente mayores que acuden a las clases del Centro Cultural Clara del Rey, a la muchachada alegre de la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos. Nada más entrar por Fuencarral, frente de los muros del Tribunal de Cuentas, está el mítico bar de copas Penta, lugar de culto de "la movida", que quedará inmortalizado para siempre en un verso de la canción La Chica de Ayer de Nacha Pop. Pero no es el único; otros muchos jalonan la Palma y tras sus puertas se lleva escuchando buena música muchos años. Un día cualquiera no sabes qué hora es, Y la música también vive en la Escuela de Música Creativa, fundada en 1985 y desde 1995 en la calle de la Palma, número 35, y en la del Dos de Mayo. Es pionera en ofrecer una formación estructurada alrededor de la música moderna para alumnos desde tres años hasta adultos sin límite de edad. En la bella casa-palacete del número 10 estuvo la sede de la Real Fábrica de Cera, fundada en 1788 por Carlos III. Luego allí se instaló el obrador de chocolate y oficinas de Matías López, que vivía enfrente, en el nº 11. Más tarde fue ocupada por la Asociación del Gremio de Panaderos. Después ha pasado por variados usos: oficinas, restaurante, espacio de eventos… El Centro Cultural Clara del Rey, en el número 36, ocupa terrenos que antes fueron de la calle de la Cruz del Rey (prolongación de la de Santa Lucía), que desapareció a finales del siglo XVII al permitir el Ayuntamiento que quedara encerrada dentro de las tapias del antes citado convento de Maravillas. Se dice que en tal calle, más bien callejuela inhóspita, se produjo un hecho milagroso en 1870: sucedió cuando dos maleantes estaban enzarzados en una terrible gresca —eran muchas las que en el paraje sucedían— y uno de ellos, al recibir una puñalada en el corazón, sintiéndose morir, entro en la iglesia, se postro ante la Virgen y, al poco, se noto sano y salvo. Antes de crearse el centro cultural, se fundó allí después de la Guerra Civil el colegio nacional General Sanjurjo, ocupando dependencias que habían sido anteriormente de la Escuela Municipal de Sordomudos, trasladada a la plaza del Dos de Mayo, al edificio de la antigua Escuela Modelo. Otro nuevo desplazamiento posterior de esta institución, recuperó para el Sanjurjo (hoy Pi i Margall), como era aspiración de todos sus profesores, la antigua sede pedagógica de la Modelo, de la que se sentían orgullosamente sucesores. Quedó así libre el inmueble de la calle de la Palma, que después de albergar durante breve tiempo a la Confederación de Asociaciones de Padres de Alumnos (APAS)) Giner de los Ríos, fue declarado sede del centro Cultural Clara del Rey. Se sumaba a la red de centros de este tipo que, tras las primeras elecciones democráticas municipales, la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Madrid abrió por todos los barrios. Su nombre es un claro homenaje a los vecinos de Maravillas, cuyos antepasados, representados en la figura insigne de Clara del Rey, lucharon contra los franceses en la jornada gloriosa del 2 de mayo de 1808. Clara del Rey, heroína en el Parque de Artillería de Monteleón, ocupó el puesto del teniente Ruiz, al caer éste herido, al pie de un cañón en el exterior, junto al arco de entrada. Su arrojo, ímpetu, decisión y valentía hicieron a los franceses batirse varias veces en retirada y que dirigieran enconadamente a ella sus disparos para tratar de abatirla. Al final, de un certero tiro en la frente, cayó muerta en los brazos de su marido que, también combatiente, le servía la munición. La Escuela de Artes Aplicadas y Oficios Artísticos, que imparte cursos reglados de aplicación a la escultura, a la madera, al metal, a la piedra y al muro, así como el bachillerato de artes, cursos acelerados y de libre elección de talleres, es sucesora del Real Conservatorio de Artes que se fundara en 1824 en la calle del Marqués de Cubas, y de la Escuela Central de Artes y Oficios, originada en 1886, y que incluía también especialidades de actividad industrial como mecánica y electricidad, parte técnica de la que se desgajó en 1910. La Escuela se encuentra en el número 46, en el solar de otra calle desaparecida, la de San Gregorio, continuación natural de la Costanilla de San Vicente Desaparecieron, en la encrucijada con la calle de San Andrés, la tienda de material eléctrico Puerta y Soto, la antigua fábrica de hielo La Industrial, recuperada para viviendas, y la barbería en cuya puerta rezaba, grabado en el cristal, el rótulo: "Se aplican sanguijuelas", reminiscencias sin duda de otras épocas en las que los barberos, que también actuaban como sacamuelas y sanadores, utilizaban este método curativo de manera habitual. Y bajando hacia San Bernardo, la pastelería Piscis y el restaurante-espectáculo Noches del Cuplé, donde Olga Ramos recibía todas las noches el cariño y el aplauso de sus incondicionales. Son ejemplos sobresalientes de otros muchos locales que han ido sucumbiendo a lo largo de los años. Más allá de San Bernardo, la misma calle pero de otro estilo. Allí priman las tabernas de toda la vida: Bodegas El Maño, abierta en 1927, superviviente de un pequeño imperio de nueve tabernas que el personaje —el maño en cuestión— formó tras abrir la primera de ellas en la calle de Jesús del Valle, y que funcionaban como una especie de franquicia con la condición de que vendieran el vino que él traía desde Aragón. Y también Bodegas Rivas (muy modificada), donde llevan sirviendo vinos desde 1923, o La Palmera. Muchos negocios de esta parte han desaparecido y sólo perduran en la memoria de los vecinos más viejos. Con suerte sus fachadas históricas se han conservado con otro letrero.
Esta calle, que va desde la de San Vicente Ferrer a la plaza del Dos de Mayo, recibe su nombre desde 1840 (antes se llamó de San Pedro Nueva) en recuerdo de la gesta del 2 de mayo de 1808, cuando militares amotinados en el ya desaparecido Parque de Artillería de Monteleón, dirigidos por los capitanes Daoiz y Velarde y secundados por numerosos paisanos, escribieron con su sangre una página de heroísmo inolvidable a favor de la independencia de España, al oponerse a la ocupación de Madrid por las tropas de Napoleón. Frente a la calle se abría el arco de entrada al Parque de Artillería (antiguo palacio de Monteleón), que se conserva como monumento en el centro de la Plaza del Dos de Mayo, abierta en parte de los terrenos dejados por las instalaciones militares y en los del igualmente desaparecido convento de Maravillas, del que sí permanece la iglesia, que fue designada parroquia de los Santos Justo y Pastor en 1891 y en 2016 desposeída de tal honor cuando esa titularidad se añadió a la de San Ildefonso, en la cercana plaza del mismo nombre. No se sabe por qué misterio —quizá por respeto a la iglesia— no se han abierto en la calle locales de copas tan abundantes en todo el barrio, aunque el bullicio y el trasiego de personal son incesantes los fines de semana por la influencia de la tan cercana plaza del Dos de Mayo. Desaparecieron los pocos comercios tradicionales que en su época hubo: frente a la iglesia, la Fábrica de Patatas Fritas —así era el título que mostraba en la fachada—, dedicada a lo que bien pregonaba, y también a cualquier tipo de mercancía, incluidas las chucherías para la chavalería y el suministro para el "botellón". Hoy está instalada allí la Escuela de Música Creativa, con otros locales en la calle y también en la de Palma. Con una puerta por medio, la tienda del señor Méndez, homónima de la anterior salvo en lo de las patatas, y ambas abiertas a todas horas y enfrentadas en una leal y amistosa competencia. Y en el tramo cercano a San Vicente Ferrer, la Granja Flor de Mayo, que en su día vendió leche a granel; luego, según las directrices sanitarias, embotellada, y acabó ofreciendo, como tantas y tantas otras que en su día existieron y aún existen en Madrid, las manufacturadas industrialmente, además de otra serie de productos.
La parroquia de los Santos Niños Justo y Pastor, de antiquísima fundación —ya se cita en el Fuero de Madrid de 1202—, tuvo su primera sede donde hoy está la basílica de San Miguel, en la calle de San Justo, en una construcción que mantuvo su pequeña torre mudéjar sin alterar a lo largo de los años. A ella se incorporó en 1806 la parroquia de San Miguel, cuyo templo, San Miguel de los Octoes, en la plaza de San Miguel (el mercado de hierro ocupa parte del solar), se incendió en 1790 junto con la Plaza Mayor, y aunque se trató de reparar, fue declarado en ruina a los pocos años. La unión de ambas parroquias se mantuvo hasta 1891, año en el que el templo de la calle de San Justo (se había construido uno nuevo a finales del siglo XVII, la actual basílica de San Miguel) fue cedido a la Nunciatura Apostólica, pasando la titularidad de San Miguel a otro en la calle del General Ricardos y la de los Santos Justo y Pastor a la iglesia de Maravillas. Ahora, en 2016, se cometió la ignominia, a espaldas de los fieles, y sin que nadie tuviera previo conocimiento u aviso —ignoro si alguien los tuvo y lo ocultó—, de un nuevo traslado de la titularidad parroquial para unirse a la de San Ildefonso, en la cercana plaza del mismo nombre, que se ha convertido en Parroquia de San Ildefonso y de los Santos Justo y Pastor. ¿Se hacen así las cosas en la Iglesia? Si siguen con esta política de unir parroquias los títulos de algunas van a llegar a tomar unas dimensiones casi imposibles. Y es mi opinión que, en el caso de la nuestra, la que nos ocupa, el título debiera ser Parroquia de los Santos Justo y Pastor y de San Ildefonso, pues la categoría siempre ha sido por antigüedad. Las altas jerarquías eclesiásticas no se si sabrán que a los vecinos del histórico barrio de Maravillas nos han hecho la “puñeta”. Han roto el nexo que nos tenía a todos como una piña: la Virgen, con la parroquia y en su barrio. Decisiones como ésta son las que alejan a la gente de las iglesias. Cada uno tendrá que afrontar en algún momento sus responsabilidades. Al faltar la parroquia, el nombre antiguo del barrio de Maravillas está en peligro de desaparecer. Mucho se ha luchado para defender Maravillas ante eso tan moderno de Malasaña, o incluso de Chueca, pero… Lo que se ha hecho con nuestra parroquia es difícil de creer si no hay algún motivo no confesado que lo obligara. Yo no me creo nada de lo poco que se ha dicho sobre el tema. Y si los que han recomendado y diseñado la unión de las parroquias han tratado tan zafiamente de engañarnos, pienso que la inteligencia no sea una virtud de la que puedan presumir. En realidad, creo que hay personas que sabían lo que se “estaba cociendo” y se han mantenido siempre calladas. ¿Cuáles han sido las verdaderas razones? Me niego a pensar que las haya de “rentabilidad espiritual”. Éramos una parroquia viva y unida, llena de gente mayor —eso sí—, pero también con gente joven y entusiasta. ¿Tal vez algún desajuste económico? Y me asalta la duda de si no hubo un acuerdo secreto con el Ayuntamiento, verdadero dueño del templo desde la expulsión de las monjas carmelitas en 1869. El momento elegido fue otro agravio más. Se estaba celebrando el 125 aniversario del establecimiento aquí de la Parroquia de los Santos Justo y Pastor, que coincidía con el 25 de la Coronación Canónica de la imagen de la Virgen de Maravillas, y además el templo acababa de ser primorosamente restaurado por dentro y por fuera. ¿Quién pide perdón a tanta cantidad de gente que hizo su pequeño o gran aporte económico para las obras? No tuvimos ni tiempo para gozar de esas reparaciones durante tantos años anheladas. Fue un mazazo. La iglesia, que sigue abierta a los fieles, aunque durante muy pocas horas, ha sido confiada ahora a la Comunidad de Sant’Egidio, dedicada a los pobres desde sus inicios en Roma en 1968. Y allí sigue Ntra. Sra. de las Maravillas con su ferviente Archicofradía, que intenta mantener viva la devoción por el barrio. Hecho este comentario sobre la pérdida de la parroquialidad, volvamos al templo en sí. De estilo barroco y en su día iglesia-capilla del convento de monjas carmelitas de Maravillas, fue inaugurado el 2 de febrero de 1647 y construido a expensas de Felipe VI, agradecido a la Virgen de Maravillas por la curación milagrosa de las graves heridas que sufrió en un atentado junto al convento. La fachada principal, en la calle de la Palma, cajeada, de ladrillo y sillería de granito, tiene un cuerpo central, de dos plantas, que va unido a otros dos laterales mediante aletones. El conjunto se remata con un frontón triangular. La portada pertenece a una reforma neoclásica realizada en 1770 y la espadaña se añadió en 1869. El pórtico tiene seis arcos de medio punto, todos ellos de piedra de granito; uno da a la calle de la Palma y cinco a la del Dos de Mayo. Fueron cerrados al principio del siglo XX para aprovechar el espacio para dependencias parroquiales. La fachada trasera da a la plaza del Dos de Mayo, construida en parte del solar del antiguo convento y en el del igualmente desaparecido palacio de Monteleón, luego Parque de Artillería, escenario de la heroica resistencia del pueblo de Madrid contra la invasión francesa. En la plaza, en la esquina entre la iglesia y el colegio público Pi i Margall, en terrenos que también pertenecieron al antiguo convento, se encuentra la llamada Casa del Cura (viviendas de sacerdotes), hoy cedida por el Ayuntamiento para sede de diversas asociaciones del barrio. El interior de la iglesia, con pilastras de orden toscano y una gran cornisa que recorre todo el recinto, es de una sola nave de cruz latina y capillas laterales, con crucero sobre el que se levanta una airosa cúpula. Se cubre con bóveda de cañón, muy cajeada, con tres tramos separados por fajones. En el presbiterio, en el centro de un bello retablo neoclásico de Miguel Fernández (1770), con las imágenes trabajadas en yeso de San Elías y Santa Teresa de Francisco Gutiérrez en los laterales, se encuentra la imagen de Ntra. Señora de las Maravillas, copia realizada por el escultor Ricardo Font en 1940 de la destruida en la Guerra Civil. Sobre el antiguo altar, a ambos lados, estaban las tallas en madera de los Santos Justo y Pastor, también realizadas en 1940 en los talleres Granda y ahora trasladadas a la iglesia de San Ildefonso. Contenía cuadros de mérito, algunos procedentes de la antigua parroquia de San Miguel de los Octoes: en los muros laterales del presbiterio, Santa Catalina, de Escalante (s. XVII), y otro que representa a San Elías, de autor anónimo (algunos críticos de arte lo atribuyen también a Escalante); en los testeros del crucero, dos óleos (s. XVII) de Francisco de Zurbarán, que representan a San Francisco de Asís y a San Diego de Alcalá. Y diseminados por toda la iglesia y la sacristía, entre otros, el Cristo de la Luz, anónimo, de escuela velazqueña; El Niño de las Calaveras, pintado por Antonio de Pereda en 1644; una Inmaculada, atribuida a Maella (S. XVIII); una magnífica copia antigua del Entierro de Cristo, de Ticiano; otra de la Virgen y el Niño, de Van Dyck, y un bello cuadro de San Sebastián, de Carreño.     Y también magníficas imágenes como el Cristo de la Buena Muerte, gótico, de los siglos XIV o XV, y el Cristo del Perdón, barroco, del XVII, atribuido a Villabrille, que en la Guerra Civil fue mutilado a hachazos, por lo que durante algún tiempo fue adoptado como imagen titular de la Hermandad de Mutilados de Guerra, y tal y como estaba destrozado venerado en un Viacrucis que se organizó por las calles céntricas de Madrid a los pocos días de terminar la contienda. Luego fue reparado por Lapayesse.
Pero ahora, la iglesia de Maravillas, que luce en todo su esplendor restaurada, tras ser desposeída de la dignidad de Parroquia, también lo ha sido de muchos de sus tesoros artísticos, que han ido a engrosar los fondos del Museo Diocesano, vieja y reiterada aspiración del Obispado o del delegado episcopal para tal función, intentos que siempre recibieron la negativa total de Maravillas. Así, que, de un plumazo solucionaron el problema. Escribiendo esto, me asalta la duda de si estas negativas han tenido algo o bastante que ver en la perdida de la parroquialidad. Los dos "zurbaranes" que cuelga actualmente en Maravillas son extraordinaria copia (nadie lo diría) realizada por Mari-Carmen Carrascosa, y otros son reproducción fotográfica de los originales. Permanecen los cuadros del Cristo de la Luz, la Virgen de Maravillas de Elvira Soriano y algún otro de menos valor. También han ido para el Museo la imagen gótica del Cristo de la Buena Muerte y la puerta del sagrario, de bronce, con el cuadrito de María abrazando al Niño. Por llevarse, se han llevado hasta la lámpara-araña de cristal que colgaba desde la cúpula... La imagen barroca del Cristo del Perdón sí ha sido respetada y colocada en la capilla de la la “Orden Española y Humanitaria de la Santa Cruz y Víctimas del Dos de Mayo” institución ya prácticamente desaparecida. E igualmente han cambiado de ubicación otras imágenes y cuadros, operación que ya empezó con el último párroco. La historia de la Virgen de Maravillas empieza cuando, en 1964, una piadosa señora, doña Ana María del Carpio, compró a un alcabalero una talla muy deteriorada de la Virgen —se cree que del siglo XIII—, retirada del culto en una pequeña aldea de Salamanca. En su casa la imagen ganó fama de milagrosa. Y ante el gran número de madrileños que acudían a visitarla, decidió donarla al convento carmelita de la calle de la Palma, que había sido fundado ese mismo año. El 2 de febrero de 1627 fue presentada a los fieles, vestida al gusto de la época y con la imagencita de un Niño Jesús encontrada tres años antes junto a unas matas de maravillas entre sus manos. Ese día (desde entonces es el de la celebración de su fiesta) nació en Madrid una nueva advocación mariana: Ntra. Señora de las Maravillas, nombre con el que empezó también a ser conocido el convento y nombre que se extendió rápidamente a todo el barrio. El convento de carmelitas, que ocupaba todo el solar del edificio colindante con la iglesia en la calle de la Palma, el actual colegio Pi i Margall y parte de la plaza del Dos de Mayo, fue exclaustrado en 1869 (en la actualidad está abierto en la calle del Príncipe de Vergara) e inmediatamente derribado, conservándose solamente la iglesia. La primitiva imagen de la Virgen marchó con las monjas, pero los fieles devotos del barrio, ante la negativa de las autoridades eclesiásticas a que retornara a su trono vacío, decidieron la construcción de una nueva imagen, lo más parecido a la original, para que siguiera siendo la Madre intercesora de este barrio de Maravillas. El convento de Maravillas tuvo una relación muy estrecha con los sucesos acaecidos el 2 de mayo de 1808. Ese día sufrió multitud de destrozos; piénsese que sólo era el ancho de una calle la separación del Parque de Artillería de Monteleón. Cayeron muchas bombas y fueron muchos los disparos que rebotaron en sus muros. No quedó un cristal sano. Y las monjas, abriendo la clausura, ofrecieron la iglesia como hospital de urgencias para unos u otros contendientes. Tras ser expulsadas las religiosas en 1869, al año siguiente fue acondicionada la iglesia a la nueva situación y abierta al culto como Rectoría de la Orden Española y Humanitaria de la Santa Cruz y Víctimas del Dos de Mayo (como ya se ha indicado, fue en 1891 cuando pasó a ser sede de la parroquia de los Santos Justo y Pastor). El fin de esta organización, que luego se integró dentro de la Cruz Roja y poco a poco se fue diluyendo, aparte de asistir a sus socios —familiares de los gloriosos héroes—, era también organizar, todos los años, el día 2 de mayo, la Santa Misa en sufragio de las almas de aquellas víctimas. Desde entonces, con algún periodo de carencia, se ha venido celebrando este acto religioso al pie del Arco de Monteleón, en la plaza del Dos de Mayo, y últimamente, por motivos de inseguridad climatológica y apretada agenda de las autoridades civiles, en el interior de la iglesia. La primera vez que se celebró esta misa fue el 2 de mayo de 1869, coincidiendo con la inauguración de la plaza.   Medalla de Plata de la Orden Humanitaria de la Santa Cruz y Víctimas del 2 de Mayo El 15 de junio de 1969, a la antigua titularidad parroquial de los Santos Niños Justo y Pastor se admitió el añadir el de Ntra. Sra. de las Maravillas, pero solo a nivel popular y no canónico. Fue medida muy razonable dado el arraigo popular en el barrio de esta advocación. Este fervor mariano llegó incluso, invirtiendo los nombres, a que fuera la iglesia nombrada por todos como Parroquia de Ntra. Sra. de las Maravillas y de los Santos Justo y Pastor. Eran otros tiempos.
Nació don Matías López y López en Sarriá (Lugo), en 1825. Con 19 años llegó a Madrid, y de la nada levantó un imperio gracias al chocolate, llegando a convertirse en una de las mayores fortunas de su tiempo y en uno de los empresarios más importantes de Europa.   Vivió en el número 11 de la calle de la Palma y tuvo un primer obrador de chocolate y oficinas en la casa palacete del número 10 actual de la misma calle, donde estuvo antes la sede de la Real Fábrica de Cera, fundada en 1788 por Carlos III. Tras dejarlo don Matías López, este palacete fue ocupado más tarde por la Asociación del Gremio de Panaderos. Después ha pasado por variados usos: oficinas, restaurante, espacio de eventos… En 1875 construyó una gran fábrica en El Escorial, que daba trabajo a 500 empleados y que llegó a competir con las casas europeas de mayor prestigio, como Cadbury o Meurnier. El secreto del éxito de sus chocolates eran las mezclas de distintas clases de cacao, a los que añadía canela y miel para quitarle el sabor amargo. Mezclaba, eso sí, los chocolates de mejor calidad, porque, como él mismo decía, "todo chocolate que costase menos de cinco reales era malo". Como empresario fue un pionero, anticipándose a su tiempo con unas ideas modernas y revolucionarias, siendo su empresa la primera en España en utilizar lo que hoy conocemos como técnicas de marketing. Matías López sabía que para dar a conocer sus productos necesitaba valerse de las herramientas de la publicidad. Para ello, lo primero que hizo fue lo más sencillo en la época: usar el boca a boca. Por las calles de Madrid pronto se empezó a conocer el nombre de la fábrica de chocolates de Matías López, puesto que lo que había hecho éste era mandar unas pequeñas muestras de sus productos a distintas tiendas de la capital. De esta manera los que frecuentaban esos establecimientos podían probar sus chocolates, pero no podían adquirirlos porque aún no había llegado el stock suficiente. Con esta estrategia, Matías López se aseguraba que las tiendas le hicieran grandes pedidos para abastecer a los clientes que ya habían quedado encandilados con el sabor dulzón del cacao. Sin embargo, el apogeo de su publicidad llegó a partir de 1875, cuando conoció a Francisco Ortego y Vereda, que hasta ese momento se había dedicado a realizar caricaturas satíricas sobre la monarquía de Isabel II, lo que le había costado algunas vacaciones forzadas en la cárcel y la fama de republicano. Lo contrató por 8 pesetas, y Ortego dibujó unos cartones que han pasado a la historia de este país por ser los primeros carteles publicitarios que se pueden considerar como tal. En ellos, el artista plasmó su estilo personal, esto es, caricaturas muy cuidadas, vestidos a caballo entre lo goyesco y lo vulgar y el contraste entre personas de distintas clases sociales. Así, por ejemplo, creó el famoso de "los gordos y los flacos" en donde se podían ver a una pareja de mujeres famélicas, y por encima de ellas la frase: "Antes de tomar el chocolate de López"; a su lado, una pareja de muy buen ver, en cuya parte superior rezaba: "Después de tomar el chocolate de López"; y, por último, un par de personas de aspecto envidiable para la gente de la época y que estaban así porque eran los que "Toman dos veces al día Chocolate de López". Al engordar se decía antes "ganar kilos", y al adelgazar, "perder kilos", es decir, que lo bueno era engordar ("ganar") y lo malo el adelgazar ("perder"). Eran tiempos de pocas calorías en el menú, y lo sano y lo elegante y lo atractivo era estar gordo. El chocolate Matías López engordaba, y ese era precisamente su mayor atractivo. Además de la revolución que causó este cartel en el mundo de la publicidad, Matías López también fue pionero en el uso de su propia imagen en los letreros que acompañaban las cajas con el exquisito manjar. Tomó esta decisión después de que se crearan otras empresas de chocolate que se asemejaban mucho a la suya y le hacían competencia desleal. También con los derechos de los trabajadores fue innovador, construyendo alrededor de la fábrica toda una ciudad con jardines, amplias viviendas para los empleados y colegios gratuitos para los hijos de los mismos. Creó planes de ahorro y pensiones para los trabajadores y el primer modelo de lo que podríamos considerar el inicio de la actual seguridad social. Llegó a ser diputado a Cortes por Sarria en 1872 y poco después obtuvo un escaño en el Senado. Y a pesar de ser republicano, fue nombrado senador vitalicio por el rey Alfonso XII, probablemente gracias a su fortuna, ya que Matías López era uno de los mayores contribuyentes a las arcas del estado. Participó en la Exposición Universal de París de 1889, donde fue el primer industrial español en mostrar sus productos, y presidió diversas sociedades económicas en la capital, participando activamente en la fundación de la Cámara de Comercio de Madrid. En su Sarria natal también quedó constancia de su filantropía con la construcción de escuelas y un asilo. Su entierro, en 1891, en Madrid, fue multitudinario. El Papa león XIII, en gratitud por su obra caritativa, dio a su viuda, Andrea de Andrés y Sánchez, el título de marquesa de Casa López en 1896. Tuvo don Matías López una relación muy estrecha con la Virgen de Maravillas y con el barrio. En 1869, cuando el convento de Maravillas fue exclaustrado y las monjas carmelitas tuvieron que abandonarlo llevándose con ellas la imagen de la Virgen, fue tal el desamparo que quedó entre los vecinos por la falta de la que había sido su protectora, su alma y su ángel durante más de dos siglos, que se rogó la devolución, se protestó cuanto pudo, se insistió ante las autoridades municipales y gubernativas y se hizo una petición ante el Excmo. Sr. Cardenal Arzobispo de Toledo (dependía entonces Madrid de él), firmada por un buen número de vecinos destacados, encabezados como principal promotor por Matías López. Pero no pudo ser, así que en 1871 se decidió hacer una nueva imagen, lo más parecida a la original, y crear otra cofradía renovada en su templo de siempre y distinta de la que ya existía desde 1651, y que acompañó a las monjas en su destierro, ahora con convento en la calle príncipe de Vergara. Presidió don Matías esta congregación, honor que luego recayó hasta hace pocos años en sus descendientes.
Esta calle va desde la de Fuencarral a la de Amaniel, y también antes se dividía, como ocurría con la de la Palma, en Alta y Baja, siendo la de San Bernardo el límite de ambas. En el plano de Texeira de 1656 aparece con el nombre de San Vicente la parte baja, más cercana a Amaniel, y de Siete Jardines la alta, entre Fuencarral y San Bernardo, dominada en su trozo final de pronunciada bajada por la tapia de los jardines y un lateral del llamado palacio de Parcent, de larga lista de moradores a lo largo de los años, pero en aquella época mansión señorial recién construida de los Bernaldo de Quirós. Desde los años cuarenta ha pertenecido al Estado y ha servido como sede de diversos estamentos ministeriales. El nombre lo lleva por un humilladero que por aquí existió dedicado al santo valenciano. San Vicente Ferrer tomo el hábito dominicano a los dieciocho años, fue un gran predicador —hay noticias de su labor en pueblos y ciudades de Cataluña, Valencia, Murcia, Castilla, Aragón, Asturias y León— y murió en Vannes (Francia), después de recorrer Europa, en 1419. Mucho ha cambiado la calle de San Vicente Ferrer. Han desaparecido casi la inmensa mayoría de sus locales tradicionales, sólo en el recuerdo de los vecinos de más solera: en las esquinas con la Corredera, la Jamonería Tanis y un viejo comercio de paños; tras ellos, una antigua droguería, la calderería Roalo, que había sido fundada en 1896, y dos sitios con solera para tomar el chato de vino o el vermut y pegar la hebra: Bar Feito o la Bodega El Manchego; Mesón El Chamizo, en el número 22, restaurante y bar de cañas y raciones a buen precio; más adelante, entre otros, un zapatero remendón en el número 27, los locales de Limpiezas Revilla y, en la esquina con San Andrés, la tienda de comestibles Doña Francisquita, de clásica fachada en los comercios de este tipo y ahora en manos de los chinos, y frente a ella, en una vetusta caseja de sólo dos plantas que aún se conserva, Los Gallegos, una gloriosa tasca regentada por un matrimonio de esa región, que vivían en la parte de arriba, aquí trabajaron durante toda su vida y aquí se hicieron mayores. La antigüedad de tal casa lo demuestra una pequeña placa de rotulación con la inscripción "Visita G, casa 14". Estas placas se ordenaron poner a partir de 1740 por la Visita General de la Regalía de Aposentos, visita o inspección destinada a controlar los sitios habitables para la recaudación de impuestos, y por cuyo motivo fue la primera vez en Madrid que se rotularon calles y se numeraron casas y manzanas. Como este sistema estuvo en vigencia hasta 1835, es de suponer que la existencia de la casa de Los Gallegos sea anterior a ese año. Pero también desparecieron muchas de las salas míticas y emblemáticas por los años ochenta de la "movida" malasañera, como King Creole, en la esquina con la Corredera, templo de los rockers, que acudían a bailar rock clásico en pandilla, con sus cuidados tupés y cazadoras de cuero ellos, o con cancanes bajo el vestido, vaqueros con dobladillo o faldas de tubo ellas. O Elígeme, con canción dedicada de Joaquín Sabina: La noche de Madrid firma postales Si permanecen la Sala Maravillas, con actuaciones musicales en directo; Manuela, local nocturno de corte intelectual y poético; el antiguo local de la famosa farmacia de los Laboratorios Juanse, en la esquina con San Andrés, con su preciosa y castiza fachada de azulejos anunciando su preparados, entre ellos el Diarretil, con un niño con el culo en pompa, pero reconvertida en bar; al lado, la fachada en azulejos de la Antigua Huevería, conservada afortunadamente aunque el local haya pasado por mil y una actividad; varios antiguos artesanos, que apenas mantienen el local abierto mientras el cuerpo aguante, y otra magnífica fachada en azulejos de un establecimiento vinatero, Casa do Compañeiro, con nuevos dueños. Las fachadas de azulejos eran muy tradicionales en otros tiempos en Madrid. Estas de la Farmacia Juanse y de la Huevería fueron obra del ceramista cordobés Enrique Guijo, que tenía su taller en la calle Mayor y colaboró con otro famoso ceramista, en este caso, talaverano, Juan Ruiz de Luna. A esa etapa en la que ambos trabajaron juntos (1908-1905) pertenece la huevería; la de la farmacia es posterior. El tramo de la calle de San Vicente Ferrer desde San Bernardo hasta acabar en Amaniel es escasamente comercial. Si se mantiene en él el enorme inmueble de la Institución del Divino Pastor, con colegio concertado y residencia universitaria. Nadie como Rosa Chacel, que vivió en la calle de San Vicente Ferrer, ha sabido plasmar la atmósfera, el ambiente, el costumbrismo y la nostalgia de un Madrid de primeros de siglo en su novela publicada en 1975 Barrio de Maravillas, historia intimista de dos niñas que contiene recuerdos de su niñez. INDICE"Persianas verdes, sensibles al aire, temblonas como alamedas. Visillos blancos, leves, nupciales, como mosquiteros; muselinas opalinas..." CALLE DE SANTA LUCÍA Esta calle de Santa Lucía, que va desde la del Tesoro a la de la Palma, se puede decir que está claramente dividida en dos por la orografía: la gran cuesta en uno y otro sentido con la cima prominente en la calle del Espíritu Santo, que la cruza. Le viene el nombre por una imagen de esa santa que estuvo durante muchos años en la fachada de una casa propiedad del marqués de Rodazne. Antes se prolongaba hasta la de San Miguel (ahora, Daoiz), espacio ocupado por el Centro Cultural Clara del Rey, con entrada por la calle de la Palma, y por dependencias del colegio público Pi i Margall. Pero este tramo desaparecido llegó a tener otros nombres: Cruz Nueva, Nueva de la Cruz, Tres Cruces de las Maravillas, Tres Cruces Nuevas y hasta Callejón del Rey La leyenda de Santa Lucia cuenta que nació en Siracusa, Sicilia, alrededor del año 283, y que fue educada en la fe cristiana. Se dice que su madre Eutychia la comprometió a casarse con un joven pagano y ella no accedió, porque había dedicado su virginidad a Dios. Al enterarse el pretendiente, se enfureció por el desprecio y la acusó por cristiana ante la ley. Se le sometió a un juicio, durante el cual se intentó que abandonara su fe y adorara a los dioses paganos, pero Lucía se negó, por lo que fue decapitada. Es la patrona de la vista debido a que cuando estaba en el tribunal, ordenaron a los guardias que le sacaran los ojos, pero ella siguió viendo. El número cuatro de Santa Lucía es el inmueble más antiguo de la calle, una gran casa baja que fue rehabilitada por completo en 1989 respetando la fachada a base de sillares de piedra. Traspasando la puerta podemos contemplar un magnífico patio interior de vecindad, que nadie imagina está ahí y te transporta a tiempos de un Madrid de antaño. Los muros de este edificio han sido testigos mudos de la desaparición en las últimas décadas de muchos artesanos que por aquí operaban y de tiendas tradicionales de esas de toda la vida. En la esquina con Espíritu Santo hay que destacar desgraciadamente la ya no existencia de un comercio de ultramarinos, con una sencilla y elegante fachada de azulejos. Llama la atención hoy un enorme edificio rehabilitado, con fachadas a las calles de Santa Lucía, San Vicente Ferrer y Espíritu Santo, pintado rabiosamente de azul, que bien podría estar en el bonaerense barrio de Caminito en lugar de en Maravillas. Y también la gran cantidad de motocicletas aparcadas, lo que tiene que ver con unos talleres que hay en la calle.
Va esta corta calle desde la de San Vicente Ferrer a la de Palma. Antiguamente se llamaba de San Gregorio, y se prolongaba hasta la de San Miguel (actual Daoiz). El tramo desaparecido está ocupado por la Escuela de Artes y Oficio Artísticos, en la parte correspondiente a Palma, y por dependencias del Instituto Lope de Vega. El nombre actual es consecuencia de la calle de la que parte y por su trazado en cuesta. No se caracteriza precisamente por su interés comercial; sólo habría que destacar la antigüedad de algunos de sus edificios y la alegría y bullicio que aportan los chicos y chicas que acuden a la citada escuela, que la toman, por su escaso tráfico, en espacio para los recreos.
Desde la plaza de Santo Domingo a la glorieta de Quevedo va actualmente esta calle, una de las más importantes de Madrid. En el año 1865 se le suprimió el calificativo de Ancha que llevaba para distinguirla de la Angosta de San Bernardo (la hoy Aduana). El trozo final hasta Quevedo se llamaba entonces de las Navas de Tolosa. Pero antes de San Bernardo la calle se llamó de Burgos, de Foncarral Baja, y de Convalecientes, esta última denominación por el hospital que en ella fundó el venerable Bernardino de Obregón. En esta casa se hizo años más tarde el ya desaparecido convento de San Bernardo, que dio nombre definitivo a la calle.   San Bernardo fue un monje cisterciense francés que nació en Castillo de Fontaine-les Dijon (Borgoña) en 1090 y falleció en el monasterio de Claraval en 1153. Con él, la orden del Císter se expandió por toda Europa y ocupó el primer plano de la influencia religiosa. Predicó la segunda Cruzada y sus contribuciones han perfilado la religiosidad cristiana, el canto gregoriano, la vida monástica y la expansión de la arquitectura gótica. Fue canonizado en 1174 y declarado Doctor de la Iglesia en 1830. La historia de esta calle va unida a las puertas de acceso a Madrid. De la puerta de Santo Domingo, en tiempo de los Reyes Católicos, salía un camino vecinal que se encaminaba hacia el norte y que rápidamente fue urbanizándose conforme se ampliaba la ciudad, de tal manera que en 1625, al construir Felipe IV una nueva cerca que abarcaba todo el caserío de entonces, esta puerta se trasladó poco más o menos a donde hoy se abre la glorieta de Ruiz Jiménez, y allí se mantuvo hasta 1970 con el nombre de Portillo de Fuencarral. Poco hay que reseñar en el primer tramo de calle comprendido entre la plaza de Santo Domingo y la Gran Vía, que la cercenó y separó radicalmente del resto, al igual que ocurrió con la de la Flor Alta, separada dramáticamente de su continuación natural la de la Flor Baja. Sólo destacar el teatro Arlequín, que también ha sido cine, y que abre y cierra intermitentemente. Haciendo esquina a la calle de San Bernardo con la de la Flor Baja, en terrenos ocupados hoy por la Gran Vía, se encontraba el convento de dominicos del Rosario, donde se veneraba la magnífica imagen del Cristo del Perdón, de Manuel Pereira. Después de la desamortización de Mendizábal en 1836, el convento pasó a ser sucesivamente cuartel de Alabarderos, colegio particular y sede del Teatro del Recreo, especializado en el llamado "género chico". Para analizar los edificios principales del tramo comprendido entre la Gran Vía y la glorieta de Ruiz Jiménez (más conocida como glorieta de San Bernardo), realizaremos un recorrido lineal de ambas aceras. Subiendo por la derecha, en la calle de la Flor Alta abordamos el palacio que para toda la manzana encargo en 1772 el conde de Altamira al arquitecto Ventura Rodríguez: un proyecto gigantesco que habría de ser construido en el solar del antiguo palacio del marqués de Leganés. De haberse realizado en su totalidad, hubiese dotado a Madrid de uno de sus monumentos civiles más espectaculares. Pero las obras solo se llevaron a cabo entre 1773 y 1775, construyéndose sólo el soberbio fragmento que ocupa casi toda la acera de Flor Alta. Tras años de abandono, ha sido rehabilitado y cedido por el Ayuntamiento al Instituto Europeo di Desing (IED). En el número 28, esquina a la calle de la Estrella, vivió don Rodrigo de Calderón, marqués de Siete Iglesias y ministro en el gobierno del duque de Lerma, valido de Felipe III. De allí salió para ser ejecutado en la Plaza Mayor el 21 de octubre de 1621. Caído en desgracia junto al de Lerma, fue acusado de gravísimos casos de corrupción, incluso de envenenar a la reina Margarita, muerta en circunstancias muy extrañas. Cuentan que don Rodrigo subió al cadalso para ser decapitado con impresionante entereza, mientras la concurrencia se manifestaba con rumores y, sobre todo, con admiración. Esta arrogante actitud y compostura dio origen al dicho "tener más orgullo que don Rodrigo en la horca". En la esquina con la calle del Pez se encuentra el palacio de los Bauer, donde desde 1952 tiene su sede la Escuela Superior de Canto. En el número 48, en un viejo caserón del siglo XVIII, tenía la emblemática Librería Fuentetaja abierto uno de sus locales, que lamentablemente tuvo que abandonar. Hoy abre otra mucho más moderna y de mayor superficie en el número 35. Las librerías de nuevo y de viejo eran en otros tiempos una constante en toda la calle. Hoy, desgraciadamente van desapareciendo. Uno de los palacios más suntuosos de la calle es el llamado de Parcent, entre las calles del Espíritu Santo y de San Vicente Ferrer, de larga lista de moradores a lo largo de los años, pero inicialmente mansión señorial de los Bernaldo de Quirós. Desde los años cuarenta ha pertenecido al Estado y ha servido como sede de diversos estamentos ministeriales. Muy cerca, separado del anterior por sólo una manzana antes ocupada por el desaparecido palacio del duque de Santa Lucía, nos encontramos con el instituto Lope de Vega. Este mutiladísimo palacio cuenta entre sus antiguos propietarios con nombres como los del marqués de Castromonte, el duque de Montemar, el duque de Abrantes, el conde de Colomera y el de la Celanova. En la última época del reinado de Fernando VII estuvo ocupado por las monjas de Santa Clara. Y en 1839 se inauguró allí la Escuela Normal de Maestros, función desempeñada en el edificio hasta 1935. Junto a la hoy calle de Daoiz había una fuente, la de los Doce Caños, que suministraba agua a los vecinos de esta zona hasta que se inauguró la traída de aguas del río Lozoya en 1858. Y en la manzana siguiente, entre las calles de Daoiz y Divino Pastor, se levanta el convento de las Salesas Nuevas. Fue fundado en 1798 por la marquesa de Villena y la rápida construcción del conjunto en estilo neoclásico estuvo terminado en 1801. El recorrido de bajada por la acera de los impares lo iniciamos a la altura de la calle de San Hermenegildo. Entre ésta y la de Montserrat se mantuvieron durante muchos años los restos del cuartel de Voluntarios del Estado. Fue allí donde acudió Velarde, el 2 de mayo de 1808, a pedir refuerzos para la defensa del parque de Artillería de Monteleón. Tres horas tardaron los franceses en aniquilarlos y más de 900 cadáveres quedaron en el suelo. En la manzana siguiente, hermoseando la calle, se encuentra el monasterio de benedictinos e iglesia barroca de Montserrat, fundado por Felipe IV en 1642, con la impresionante torre de Pedro de Ribera. El 24 de junio de 1858, con motivo de la inauguración del Canal de Isabel II que traía las aguas desde el río Lozoya, se instaló delante de esta iglesia un gran pilón con un surtidor que elevaba el agua a una altura de unos treinta metros. Alguien dijo de forma ocurrente que era "el río Lozoya puesto en pie". Los edificios con los números 67 y 69, construidos por los años 20 del siglo pasado, son dos bellos ejemplos del kitsch eclecticista (neo plateresco y neo muchas cosas más), tan de moda por aquellos años. Cruzada la calle de la Palma existe un viejo caserón, hoy remodelado, que fue casa-palacio de don Antonio Barradas y hoy edificio de apartamentos, incluso con un supermercado en los bajos. Se trata de una de las primeras obras madrileñas del arquitecto Silvestre Pérez (1767-1825). En tiempos fue sede de la Librería San Bernardo, de una fábrica de caramelos y de la Patronal de Maestros. Tras la calle del Noviciado se llega a la que, sin duda alguna, es la manzana más interesante de nuestro recorrido. El 18 de julio de 1602, prácticamente toda ella, fue adquirida por la Compañía de Jesús (los jesuitas) para llevar a cabo la construcción de un noviciado. Hasta entonces había sido solar del palacio del marqués de Camarasa. Su iglesia, conocida como el Oratorio de los Padres del Salvador del Mundo, era la más grande de todas las construidas en Madrid. En 1767, con la expulsión de los jesuitas decretada por Carlos III, el Noviciado desapareció como tal, para volver a reimplantarse en tiempos de Fernando VII. El fin definitivo vino en 1836 con la desamortización de Mendizábal. Es entonces cuando el edificio se destina primero a cuartel de Ingenieros Militares y en 1843, cuando de él ya poco quedaba, a asentamiento de la Universidad Central, que había sido trasladada desde Alcalá a Madrid en 1836 y antes había sido instalada provisional y fugazmente en el antiguo Seminario de Nobles de la calle de la Princesa y unos años en las instalaciones conventuales de la Salesas Nuevas. El primer proyecto de adaptación del Noviciado a su nuevo uso como Universidad Central fue de Francisco Javier Mariátegui, sustituido a su muerte por Narciso Pascual y Colomer, a quien se debe la realización del salón de actos o Paraninfo, construido en 1852 aprovechando los muros de la antigua iglesia de los jesuitas. La población estudiantil hizo que la calle de San Bernardo se poblase de pensiones, casas de comidas baratas, librerías, talleres de imprenta, tascas y bullangueros cafés. Famosos en aquella época fueron el Café de Peláez, el de la Gran Vía, el de la Colonias, el de Prada y, el más importante de todos, el Café de la Universidad. Por esta época hubo también dos teatros: el del Recreo y el Coliseo del Noviciado. Este último, construido en 1907 en estilo art nouveau, alternaba funciones cinematográficas y representaciones del género chico. Tras un pavoroso incendio en 1912, fue reconstruido como Teatro Álvarez Quintero y, posteriormente, en 1918, reformado en estilo modernista y convertido en el Cinema X. Todo ha desaparecido.   Pero la Universidad no fue sólo un semillero para la vida noctámbula. La calle de San Bernardo fue también testigo de excepción del compromiso político de profesores y alumnos. El 10 de abril de 1865, se convirtió en uno de los principales escenarios de la sangrienta "Noche de San Daniel", tan palpitantemente descrita por Galdós en sus Episodios Nacionales, y en la que la guardia civil cargó con virulencia inusitada sobre los estudiantes y el pueblo madrileño, que se manifestaba en contra de la toma de posesión como rector del marqués de Zafra, sustituto designado del rector Montalván, que había dimitido por negarse a privar de su cátedra a Emilio Castelar, Ya antes, con el 2 de mayo de 1808, con los disturbios de julio de 1822, con las barricadas de 1848, de 1854 y de 1856, y después, en 1866, con la sublevación del cuartel de San Gil, la calle de San Bernardo vivió encarnizadamente las luchas callejeras que, con intermitencia, volverían a producirse en lo que quedaba de aquel turbulento siglo. Con la Dictadura de Primo de Rivera empezaron las hostilidades importantes en el siglo XX. En 1923, con el destierro de Unamuno a Fuerteventura; en 1926, durante la "Sanjuanada"; en 1928, con el proyecto de reforma universitaria que inspiraron González Oliveros y Eijo Garay; en 1929, con la entrada de la policía en el recinto universitario y posterior cierre de la Universidad: son ejemplos de los acontecimientos en los que la calle de San Bernardo se vio envuelta en movimientos reivindicativos, que continuaron en los años siguientes. El traslado de la Universidad a la zona de Moncloa, supuso un momento de declive para todo el barrio, que hasta entonces había sido durante casi un siglo el refugio de los estudiantes. Los universitarios daban vida y recursos. La Ciudad Universitaria se gestó en 1927, pero con todos los edificios de las facultades casi terminados, durante la Guerra Civil fue arrasada al ser primera línea del frente de batalla y hubo de ser reconstruida al finalizar la contienda. El edificio de la antigua Universidad de la calle de San Bernardo está ocupado actualmente por el Instituto Cardenal Cisneros, el Paraninfo de la Universidad Complutense (siguen celebrándose en él los actos importantes) y el Instituto de España, organismo que reúne a las Reales Academias. También dio albergue a la Asamblea Legislativa de la Comunidad de Madrid hasta su traslado a su nueva sede en el barrio de Vallecas. Al ambiente estudiantil de entonces, se juntaba además el ambiente musical, ya que en dos de los palacios ya citados la música se mantuvo viva en sus salones. En el de los Bauer, que se convirtió en el Conservatorio de Música en 1940 (desde 1952 es sede de la Escuela Superior de Canto, como ya se ha dicho), se dieron grandes conciertos de cámara, a los que asistían músicos y compositores junto a la alta sociedad de la ciudad, y en el de Parcent, veladas musicales, exposiciones de arte y grandes fiestas. Pegado al enorme edificio de la Universidad y separado por la calle de los Reyes, está el palacio de la marquesa de la Sonora, convertido en 1851 en Ministerio de Justicia. La manzana siguiente alberga, en el número 39, una de las farmacias más antiguas de Madrid, la conocida como del licenciado Deleuze. En el 35 se encuentra la casa-palacio que, a finales del siglo XIX, mandó construir la condesa de Pardo Bazán, totalmente cambiada su forma original. En el 29 desapareció el Cine Alexandra, donde se exhibían las películas inmediatamente después de agotar su tiempo en las grandes salas de estreno y antes de pasar a los cines de barrio, y con la particularidad de ofrecer sesión continua desde la 10 de la mañana hasta las 12 de la noche. Y un poco más adelante, esquina a Travesía de la Parada, el palacio de Ágreda, levantado en el solar donde se encontraba el convento de Santa Ana, conocido también como de San Bernardo, fundado por Alonso Peralta, contador de Felipe II, en 1596, y antes el Hospital de Convalecientes que han dado nombre a la calle a lo largo de su historia. Saltando ahora al recorrido final de la calle de San Bernardo, pasada la glorieta de Ruiz Jiménez, tramo moderno y de escaso interés histórico y arquitectónico, poco hay que destacar, salvo un convento desaparecido, el de la Esperanza, situado a la izquierda, esquina con la glorieta, cuyas monjas se dedicaban al cuidado de enfermos, y el Hospital y Residencia de la Congregación de San Pedro de los Naturales y su iglesia anexa, la parroquia de los Dolores. La parroquia de Ntra. Sra. de los Dolores fue creada en la que en su origen fue capilla del Cementerio General del Norte, abierto en 1809 y que tenía su principal acceso por la calle de Magallanes. Cuando la piqueta demoledora acabó totalmente con el cementerio en 1908, fue cuando la parroquialidad pasó a su actual destino. En el solar del Cementerio General del Norte, la Compañía Madrileña de Tranvías construyó sus cocheras y fábrica de electricidad, con entrada esta última por la esquina entre San Bernardo y Magallanes. El derribo de este complejo en los años 60 dio lugar a la plaza del Conde de Valle de Súchil y zona aledaña. Por último, dos fiestas. Hasta el siglo XVII, la hoy calle de San Bernardo fue el camino cada 25 de abril para la romería de San Marcos, más conocida como romería del Trapillo. Consistía en una alegre peregrinación hacia la ermita de San Marcos, situada en las inmediaciones de la puerta de Fuencarral. La otra, la verbena de San Pedro, el 29 de junio, que empezó a celebrarse por el paseo del Prado a principios del siglo XIX, con festejos añadidos en otros lugares de recreo cercanos como el Jardín de Recoletos, los Campos Elíseos o el Jardín del Buen Retiro. Y también, a finales del siglo XIX, se convirtió en la fiesta del distrito de la Universidad. El sitio principal era la hoy glorieta de Ruiz Jiménez, pero con ramificaciones por todas las calles aledañas. Había gran cabalgata con numerosas carrozas, animados bailes populares, atracciones diversas para todas las edades, carreras de cintas, puestos con comidas y bebidas o conciertos de bandas de música. ROMERÍA DEL TRAPILLO La romería del Trapillo se celebraba en el siglo XVII el día 25 de abril, festividad de san Marcos, en la ermita dedicada a este evangelista y situada en las afueras de la Puerta de Fuencarral, donde hoy se encuentra la glorieta de Ruiz Jiménez. El sobrenombre de la romería se debió a que asistían mendigos y vagabundos, cubiertos de andrajos, con un premeditado propósito de alardear de su indigencia y así sacar el mayor provecho de las limosnas que solicitaban."Los nobles a ver el trapo y los plebeyos a orearlo". Y una locución relacionada: al jolgorio de ese día se le llamaba "ir de trapillo", modismo que ha permanecido en uso después que desaparecieran, hace ya muchos años, la ermita y el festejo, y que decimos de alguien que va vestido con ropa barata, con la típica ropa de mercadillo comprada por cuatro perras. Con participantes en la juerga tan dispares, la convivencia se hacía difícil, y más cuando el abuso del vino y otras bebidas espirituosas comenzaba a hacer sus estragos. Las burlas de los señorones, al principio recibidas con desdén por los desheredados, se tornaban luego hirientes y ofensivas, y no era raro que se produjeran enfrentamientos y que incluso salieran a relucir las navajas. Entonces, los "bienvestidos" se subían a sus carrozas e iniciaban una prudente retirada, acribillados por las miradas desafiantes y los insultos de los andrajosos, que celebraban con júbilo su momentáneo triunfo.
Entre las calles de Carranza, Alberto Aguilera y el cruce de San Bernardo, se encuentra la antigua glorieta de San Bernardo, hoy de Ruiz Jiménez. El nombre actual lo lleva en honor del ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, de Fomento y de la Gobernación durante el reinado de Alfonso XIII, senador vitalicio, Gobernador de Madrid, presidente del Consejo de Estado y cuatro veces alcalde de Madrid (entre 1912 y 1931), don Joaquín Ruiz Jiménez, nacido en Jaén en 1854. Es padre del que lleva su mismo nombre: ministro de Educación (1951-1956), cargo del que dimitió por su enfrentamiento con los elementos más inmovilistas de la dictadura, y luego figura política clave en la Transición española a través de la revista Cuadernos para el Diálogo, que, a finales de los sesenta, se convirtió en plataforma de todos los sectores democráticos. E igualmente por su participación tras la muerte de Franco en la creación de la Plataforma de Convergencia Democrática desde su adscripción a Izquierda Democrática y por ser nombrado en 1982 el primer Defensor del Pueblo de España. Retirado de la vida política, fue presidente de UNICEF-España entre 1989 y 2001.   El terreno donde se encuentra la glorieta era antes la salida al campo por la puerta de Fuencarral, que se encontraba en la calle de San Bernardo a la altura de la de San Hermenegildo. Por aquí pasaba la cerca que en 1625 mandara construir Felipe IV para rodear el Madrid de entonces. A la izquierda de dicha puerta, extramuros, estaba el quemadero de la Inquisición, donde tantos desgraciados sufrieron horrible suplicio. En ese lugar se edifico en 1857 el Hospital de la Princesa para conmemorar el natalicio de la infanta Isabel Francisca, entonces, como primogénita de Isabel II, heredera de la corona y princesa de Asturias. Su enorme y singular estructura subsistió hasta 1955 con el mismo cometido, salvo los años de la guerra civil (1936-39) que fue convertido en cuartel. Tras el traslado de las instalaciones sanitarias a la calle de Diego de León, el edificio pasó al Ejercito y ahora sobre su solar se levanta un imponente inmueble de viviendas militares, una especie de amasijo de cemento y macetas que desarrolla algunos conceptos arquitectónicos que traen a la memoria la no muy lejana "Casa de las Flores", magnífico edificio que proyectó Secundino Zuazo en la calle de Rodríguez San Pedro, esquina a Hilarión Eslava. A este de la glorieta, se le denomina chuscamente la "Casa de las Acelgas". En el centro de la glorieta estuvo la estatua de Lope de Vega, obra de Mateo Inurria, hoy en la plaza de la Encarnación, y el grupo escultórico dedicado al Pueblo del 2 de Mayo, de Aniceto Marinas, actualmente en los jardines que hay junto a Ferraz entre la Plaza de España y el Templo del Debod. Se plantó este último monumento el 4 de mayo de 1908, y cuando pasado el verano vinieron las lluvias otoñales, las gentes vieron con sorpresa que las esculturas se desconchaban y desteñían. Era que, por no estar acabado en el día previsto para la inauguración, se había colocado un modelo en escayola pintado en color de bronce, que en noviembre de ese mismo año fue repuesto por el original. En la calle de San Bernardo, a pocos metros de la glorieta, apareció por primera vez el agua de Lozoya en Madrid el 24 de junio de 1858, elevándose en un surtidor, allí instalado sobre un gran pilón con motivo de la inauguración del Canal de Isabel II, a una altura de unos treinta metros. Manuel Fernández González, un escritor de la época, lo llamó de forma ocurrente "el río Lozoya puesto en pie", que se hizo muy popular. También fue ocasión para emplear una iluminación eléctrica entonces en experimentación, el arco voltaico. "Transparentaba el agua que caía en menuda y rizada espuma", según decían las crónicas. Una placa instalada en la isleta de separación de carriles así lo atestigua. Y las dos fuentes con surtidores en el centro también son como un remedo de la de entonces. Como en otros tantos lugares, también aquí se ha visto una adaptación de sus locales comerciales a los nuevos tiempos. Desapareció una curiosa tienda de maquinaria y productos lácteos, en el número 3, que continuaba su fachada por la calle de San Bernardo, y desapareció, incluso traumáticamente, pues los trabajadores se encerraron para evitar que sucediera, una antigua y concurrida cafetería con terraza en la esquina con Alberto Aguilera, sustituida por una entidad bancaria Sí permanecen, como más representativos por su antigüedad entre otros, el bar restaurante Iberia y la Casa de las Maletas en el 8. En su lugar se levanta ahora el Cine Conde Duque HOSPITAL DE LA PRINCESA El primer edificio que se construyó en la aún no urbanizada glorieta de San Bernardo (hoy de Ruiz Jiménez) fue el Hospital de la Princesa. El 30 de diciembre de 1856, Isabel II, en acción de gracias por haber salido ilesa de un atentado perpetrado por el cura Merino cuando, cuatro años antes, se dirigía en cumplimiento de la tradición a presentar a su hija Isabel Francisca al santuario de Nuestra señora de Atocha, inauguraba el Hospital en terrenos que habían sido en otras épocas quemadero de la Inquisición. Su nombre fue puesto en honor de la infanta, la que luego sería conocida cariñosa y popularmente como La Chata, entonces hija única de Isabel II y por ello heredera de la corona y princesa de Asturias. En tiempos de la Primera República se le designo como Hospital Nacional, y durante el periodo de la Guerra Civil, entre 1936 y 1939, que por su proximidad con el frente fue trasladado al colegio del Pilar en la calle Castelló, Hospital Nacional de Cirugía. Su enorme y singular estructura, aislada del caserío urbano por un espacioso jardín, estaba organizada en torno a un edificio central rectangular, que comunicaba por cada uno de sus lados mayores con cuatro pabellones de idénticas proporciones y sentido. Fue realizado según los planos del arquitecto Aníbal Álvarez Bouquel y tuvo una gran reforma en 1882, obras que sirvieron para modernizarlo y para darle entrada principal por el entonces flamante paseo de Areneros (actual calle de Alberto Aguilera). El día 3 de noviembre de 1955, fue inaugurado oficialmente un nuevo edificio para albergar el antiguo Hospital de La Princesa, obra de Manuel Martínez Chumilla, situado en la calle Diego de León, y que fue denominado como Gran Hospital de la Beneficencia General del Estado. Es entonces cuando los ya obsoletos pabellones de la glorieta pasaron al Ejército, como ya lo habían hecho durante la Guerra Civil. Ahora sobre el solar se levanta un imponente inmueble de viviendas militares del arquitecto Fernando Higueras, que desarrolla algunos conceptos arquitectónicos que traen a la memoria la "Casa de las Flores", magnífico edificio que proyectó Secundino Zuazo en la calle de Rodríguez San Pedro, esquina a Hilarión Eslava. A éste de la glorieta, los madrileños, con su gracejo y chanza característica, lo han bautizado como "Casa de las Acelgas". La asistencia clínica del antiguo Hospital de la Princesa era —según cronistas de aquellos años— excelente, tanto en medicina general como en cirugía, y sostenía un consultorio público. Famoso fue el hecho de que, en 1895, el doctor Ustóriz practicase la primera transfusión con éxito a un agonizante. Y que el eminente doctor Carlos María Cortezo, fundador de la Sociedad Española de Higiene, que llegó a ser director de la Real Academia de Medicina y como político ministro de Instrucción Pública, demostrase su tesis acerca del mecanismo de transmisión del tifus exantemático. También se creó en él una de las instituciones médicas más prestigiosas de finales del siglo XIX: el Instituto de Medicina Operatoria (Instituto Rubio), fundado por el doctor cirujano Federico Rubio y Galí para la formación de médicos posgraduados. Después, en 1896, el Instituto construiría edificio aparte en la plaza de Cristo Rey, que sería embrión de la clínica de la Concepción de la Fundación Jiménez Díaz. Hoy, el que fue Gran Hospital de la Beneficencia General del Estado en la calle de Diego de León, que recuperó su antiguo nombre de Hospital de la Princesa en 1984, es gestionado por la Seguridad Social y está vinculado con la Universidad Autónoma de Madrid, adquiriendo así la categoría de Universitario.
Sobre la actual calle de Magallanes, y extendiéndose en un amplio espacio entre las hoy calles de Rodríguez San Pedro y Cea Bermúdez, se fueron ubicando desde principios del siglo XIX hasta cuatro cementerios, todos ya desaparecidos: el General del Norte, el de San Ginés y San Luis, el de la Patriarcal y el de San Martín. El enterramiento de los difuntos se hizo siempre en lugares apartados de los núcleos de población. Así lo hicieron los árabes en el Madrid musulmán y así lo hicieron luego los cristianos durante años. Pero a partir del siglo XIII vino a hacerse mayormente en las iglesias, costumbre que se prolongaría hasta principios del XIX. Las gentes a su fallecimiento querían estar lo más cerca posible del Dios Todopoderoso, y siempre en presencia de reliquias e imágenes de los santos, para obtener de ellos el beneficio de la intercesión ante el Padre. Y como en otros muchos sitios, aquí en Madrid, y sobre todo a partir del aumento de población que la villa experimentó durante el reinado de los Reyes Católicos, el espacio de las iglesias se quedó escaso para albergar tanto cadáver, por lo que de tiempo en tiempo se realizaba la llamada “monda de cuerpos”, que consistía en remover a los enterrados, mezclar con la tierra los restos de carne en descomposición y extraer los huesos para llevarlos a un osario. Quedaba así espacio para nuevas inhumaciones. Tan macabra operación, además del hedor insoportable y persistente que dejaba, y que era mitigado a duras penas con agua olorosa, originó la propagación de muchas enfermedades. Fue precisamente una epidemia de peste que asoló el país en 1781, y cuyo foco se desató en la parroquia de Pasajes (Guipúzcoa), el motivo por el que Carlos III se vio obligado a decretar la prohibición de los enterramientos en las iglesias y a ordenar la construcción de cementerios bien ventilados fuera de las ciudades. Pero ahí quedó todo, pues las disposiciones no serían efectivas hasta la época de José Bonaparte, dado el gran arraigo de las costumbres y creencias entre las gentes.
En Madrid, de los dos cementerios municipales construidos en los alrededores de la ciudad, por fuera de la tapia que Felipe IV mandara levantar en 1625, uno, el General del Norte, llamado también de la Puerta de Fuencarral, vino a parar a terrenos de lo que luego sería el distrito de Chamberí. Fue inaugurado en 1809, y estaba situado entre las hoy calles de Magallanes, Fernando el Católico, Rodríguez San Pedro y la plaza del Conde Valle de Súchill. Su arquitecto, Juan de Villanueva, introdujo en él —por primera vez en España— el sistema de nichos, tomando la idea del cementerio de Lachaise (París). En su entrada principal (donde actualmente está la calle de Magallanes) se colocó una monumental cruz de piedra procedente del Calvario de Leganitos, estación de un Viacrucis por las calles que organizaba la cofradía de la Santa Vera Cruz en cuaresma y que partía desde el antiguo convento de San Francisco (hoy San Francisco el Grande). Y en su interior había una capilla neoclásica (la obra más valiosa de todo el conjunto) que sirvió como sede de la Parroquia de los Dolores desde la clausura del cementerio en 1884 hasta 1908.   Desde un principio estuvieron algunas zonas de este cementerio bajo la neblina romántica de leyendas y tradiciones fantasmales, como la nacida en torno a la condesa de Jaruco (amante de José Bonaparte), que desapareció la misma noche del enterramiento para, sin saberse cómo, aparecer sepultada en el jardín de su palacete, en la calle del Clavel. Hecho célebre fue también el entierro de Mariano José de Larra en 1837, acto en el que se revelaría, con la lectura de unos famosos versos, otro genio del Romanticismo: José Zorrilla. Ese vago clamor que rasga el viento En el solar del Cementerio General del Norte, la Compañía Madrileña de Tranvías construyó a partir de 1901 sus cocheras y fábrica de electricidad. Su derribo en los años 60 dio lugar a la plaza del Conde de Valle de Súchil y zona aledaña. En 1994, en las obras de un colector para el aparcamiento en construcción de la plaza del Conde del Valle de Súchil, se encontró una galería de ladrillo, piedra y cal (con unas dimensiones de 3,5 metros de alto por 1,20 de ancho y a 12 metros de profundidad) con unos 650 esqueletos humanos. En el primer momento se pensó que era una fosa común de la guerra civil, pero pronto se comprobó que era el osario del antiguo cementerio. Se calcula que en la zona puedan quedar no menos de 5000 restos humanos.
Pero además de los cementerios municipales, fueron las cofradías Sacramentales (de obligada existencia en todas las parroquias de la Cristiandad por orden del Papa Pío V, a mediados del siglo XVI) las que verdaderamente dieron el paso definitivo al crear, bien individualmente o agrupadas, sus propios cementerios para los cofrades. Y por esta zona del norte de la ciudad se abrieron tres: el de San Ginés y San Luis, el de la Patriarcal y el de San Martín.
  El cementerio de la Sacramental de San Ginés y San Luis estaba ubicado entre las calles de Magallanes, Fernando el Católico, Vallehermoso y Donoso Cortés. Se erigió en 1831 y se reformo y amplió en 1846. Según cuentan, era uno de los cementerios más bellos por su frondoso y florido jardín romántico, además de sus pabellones porticados con columnas y su impresionante fachada. Algunos de sus ilustres moradores fueron Alcalá Galiano, Bretón de los Herreros, Hartzenbusch o Leonardo Alenza. Fue clausurado en 1884 y su solar está ocupado por bloques de viviendas.
El cementerio de la Patriarcal fue construido en 1849 por la Congregación del Santísimo Cristo de la Obediencia y Hermandad de Palacio, para dar sepultura a los miembros que dependían de la Iglesia de la Patriarcal, que eran fundamentalmente soldados, funcionarios y demás empleados de la Casa Real. Se encontraba entre lo que hoy son las calles de Joaquín María López, Vallehermoso, Donoso Cortés y Magallanes, que era la vía de acceso común con la de los dos anteriores y también al General del Norte, y por eso conocida como "callejón de los muertos". Era un cementerio pequeño de un solo patio rodeado de nichos y en el que solo merece destacar el monumento a Quintana, levantado por suscripción popular. Entre los ilustres enterrados aquí estaban Hilarión Eslava y Joaquín Gaztambide.   Cuando la Iglesia del Buen Suceso (Puerta del Sol) se derribó a mediados del siglo XIX, se trasladaron aquí los cuerpos de los fusilados en la madrugada del 3 de mayo de 1808, que descansaban en el patio de dicha iglesia. No fue demolido hasta pasada la Guerra Civil y hasta los niños jugaban en él al fútbol entre ataúdes rotos y huesos desperdigados (el "campo de las calaveras"). En 1952 el Estado levantó el Parque Móvil Ministerial y viviendas de sus funcionarios
El cementerio de la Sacramental de San Martín y San Ildefonso fue construido en 1849 por Wenceslao Gaviña para la Archicofradía Sacramental de San Martín y San Ildefonso, una de las más antiguas de Madrid. Dos años más tarde, era uno de los cementerios más importantes de la capital y la más grande necrópolis de la zona. Estaba situado entre las actuales calles de Santander, Juan Vigón, Jesús Maestro e Islas Filipinas.   Sus cuatro patios estaban dedicados a Santo Domingo, San Ildefonso, Nuestra Señora de la Paz y Santísimo Cristo. La entrada era porticada, con una bella columnata en semicírculo, y tenía a ambos lados dos construcciones hexagonales destinadas a capilla y vivienda del guarda. Aquí fueron enterrados, entre otros, el pintor Eduardo Rosales, los escritores Ángel Fernández de los Ríos y Antonio Velasco Zazo, el duque de Sevillano y los condes de Quinto. Se cerró oficialmente como los demás en 1884, pero se siguió enterrando allí hasta 1902, pues su ubicación más al norte hizo que fuera el último en desaparecer. En 1926 se pensó mantenerlo como jardín, derribando los nichos y conservando el pórtico y la capilla, además de añadir esculturas de alcaldes y fuentes ornamentales en una gran plaza central, pero este proyecto nunca vio la luz, e incluso durante la guerra civil sus nichos sirvieron de refugio. En 1952 se levantó en su solar el mítico Estadio de Vallehermoso, también derribado en 2008 y recuperado en 2019. PARROQUIA DE LOS DOLORES La parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, creada en 1884, fue inicialmente instalada en la capilla neoclásica del cementerio General Del Norte, con entrada por la calle de Magallanes y situado entre las hoy de Fernando el Católico, Rodríguez San Pedro y la plaza del Conde Valle de Súchill, y aprovechando que ese año había sido clausurado. Y allí estuvo hasta que la necrópolis fue totalmente abatida por la piqueta en 1908. Su construcción se debió, como la de todo el conjunto, al arquitecto Juan de Villanueva. Fue entonces cuando la sede de esta parroquia pasó a lo alto de la calle de San Bernardo, a la capilla de la Venerable Congregación de Presbíteros Naturales de Madrid, más popularmente conocida con la apelación de San Pedro de los Naturales por haber tenido durante muchos años uno de sus asientos en la iglesia de San Pedro el Viejo, en la calle de Segovia. Aquí tiene esta fundación, creada por Jerónimo de la Quintana en 1619, hospital y residencia. En 1936, el edificio fue primero tiroteado; luego, invadido e incautado, y finalmente incendiado, incendio que duró dos días y dos noches y que tan sólo dejó en pie los muros exteriores, la torre y el cuerpo octogonal que abrazaba la cúpula de la iglesia. Tras la quema, la sección militar de Fortificaciones se hizo cargo del edificio, instalando una fábrica de cemento y un almacén de incautaciones. Al finalizar la guerra, la congregación acometió la reconstrucción, obras llevadas a cabo por Luis y Ramiro Moya y que estuvieron terminadas en 1946. Al exterior, destaca su portada, que ostenta un primer cuerpo de granito en el que se abre un arco de medio punto sobre columnas jónicas. Un segundo cuerpo por encima del anterior, flanqueado por columnas toscanas y rematado en forma de frontón, luce el escudo de la Congregación y tres arcos de estilo ecléctico. Y también, el cimborrio que soporta la cúpula del crucero, octogonal, y la torre con capitel de pizarra; todo ello es estilo neomudéjar. En el atrio, una pareja de lápidas nos recuerdan la vinculación de Lope de Vega con la Congregación, de la que fue capellán en 1628. La otra indica que los restos de Calderón de la Barca, capellán mayor en 1666, después de un largo peregrinar fueron depositados en esta iglesia, pero que lamentablemente se perdieron en el incendio de la Guerra Civil.   El interior del templo, de planta de cruz latina, es de una sola nave cubierta por bóveda de cañón con lunetos, con dos capillas en los laterales. Similar bóveda tiene el presbiterio y los lados del crucero, que se remata con cúpula de media naranja sobre pechinas.
La actual calle de San Bernardo fue en otros tiempos camino que, partiendo de la plaza de Santo Domingo, enlazaba la ciudad con el vecino pueblo de Fuencarral; llegando las edificaciones en 1590 hasta la manzana donde luego se asentaría el Noviciado de los Jesuitas y la Universidad Central después. Cuando Felipe IV mandó en 1625 construir una nueva cerca que abarcara todas las nuevas ampliaciones de Madrid, la calle empezó a tomar la configuración que prácticamente ha llegado a nuestros días. Era esta cerca, proyectada por el arquitecto Juan Gómez de Mora, de ladrillo, argamasa y tierra, y sirvió para controlar que todos los productos y víveres que entraban en la ciudad pagaran su correspondiente impuesto así como para vigilar a las personas que llegaban. Para conseguir el dinero suficiente para su realización se aplicó una sisa al vino. En el famoso plano de Texeira, fechado en 1656, aparece la citada cerca, que por la parte norte discurría por las actuales calles de Sagasta, Carranza y Santa Cruz de Marcenado. Y eran sus puertas por este lado: la de Santa Bárbara, en lo que hoy es Alonso Martínez; la de los Pozos de la Nieve, en la glorieta de Bilbao; la de Maravillas (un pequeño portillo que pronto desapareció), en la calle de San Andrés, y la de Fuencarral, en la calle de San Bernardo. La puerta de Fuencarral estaba considerada al principio como real o de registro (en las que se pagaban los impuestos), y la más importante por esta zona, función que luego quedó rebajada a la menor de portillo por adquirir la de los Pozos de la Nieve el puesto principal. Las puertas permanecían abiertas desde el amanecer hasta las diez de la noche en invierno y en verano hasta las once. Pasado ese horario, en caso necesario, un retén permitía el acceso. Los portillos se cerraban con la puesta de sol y así permanecían durante toda la noche. La puerta o portillo de Fuencarral estaba en la calle de San Bernardo, a la altura de la de la Santa Cruz de Marcenado, y su nombre oficial era en realidad de Santo Domingo, pues en esta plaza estuvo la primitiva en el camino de Fuencarral. Fue construida por Juan Gómez de Mora en 1642 y tenía un arco de medio punto y tres escudos decorativos, todo ello coronado con un frontón y sin gran valor arquitectónico. En la fotografía que se acompaña, ha desaparecido el remate superior, que posiblemente se destruyera a lo largo del tiempo. Está tomada desde el interior de la cerca, por eso aparece el hospital de la Princesa a la izquierda, construido en 1856 sobre el sitio que en los siglos anteriores soportaba las hogueras de los autos de fe y que conservaba el funesto nombre de El Quemadero. En ese solar se levanta ahora un imponente inmueble de viviendas militares, un amasijo de cemento y plantas de hiedra que cuelgan desde las balconadas. Traspasada la puerta de Fuencarral, fuera de la cerca, y donde antes solo hubo algunas fincas de labor, eriales y basureros, se extendieron a partir de los primeros años del siglo XIX los iniciales arrabales de Chamberí, y un poco alejados hacia el oeste, las zonas de cementerios. Los primeros que se refugiaron en las humildes casuchas del suburbio de Chamberí fueron los que no podían pagarse una casa en la superpoblada ciudad o no cabían materialmente en los miserables barrios del sur. De ahí el cariz que este barrio tomó desde el principio. El casticismo propio del sur de la ciudad vino a rebrotar en el punto opuesto. A mediados del siglo XIX, esta parte de la ciudad, extramuros, va mejorando y adecentándose, y es a partir de 1868, al llevarse a cabo el plan de Ensanche de Madrid del urbanista Carlos María de Castro, cuando se derriba la cerca de Felipe IV y se trata de compaginar (con muchas protestas y oposición de los vecinos) lo ya construido con los nuevos trazados del proyecto. Por esta época, se urbanizan también y se abren nuevas calles en la zona del antiguo Parque de Artillería de Monteleón y en el área ocupada por los Pozos de la Nieve, entre las calles de Fuencarral y la parte alta de la actual Mejía Lequerica. INDICE SALESAS NUEVAS Al medio siglo de estar establecida la comunidad de salesas en Bárbara de Braganza, doña Manuela Centurión y Velasco, marquesa viuda de Villena y Estepa, fundó otro convento dedicado a la Visitación —las salesas Nuevas— en la calle de San Bernardo, sobre unas casas de su propiedad que había adquirido a don Ángel de Carvajal Zuñiga y Lancaster, duque de Abrantes y Linares. Este convento, obra del arquitecto Manuel Bradi, realizado entre 1798 y 1801, es una de las escasas manifestaciones religiosas de estilo neoclásico en Madrid. Contrastando con la sencillez y sobriedad de su alargada fachada conventual, destaca la monumentalidad neoclásica de la fachada del templo, muy pura, correctísima de líneas y proporciones. Está formada por un rectángulo vertical dividido en tres calles por pilastras gigantes de orden toscano, casi dórico, cubierto por un enorme entablamento, liso, coronado por imponente frontón. En la calle central, más ancha, y encima de la puerta, con frontón curvo, el único elemento decorativo: un relieve de Julián San Martín representando a los fundadores de la Orden, san Francisco de Sales y santa Juana Francisca Fremiot. El interior, exquisito, casi romántico, deliciosamente pintado, es una nave rectangular, sin capillas, donde toda la decoración, festones, cogollos, guirnaldas, molduras, casetones de rosetas, mármoles, púlpito y altares deslumbran por su delicadeza, mesura y contenida elegancia. El lienzo del altar mayor, representando a los fundadores de la Orden, y otro a la izquierda del presbiterio, El Buen Pastor, son obra de Agustín Esteve, colaborador de Goya. De Esteve era también un San Luis Gonzaga (algunos lo atribuyen al propio Goya) muy dañado en la Guerra Civil y vendido a un particular. Su lugar en el templo, a la derecha, lo ocupa La Visitación, cuadro realizado por el portugués Antúnez. En otros dos altares, más alejados del presbiterio, también hay cuadros de calidad, uno de ellos anónimo y otro de Manuel Gómez Moreno. El convento, que aún conserva en su interior una inmensa huerta, fue incautado durante el período de la Desamortización para el establecimiento de las Facultades de Leyes, Cánones, Teología y Filosofía de la Universidad Central (1836-1844), trasladada desde Alcalá de Henares, que después pasaría al edificio del antiguo Noviciado de los jesuitas, en la misma calle de San Bernardo. Durante la Guerra Civil, convertido en checa, sufrió graves destrozos en cuadros e imágenes, perdiéndose todo su archivo. Después de recuperar el convento, allí siguen las monjas, orando y trabajando, trabajando y orando. Célebre es la deliciosa repostería que producen en su horno u obrador, y que venden a quien la desee en la puerta siguiente a la de la iglesia. Por la parte trasera, con entrada por la calle de Daoiz, se encuentra la residencia para mayores privada Dos de Mayo, que ocupa antiguas dependencias conventuales.
Las religiosas que habitan en los conventos de Madrid —y de España entera— no se dedican exclusivamente a la oración; también hacen costura, bordan, lavan, encuadernan, restauran, pintan... y, entre fogones y peroles, elaboran unos dulces exquisitos. Gloria bendita para el paladar. Suponen un complemento, cuando no la aportación principal de sus contadas rentas. De muy antiguo viene la tradición de los dulces monjiles. Fueron los conventos los que fusionaron la tradición repostera árabe, cristiana y judía. Las novicias, al ingresar en los conventos, aportaban sus conocimientos culinarios con recetas familiares que fueron incrementando el recetario conventual. Medio kilo de azúcar blanca, Fragmento del inolvidable villancico-copla de Carlos Cano en el que describe cómo las monjas de un convento recibían de la Virgen María la receta para su postre más delicado Dulces elaborados en la tranquilidad sin tiempo de las clausuras monacales, realizados con elementos auténticos, muchas veces logrados por las propias comunidades, en sus huertas y gallineros. Así nacieron dulces y yemas, que han pasado a ser típicos de la ciudad en la que las monjas los hicieron populares. Pero después muchos de estos conventos abandonaron la dulce elaboración de su especialidad, que recogió la industria local. Otras veces fueron los talleres artesanos los que hicieron competencia a las tradiciones del monasterio. Y de una u otra forma se fueron perdiendo en las más de las ocasiones. Los "cocos" a los que nos referimos no son esos que asustan a los niños, sino deliciosos productos de las cocinas conventuales que sirven de delicado acompañamiento a las meriendas familiares. Porque es el caso que, perdidas algunas de esas viejas elaboraciones, o sustituidas por la de avispados comerciantes, de las cocinas de las monjas vuelven a salir magníficos ejemplos de dulcería. Es el caso de las Salesas Nuevas, en la calle de San Bernardo, segundo monasterio de la Visitación madrileño. Desde hace años, las Salesas Nuevas elaboran una deliciosa serie de dulcerías, entre las que destacan las yemas de coco. Pero también galletas, pastas, diminutos panecillos dulces, un surtido variado de repostería que se ofrece al goloso visitante a través de la reja de la portería.
El monasterio de Santa María de Montserrat fue fundado por el rey Felipe IV, en 1642, para acoger a los benedictinos castellanos huidos de Cataluña tras su sublevación e intenso secesionista (Guerra de los Segadores). Por aquellas fechas el monasterio de la montaña de Montserrat pertenecía a la jurisdicción castellana de Valladolid, y los monjes catalanes aprovecharon la insurrección para expulsar con violencia a los castellanos, en concreto a 33 monjes, 14 legos, seis ermitaños y cinco niños cantores. En un principio, el convento se situó en la quinta del Condestable de Castilla situada en las inmediaciones del arroyo Abroñigal, y allí estuvieron los religiosos hasta que en 1704 fueron trasladados al edificio de la calle de San Bernardo, que todavía estaba sin terminar. La construcción de la iglesia, con proyecto de Sebastián Herrera Barnuevo, que diseñó un gran templo del que sólo se acabaron las naves y parte de la fachada, comenzó en 1688. Tras su fallecimiento, Gaspar de la Peña siguió con las obras, que fueron pronto abandonadas. Las retomó en 1716 Pedro de Ribera, reformando el interior, la fachada y levantando una de las dos torres que estaban proyectadas. Parece ser que los trabajos se dieron por acabados en 1720, quedando el templo a la mitad de su proceso constructivo. La iglesia, de haberse realizado la totalidad de lo diseñado por Herrera Barnuevo, hubiera sido sin duda la construcción más grande e importante del barroco castizo madrileño. No obstante, lo realizado y conservado es excepcional. La única torre construida, no igualada en originalidad por ninguna otra madrileña, coronada por fantásticos bulbos, es una de las mejores imágenes urbanas de la ciudad y muestra preciosista de la arquitectura de Ribera. En la fachada, también magnífica, Ribera se limitó a la decoración de la puerta y ventanales con su característico repertorio: copetes, veneras, ristras, etc. El interior nunca fue completado, quedando interrumpida la construcción al iniciarse la zona del crucero. La nave central, con pilastras de capitel compuesto, entablamento con maravillosos modillones de angelotes, soberbios balcones-tribuna enrejados y bóveda de cañón cajeada, parece obra de Sebastián Herrera. La aportación de Ribera consistió en modificar las capillas laterales, transformándolas en naves, así como la tribuna de los pies, sostenida por dos increíbles angelotes-atlantes. En 1836, bajo el amparo de las leyes desamortizadoras, los benedictinos fueron expulsados, y parte del convento poco después convertido en cárcel de mujeres. Existió ya desde 1622 una separación de la Cárcel de Corte para mujeres de mala vida perseguidas y castigadas por los Tribunales, y así en esa fecha hay un acuerdo de la Sala de Alcaldes destinando a la creación de la Casa Galera, que así se llamó la cárcel de mujeres. A mediados del s. XVIII se trasladó la Galera a una casa propia en la calle de Atocha, de la que se fugaron las reclusas el 2 de mayo de 1808 para unirse a la lucha contra los franceses. Concluida la guerra, se restableció la Galera en la calle del Soldado, hasta que en 1837 fue trasladada al antiguo convento de Montserrat, con entrada por la calle de Quiñones. Numeras son las mujeres que por allí pasaron. Aunque prácticamente no hay documentación, los pocos testimonios que se conservan nos hablan de un centro insalubre donde las religiosas encargadas de la custodia se afanaban en la "regeneración cristiana" de las presas, encadenadas a la máquina de coser tanto como a aquellos muros. Cuando Victoria Kent se convirtió en Directora General de Prisiones durante la Segunda República, sus esfuerzos se centraron en sustituir el ideal represor de las prisiones tradicionales por una vocación reeducadora, y la vigilancia de las órdenes religiosas hacia las reclusas por un cuerpo especializado. Es la diferencia que va de la cárcel de Quiñones a su Cárcel Moderna inaugurada en Ventas en 1933. Ese sueño de Victoria Kent de cerrar la casa Galera del viejo monasterio se cumplió, pero con la posguerra las mujeres volvieron a habitar sus celdas. Hacia 1940 se creó allí una clínica psiquiátrica penitenciaria, residencia forzosa para las que el régimen franquista tildó de locas, para mejor poder desembarazarse de ellas. Ya antes, la parte del antiguo convento no ocupado por la Galera fue residencia durante breve tiempo de las monjas de Caballero de Gracia, y los benedictinos regresaron definitivamente por los años veinte del siglo pasado, estableciéndose un priorato dependiente de la abadía de Santo Domingo de Silos. Hoy, en las antiguas dependencias de la Galera —irreconocible por las reformas efectuadas— funciona una residencia de ancianos, fundada en 1984 gracias al impulso de Cáritas Diocesana de Madrid. La iglesia es desde 1914 Monumento Nacional. Y ahí sigue, hermoseando la calle de San Bernardo.
En la calle de Manuel Silvela, en el número 4, nació a la vida docente, el 26 de agosto de 1933, durante la II República, el Instituto Lope de Vega, que aunque es concebido al principio con régimen de enseñanza mixta (recuperada en la actualidad), fue declarado de enseñanza femenina en 1939. Durante la Guerra Civil, al producirse una gran acumulación de alumnos por ser de los pocos centros que siguieron impartiendo clases, se trasladó a la calle Fortuny 14, a la antigua Residencia de Estudiantes (luego de señoritas) de la Institución Libre de Enseñanza, donde sufrió un grave e infame bombardeo en 1938 que provocó su nuevo retorno a la calle de Manuel Silvela. Finalmente, durante el curso 1942-1943, y compartiendo algunas aulas con los alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras, es trasladado al actual edificio de la calle de San Bernardo, esquina a Daoiz. La parte más antigua del edificio donde está instalado el Lope de Vega, de principios del siglo XVIII, fue mansión del marqués de Castromonte, del conde de Colomera, de los condes de Celanova, del duque de Abrantes (la duquesa, mujer bellísima, fue retratada por Goya en 1916) y del duque de Montemar. En tiempos de Fernando VII, la mansión palacial fue cedida a la comunidad de religiosas de Santa Clara, cuyo primitivo convento en la calle de Santa Clara fue derribado por orden de José Bonaparte. En la calle de San Bernardo estuvieron las clarisas hasta 1839, año en el que se instaló en el palacio la Escuela Central Normal de Maestros. Uno de los directores de la Normal fue el poeta y dramaturgo romántico Juan Eugenio Hartzenbusch, que aquí vivió y gustaba de pasear por el entonces contiguo parquecillo, en la calle de Daoiz, de los Jardines de la Infancia, escuela de párvulos creada por el pedagogo alemán Fröebell, que fomentaba el desarrollo de los niños mediante ejercicios, juegos y cantos al aire libre. En este jardín escribió Hartzenbusch una de las versiones de Los Amantes de Teruel. En el año 1882, compartiendo edificio con la Normal, fue también instalado el Museo Pedagógico. Y allí estuvieron ambas instituciones hasta 1935. El primer director del Museo fue don Bartolomé Cossío, catedrático de Pedagogía en la Universidad Central y rector de la Institución Libre de Enseñanza (dado su gran prestigio intelectual, se pensó en él para presidente de la República, pero se desistió de ello por su precariedad de salud). Durante la huelga de estudiantes de 1929 y posterior cierre de la Universidad Central, se habilitaron aulas en la Normal para seguir impartiendo clases. Algunos de los catedráticos eran don Ramón Menéndez Pidal, don Américo Castro, don José Ortega y Gasset o don Julián Besteiro. Del viejo palacio queda poco; se ha ido remodelando con los años, antes y después de ser ocupado por el Instituto Lope de Vega. En 1953, siendo director don Ángel Cruz Rueda, uno de los mejores biógrafos de Azorín, se empezó a construir el añadido del último piso del edificio. Y en 1975, con don Enrique López-Niño de director, la ampliación en terrenos del antiguo Jardín de Infancia. La parte antigua del Lope de Vega está hoy magníficamente restaurada, y es una delicia contemplar su esplendida galería de arcos, su antigua Sala de Profesores, la Biblioteca, la Secretaría y el bellísimo Salón de Actos.
Uno de los palacios más suntuosos de la calle de San Bernardo es el llamado de Parcent, entre las calles del Espíritu Santo y de San Vicente Ferrer, de larga lista de moradores a través de los tiempos y desde 1943 propiedad del Estado, que lo ha destinado a sede de diversos estamentos ministeriales. Fue primero, en el siglo XVII, mansión señorial de los Bernaldo de Quirós. En 1730, el marqués de la Mejorada lo convirtió en suntuoso palacio barroco con ciertos aires del neoclasicismo incipiente, obra encargada al arquitecto Gabriel Valenciano, discípulo de Ribera. Posteriormente pasó a ser propiedad de Alfonso de Sousa, marqués de Guadalcázar y grande de España, casado con doña María Isidra de Guzmán y de la Cerda, que fue la primera mujer que entró en la Real Academia de la Lengua, en 1784. Sucesores de los marqueses encargaron en 1860 una reforma al arquitecto, pintor y decorador francés Pier Víctor Galland, que dotó al palacio de una decoración neobarroca muy del gusto francés de moda en aquella época. Luego fue habitado por la duquesa de San Fernando, unos años ocupado por un colegio de niñas dirigido por religiosas y posteriormente abandonado hasta que lo adquirió don Juan Iturbe, embajador de Méjico.   Durante esta etapa se hizo una nueva reforma. Se añadieron nuevos salones, se dotó al palacio de riquísimas colecciones artísticas y se reestructuraron los jardines y patio interior con un precioso balconaje, fuentes y estatuas. La esposa del embajador, doña Trinidad von Scholtz-Hermensdorff, malagueña, de padres alemanes, mujer de gran belleza, ingenio y gracia, que se sintió siempre española y andaluza, fue protectora de artistas y convirtió el palacio en escenario de tertulias, lecturas poéticas, representaciones teatrales, bailes y reuniones para el divertimento del Madrid aristocrático. Viuda del embajador, se casó con don Fernando de la Cerda, duque de Parcent, de donde viene el nombre con el que se conoce al palacio. El edificio destaca por la portada ornamentada, la gran escalera, el denominado Salón de baile en estilo rococó (hoy adaptado para las grandes recepciones), el patio interior y los jardines.
En la calle de San Bernardo, y entre las de Noviciado, Amaniel y Reyes, estuvo la Universidad Central, edificio hoy ocupado por el Instituto Cardenal Cisneros, el Paraninfo de la Universidad Complutense (siguen celebrándose en él los actos importantes), la Escuela de Relaciones Laborales y el Instituto de España, organismo que reúne a las Reales Academias. También dio albergue a la Asamblea Legislativa de la Comunidad de Madrid hasta su traslado en 1998 a su nueva sede en el barrio de Vallecas. Pero para retomar la historia debemos retroceder hasta 1602. El 18 de julio de ese año, todo este solar es cedido por doña Ana Félix de Guzmán, marquesa de Camarasa e hija de don Pedro de Guzmán (primer conde de Olivares), para la construcción del Noviciado o Casa de Probación de la Compañía de Jesús (los jesuitas). Su iglesia era la más grande de todas las construidas en Madrid. Disponía de cuatro capillas a cada lado de la nave central, una imponente cúpula en el crucero y dos torres de gran altura en la fachada. Parece ser que fue obra de arquitecto y hermano jesuita Francisco Bautista, aunque otras fuentes la adjudican al también jesuita Pedro Sánchez. Fue reformada y ampliada en varias ocasiones para dar acogida al número creciente de fieles, que respondían con devoción a la labor de predicación, confesionario o impartición sobre todo de los ejercicios espirituales. Sus muros laterales aún existen y son, revestidos, los que encierran el citado Paraninfo. En el interior del templo destacaba el gigantesco retablo del altar mayor, con un gran cuadro del fundador de la Orden, san Ignacio de Loyola, realizado por León Leal, y esculturas ornamentales de Manuel Gutiérrez. Las pinturas de la cúpula y de la bóveda eran obra también de León Leal, y había en el recinto diseminados cuadros y esculturas de afamados artistas como Francisco Ricci, Salvador Carmona, Santiago Amiconi, Carlo Moratta o Diego González de la Vega. Aunque no existe documentación, se supone que Francisco de Goya participó en el diseño del sepulcro de María Teresa Cayetana de Silva, duquesa de Alba, que allí fue enterrada en 1802 y luego trasladada al cementerio de San Isidro. En el lado izquierdo del crucero, fue colocado en el siglo XVIII un gran retablo dedicado a san Francisco Regis (predicador misionero jesuita), construido en Roma. Tenía cuatro columnas de mármol verde y capiteles compuestos de bronce, con esculturas de Camilo Rusconi, Agostino Cornacchini y Gambetti, y lienzos de Michel Ange Houasse. Luego fue trasladado al desaparecido cementerio de San Luis y posteriormente al monasterio de las Descalzas Reales. En 1767, con la expulsión de los jesuitas decretada por Carlos III, el Noviciado desapareció como tal (fue ocupado por el Oratorio de los Padres del Salvador del Mundo, institución que había sido fundada en 1644 por el padre Diego Liñán en el convento de la Concepción Jerónima), para volver a reimplantarse en tiempos de Fernando VII. El fin definitivo vino en 1836 con la desamortización de Mendizábal. Es entonces cuando el edificio se destina a cuartel de Ingenieros Militares, y en 1842, cuando de él ya poco quedaba, empezaron las obras para el asentamiento de la Universidad Central.
El 7 de noviembre de 1822, en el actual Instituto San Isidro, antiguo Colegio Imperial de los jesuitas, junto a la colegiata de San Isidro, se creó la Universidad Central o Universidad de Madrid, distinta de la Complutense, con la que después vino a refundirse. En 1823, con la llegada del período absolutista del reinado de Fernando VII, quedaría clausurada. El 29 de octubre de 1836, se traslada a Madrid la Universidad Complutense, fundada en Alcalá de Henares por el cardenal Cisneros en 1508, mediante Bula Pontificia concedida por el Papa Alejandro VI en 1499. Adoptó al principio el nombre de Universidad Literaria, y tras una primera y fugaz instalación en el antiguo Seminario de Nobles de la calle de la Princesa (centro educativo fundado por Felipe V en 1725 para impartir a los jóvenes nobles las enseñanzas propias de su estamento), las facultades de Leyes y Cánones pasaron ese mismo año al edificio conventual de las Salesas Nuevas, en la calle de San Bernardo, una vez desalojadas las religiosas por las leyes desamortizadoras. Al año siguiente se sumaron las de Teología y Filosofía. Como el espacio era muy reducido, el Gobierno propuso el convento anexo a San francisco el Grande, también exclaustrados los franciscanos, como sede de la Universidad, pero fue definitivamente el antiguo edificio del Noviciado de los jesuitas, en la misma calle de San Bernardo, el elegido, según Real Orden de 5 de abril de 1842. A los pocos años, en el plan de estudios de 1850, volvió a tomar el nombre de Central la Universidad de Madrid, reuniéndose de este modo la tradicional de Alcalá, de la que mantuvo títulos y privilegios, y la fundada en la capital en tiempos de Fernando VII. Desde la ley Moyano de 1857, esta universidad fue la única autorizada en España para dar el título de doctor, hasta que casi un siglo después, en 1954, fue concedida esta potestad a la Universidad de Salamanca, tras la celebración de su VII centenario, y posteriormente al resto de las universidades españolas de la época. Del viejo edificio del Noviciado, también desamortizado, quedaba ya poco tras su empleo durante unos años como cuartel de Ingenieros Militares. Las obras de adaptación al nuevo uso universitario se hicieron escalonadas. El primer proyecto fue de Francisco Javier Mariátegui, que dirigió la construcción hasta 1844, año de su muerte, que coincide con la plena instalación de todas las Facultades. Le sustituyó Narciso Pascual y Colomer, que dio al edificio su configuración casi definitiva, y a quien se debe la realización del salón de actos o Paraninfo, construido en 1852 aprovechando los muros de la antigua iglesia de los jesuitas. Y el día 8 fue investido doctor honoris causa por la Universidad Central. La fotografía está tomada en el patio del edificio de San Bernardo A finales del siglo XIX, Francisco Jareño y Alarcón levantó la fachada que da a la calle de los Reyes y el vecino Instituto Cardenal Cisneros. Finalmente, en 1927, se edificó el pabellón Valdecilla en la calle del Noviciado y todo el ángulo sudeste, antiguo palacio del marqués de Bendaña. El 17 de mayo de 1927, como el edificio resultaba demasiado pequeño para albergar las diferentes facultades, se decretó la creación de la Ciudad Universitaria en la zona de Moncloa, en terrenos cedidos por Alfonso XIII, pero los edificios, casi completamente construidos en 1936, fueron destrozados durante la Guerra Civil al ser primera línea del frente de batalla. Se perdió también gran cantidad de su patrimonio científico, artístico y bibliográfico procedente en parte de la antigua Universidad de la ciudad complutense. Y cómo no lamentar igualmente la pérdida de muchos de sus prestigiosos profesores por haberse exiliado. Iniciadas de nuevo las obras en 1940, poco a poco se fueron trasladando las facultades a su nueva ubicación. En el año 1968 y tras la creación de la Universidad Autónoma de Madrid tomó el nombre de Universidad Complutense de Madrid, nombre que ya recibía desde años antes, aunque sólo de manera oficiosa. En 1973 se separaron las Escuela Técnicas de Grado Superior y de Grado Medio de Arquitectura e Ingeniería junto con otros centros superiores dependientes de los ministerios de Defensa, Industria y Obras Públicas para formar la Universidad Politécnica de Madrid. El edificio de la antigua Universidad de la calle de San Bernardo está ocupado actualmente por el Instituto Cardenal Cisneros, el Paraninfo de la Universidad Complutense, la Escuela de Relaciones Laborales y el Instituto de España, organismo que reúne a las Reales Academias. También dio albergue a la Asamblea Legislativa de la Comunidad de Madrid hasta su traslado en 1998 a su nueva sede en el barrio de Vallecas. El Paraninfo es la parte más interesante y noble del edificio. Allí se siguen celebrando los actos extraordinarios de la Complutense: aperturas de curso, investiduras de doctor honoris causa y demás solemnidades. Consiste en un inmenso espacio de forma elíptica, con una bóveda que, arrancando desde una cornisa situada a más de once metros, alcanza una altura de unos dieciocho. La profusísima decoración, con referencias alegóricas a la cultura universitaria, fue obra de Ponciano Ponzano y Joaquín Espalter. De la calle de San Bernardo van desapareciendo los pocos vestigios que aún recordaban su pasado universitario. La población estudiantil hizo que se poblase de pensiones, casas de comidas baratas, librerías, talleres de imprenta, tascas y bullangueros cafés. Famosos en aquella época fueron el Café de Peláez, el de la Gran Vía, el de la Colonias, el de Prada y, el más importante de todos, el Café de la Universidad. Por esta época hubo también dos teatros: el del Recreo y el Coliseo del Noviciado. Este último alternaba funciones cinematográficas y representaciones del género chico. Tras un pavoroso incendio en 1912, fue reconstruido como Teatro Álvarez Quintero y, posteriormente, en 1918, reformado en estilo modernista y convertido en el Cinema X. Todo ha desaparecido. Pero la Universidad no fue sólo un semillero para la vida noctámbula. La calle de San Bernardo fue también testigo de excepción del compromiso político de profesores y alumnos. El 10 de abril de 1865, se convirtió en uno de los principales escenarios de la sangrienta "Noche de San Daniel", tan palpitantemente descrita por Galdós en sus Episodios Nacionales, y en la que la guardia civil cargó con virulencia inusitada sobre los estudiantes y el pueblo madrileño, que se manifestaba en contra de la toma de posesión como rector del marqués de Zafra, sustituto designado del rector Montalván, que había dimitido por negarse a privar de su cátedra a Emilio Castelar. Ya antes, con las barricadas de 1848, de 1854 y de 1856, y después, en 1866, con la sublevación del cuartel de San Gil, la calle de San Bernardo vivió encarnizadamente las luchas callejeras que, con intermitencia, volverían a producirse en lo que quedaba de aquel turbulento siglo. podían hacerlo. Es obra del escultor Antonio Santín Benito y se encuentra junto al palacio de los Bauer, frontero al antiguo recinto universitario Con la Dictadura de Primo de Rivera empezaron las hostilidades importantes en el siglo XX. En 1923, con el destierro de Unamuno a Fuerteventura; en 1926, durante la "Sanjuanada"; en 1928, con el proyecto de reforma universitaria que inspiraron González Oliveros y Eijo Garay; en 1929, con la entrada de la policía en el recinto universitario y posterior cierre de la Universidad: son ejemplos de los acontecimientos en los que la calle de San Bernardo se vio envuelta en movimientos reivindicativo, que continuaron en los años siguientes. Pero el traslado de la Universidad a la zona de Moncloa fue un mazazo, y supuso un momento de declive para todo el barrio, que hasta entonces había sido durante casi un siglo el refugio de los estudiantes. Los universitarios daban vida y recursos.
El Instituto Cardenal Cisneros, asentado en la calle de los Reyes, ocupando en parte terrenos que fueron de la Universidad Central y mucho antes del Noviciado de los jesuitas, fue creado al empezar a aplicarse en el curso 1845-1846 los nuevos planes de estudio del ministro don Pedro José Pidal. Junto con el de San Isidro, son los dos primeros institutos de Segunda Enseñanza erigidos en Madrid. En rigor, el Cardenal Cisneros —hasta 1877 llamado Instituto del Noviciado— procede de los estudios de Humanidades y Filosofía de la Universidad Complutense de Alcalá de Henares, trasladados a Madrid junto con la propia Universidad en el curso 1837-1838. Y sólo es a partir de 1847, al ser segregados los estudios secundarios de la Facultad de Filosofía, cuando es nombrado su primer director: don Francisco Tamarría. A pesar de que el reglamento de centros de enseñanza del año 1859 consignaba que los institutos debían tener edificios propios e independientes, el Cardenal Cisneros, aunque con entrada propia por la calle de los Reyes, utilizaba y compartía con los universitarios las aulas de la planta baja de la Universidad Central. Al conde de Toreno, antiguo alumno del Instituto y que llegó a ser alcalde de Madrid y luego ministro de Fomento, se debe la orden para la construcción de la parte antigua del actual edificio (ampliado posteriormente varias veces), para lo que fue necesario comprar la entonces finca número 4 de la calle de los Reyes, una tahona propiedad del conde de Linares y antes de los jesuitas. Las obras, comenzadas en 1881 con proyecto de Francisco Jareño e intervenciones posteriores de los arquitectos Andrés Hernández Callejo y José María Ortiz, sufrieron varios retrasos y no estuvieron terminadas hasta 1888. El director que recibió el nuevo instituto fue don Manuel María José de Galdo, que también había sido anteriormente alcalde de Madrid. La huella que los años de historia han dejado entre los muros de este edificio puede sentirse al recorrer su biblioteca, su aula magna —conservada exactamente como el primer día—, su magnífica escalera principal o en los corredores de acceso a las aulas. En las horas del recreo, si se agudiza el oído, uno puede percibir cómo se funde el griterío de los actuales alumnos con sus homólogos de años atrás. Aquí estudiaron entre otras muchas personalidades: Nicolás Salmerón, Manuel Azaña, Eduardo Dato, el general Gutiérrez Mellado, Enrique Tierno Galván, Joaquín Ruiz Jiménez, Antonio y Manuel Machado, Jacinto Benavente, Ramón Gómez de la Serna, Ramón Menéndez Pidal, Salvador de Madariaga, Enrique Jardiel Poncela, Julián Marías, Camilo José Cela, Fernando Fernán Gómez o José Luis López Vázquez.
Situado en la calle de San Bernardo y esquina a la calle del Pez, fue construido a mediados del siglo XVIII por encargo de los marqueses de Guadalcázar en un solar que antes había pertenecido a los jesuitas. A finales del siglo XIX fue adquirido por los Bauer, familia de banqueros judíos representantes en España de la Banca Rothschild, que encargaron al arquitecto, pintor, escultor y decorador Arturo Mélida su restauración. El edificio está compuesto por sótano, plantas baja, principal y ático, y presenta dos fachadas principales en esquina en las que predomina la sillería del zócalo, el ladrillo de los muros y la piedra blanca de impostas y molduras. Destaca su bella portada barroca. Actualmente es sede de la Escuela Superior de Canto. El palacio, con un amplio jardín romántico y salones cuidadosamente decorados y dotados de obras artísticas de mérito, constituye, a pesar de las sucesivas reformas, una curiosa mezcla de barroquismo y ambiente aristocrático decimonónico. Toda la carpintería es interesantísima, así como sus magníficos techos decorados, pero lo realmente extraordinario es el salón de música y teatro, con su bello estilo de la época de la Restauración, con ribetes de neorrococó y decoraciones pompeyanas. Constituye el alma del palacio y es pieza esencial en la historia de la música madrileña. El palacio fue, como su cercano el de Parcent, escenario de grandes fiestas y bailes de gala de la aristocracia y de íntimas veladas musicales, en las que los Bauer ejercieron el doble mecenazgo de la protección de los músicos y el de tenerlos cerca para su diversión. Las gentes se quedaban boquiabiertas contemplando la iluminación de los salones y la llegada de tan grandes personajes. Y justo es recordar que los Bauer ayudaron caritativamente a las personas humildes del barrio. Pero la crisis financiera mundial de 1929 acabó con el imperio de los Bauer y el palacio empezó a languidecer. Tras la Guerra Civil entro de nuevo la vida musical en el palacio. Al ser comprado por el Estado en 1940, pasó a ser sede del Real Conservatorio de Música y Declamación, sede en triste peregrinaje desde que en 1923 fuera cerrado por inminente ruina el Teatro Real (recordamos que se rehabilitó y se abrió en 1966 y se hizo una renovación casi total en 1895). Para ello se realizaron importantes obras de reforma que vinieron a adecuar las estancias, se sustituyó la gran sala de bailes por un salón de actos y se suprimió la escalera central. Desde octubre de 1943, al darse las clases ya normalmente en el nuevo conservatorio de la calle de San Bernardo, adquirió ésta una alegría insospechada, principalmente por la gran cantidad de muchachas que acudían a sus aulas y el normal flirteo con los estudiantes de Derecho y Ciencias, cuya Facultad aún permanecía en la antigua y vecina Universidad Central y que fue la última en trasladarse a la zona de Moncloa. La actividad musical del Conservatorio fue impresionante; no sólo las clases normales, sino además los conciertos y los concursos, que mantenían abierto el palacio también dos domingos al mes y los sábados por la noche. En 1952 se habilitaron nuevos salones para la sección de Declamación, que funcionaba como Escuela de Arte Dramático y de Danza de forma independiente. Finalmente, en 1966, todo vuelve al Teatro Real tras sus obras de consolidación, y el antiguo palacio de los Bauer quedó abandonado hasta 1973, año en el que fue de nuevo restaurado y declarado sede de la Escuela Superior de Canto. Un año antes, en 1972, había sido declarado Monumento Nacional.
En la calle de San Bernardo, y entre las de los Reyes y de la Manzana, se encuentra un palacio con aires imperiales escurialenses propios de la posguerra española que alberga dependencias del Ministerio de Justicia. Se trata del antiguo palacio de la marquesa de Sonora, cuestionablemente restaurado en 1951 por el arquitecto Javier Barroso. Hay noticias de edificaciones en este solar desde el siglo XVI, siendo la más importante la realizada por los arquitectos Ventura Rodríguez y José Serrano en 1763 para don Bernardo Grimaldi, marqués de la Regalía. Tras incendiarse esta casa en 1798, pasó la propiedad del solar a doña María Josefa Gálvez y Valenzuela, marquesa de Sonora, que inmediatamente encargó al arquitecto Evaristo del Castillo la construcción del palacio. La temprana muerte de una hija de la marquesa y la decisión de su marido, el duque de Castroterreño, de venderla a un especulador financiero (que se declaró en bancarrota en 1851) hizo que el palacio pasara enseguida a manos estatales. Este edificio, que subsistió hasta la "desfiguración" de 1951, estaba construido en granito, ladrillo rojo y piedra blanca de Colmenar, con una fachada de traza muy simple en la que destacaban como motivos decorativos el dintel de la puerta y el escudo nobiliario del balcón central de la segunda planta.
En el número 39 de la calle de San Bernardo, en una casa de arquitectura típica madrileña de principios del siglo XIX, se encuentra la farmacia del licenciado Deleuze, sólo aventajada en antigüedad en Madrid por la de la Reina Madre, en la calle Mayor. En esta misma manzana de casas que alberga la finca 39 hubo antes la llamada Botica de San Bernardo, que todos los indicios llevan a considerarla contemporánea al Hospital de Convalecientes. Este hospital estuvo instalado en el siglo XVI en la finca número 21 de la misma calle de San Bernardo, esquina a Travesía de la Parada, donde se levanta el palacio de Agreda, que durante muchos años fue sede de la Delegación Provincial de Abastos y hoy está ocupado por otras dependencias oficiales. La farmacia Deleuze, que conserva escrupulosa y delicadamente intacto su aspecto antañón tanto en arquitectura y decoración como en mobiliario e instrumental, fue establecida en 1834 por Bartolomé de Riego, primo del glorioso general Riego, que además de farmacéutico era celebrado pintor. Después pasó a su yerno, Juan Chicote y González, subdirector del Jardín Botánico y farmacéutico de gran prestigio, autor de publicaciones científicas sobre el opio y sobre normas higiénicas que deberían tomarse en tiempos de epidemia de cólera. Destaca el local por su decoración barroca que se asemeja más a una estancia palaciega que a una botica. Los tradicionales tarros de botica son porcelanas procedentes de la Real Fábrica del Buen Retiro. Destacan también la gran araña del techo y los lienzos de las paredes. En la rebotica, de estilo modernista, hay un busto de Galeno y una copa con la imagen de Platón. Allí acudían de tertulia médicos afamados como Méndez Álvaro, Maestre, Cortezo, etc. Y dados los antecedentes familiares del dueño, también políticos para conspirar: Martos, Pi y Margall, Castelar y Nicolás María Rivero. Se sabe que poco antes de la sangrienta jornada del "Cuartel de San Gil", en 1866, Manuel Becerra estuvo allí con otros confabulados. Juan Chicote, que era un hombre muy culto, siguió con la costumbre de la tertulia, en la que se hablaba de los éxitos o fracasos de Galdós, de los estrenos teatrales tan abundantes en esos años, y casi siempre se acababa comentando las extravagancias del boticario propietario de una cercana farmacia en la calle de la Luna que anunciaba un elixir que lo curaba todo al precio de 12 reales. El hijo de don Juan Chicote, César Chicote de Riego, el famoso doctor Chicote, que fue el siguiente dueño de la farmacia, era doctor en Farmacia (su tesis versó sobre la vacunación del cólera) y licenciado en Ciencias Naturales. Durante muchos años ocupó el cargo de director del Laboratorio Municipal de Madrid y, en 1911, ingresó en la Real Academia de Medicina. Hermano suyo fue el conocido actor Enrique Chicote, que en la propia farmacia de su padre conoció a la que sería su compañera artística, la famosa actriz madrileña Loreto Prado. La familia Chicote vivía en la misma calle de San Bernardo, en el número 35, esquina a la de Antonio Grilo, antes de las Beatas, en una casa que después vendieron a la condesa de Pardo Bazán. La bicentenaria farmacia —o mejor, como siempre se dijo, botica— pasó luego por otros dueños: Benedicto, Serra. Ahora lleva rotulado el nombre de Licenciado Deleuze.
En el número 21 de la calle de San Bernardo, esquina a Travesía de la Parada, donde se levanta el palacio de Ágreda que durante muchos años fue sede de la Delegación Provincial de Abastos y hoy está ocupado por otras dependencias oficiales, estuvo el Hospital de Convalecientes, que dio a la calle uno de sus primitivos nombres. Fue fundado por Bernardino de Obregón a mediados del siglo XVI para la hermandad de Santa Ana, dedicada a visitar cárceles, hospitales y enfermos. Entonces estaba extramuros de la ciudad, cuando la hoy calle era sólo camino agreste al pueblo de Fuencarral, surcado casi en todo su recorrido por el arroyo Matalobos. Era Bernardino de Obregón capitán de los tercios españoles en Flandes, y al poco de de ingresar en la corte requerido por Felipe II, determinó dedicar su vida a los menesterosos y enfermos. Ingresó en la orden tercera de San Francisco de Paula y en 1568 constituyó con sus discípulos la congregación ya desaparecida de los Hermanos Mínimos, más conocidos como obregonianos, que tenían como misión la creación y el mantenimiento de hospitales. En este Hospital de Convalecientes, el primero que se hizo en España para este menester, se cuidaba a enfermos que procedentes de otros hospitales aún no estaban curados. Funcionó hasta 1578, año en el que Felipe II reorganizó los hospitales de Madrid. En el mismo lugar se levantó en 1595 el monasterio de Santa Ana de la orden de San Bernardo, fundación de don Alonso de Peralta, contador de Felipe II. Era conocido como monasterio de San Bernardo y vino a dar nombre definitivo a la calle. La iglesia del convento, con el eje paralelo a la calle, y que tenía un solo brazo de crucero y capillas laterales a ese lado, parece ser que era de arquitectura bastante pobre, condición que se intentó mejorar encargando a Ventura Rodríguez una nueva en 1753 que no llegó a realizarse. Allí estaba enterrado su fundador, Alonso de Peralta, en un suntuoso sepulcro que era lo único digno de mención de todo el conjunto. Desaparecido el convento en tiempos de la desamortización de Mendizábal, empezó a construirse en 1846 el palacio actual. Su primer propietario fue el conde de Ágreda, luego fueron los duques de Lécera y, curiosamente, durante la Segunda Guerra Mundial, fue una especie de Delegación oficiosa que en Madrid tuvo el entonces Gobierno clandestino de la Francia libre del general De Gaulle. Aún hoy, sobre todo en su interior, puede contemplarse la suntuosidad de los mármoles de su escalera y la primitiva disposición de sus magníficas estancias.
En la calle de la Flor Alta, junto a la confluencia de la de San Bernardo con la Gran Vía, se alza el magnífico, melancólico e inacabado palacio neoclásico de Altamira, Monumento Histórico-Artístico Nacional desde 1977, que pudo ser el gran palacio de Madrid, superior incluso al Palacio Real, pero que quedó sólo en un intento. El edificio ha tenido usos variopintos: salón de baile popular, discoteca en los sótanos por los años setenta del pasado siglo, aparcamiento y diversas dependencias educativas. Aquí estuvo instalado durante la II Republica el Instituto de Enseñanza Media Quevedo y luego una escuela de Maestría Industrial. Desde 2005, después de años de triste abandono, alberga por cesión concedida por el Ayuntamiento, y completamente restaurado por el arquitecto Gabriel Allende, al Instituto Europeo di Desing (IED), red internacional educativa con Escuelas de Diseño, Moda, Artes Visuales y Comunicación. Don Ventura Osorio de Moscoso y Fernández de Córdoba, XI conde de Altamira, pensando en ocupar toda la manzana comprendida entre las calles de la Flor Alta, Libreros, Marqués de Leganés y frente principal por la de San Bernardo, en terrenos del antiguo palacio del marqués de Leganés, encargó en 1772 el proyecto a Ventura Rodríguez. La construcción no se inició hasta 1788 (don Ventura había muerto en 1776 y le había sucedido su hijo don Vicente Joaquín), pero en los festejos de la coronación de Carlos IV en septiembre del año siguiente, quiso el de Altamira lucir la gran fachada que el palacio tenía prevista para la calle de San Bernardo: era de notables dimensiones (250 pies de línea horizontal y 72 de elevación), con cuatro vanos, otro central con seis columnas estriadas y pilastras de orden compuesto y la más extraordinaria y bellísima portada que jamás arquitectónicamente se hubiera creado. Pero todo a base de madera y lienzo pintado, un colosal decorado —tan del gusto de aquella época— realizado por Manuel Martín, sobrino de Ventura Rodríguez. Dicen que el rey, ante la magnificencia de lo que contempló temió que pudiera llegar a hacerle sombra a su propio palacio. Esto hizo que empezara a ponerle trabas, con el resultado de que, finalmente, del proyecto original, que preveía una escalera monumental, dos patios, uno de ellos ajardinado con parterres de estilo francés, y una amplia capilla de planta oval, tan sólo se construyera la parte correspondiente a la calle de la Flor Alta. Y así quedó para siempre este palacio tan hermoso como de infeliz destino: desproporcionado y falto de equilibrio en la estrechez de la calle. En 1887, el arquitecto Mariano Belmás se encargó de terminar la construcción de las partes inacabadas del palacio, sobre todo una parte importante de la fachada para homogeneizar estéticamente el edificio. Un insigne propietario del palacio fue Vicente Osorio de Moscoso y Ponce de León, Grande de España, duque de Sessa y de Montemar, marqués de Astorga, de Leganés, de Ayamonte y de San Román, conde de Cabra y de Altamira, vizconde de Iznájar, entre otros títulos, quien tenía en él su gran colección de pinturas, una de las primeras de España.
La construcción de la Gran Vía afectó de forma dramática a la calle de la Flor Alta, separada hoy de su continuación natural, la de la Flor Baja. En la esquina entre esta última y la de San Bernardo, en terrenos ocupados hoy por la Gran Vía, se encontraba el convento de dominicos del Rosario. Fue construido por don Octavio Centurión y su esposa, doña Hapteriana Doria, marqueses de Monasterio, para las monjas capuchinas. Pero al no aceptar éstas la donación, fue ofrecido a los dominicos, que desde 1632 habían estado en el desaparecido monasterio de Portacoeli —hoy solo subsiste la iglesia (San Martín), en la plaza de Santa María Soledad Torres Acosta— y que aquí se trasladaron el 8 de febrero de 1748. En la iglesia del convento se veneraba la extraordinaria imagen del Cristo del Perdón, de Manuel Pereira. La figura de Cristo se representaba arrodillada, puesta sobre un globo terráqueo la pierna izquierda, desnudo el cuerpo, con el rostro muy lastimoso y las manos abiertas mostrando las llagas. Se decía que producía una gran emoción. Fue trasladada a una nueva casa de los dominicos en la calle del Conde de Peñalver y desapareció en un incendio en 1936. Después de la desamortización de Mendizábal en 1836, el convento pasó a ser sucesivamente cuartel de Alabarderos, colegio particular y sede del Teatro del Recreo, con café en la sala y capacidad para 700 espectadores. Allí triunfaron la actriz Trinidad Beria y los actores Juan José Luján, Antonio Riquelme y José Vallés, verdaderos creadores en 1868 del llamado "género chico", que llenaban por completo la sala —a real la función— en sus famosas representaciones de obras cortas de duración aproximada de una hora. Era un genial invento ante la falta de espectadores a los teatros. A la gente no le interesaban los grandes conflictos que se producían en la escena, que a unos les hacías llorar a —moco tendido— y a otros no liberarse de las preocupaciones y añadir otras que no eran las suyas. Tampoco tenían dinero para gastarlo en dramas y comedias. Bastante era ir tirando. Lo que querían era divertirse con el menor gasto posible, y sin perder toda la tarde o toda la noche en el teatro.
A finales de los años cincuenta del pasado siglo y principio de los sesenta, el peligro de los derribos empezó a acechar al barrio de Maravillas. Se trataba de un proyecto megalómano, conocido como Gran Vía Diagonal, que pretendía unir la plaza de España con la plaza de Santa Bárbara y, a través de Génova, llegar a la plaza de Colón, aunque otra variante era llegar directamente a Colón en línea recta. Es decir, conectar el oeste de la ciudad, cuesta de San Vicente, con el eje Prado-Castellana mediante una vía ancha jalonada de rascacielos. Afectaba a un área, en la variante más sencilla, comprendida entre las calles de Sagasta, Hermanos álvarez Quintero, Serrano Anguita, Travesía de la Florida, Mejía Lequerica, Barceló, Fuencarral, Corredera Alta de San Pablo, San Vicente Ferrer, Santa Lucía, Espíritu Santo, Pozas, Travesía de Pozas, San Bernardo, Noviciado, plaza de España, Gran Vía, García Molina, Parada, San Bernardo, Estrella, Silva, Luna, Madera, Escorial, Corredera Baja de San Pablo, Colón, Fuencarral, Santa Brígida, Hortaleza, plaza de Santa Bárbara, plaza de Alonso Martínez y de nuevo Sagasta. Otro proyecto posterior, no menos destructivo para el barrio de Maravillas, sólo llegaba hasta la glorieta de Bilbao en línea recta y por las bravas, para allí incorporarse al centro de los bulevares. Esta idea de una vía diagonal ya se había barajado incluso antes, cuando en los años veinte, en plena construcción de la Gran Vía, se pensó en la posibilidad de abrir otra más al norte. Afortunadamente no llegó a materializarse ningún proyecto por falta de recursos económicos, que no por oposición vecinal que entonces no se habría tenido para nada en cuenta. Pero sí se hicieron numerosos desahucios de vecinos aduciendo la ruina de los inmuebles. La idea resurgió ampliada con el llamado Plan Malasaña aprobado por el Ayuntamiento en 1977. Afectaba a 45 manzanas situadas dentro de una amplia zona comprendida entre las calles de Sagasta, Fuencarral, Gran Vía, plaza de España, Princesa y Alberto Aguilera. Suponía el derribo de 550 edificios e intervención parcial en otros 20. Los objetivos, aunque se abandonaba lo de abrir una vía diagonal, eran conseguir la reducción de la densidad de edificación, crear nuevas zonas verdes, sanear el sector, controlar mejor el uso asistencial y comercial, elevar los niveles de las viviendas, mejorar el tráfico y los aparcamientos y conseguir una movilización urbanística del sector. Esta era la propaganda oficial, pero la realidad era otra: suponía cambiar por completo el tejido urbano del barrio. En definitiva, se quería echar a más de 30.000 vecinos para crear un barrio a medida de una clase media acomodada bajo el pretexto de la descongestión del tráfico y la modernidad. Ya se había dado a conocer a la opinión pública a finales de 1975 y la reacción tanto a nivel de una prensa que estrenaba libertades como de los afectados, aglutinados en la Asociación de vecinos de Malasaña, fue de total desacuerdo. El Colegio de Arquitectos de Madrid y la Cámara de Comercio presentaron las correspondientes alegaciones y, tras diversas correcciones, se pudieron salvar de los planes de derribo el Paraninfo de la Universidad Central, el palacio Bauer, el palacio de Sonora del Ministerio de Justicia, el Tribunal de Cuentas, la iglesia de San Ildefonso, el Museo Municipal o el Museo Romántico, entre otros. Algunos de los que no tenían una protección integral y podrían ser afectados eran el palacio de Altamira, el palacio de Parcent, el palacio de Barradas, las Salesas Nuevas la parroquia entonces de Ntra. Sra. de las Maravillas, las Comendadoras de Santiago, el Teatro Lara o la Academia de Ciencias Exactas, entre otros muchos. Empezaron a desahuciar a algunos vecinos aduciendo que las casas en donde vivían amenazaban ruina, y si el Ayuntamiento daba el visto bueno (que lo daba), desalojaban el edificio y lo derruían. No había indemnizaciones o eran muy escasas, pues en su mayoría eran arrendatarios. En esa época se alentaba oficialmente a que los vecinos abandonasen el centro para trasladarse a la periferia. El casco antiguo pasó de 332.973 habitantes en 1955 a 167.957 en 1980. Pero en esto, que, en las primeras elecciones democráticas al Ayuntamiento, alcanzó la alcaldía Tierno Galván, que tiró a la papelera el plan y ahí se acabó la historia.
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