CALLE DE BAILÉN
La calle de Bailén, en memoria del pueblo de Jaén donde el 19 de julio de 1808 las tropas españolas del general Castaños vencieron a las francesas del general Dupont, va desde la plaza de España a la de San Francisco. En su primer tramo, que en el siglo XVIII se llamó calle Nueva que va a Palacio, se encuentra, formando esquina con la plaza de la Marina Española, el palacio del conde de Floridablanca, posterior residencia de Godoy y de Murat, construido en tiempos de Carlos III por Sabatini. En 1826 pasó a ser la sede de los ministerios de Hacienda, Guerra, Justicia y Marina, y, a partir de 1846, sólo de Marina. Después fue Museo del Pueblo Español y, en la actualidad, acoge al Instituto de Estudios Políticos.
En la otra acera se levantaba el enorme edificio de las Caballerizas Reales, lugar hoy ocupado por los jardines Sabatini, trazados con un estilo mixto, entre escurialense y neoclásico, en homenaje a este insigne arquitecto italiano tan unido a la historia de Madrid. Macizos de flores, fuentecillas y pilones de piedra, algunas estatuas de la serie esculpida para la balaustrada de Palacio, arboledas, parterres bien cuidados y sendas enarenadas forman un bello conjunto. Las Caballerizas Reales fueron edificadas por Sabatini por encargo de Carlos III. Constituían un verdadero pueblo, con varios patios interiores, fuentes de agua potable, habitación para multitud de empleados, enfermería, una capilla dedicada a san Antonio Abad, fraguas, cuadras, cocheras y almacén de aparejos para lacayos, animales y coches. Había sitio suficiente para 179 carruajes y 500 caballos, yeguas o mulas. Con la llegada de la Segunda República, el palacio dejó de ser residencia real y las caballerizas perdieron su utilidad. Fueron derribadas en 1932.
La calle de Bailén continúa y pasa ante Palacio, levantado donde antes se erguía el antiguo Alcázar; ante la Almudena, por fin catedral de Madrid, y deja atrás la plaza de Oriente. En los jardines de la parte izquierda, frente a la plaza de la Armería, podemos ver el busto de Mariano José de Larra. En estos terrenos estuvo el palacio de doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli.
Era la princesa de una belleza inigualable, a pesar de ser tuerta y llevar siempre tapada la oquedad con un rombo de seda negra o de encaje. El ojo lo perdió de niña cuando se empeñó en practicar el arte o deporte de la esgrima sin máscara ni protección alguna.
Don Ruy Gómez de Silva, su esposo, gentilhombre de cámara con Felipe II y miembro de los Consejos de Estado y de Guerra, la introdujo en la Corte, llegando a ser dama de honor de Isabel de Valois, tercera esposa del rey.
Pero su verdadero protagonismo se puso de manifiesto a partir de 1573, cuando enviuda y, tras permanecer tres años en el convento carmelita de Pastrana, regresa a la Corte y se instala en su antiguo palacio. Aquí empezaría una comedia que iba a acabar en tragedia.
La leyenda presenta a Felipe II loquito por los huesos de la Éboli, pero también su poderoso secretario Antonio Pérez. Con éste, doña Ana participó además en numerosísimas intrigas palaciegas. En 1578, Juan Escobedo, secretario de don Juan de Austria, fue muerto a estocadas por sicarios pagados por Antonio Pérez. Antes había sido protegido de la princesa y, al parecer, sabía demasiado de los amores y de los turbios manejos de la pareja e intentó chantajearlos. El escándalo fue tan mayúsculo que provocó la caída de Antonio Pérez y que Felipe II se viera obligado a confinar a doña Ana en la torre de Pinto primero y después en la de Santorcaz, para posteriormente consentir que residiese en su palacio de Pastrana, donde siguió visitándola en secreto.
Mas tarde tomaría medidas más severas, internándola en el torreón oriental de ese palacio, en la sala conocida como "de la reja", a la que sólo se le permitía asomarse una hora al día. Allí permaneció diez años, hasta su muerte en 1592. Está enterrada en la cripta de la colegiata de Pastrana. Al llegar al cruce con la calle Mayor, no deberíamos olvidar que allí se alzaba la iglesia parroquial de Santa María la Real de la Almudena, lamentablemente desaparecida en 1868 para ampliar la calle. Era la más antigua de la Villa, construida aprovechando muros y cimientos de la mezquita principal del Madrid árabe. En su interior destacaba la capilla adosada de Santa Ana, erigida en 1542 por patrocinio de Juan de Vozmediano, secretario de Carlos I. De estilo renacentista, muy similar a la capilla del Obispo de la plaza de la Paja, tenía una verja con la labor más sobresaliente en forja que había en Madrid. Tres famosos cuadros colgaban de las paredes de esta iglesia: el popularísimo San Antonio el Guindero, que hoy está en Santa Cruz; El milagro del pozo, de Alonso Cano, con la representación de san Isidro sacando de las aguas a su hijo Illán, expuesto en la actualidad en el Museo del Prado, y La Virgen de la Flor de Lis, ahora en la cripta de la Catedral. Sí se mantiene en la otra esquina, igualmente a la izquierda y enfrentado antiguamente a Santa María, el palacio de don Cristóbal Gómez de Sandoval, duque de Uceda e hijo del duque de Lerma, y como su padre valido de Felipe III. Las trazas iniciales debieron ser de Francisco de Mora, que al morir en 1608, fue sustituido por su sobrino Juan Gómez de Mora. El palacio sentó modelo y dio las pautas para la posterior arquitectura palacial, y aunque ha sufrido reformas que empobrecen su aspecto inicial, como la desaparición de las torres angulares (por un incendio en el siglo XVIII) y la sustitución de la cubierta de pizarra por tejas, conserva, sin embargo, intacta, la fachada, muy sencilla y elegante, en ladrillo, con granito en cimientos, dinteles, portadas y aleros. Este palacio fue adquirido por el Estado en 1717, para sede de los Consejos Supremos de Castilla e Indias, Órdenes Militares y de Hacienda, Tesorería General y Contaduría Mayor. Extintos estos departamentos, alberga hoy al Consejo de Estado y a la Capitanía General Militar. Sigue la calle de Bailén a través del Viaducto, una de las construcciones más considerables realizadas en Madrid en los últimos siglos y que sirve de unión con el barrio de Morería, y termina en la plaza de San Francisco.
El antiguo Alcázar de Madrid —Al-cassar—, bastión poderoso del Mayrit musulmán, fue mandado construir por Muhammad I en una fecha incierta entre los años 873 y 876. Ocupaba parte del actual Palacio Real y tanto con los árabes como después con los cristianos desempeñó una importante función militar, estratégica y defensiva. Parece ser que fue Pedro I el primer monarca castellano que residió en él durante largas temporadas, y que se encargó personalmente de la mejora de todas sus dependencias. En tiempos de su fratricida hermano y sucesor Enrique II, sufrió un incendio —dicen que intencionado—, y en 1389, León V de Armenia, a quien Juan I en un alarde caballeresco nombró Rey y Señor de Madrid, hizo grandes reparaciones y reedificó sus torres. Nuevas torres añadió Enrique III, para guardar en ellas los tesoros de la Corona, y, reinando Juan II, se consagró la capilla el 1 de enero de 1434.
En 1466 sufrió Madrid un terremoto que arruinó parte del Alcázar, daños que fueron recompuestos por Enrique IV, que vivió en él durante sus prolongadas estancias en la Villa y en él murió en 1474
Su eficacia militar quedó demostrada cuando Juana la Beltraneja allí se atrincheró con sus leales y resistió más de dos meses el asedio de los partidarios de Isabel la Católica.
Mayor importancia logró en la guerra de las Comunidades. En esta ocasión lo asaltaron y tomaron los amotinados madrileños bajo el mando de Juan Negrete, que tras la protección de sus muros resistieron aún incluso después de la batalla de Villalar. Muy impresionado debió quedar Carlos I del Alcázar, aunque nunca vivió en él, pero sí lo designó para ser la residencia de su hijo Felipe, cuando éste como heredero fue nombrado Príncipe de Asturias, y decidió su reedificación y ampliación.
Las obras, que comenzaron posiblemente por el año 1526, fueron dirigidas hasta 1537 por dos de los maestros mas prestigiosos que trabajaban en Castilla, Alonso de Covarrubias y Luis de Vega, quien continuó sólo hasta 1562, ya durante el reinado de Felipe II.
Resulta difícil precisar —las noticias son escasas, confusas y a veces contradictorias— cómo era el Alcázar antes y después de estas transformaciones. Por grabados antiguos se puede intuir su planta rectangular (los lados mayores a levante y poniente) de un solo patio, y se distinguen tres torreones semicirculares en el costado oeste, dos torres cuadradas en las esquinas del fondo norte, y otras tres en la fachada principal, que miraba al sur: la del Bastimento a la derecha, la del Homenaje en el centro y la famosa Torre Dorada del Rey —posiblemente sustituyó a otra anterior— a la izquierda, comenzada en tiempos de Carlos I y acabada en los de su hijo.
El nombre de torre dorada se dice que era motivado por la gran refulgencia de los rayos del sol al incidir sobre el bronce o latón de la bola de remate del chapitel, herrajes de ventanas y balaustres de balcones. Por esta época se renovó la capilla de Juan II, se construyeron el patio y la escalera principal, se restauraron y habilitaron salones y estancias y se levantó una nueva portada emblemática rematada por las armas del emperador, obra de Covarrubias y Gregorio Pardo.
Pero el mayor cambio se produjo a partir de 1551, cuando por impulso del príncipe Felipe —las obras hasta entonces habían ido muy lentas— el patio central quedó dividido en dos por una crujía y se añadió otra ala, con su correspondiente patio, en el lado este. Quedó así la capilla y la escalera principal en el centro.
En 1561, ya con la Corte en Madrid, Felipe II se reservó para su uso privado las estancias del lateral izquierdo, al oeste, que miraban a la Casa de Campo y a la sierra, y destinó las nuevas de la derecha a la reina, incluida la torre del Bastimento, aunque posteriormente empezó a construirse otra torre dorada en la esquina de ese lado, que fue ampliada por Felipe III para la reina Margarita y remodelada durante el reinado de Carlos II.
También se diseñó un jardín para la ladera conocida como el Campo del Moro y se compraron solares en los alrededores para hacer plazas y edificios anejos: las Caballerizas, las Cocinas Nuevas (antes estaban instaladas en el patio de los aposentos de la reina y producían humos y malos olores) y la Casa Real del Tesoro, cuyos restos han sido encontrados en las excavaciones realizadas en la plaza de Oriente. Estas reformas convirtieron el Alcázar en un palacio renacentista, con estancias nuevas — 500 tenía con Felipe II— y una superficie doblada capaz de alojar cómodamente la Corte, pero sin perder aquel aire de vieja fortaleza medieval que había sido su origen, una especie de síntesis arquitectónica entre la tradición hispano-mudéjar y la renovación plateresca, solución que será muy común por esos años en toda Castilla.
El Alcázar era en realidad un batiburrillo, con fachadas de cantería, ladrillo, argamasa y tierra, sin orden ni concierto en los huecos, pisos y tejados, luego solucionado poco a poco con intervenciones posteriores de arquitectos tan prestigiosos como Juan Bautista de Toledo, Juan de Herrera, Francisco de Mora y, sobre todo, Juan Gómez de Mora, que modificó por completo la fachada sur por orden de Felipe III. En reinados posteriores siguió ornándose con nuevas obras, llegando a los extremos de belleza con que se refieren a él los cronistas de la época y cuantos viajeros de otros países lo visitaron
Pero el interés artístico del Alcázar estaba más en la colección de cuadros y tapices que albergaba que en su aspecto exterior. Los Trastámaras y Carlos I reunieron una gran cantidad de tapices, unos doscientos, y Felipe II y sus sucesores crearon una enorme pinacoteca con unos trescientos cuadros de grandes pintores como Durero, Tiziano, Velázquez, Carreño, Rubens, Van Dyck, Sánchez Coello... Desgraciadamente, en la Nochebuena de 1734, reinando Felipe V, el primer monarca de la Casa de Borbón, el palacio sufrió un incendio que lo redujo a cenizas. ardiendo con él muchas de las obras de arte que atesoraba. Además de los cuadros y tapices había muebles, armas, relojes, documentos... Había, sobre todo, historia, años y años de historia, y recuerdos.
Tras el incendio del Alcázar, Felipe V desea construir un nuevo palacio, digno de su majestad de la nueva dinastía borbónica, y llama para ello al arquitecto más importante de la época, el italiano Filippo Juvara, que imagina un palacio mastodóntico, de 480 metros de largo, 28 de altura, 34 puertas de ingreso y 3000 ventanas, que no cabe en el espacio del antiguo Alcázar y que intenta situar entre la Montaña del Príncipe Pío y la calle Mayor, luego de ser rellenada la Cuesta de San Vicente. Pero Juvara fallece de una pulmonía, y es su discípulo Giovanni Battista Sacchetti quien se encarga de preparar otro proyecto de menores proporciones, aunque utilizando en parte los planos de Juvara. Es el palacio que conocemos, con un estilo entre barroco y neoclásico. En él intervinieron otros arquitectos, como Baltasar de Elgueta, Ventura Rodríguez, cuya mano se advierte en el diseño de las elegantísimas fachadas, y el italiano Sabatini. El 7 de abril de 1738, el marqués de Villena, en nombre del rey, coloca la primera piedra, y desde ese año hasta 1764, que empieza a servir de alojamiento a Carlos III aún sin estar terminado, pasan 26 años de trabajos y hay un gasto de 300 millones de reales, cifra enorme para aquellos tiempos. Mientras, habían muerto Felipe V, Luis I y Fernando VI.
El palacio es de planta rectangular, con un gran patio central y cuatro fachadas hacia los cuatro puntos cardinales. En la construcción se empleó masivamente la piedra, para evitar los incendios, combinándose en las fachadas el granito de Guadarrama en basamentos y muros lisos, piedra blanca de Colmenar en columnas, pilastras, antepechos, cornisas..., y mármol para relieves y detalles. El edificio, con soberbio pedestal en talud en los lados que dan a los jardines de Sabatini y del Campo del Moro, para salvar los tremendos desniveles, se apoya en un basamento almohadillado a la manera de un gran zócalo, en él se abren las ventanas del piso bajo. Sobre él va un entresuelo, con ventanas también. A continuación, un cuerpo —la planta noble—, con columnas jónicas en los ángulos y pilastras dóricas en los paños intermedios. Entre estas columnas y pilastras se abren los balcones de las estancias principales. Un nuevo entrepiso después y, finalmente, el último piso con ventanas. Se remata el conjunto con una cornisa muy saliente, un ático de ventanas y balaustrada de piedra blanca. En ella se quiso colocar una rica y compleja galería de estatuas de todos los reyes de España, y así se hizo. En 1749 se encargó al religioso benedictino P. Martín Sarmiento la confección de la lista de reyes, con estudio minucioso de cómo habría de hacerse cada figura. Las esculpieron Salcillo, Carmona, Manuel Álvarez, Olivieri, Felipe de Castro y Alejandro Carnicero. Pero por miedo a su excesivo peso fueron retiradas y se hallan esparcidas por jardines de Madrid y otras ciudades. En los mentideros de la Villa se chismorreó que esta decisión se tomó para calmar el desasosiego de la reina Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, que soñó repetidamente que sus ilustres antecesores en piedra se derrumbaban y caían sobre ella mientras dormía a causa de un terremoto. Actualmente se han repuesto algunas de estas estatuas al lugar primitivamente destinado. La fachada principal es la del sur, ante la plaza de la Armería. En el frente, sobre el ático, hay una especie de frontón, con un gran reloj y, a los lados, relieves que representan al Sol en su recorrido por el Zodiaco. Una representación de España en el balcón central y, en los laterales, relieves de diversos temas. Por su triple portada se accede al vestíbulo, en cuyo flanco derecho se abre la escalera de honor, obra de Sabatini, de estilo imperial y tres ramales de peldaños de una sola pieza cada uno. En la decoración del interior trabajaron los mejores pintores europeos. En tiempos de Carlos III coinciden en Madrid Antón Rafael Mengs, Giambattista Tiépolo, que pintan las primeras bóvedas importantes, y Corrado Giaquinto, que decora la capilla. Esta labor la prosiguieron otros fresquistas como Antonio González Velázquez, Francisco Bayeu, Salvador Maella y, ya en el siglo XIX, Vicente López. Entre los escultores destaca el trabajo de Giandoménico Olivieri, José Ginés, Felipe de Castro y Roberto Michel.
La mayor parte de los salones tienen nombres significativos: de Alabarderos, de las Columnas, Gasparini, de Porcelana, Pieza Amarilla, Comedor de Gala, de los Espejos, de Armas, del Trono, Cuarto de la Reina... Todos ellos contienen innumerables riquezas: sillerías de distintos estilos, vajillas de las mejores fábricas, tapices, relojes, miniaturas, cornucopias, candelabros, lámparas..., y una importante pinacoteca con lienzos de Velázquez, Tiépolo, Goya, Maella, Vicente López... Alfonso XIII fue el último rey en habitarlo. Hoy sólo se emplea para celebraciones protocolarias.
El proyecto de edificar una catedral en Madrid viene de antiguo. Durante los reinados de Carlos I y Felipe III se promulgaron bulas papales a tal efecto, pero nunca llegó a construirse porque a ello se opuso siempre el arzobispado de Toledo, a cuya diócesis pertenecíamos.
En un nuevo impulso, Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, hizo donación de 60.000 ducados, que se unieron a los 150.000 que reunió la Villa, e incluso se colocó la primera piedra el 15 de noviembre de 1626, mas... no se añadió la segunda.
En el plan de Sacchetti para los alrededores del palacio Real, se incluía una catedral, que no pasó más allá de los planos. Sólo a partir de 1869, al ser derribada la antigua iglesia de Santa María la Real de la Almudena (en la calle Mayor, frente a Capitanía General) es cuando se plantea seriamente la erección de una gran basílica dedicada a Nuestra Señora. Y tras la vuelta al trono de la Casa de Borbón en la persona de Alfonso XII, son el propio rey y su esposa María de las Mercedes los principales promotores. La pronta muerte de la soberana hizo que el rey pensase en el templo como posible mausoleo de su esposa, voluntad que no se cumplió hasta el 8 de noviembre de 2000, 112 años después.
El 4 de abril de 1883 se colocaba la primera piedra, y apenas iniciados los trabajos, el papa León XIII otorgó una bula creando el obispado de Madrid-Alcalá y ordenando que la proyectada iglesia de La Almudena se convirtiera en la tan ansiada catedral de la capital de España.
El lugar elegido fue el ideal: frente a Palacio y junto a la Cuesta de la Vega, paraje donde la tradición sitúa la aparición milagrosa de la Virgen. Y los planes del arquitecto don Francisco de Cubas, marqués de Cubas, contemplaban la construcción de un majestuoso templo neogótico, con ventanales, triforios, chapiteles y afiladas agujas de piedra apuntando al cielo de Madrid. La filigrana se elevaba 100 metros desde el suelo frente a los 79 de la de Burgos. Seguía la moda que preconizaba entonces como un revival el gran maestro francés Viollet-Le Duc, restaurador de grandes monumentos medievales. Las obras, que avanzaban muy lentamente, se fueron prolongando en el tiempo, y a la muerte de Cubas, en 1899, siguieron otros arquitectos: Miguel Olavarría, Enrique Repullés, Juan Moya. El 31 de mayo de 1911 se abrió al culto como parroquia la cripta, que tiene su entrada al final de la calle Mayor, junto a la Cuesta de la Vega. Entre 1936 y 1939 se suspendieron los trabajos, luego reanudados bajo la dirección de Luis Mosteiro, pero con escasos recursos económicos. Por esas fechas surgió la polémica sobre el diseño de la catedral: se pensó que el gótico no era propio de la época, no armonizaba para nada con el inmediato Palacio Real y suponía un coste casi imposible de satisfacer. En concurso ganado por los arquitectos Carlos Sidro y Fernando Chueca Goitia, se adoptó otra solución, que respetaba lo construido, pero que revestía el exterior con un estilo neoclásico más acorde con el entorno, además de aportar algunos elementos localistas postherrerianos del llamado Madrid de los Austrias. En 1949 se inició el nuevo plan, con períodos de más o menos actividad, y el 15 de junio de 1993, por fin, aun sin estar totalmente acabada, fue consagrada por Juan Pablo II.
Lo más bello del proyecto de Chueca Goitia es la cúpula sobre el crucero, con su tambor octogonal que capta la luz del sol por medio de cuatro grandes ventanales termales.
La fachada principal, al norte, frente a la plaza de la Armería, consta de un cuerpo central sustentado por columnas dóricas, que sostienen una galería; a los lados, dos altas torres rematadas por chapiteles madrileños. La de la calle Bailén, de porte clasista, se compone de dos cuerpos rematados por un ático con frontón triangular. Muy similar es la del lado de los jardines del Campo del Moro. En la del sur se contempla el ábside y la entrada a la cripta, ésta con tres arcos con arquivoltas de estilo románico y ventanales con coloristas vidrieras. La cripta, con estructura y decoración inspiradas en modelos mediavalistas, especialmente románicos, es lugar de enterramiento de grandes familias de la nobleza y de la burguesía. Está constituida por tres naves, crucero, capillas por todos los lados, girola y deambulatorio. Se cubre por medio bóveda de cañón sostenida por arcos fajones en la nave central y de aristas en capillas y naves laterales. Repullés ideo los magníficos capiteles neorrománicos de las columnas y la mayor parte de los monumentos funerarios que adornan las capillas. Entre éstas, sobresalen la tercera de la nave de la derecha, de los condes de Santa María de la Sisla, con decoración de Mariano Benlliure y dedicada a la Sagrada Familia, y la situada en el brazo izquierdo del crucero, dedicada a la Virgen de la Flor de Lis, representada en una pintura del siglo XIII. Impresiona la cripta por su oscuridad, por los techos tan bajos y por los sepulcros. El interior del templo catedralicio, con tres naves con sus correspondientes capillas, prolongado crucero y ábside con girola y capillas radiales, desarrolla el modelo gótico más complejo, pero rebajado en altura al proyecto inicial de Cubas, con unas columnas labradas y otras no, y sustituyendo la bóveda de crucería por unas formas moldeadas y autoportantes de hormigón, sostenidas sobre arcos fajones transversales, y policromadas con dibujos diseñados por Chueca Goitia de estilo bizantino. Las vidrieras están inspiradas en Mondrian, y el pavimento es de mármol de Macael, con piezas amarillas y verdes contrapeadas. Los bancos fueron construidos por los monjes del Paular, y las puertas se hicieron con madera especial de derribos en Estados Unidos. En el presbiterio, presidiendo el templo, destaca la figura del Cristo de Juan de Mesa, del siglo XVII, que procede de la colegiata de San Isidro. La cátedra del Obispo es un sitial del siglo XIX. A ambos lados, la sillería de canónigos, renacentista, en madera de nogal. Al fondo, a los lados, un enorme cuadro de Francisco de Ricci, El expolio de Cristo, del siglo XVII, que se encontraba en el Museo del Prado, y un grupo escultórico de Juan de Ávalos que representa al Crucificado en el Calvario. El suelo se cubre con una impresionante alfombra antigua de 40 metros cuadrados. En la capilla del Santísimo, a la derecha del presbiterio, su túmulo ondulante, diseñado también por Chueca Goitia en mármol tostado granadino, sostiene un fanal donde se guarda una custodia de plata labrada de tiempos de Carlos II.
El empinado altar de Ntra. Sra. de la Almudena, en la capilla del brazo derecho del crucero, cuenta con un retablo de Juan de Borgoña, del siglo XIV, trasladado desde el palacio arzobispal. La imagen de la Virgen, que no es la primitiva (ésta parece que se incendió en tiempo de Enrique IV) es una talla en madera de pino de finales del siglo XV o principios del XVI. Otras joyas artísticas adornan la catedral: la magnífica talla de Jesús atado a la columna, de Giacomo Colombo, de 1698, antes en la iglesia de San Ginés, que se venera en la primera capilla a los pies, en el lado izquierdo; enfrente, la imagen de San Juan Bautista, de Roberto Michel, realizada para la capilla de Santa Teresa en la iglesia de San José; un Cristo yacente, de Juan de Ávalos, y excelentes pinturas como La Anunciación, de Jiménez Donoso y la Sagrada Familia, de Carreño. Lo más antiguo en la catedral es un arca del siglo XIII, construida en madera de pino y revestida de cuero repujado, que regaló el rey Alfonso VIII para que en ella fueran introducidos los restos de san Isidro.
La catedral de la Almudena tiene también dos edificios adosados que alargan la fachada principal y forman un conjunto arquitectónico: el perteneciente a dependencias del Obispado, con fachada asimismo a Bailén, y el perteneciente a Patrimonio Nacional, en el lado derecho. Al final de la calle Mayor y en lo alto de la Cuesta de la Vega, frente a la cripta de la catedral de la Almudena, se encuentra, en el espacio convertido en plaza y parque de Mohamed I (en honor al fundador de Madrid), el mayor fragmento visible (de unos 120 metros) de la muralla del siglo IX, la que rodeaba la almudayna árabe, y que es el más antiguo monumento de Madrid. Aunque la existencia de este trozo de muralla ya se intuía y de él hablan cronistas del siglo XIX como Mesonero Romanos, no se descubrió hasta 1953, al derribar la casa-palacio del marqués de Malpica, donde había sido utilizado como soporte y muro trasero de la edificación.
La Historia de Madrid podría dar un vuelco si llegara a ser cierta la interpretación que los responsables de las excavaciones para la construcción del Museo de las Colecciones Reales dieron sobre los restos arqueológicos encontrados entre 1999 y 2000. Aseguraron que la ciudad se formó en época cristiana y no en la musulmana. El faraónico mamotreto blanco del museo (tapices, objetos suntuarios, carruajes y otras piezas que los distintos reyes de España fueron atesorando a lo largo de su historia), que ya levantó polémica desde el inicio de su construcción por su idoneidad (mostrar la historia de España basada en el lujo y la superficialidad de las dos dinastías reinantes) y por su difícil y discutida ubicación en el Campo del Moro, junto a la catedral de la Almudena y al Palacio Real, —su fachada de 150 metros oculta parcialmente el templo y afea el paisaje de la cornisa del Manzanares—, de nuevo suscitó la controversia por los restos arqueológicos encontrados en las excavaciones previas efectuadas, incorporados en su mayoría al proyecto museístico. Su construcción ha obligado a que se haya trasladado a su muro la hornacina que recuerda el milagro de la aparición de la Virgen de la Almudena a las tropas cristianas de Alfonso VI cuando conquistaron Madrid en 1805 Lo que siempre se ha afirmado es que Madrid (Mayrit) fue fundado por Muhammad I (más conocido como Mohamed I) quinto emir independiente de Córdoba, en una fecha comprendida entre los años 854 y 886. Al principio fue sólo una torre-atalaya militar, para vigilar los movimientos de las tropas cristianas del Norte. Luego, el mismo emir Muhammad I ordenaría construir en lo alto de la colina —ocupada hoy por el Palacio Real— el alcázar (castillo) para el caíd o gobernador y la almudayna (ciudadela o alcazaba amurallada) a sus pies, donde residían los guerreros que lo defendían, personal de administración y servicio y sus familias. Y que fue en tiempos de Abderramán III, en el siglo X, cuando verdaderamente llegó la repoblación civil (campesinos, mercaderes, artesanos...), desbordándose el recinto amurallado y formándose en los arrabales, extramuros, una verdadera medina o ciudad. Con el tiempo los mayritíes desarrollaron una rica vida cultural y científica, como demuestran, además de las fuentes escritas, los objetos de su vida cotidiana encontrados.     La puerta de Santa María fue el nombre que recibió tras la conquista de Madrid por los cristianos en 1085. Las partes de la muralla en rojo son las encontradas junto a la catedral de la Almudena y en la plaza de Mohamed I En cuanto a la fundación de un Mayrit amurallado como sede de un destacamento militar de Mohamed I no hay dudas, certeza que queda reforzada por los dos tramos de muralla islámica encontrados en estas excavaciones que miden en total unos 70 metros, con varias torres cuadradas —una de ellas entera— y similar construcción al lienzo conservado de la Cuesta de la Vega, de sílex y caliza e igualmente trabados con argamasa de cal, con un espesor de poco más de 3 metros y una altura de unos 8 metros, que se calcula pudieran ser unos 14 metros originalmente. Uno de estos trozos de muralla, el correspondiente a la zona occidental de la catedral, dispone de un portillo y al lado restos de una construcción para un cuerpo de guardia de vigilancia. La parte resaltada correspondería al lienzo encontrado en las excavaciones para la construcción del Museo de las Colecciones Reales.   También aparecieron vestigios carpetanos del siglo I antes de Cristo en el cauce de un antiguo arroyo. Consisten en restos de cerámica, por lo que se estima que quizá llegaron de otros lugares arrastrados por el agua.
Y —muy importante— se descubrió el enterramiento de un joven visigodo del siglo VIII, que es la tumba más antigua hallada en la ciudad. Todos los historiadores son conscientes de la existencia de hábitat romanos y visigodos dispersos por el territorio madrileño, pero con este esqueleto encontrado se puede conjeturar sobre la existencia de uno de estos asentamientos anterior a la llegada del Islam a este lugar, núcleo primigenio de lo que hoy es Madrid. Hasta aquí no hay lugar a la polémica. Pero también se encontraron restos de seis casas, todas ellas desmochadas (entre medio y 2 metros de altura sus paredes) porque todo la zona fue medio desmantelada y rellenada para nivelar su fuerte pendiente y construir entre 1556 y 1564 las antiguas Caballerizas Reales por orden de Felipe II. Y asimismo estaba un antiguo edificio que en 1570 el mismo Felipe II destino a alojamiento de los servidores de Palacio y por eso pasó a llamarse Casa de los Pajes. Todo este complejo ocupaba el espacio entre la plaza de la Armería y la Cuesta de la Vega. Se incendió junto con el Alcázar en 1734 y en 1894 se derribo lo que quedaba para construir la Cripta de la Almudena y más tarde la Catedral.
Pues bien, volviendo a las casas encontradas, su aparejo es cristiano, del siglo XIII-XIV, sin ningún resto, ni en los cimientos ni bajo ellos ni en el resto del terreno, de algún tipo de construcción islámica anterior, salvo la aparición de silos basureros, restos de cerámica y pozos de indudable procedencia árabe.
¿Cómo interpretaron todo esto? Pues que no existió ciudad musulmana como tal, que aunque sus orígenes son de época árabe, el Mayrit que se remonta al siglo IX era solo un cuartel y no una población, que la verdadera ciudad nació bajo mandato cristiano tras la conquista del enclave militar por Alfonso VI en 1085. Añadieron que los guerreros árabes de este destacamento militar y sus familias vivieron tal vez en casas de construcción muy endeble, de tapial o adobe sin cimientos, que no dejan restos cuando se destruyen, o incluso en jaimas. Admitieron que habría personal civil para el mantenimiento y manutención: agricultores, pastores, herreros, guarnicioneros, tahoneros..., pero que es posible que vivieran con sus familias fuera del recinto amurallado, en casas diseminadas por el campo, y que quizá sólo acudieran a la fortificación (un territorio que abarcaba menos de cuatro hectáreas) para la venta de sus productos y a refugiarse en caso de peligro.
En las excavaciones también se encontró, cerca de la plaza de la Armería, un alfil de una puerta con la inscripción en árabe de finales del siglo XII o principios del XIII "el poder pertenece a Alá", y también fragmentos de vajilla relacionadas con la celebración del shabat judío del XIII o XIV.
Y de nuevo, ¿cómo explicaron esto? Dedujeron que probablemente estos restos pertenecieron a una primera aljama de los musulmanes que aquí quedaron —mudéjares— cuando Mayrit pasó a manos cristianas, encerrados en el espacio acotado de una morería y en convivencia con los judíos. Que luego la morería se trasladó a la zona que hoy conocemos como barrio de Morería y que los judíos permanecieron en el lugar, cercano al Alcázar. La perplejidad entre la mayoría de amantes y estudiosos del Madrid medieval y, más concretamente, del Madrid musulmán, no tuvo parangón ante estas —creo yo— rebuscadas interpretaciones que dieron a los restos arqueológicos encontrados. Todo un despropósito. Habían borrado de un plumazo cuatro siglos de historia y la existencia de la medina árabe.
Cuesta trabajo creer que durante un periodo tan largo de tiempo la población musulmana establecida en Madrid fuera una mera guarnición militar. Todas estas afirmaciones, desafortunadas por demasiado precipitadas, como luego en una revista especializada trataron medianamente de admitir o al menos de "pasar de puntillas sobre ellas", desmontaban un montón de serias investigaciones llevadas a cabo a lo largo de los años por prestigiosos historiadores. y la que los cristianos luego llamaron Arco de Santa María Como muestra, la opinión resumida de José Luis Garrot Garriot, doctor en Historia Medieval e investigador en esta materia de la Universidad Complutense de Madrid, rebatiendo estas teorías sobre el origen de Madrid y reafirmado que fue fundada por los musulmanes, tal y como la Historia oficial ha defendido hasta ahora.
Indicó Garrot que en las diversas excavaciones realizadas a lo largo de los años, se han encontrado numerosos restos materiales (ollas, jarras, arcaduces, tinajas, ataifores..., así como silos, pozos y restos de otras estructuras) que permiten afirmar la existencia de un asentamiento islámico en diversos lugares, tanto intramuros como extramuros de aquella primera muralla de Madrid. El de mayor ocupación estaría situado en la zona de lo alto de la colina de las Vistillas, plaza de los Carros, San Andrés y plaza de la Paja. Otro, en la zona de la calle Sacramento y la calle Mayor. Un tercero, entre la Cava Baja, calle del Almendro, calle del Nuncio y la zona alta de la calle Segovia hasta Puerta Cerrada. Y por último, en la zona de la iglesia de Santiago, calle Espejo y Escalinata, y las calles que bajan hacia la plaza de Ópera.
Importante el viaje del agua, datado en el siglo IX, encontrado en la plaza de los Carros. Esta canalización, la más antigua localizada en España, demuestra la existencia de una población de cierta entidad. Si Mayrit era en esta época una simple fortaleza ¿para qué hacer esta canalización? En ninguna fortaleza de época omeya se han encontrado restos que nos indiquen la existencia de alcantarillado.                                               Viaje de agua en la plaza de los Carros. Se trata de un tramo de diez metros de longitud, perteneciente a un viaje que posiblemente nacía en las Fuentes de San Pedro, cerca de Puerta Cerrada, para luego dirigirse a la Cava Baja, llegar a la plaza de los Carros y luego dirigirse en dirección a la calle de Segovia. Consiste en un canal de sección rectangular, con un andén lateral o codo de 43 centímetros de ancho y un lecho de piedras en el fondo. Está construido en pendiente, salvando el pronunciado barranco que había en la zona, en dirección este-oeste. Cuenta con un murete intermedio que, a modo de presilla, llega a la altura del andén. La función de este elemento era depurar el agua que conducía el viaje, actuando como un pequeño pozo donde se depositaban los residuos sólidos arrastrados por la corriente Otra referencia apuntada por Garrot sería la necrópolis hallada en el número 682 de la calle Toledo, donde se han encontrado restos de casi 50 tumbas, y sólo en la pequeña parte excavada. La envergadura de esta necrópolis, que seguramente no sería la única, indica una población superior a la que tendría un simple cuartel. Además de estos restos arqueológicos que demuestran la existencia de un núcleo urbano, contamos con las pruebas documentales. La mayoría de las fuentes árabes que mencionan Mayrit la califican como medina (ciudad) y no como hisn (castillo), alega también Garrot. La primera fuente que lo menciona es "La description de l’Espagne", escrita por Ahmad al Razi en el siglo X, en la que cataloga a Mayrit de medina.       Abu-l-Qasim Maslama ibn Ahmad al-Faradi al-Hasib al-Qurtubî, cuyo laqab o apodo (al-Mayriti) significa el madrileño, fue un conocido astrónomo, sabio y polígrafo hispanoárabe nacido a mediados del siglo X en Madrid y que murió entre 1007 y 1008 en Córdoba. Fue uno de los intelectuales de mayor reputación del Califato, y se le llegó a conocer como el Euclides de España. Resumió las tablas de Al-Juwarizmi y tradujo el Planisferio de Ptolomeo. Estos conocimientos se habrían transferido posteriormente a los reinos cristianos, sirviendo para construir los primeros astrolabios, como el de Barcelona. También fue el consejero astrológico de Almanzor, indicando los momentos oportunos en que debía empezar sus campañas Y es que para que un lugar fuera homologado como medina debía reunir varios requisitos: estar amurallado, disponer de una mezquita y un zoco, que en ella hubiera actividad comercial y cultural, etc. El historiador también menciona los numerosos intelectuales que las fuentes citan como madrileños, dedicados a las ciencias, la teología y la literatura. Esta actividad es impropia de un lugar que simplemente fuera un acuartelamiento militar, concluye.
La idea de construir un puente sobre la hondonada de la calle de Segovia, prolongando así Bailén hasta la plaza de San Francisco, es antigua, y ya Sacchetti y luego Sabatini realizaron proyectos a tal fin, con arcos monumentales que continuaban las obras de Palacio. Silvestre Pérez, con José Bonaparte, también lo intentó con dimensiones casi megalómanas, pero no hubo tiempo para ello. Por el lado Sur se construiría una plaza y una anteplaza porticadas rematadas por una exedra, junto a la que se colocaría un arco de triunfo. En uno de los laterales de la anteplaza iría la catedral. Y todo el conjunto unido a las Vistillas de San Francisco mediente un puente, también porticado, para salvar la vaguada de la calle de Segovia Pretendía el traslado de la centralidad de la ciudad desde la Plaza Mayor a una concatenación de espacios dispuestos a lo largo de un eje que simbólicamente debía enlazar el poder real con el popular, previa transformación del templo de San Francisco en Salón de Cortes. Así, a una gran plaza en exedra, sucedería otra cuadrada con un obelisco en el centro y en la que arrancaría la calle Mayor, para concluir, salvando el desnivel de la calle de Segovia con un viaducto, en otra circoagonal, abierta hacia San Francisco En 1860, siendo gobernador de Madrid el marqués de Vega de Armijo y alcalde el duque de Sesto, se retomó de nuevo la propuesta del puente, pero es el Ayuntamiento revolucionario de 1868, y por iniciativa de Fernández de los Ríos, el que seriamente se plantea el tema e inicia rápidamente los derribos de las casas que impedían la cimentación, incluida la iglesia de Santa María (en la calle Mayor, frente a Capitanía General), que estorbaba para aumentar el ancho de la calle de Bailén. El 31 de enero de 1872, siendo alcalde de Madrid don Manuel María José de Galdo, dio comienzo propiamente la construcción. Los planos eran del arquitecto municipal don Eugenio Barón, que se preocupó más de la seguridad que de la estética, y diseñó un viaducto de cantería y estructura metálica de 130 metros de longitud, 23 de altura y un ancho de 13 metros. Costaba de tres tramos de hierro, de 50 metros el central, y de 40 los laterales, apoyados en estribos de fábrica en los extremos y con dos pilares de hierro en el intermedio que descansaban en basamentos de sillería. Todas las partes metálicas se trajeron desde Inglaterra. Para los madrileños fue un orgullo aquella obra producto de la más vanguardista tecnología del momento. Éste era el comentario tan poético aparecido con motivo de su inauguración, el 13 de octubre de 1874, en la Ilustración Española y Americana, nº XXXIX: "Aquella colosal mole de hierro que evidencia una vez más el poder de la mecánica; aquel monstruo de metal que para asentarse ha derribado con su irresistible fuerza cuanto halló a su paso, no amedrenta a pesar de su enorme masa, ni espanta a pesar de su amenazadora pesadumbre. Y es porque aquel Hércules tremendo está sujeto y sumiso a la Onfala de la ciencia, y sólidamente afianzado en sus piernas de labrada roca, doblegada mansamente la espalda para que por ella crucen y caminen cuantos quieran". Ese día del estreno se quiso de alguna manera destacar con el paso de una comitiva notable, el traslado de los restos de Calderón de la Barca desde San Francisco el Grande hasta el cementerio de San Nicolás, situado entonces cerca de la estación de Atocha. Su enorme altura no tardó en convertirlo en lugar elegido por los suicidas. Fue preciso instalar unos alambres para impedir el salto, subir las barandillas y poner un servicio de guardia permanente. El primer intento lo protagonizó una joven a la que sus padres impedían el casamiento. Afortunadamente le salió mal, que aquellas enaguas y faldas de antaño hicieron de paracaídas, y sólo sufrió pequeñas magulladuras. Los cronistas cuentan que los padres por fin consintieron, y que la muchacha tuvo 14 hijos en su feliz matrimonio. La picaresca madrileña es tan aguda que algunos realizaban muy teatralmente el amago de arrojarse al vacío, sólo con la intención de llamar la atención y que los guardias los llevaran al cuartelillo, que allí, aunque con unos cuantos "guantazos", podrían al menos comer caliente y dormir en un jergón. Aquel viaducto de hierro envejeció pronto, aunque prestó servicios casi durante sesenta años. Ya en 1921 empezaron a aparecer serios problemas que mermaban su seguridad, y en 1932 se decidió convocar un concurso para la realización de uno nuevo, ganado por el arquitecto Francisco Javier Ferrero y los ingenieros Luis Aldaz Muguiro y José de Juan-Aracil. También presentaron proyectos, entre otros, Eduardo Torroja y Secundino Zuazo.
Cuando comenzó la guerra civil de 1936 las obras llevaban tiempo paralizadas por efecto de una huelga. Después fue necesario arreglar los desperfectos en lo ya construido y continuar los trabajos. Por fin, el 28 de marzo de 1942, se inauguraba el nuevo viaducto —el actual—, estéticamente superior al anterior y de mayores dimensiones: 200 metros de largo, 20 de ancho y 25 de altura. Su coste se elevó a 5.602.661 pesetas de las de entonces (33.672,67 €). Está construido en hormigón armado y cimentado directamente sobre la vaguada de la calle de Segovia. Consta de tres arcadas de 37 metros de luz y 17 de flecha, con 4 arcos en paralelo cada una, que soportan mediante pendolones el tablero superior. Los planos incluían ascensores desde la calle de Segovia que nunca llegaron a instalarse. Es de los pocos restos de arquitectura racionalista que conserva la Villa. También el nuevo viaducto sufre los efectos del paso del tiempo, e incluso se pensó en derribarlo, pero obras de consolidificación y la sustitución del tablero en 1978 aún lo mantienen vivito y coleando. En 1998, para evitar los viejos problemas y disuadir a todos aquellos infelices que quieren quitarse la vida, se colocaron mamparas de cristal que se elevan a poco más de 2 metros desde el suelo. Quizá cumplan con su cometido pero estéticamente son desafortunadas y armonizan escasamente con el entorno.
Esta monumental plaza, uno de los parajes más interesantes de Madrid, se extiende entre el Palacio y el teatro Real, y de ellos adquiere su personalidad.
Ya en el siglo XVIII Sachetti había proyectado en este lugar una plaza ajardinada, pero fue durante el reinado de José Bonaparte cuando se produjeron los primeros derribos de manzanas como parte de una estrategia urbana destinada a construir un gran bulevar que, utilizando la calle del Arenal y abatiendo callejas y vetustos edificios, permitiese ver el Palacio desde la Puerta del Sol, e incluso llegase hasta la Puerta de Alcalá. Formaban esta zona la plaza de San Gil y las calles del Tesoro, de la Parra, del Carnero, del Buey, del Juego de la Pelota, de Santa Catalina la Vieja, de San Bartolomé, del Recodo, partes de la del Espejo y de Santa Clara, y el jardín de la Priora.   los derribos practicados en tiempos de José Bonaparte Desapareció con ellas, el convento franciscano de San Gil, fundado en 1606 por Felipe III y conocido cariñosamente como el de “los Gilitos”. Su iglesia era la de la antigua parroquia de San Gil, sucesora a su vez de la de San Miguel de la Sagra, una de las once históricas que se citan en el Fuero de Madrid de 1202.
Y la Casa del Tesoro, primitivo Ministerio de Hacienda con los Austrias, que había sido construida ligeramente separada del Alcázar a partir de 1568, y luego unida a él cuando se adquirieron los solares intermedios para otra serie de dependencias. Logro salvarse en el incendio del Alcázar de 1734 y Felipe V mandó remodelarla para instalar en su interior la Biblioteca Real, antecedente de la Biblioteca Nacional.
E igualmente, en los alrededores, el convento de Santa Clara y las iglesias de San Juan y de Santiago (esta última fue de nuevo levantada en 1811, pero con dimensiones más reducidas). La brevedad del período napoleónico y las penurias económicas de los años siguientes hicieron imposible el proyecto. Con Fernando VII, se procedió al nivelado del terreno que dejaron los derribos y se planeó la construcción de la plaza según diseño de Isidro González Velázquez. Consistía en una gran galería semicircular, con arcos de medio punto de granito, columnas dóricas y adornos en piedra blanca de Colmenar, pero no llego a materializarse. Es en 1841, con Isabel II, en tiempos de la regencia de Espartero, cuando surge verdaderamente la iniciativa de la gran plaza ante Palacio. La idea es de Agustín Argüelles, tutor de la reina, y de Martín de los Heros, intendente de la Casa Real. Fue entonces cuando Narciso Pascual Colomer diseñó su trazado circular y los jardines, franqueados éstos por las estatuas en piedra de los reyes de España que habían sido concebidas en principio para la balaustrada superior de Palacio.
En el centro se colocó sobre pedestal la famosa estatua ecuestre de Felipe IV, del escultor italiano Piero Tacca. Otros dos monumentos han sido erigidos posteriormente en la plaza: uno al cabo Luis Nogal, heroico soldado muerto en la campaña africana de 1909, y el otro al capitán Ángel Melgar, caído aquel mismo año en el barranco del Lobo, en Melilla. El primer monumento es de Mariano Benlliure, y el segundo, de González Pola. Por la plaza de Oriente discurrían las dos murallas históricas de la ciudad, la árabe y la cristiana. La primera descendía suavemente desde la calle de Rebeque y en impreciso recorrido llegaba al castillo moro, luego Alcázar de los Austrias en el mismo solar del actual Palacio Real. En un sitio desconocido se abría la puerta de la Sagra, de la que apenas se sabe nada.
La muralla cristiana cruzaba completamente la plaza en dirección este-oeste. Se asegura que una de sus puertas, la de Valnadú, estaba situada precisamente a la altura de la famosa lámpara central del teatro Real.   dentro de la muralla cristiana y que era conocida como Torre de los Huesos La última y discutible reforma de la plaza se desarrolló entre 1994 y 1997, y consistió en enterrar el tráfico mediante un túnel por la calle de Bailén, dejar todo el espacio para los peatones y construir un enorme aparcamiento de coches de tres plantas en el subsuelo. En las excavaciones arqueológicas previas se desató la polémica porque tal vez no se hicieron con la debida seriedad, e incomprensiblemente no se encontraron restos de las antiguas murallas; sí numerosos objetos y piezas cerámicas —cerca de 20.000— de épocas diversas, parte de una torre atalaya islámica conservada in situ (integrada en la planta segunda) y numerosas dependencias de la Casa del Tesoro, que no fueron respetadas.
En el centro de la plaza de Oriente, casi presidiendo el bello escenario, se encuentra la magnífica estatua ecuestre de Felipe IV. Fue un encargo del propio rey, a través de la duquesa de Toscana, Cristina de Lorena, al escultor florentino Piero Tacca, que ya antes había concluido otra de su padre, Felipe III, por muerte de Juan de Bolonia, que fue quien la inició (la podemos ver actualmente en el centro de la Plaza Mayor).
Además de Piero Tacca, otros tres genios intervinieron en la estatua de Felipe IV: Velázquez, que realizó los bocetos previos con dos retratos del rey, uno de medio cuerpo y otro montado en un caballo en arriesgada corveta; Martínez Montañés, que hizo una maqueta escultórica, y nada menos que el científico y humanista Galileo Galilei, que consultado sobre la difícil y forzada postura del caballo y sus problemas de estabilidad apoyado sólo sobre sus dos patas traseras, sugirió dejar hueca la parte delantera y maciza la de atrás, para que todo el peso recayera sobre la grupa del caballo, pese a lo cual sigue siendo un prodigio de equilibrio. La estatua, concluida en 1640, ha tenido varios emplazamientos: al año siguiente fue colocada en uno de los patios del palacio del Buen Retiro por iniciativa del conde duque de Olivares. Se sabe que luego fue trasladada al frontispicio del antiguo Alcázar, y que allí estuvo hasta que durante la minoría de edad de Carlos II, en tiempos del gobierno de don Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, se volvió a situar en el Retiro, con cuyo motivo y viéndose el pueblo defraudado en sus expectativas de mejoras económicas prometidas, aparecieron los siguientes pasquines: "¿A qué vino el señor don Juan? En 1843, Isabel II la mandó colocar en su emplazamiento actual, en un alto pedestal rectangular decorado con dos bajorrelieves en los laterales, uno que representa a Felipe IV condecorando a Velázquez con la insignia de Santiago, y otro que es una alegoría sobre la protección que el monarca dispensó a las artes y a las letras. En los frentes del monumento se situaron dos fuentes en forma de concha, sobre las que un río (representado por un anciano) vierte agua en una urna. Un león de bronce en cada una de las esquinas completan todo el conjunto, que realizaron los escultores Francisco Elías y José Tomás.
Repartidas por la plaza de Oriente se encuentran unas cuantas estatuas en piedra de reyes y reinas de España. Pertenecen a la serie que se labró para coronar la balaustrada superior de Palacio. En 1749 se encargó al religioso benedictino padre Martín Sarmiento la confección de la lista de reyes, con estudio minucioso de cómo habría de hacerse cada figura. Las esculpieron artistas tan conocidos como Salzillo, Luis Salvador Carmona, Manuel Álvarez, Domingo Olivieri, Felipe de Castro y Alejandro Carnicero. Así se hizo, pero su excesivo peso aconsejó que fuesen descendidas y esparcidas por diversos lugares de Madrid y de otras ciudades. En los mentideros de la Villa se chismorreó que esta decisión se tomó en tiempos de Carlos III para calmar el desasosiego de la reina madre Isabel de Farnesio, que soñó repetidamente que sus ilustres antecesores en piedra se derrumbaban y caían sobre ella mientras dormía a causa de un terremoto. En la plaza de Oriente se encuentran, entre otras, las de Ataulfo, Theodorico, Enrico, Leovigildo, Suintila, Wamba, don Pelayo, Iñigo Arista, Ordoño II, doña Urraca, Ramiro II, Alfonso VII, Sancho IV, Fernán González, primer conde de Castilla...         Las estatuas, destinadas en principio a contemplarse a larga distancia, en las alturas, sobre el suelo resultan de un tamaño excesivo, bastante toscas y, como decía Fernández de los Ríos en 1876, en su Guía de Madrid, "representan los personajes en posturas que por lo violentas parecen casi ridículas, y la caracterización es tan deficiente en traje y fisonomía, que si los letreros que cada uno tiene al pie acabaran de borrarse, sería muy difícil el reconocimiento".
Actualmente se han repuesto algunas estatuas al lugar primitivamente destinado, el coronamiento del Palacio Real, entre ellas, las únicas que representan a dos monarcas de las Indias occidentales anteriores al descubrimiento: Atahualpa, emperador del Perú, y Moctezuma, de Méjico. Dado que estas estatuas se hicieron en el siglo XVIII, seguramente son las más antiguas de americanos labradas en Europa.
Por la actual calle de los Caños del Peral, que va a dar a la plaza de Isabel II (Ópera), y antes de urbanizarse toda esta zona, surgía una corriente de agua subterránea que regaba las huertas colindantes y alimentaba unos baños públicos, fuentes u hontanillas —los Caños del Peral—, abrevaderos y un lavadero público con 57 pilas. Este paraje —barranco de las Hontanillas— tuvo que ser rellenado en algunos lugares hasta con 8 metros de tierra para poder salvar los grandes desniveles. Algo de ello se puede apreciar en la calle de la Escalinata.
Sobre este espacio, surgió, en 1708, el coliseo de los Caños del Peral, al principio en una barraca instalada por una compañía lírico-dramática dirigida por el actor italiano Francesco Bartolli. Más adelante, en 1737, esta barraca fue derribada y se construyó en su lugar, por orden de Felipe V, un teatro, más grande y capaz, ya en plan estable, bajo la dirección de los arquitectos Virgilio Rabaglio y Santiago Bonavia. Parece ser que las obras se llevaron a cabo por el mecenazgo de un tal Francisco Palomares. El nuevo teatro, a cargo del cantante Farinelli y con la dirección del marqués de Scotti, abrió sus puertas el domingo de carnaval de 1738 con la ópera Demetrio, de Metastasio.
En este coliseo se representó en escena principalmente ópera italiana, zarzuela y obras clásicas de nuestros autores del Siglo de Oro.
Dañado durante la invasión francesa, fue cerrado en 1810 ante la amenaza de ruina, aunque en años posteriores fue abierto para la celebración de bailes de máscaras. Fue demolido el 30 de septiembre de 1817, y su solar lo ocupa hoy parte de la plaza de Isabel II y parte del teatro Real.
Su origen está ligado al largo proceso de formación que tuvo la plaza de Oriente. La creación de este espacio se inició en el breve reinado de José Bonaparte con los derribos de las manzanas de casas que impedían la visión del Palacio Real. En 1817, reinando Fernando VII, se encargó al arquitecto Isidro González Velázquez la nivelación y ordenación de la nueva plaza, se demolió el viejo teatro o coliseo de los Caños del Peral y, un año después, en 1818, casi en el mismo solar se iniciaba la construcción del teatro Real bajo la dirección del arquitecto Manuel Gómez Aguado.
La accidentada construcción del nuevo teatro —se prolongó a lo largo de 32 años— empezó con buen ritmo, pero no tardó en interrumpirse por motivos económicos y políticos, una interrupción que duró ocho años. Luego, un nuevo impulso, y una nueva paralización, esta vez de trece años.
Mientras tanto, como parte del edificio estaba terminado, se utilizó para diversos fines: es salón de baile, depósito de pólvora, cuartel de la Guardia Civil y salón de sesiones de los señores diputados. En 1850, y gracias a la decisiva intervención de Isabel II, gran amante de la música, se reanudaron las obras y por fin se inauguró el 19 de noviembre de ese mismo año con una representación de la ópera La favorita de Donicetti, cantada por Marietta Alboni, Italo Gardoni, Paolo Barrilhet y Carlos Fornos.
El teatro, en el que intervinieron también en sus distintas fases los arquitectos Custodio Teodoro Moreno y Francisco Cabezudo, tuvo un presupuesto total de 42 millones de reales, el más costoso del universo en palabras del cronista Fernández de los Ríos. El edificio está asentado sobre una planta hexagonal irregular de 72.892 pies cuadrados, con la fachada más breve a la plaza de Oriente, entonces con vestíbulo de carruajes y salón para descanso de las personas reales, luego modificado en 1891. Más elegante es la que da a la plaza de Isabel II, adornada con columnas de granito y cinco arcos de entrada. Las sala, verdaderamente elegante y suntuosa, tenía un aforo entonces de 2.800 personas, contando con los espectadores de las cuatro galerías de palcos, algunas más disimuladas en forma de ventanas y el famoso y anchuroso paraíso. El techo fue pintado por Eugenio Lucas y por el francés Philastre.
Contaba el teatro con un tocador de señoras, servido por dos modistas; tiendas de flores, guantera, café, confitería, local de venta y alquiler de anteojos, salas de fumadores y un salón de baile, aunque al poco tiempo parte de estas dependencias se convirtieron en la sede de la Escuela Nacional de Música y Declamación.
Se representaron obras de los más grandes compositores del momento: El trovador (1854), Rigoletto (1856), La traviatta (1857) y la Forza del destino (1863), de Verdi; Guillermo Tell (1869), de Rossini; Lohengrin (1889) y Tannhauser 1890), de Wagner, interpretadas por Julián Gallarre, y muchas más. También se produjeron actuaciones destacadas como las protagonizadas por el bailarín Nijinky y por Stravinski dirigiendo su Petraschka. Alternó temporadas de éxito con otras más mediocres hasta 1925. El 5 de abril de ese año, La boheme de Puccini, cantada por Miguel Fleta, fue la última obra representada. Enormes grietas en la fachada de la calle de Vergara y abundantes daños interiores provocaron el cierre inmediato por peligro de hundimiento.
Tras algunas reformas en 1925 para tratar de salvar su estructura, a cargo de Antonio Florez Urdapilleta, en ese estado calamitoso pasó la guerra civil, convertido en polvorín. Hubo después varios intentos de obras, paralizaciones y vacilaciones incluidas, a cargo de los arquitectos Pedro Muguruza, Diego Méndez, Luis Moya y, posteriormente, José Manuel González, que por fin consiguió la rehabilitación del teatro para que de nuevo abriera el 1 de octubre de 1966, pero sólo dedicado a sala de conciertos. La inauguración estuvo a cargo de la Orquesta Nacional y el Orfeón Donostiarra dirigidos por Rafael Frübeck de Burgos, que interpretaron una página de Falla y la Novena Sinfonía de Beethoven.
También pasó a ser sede el teatro del Real Conservatorio de Música, la Escuela Superior de Arte Dramático y el Museo de la Música. En 1895 se procedió a una renovación total del Real, para dedicarlo únicamente a su antigua y original función como teatro de la ópera. Las obras, no exentas de polémica, supusieron un gasto de 21.000 millones de las antiguas pesetas frente a los 6.000 previstos. El 11 de octubre de 1997 fue el estreno, con un programa integral dedicado a Manuel de Falla y que reunía sus dos piezas más emblemáticas, el ballet El sombrero de tres picos y la ópera La vida breve, de nuevo con la Orquesta Nacional y el Orfeón Donostiarra bajo la batuta de García Navarro y con dirección escénica de Francisco Nieva. El infortunio acompañó a las obras hasta el final. Manuel González Varcárcel, que volvió a repetir como arquitecto en esta restauración, murió a pie de obra en 1992. La gran lámpara de araña de la Real Fábrica, que pesa casi tres toneladas, se desplomó cuando todo parecía ya concluido. Han sido muchas las contradicciones y las reyertas sobre el teatro que han enfrentado a arquitectos, políticos, artistas, escenógrafos...
En Las Vistillas, en la Paloma y en Lavapiés, pasando por el Rastro, está el alma de los "Madriles", del Madrid de los barrios bajos, del Madrid jaranero y costumbrista, el del chotis, aromado con perfumes de fritanga, churros y gallinejas.
Y ese espíritu del madrileñismo más puro se viste de chulapón en las fiestas de san Cayetano, san Lorenzo y la Paloma, y se hace carne castiza en los personajes de zarzuela. Todavía algún don Hilarión saca de "bureo" a la Casta y a la Susana para que cualquier Julián se muera de achares. Las Vistillas"Una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid" Entre la calle de Bailén, llegando a la Gran Vía de San Francisco, y asentado sobre la cornisa que da al Manzanares, comienza el barrio de Las Vistillas, que tiene grandioso templo, San Francisco el Grande (1781), construido sobre el solar de la derribada iglesia del convento de los Franciscanos, que vinieron y se asentaron en los arrabales entonces de Madrid, con el propio san Francisco de Asís a la cabeza, en el año 1224. También tiene otra iglesia, mucho más pequeña y adosada a la anterior, la capilla de la Venerable Orden Tercera, "San Francisquín para los castizos", que es una joya del barroco madrileño. Completan los edificios característicos del barrio la capilla del Hospital de la citada venerable Orden Tercera y el Seminario, en la calle de San Buenaventura, en estilo neomudéjar.     En San Francisco el Grande, de estilo neoclásico según diseño de Francisco Cabezas desarrollado por Antonio Pló y finalizado por Sabatini, destaca su cúpula, considerada como la tercera de planta circular de mayor diámetro de la cristiandad; la maravillosa fachada neoclásica, su suntuosa decoración interior, su espectacular rotonda circular central con las seis capillas laterales, las esculturas marmóreas de los doce apóstoles y su pinacoteca, representativa de la pintura española de los siglos XVII a XIX, con cuadros de Zurbarán y Goya. Las Vistillas toma el nombre de la fabulosa panorámica que desde la plaza de Gabriel Miro, más conocida como de las Vistillas, permite contemplar a un golpe de vista la Casa de Campo, el Parque del Moro, la Catedral de la Almudena y, al fondo, los Carabancheles. En verano sus terrazas están abarrotadas de gente que aprovecha la brisa que suele hacer por esta zona para refrescarse y charlar animadamente. En Las Vistillas se continúan celebrando las tradicionales verbenas y algunos patios de vecindad se siguen adornando con farolillos de papel. Y, al compás de un viejo organillo, se pueden lucir las habilidades con el chotis, sin salirse del ladrillo, como está "mandao". Y para mitigar el sofoco del "bailoteo", nada mejor que la "limoná" o la tradicional agua con azucarillo y aguardiente. La Paloma Separado de Las Vistillas por la Gran Vía de San Francisco, se encuentra el barrio de la Paloma, con la iglesia de San Pedro el Real, y en ella el venerado lienzo de Ntra. Sra. de la Paloma, cuya festividad se celebra el 15 de agosto. Allí acuden los madrileños para venerarla, presentarle a sus hijos recién nacidos y darse un "garbeo" por su famosa verbena. Si Nuestra Señora de la Almudena fue nombrada oficialmente patrona de la Villa y la de Atocha recibió el título de patrona de la Corte, la Virgen de La Paloma, de mucha menos antigüedad que las anteriores, fue elegida oficiosamente por el pueblo de Madrid como su patrona. La devoción parte de finales del siglo XVIII. El lienzo que representa a la Virgen de la Paloma fue encontrado en una corrala entre un montón de leña por unos niños que después lo vendieron a Isabel Tintero. La buena mujer lo colocó en el portal de su casa y pronto la imagen conquistó el corazón de todos los vecinos. La Verbena cobró importancia a partir del último cuarto del siglo XIX. Prueba de la fama que llegaron alcanzar los festejos del barrio fue su elección como escenario de una de las más famosas zarzuelas, obra del compositor Tomás Bretón y del libretista Ricardo de la Vega, La Verbena de la Paloma. Conserva el barrio todo el sabor popular del viejo Madrid. Un Madrid galdosiano y barojiano con historias de Fortunatas y Jacintas, con recuerdos del trajín de los aguadores repostados en la Fuentecilla de la calle de Toledo. Un Madrid entrañable que no deberíamos dejar que desapareciera. El teatro Novedades, en la calle Toledo, frente al mercado de la Cebada y con vuelta a la calle de las Velas —hoy López Silva—, fue inaugurado el 13 de septiembre de 1857. Se trataba de un teatro de buenas proporciones con una capacidad para 1.500 espectadores, aunque con una pésima comunicación con el exterior a base de corredores estrechos y sin salida de emergencia. Después de una larga andadura de cerca de 70 años, en la que no faltaron conocidos estrenos del género chico, el 23 de septiembre de 1928, mientras se representaba la zarzuela "La mejor del puerto", se produjo un espectacular incendio en el que murieron 80 personas y hubo muchos heridos. El teatro quedó totalmente destruido y no se volvió a reconstruir. Al final, y junto al que fue antiguo mercado de pescados, está la Puerta de Toledo, iniciada por José Bonaparte y concluida por Fernando VII en 1827.
Empezando en la plaza de Cascorro y desparramado por todas las calles de la pendiente de bajada a la Ronda de Toledo, está el Rastro, el más antiguo y típico mercado al aire libre de Madrid.     Nada mejor para conocer la quintaesencia de lo madrileño que dedicar una mañana de domingo a curiosear entre las estrecheces del Rastro.
Tiendas fijas de almoneda y antigüedades, puestos ambulantes de ropa nueva y usada, de artesanía, de plantas, de herramientas de todo tipo, cuadros, juguetes, libros y revistas, tebeos, cromos, discos, relojes, muebles, lámparas, zapatos, telas, cueros y plásticos, medias y lencería, todo tipo de utensilios y cachivaches, cazos y sartenes, productos de la industria sumergida, "antigüedades" de hace dos días, pócimas y ungüentos maravillosos, menudencias y trastos viejos, quincalla, desechos, artilugios sorprendentes, estampas y estatuillas de san Pancracio y santa Gema, expolios de iglesias, animales de compañía, don Nicanor tocando al tambor, rosquillas tontas y listas de San Isidro y de la Tía Javiera... Todo esto y muchas cosas más se encuentran en el Rastro. Eloy Gonzalo, el héroe de Cascorro, desde su atalaya, domina la panorámica del Rastro y es testigo mudo de todo el tráfago humano: compradores a "tiro fijo", curiosos y mirones, rebuscadores de antiguallas, coleccionistas de viejo, guiris, japoneses cámara en ristre, isidros, chulos, castizos, personajes de sainete y de zarzuela, descuideros que nos pueden aliviar el peso de la cartera, embaucadores, trileros, hacedores de ripios, despistados, falsos predicadores, algún desdichado en busca imposible de sus propiedades hurtadas... Conversaciones en las que el leguaje chispeante se llena de alegorías y sobreentendidos; escenarios en los que se representa una comedia de género siempre renovada por la improvisación y el ingenio. Esto también es el Rastro. Con un poquito de suerte se puede incluso presenciar uno de los magistrales regateos para la compra. Que nadie crea que es fácil convencer a un vendedor: todos los gestos, las frases, todo el ritual del cambalache y la compra-venta exigen un entrenamiento y la soltura de quien se considera a sí mismo como un experto tasador.
En el barrio de Lavapiés estuvo la antigua judería, con la sinagoga en el solar donde se levanta la parroquia de San Lorenzo. Al ser expulsados los judíos en 1942 por los Reyes Católicos, muchos de ellos se convirtieron al cristianismo y siguieron viviendo en la misma zona. Y para hacer profesión de fe, tan puesta en entredicho por aquella época, tenían por costumbre poner el nombre de Manuel (Dios con nosotros) a todos los primogénitos varones. De ahí vino el llamar "manolos" y "manolas" a todos los habitantes del barrio, apelativo que se aplicó después a todos los madrileños engalanados con los trajes típicos.
De este barrio, de sus calles, de sus patios de vecindad y de sus gentes se sacaron no pocos escenarios para multitud de obras del llamado "género chico". Tomaron de aquí, no sólo la gracia chispeante, el donaire, la ocurrencia y el chiste oportuno, sino también el alma y el carácter de Lavapiés. Milagrosamente se han salvado de la piqueta algunas de sus viejas corralas, siendo la más popular la que hace esquina entre las calles de Mesón de Paredes y Sombrerete. No ocurrió lo mismo con el cine Olimpia, luego sala teatral, en la plaza de Lavapiés, sustituido por el teatro Valle-Inclán. Ni con la sala de fiestas El Molino Rojo, en la calle Tribulete, escenario canalla de las noches madrileñas. Así decía un anuncio radiofónico de los años 50: —Felipe... ¿ande te metes? Y por poner un ejemplo, también desapareció en la calle del Ave María La Campana, buen lugar para degustar los vinos y licores malagueños y refugio de borrachines. Hay que recorrer a fondo toda la calle de Mesón de Paredes y empaparse en su casticismo: los edificios, muestra de la tradicional arquitectura madrileña; la taberna de Antonio Sánchez, torero y pintor; los bares con fritanga de gallinejas, negras y entresijos; las viejas boticas con olor a eucalipto y la plaza de Agustín Lara, compositor de chotis Madrid, que nos propuso coronar emperatrices en Lavapiés y luego celebrar la fiesta con un agasajo postinero en Chicote con la crema de la intelectualidad, y en donde se conservan las ruinas del templo y colegio de las Escuelas Pías, restauradas y acondicionadas como sede de la UNED. Todo el barrio lucha por conservar lo más puro de las tradiciones madrileñas. La plaza de Lavapiés era e intenta mantenerse como lugar para la cita dominguera a la hora del vermut, para la charla distendida, sin prisas ni agobios. Pero hoy la emigración ha desembarcado de lleno, de tal manera que lo ocupan casi todo, situación que resulta agobiante por la costumbre de estas gentes de estar a todas horas en la calle, debido en parte a la precariedad y hacinación en las viviendas. Parece como si no estuviéramos en Madrid. Fue a principios de los 90 cuando Lavapiés empezó a concentrar a población inmigrante. Los pisos, viejos y destartalados, pero baratos, fueron todo un reclamo. Primero llegaron los magrebíes, luego los latinoamericanos, más tarde los subsaharianos, los bengalíes, los paquistaníes... y, en los últimos tiempos, los chinos. "Ve a Lavapiés, allí hay amigos", es la voz que más ha corrido, y aún corre, entre los recién llegados. En la calle de Embajadores se encuentran sus dos edificios más emblemáticos: la casticísima iglesia de San Cayetano, cuya traza se debe a José de Churriguera y la fachada a Pedro de Ribera, y la antigua Fábrica de Tabacos, cuyas obreras —siempre peleonas y consideradas de rompe y rasga— iniciaron los primeros movimientos de protesta sindical. GallinejasINDICE CALLE DE ATOCHA Se inicia la calle de Atocha en la plaza de Santa Cruz con la nueva iglesia de este mismo nombre, construida en 1902 para sustituir a una antigua situada en plena plaza y derribada en 1869. El solar empleado para la nueva fue el que dejó el convento y colegio dominico de Santo Tomás de Aquino, desaparecido tras un incendio en 1872. Ya antes, tras la exclaustración de 1835, mientras el templo siguió abierto al público, las dependencias conventuales se habían destinado a Supremo Tribunal de Guerra y Marina y a cuartel de la Milicia Nacional. La calle de Atocha ha sido uno de los ejes fundamentales de Madrid a lo largo de su historia. Su origen está en el camino que, desde la pequeña villa recién conquistada a los árabes, llevaba a la entonces ermita de la Virgen de Atocha, de gran devoción entre los madrileños.
Esquina a la plaza de Jacinto Benavente se encuentra la que fue Casa de los Cinco Gremios (mercaderes de sedas, paños, lienzos, especiería o droguería y quincallería o joyería), hoy dependencias del Ministerio de Hacienda, construido en 1791 por el arquitecto José Ballina en estilo neoclásico. En la misma plaza se levanta el antiguo teatro Calderón, que ocupa parte del inmenso solar que dejó el convento de la Santísima Trinidad, creado en 1562 por Felipe II. De allí salían los frailes que se encaminaban a Argel para la redención de cautivos, y de allí partieron un día de mayo de 1580 fray Juan Gil y fray Antonio de la Bella, que redimieron a Cervantes. Después de la exclaustración del convento, en 1838 quedó en él formado el Museo Nacional de Pintura con cuadros requisados procedentes de iglesias y conventos. También fue Conservatorio de Arte y Ministerio de Fomento antes de derribarse. En la calle de la Magdalena, que hace cuña con la de Atocha, estuvo el teatro Variedades, importante para la historia de la zarzuela, que se quemó el 18 de enero de 1888. Y de sus pasadas glorias de palacios sólo queda el de los marqueses de Perales. En la calle Cañizares, transversal, está el oratorio del Cristo del Olivar, que fue antigua ermita entre las muchas que jalonaban la zona hasta llegar a la de la Virgen de Atocha. Estaban además la de San Juan, Santa Catalina, Santa Polonia, Santa Colomba, Santa María Magdalena, San Sebastián y San Blas.
En la primera esquina que forman las calles de Atocha y San Sebastián se alza el palacio de Tepa, concluido en 1808 y obra del arquitecto Jorge Durán. Y en la otra esquina, la parroquia de San Sebastián, fundada en 1541 sobre una ermita anterior. En 1554 comenzó a edificarse el templo actual bajo la dirección de Antonio Sillero, acabándose en 1575. No obstante, no es hasta el siglo XVII cuando se puede dar por acabado el templo, ya que paulatinamente se fue ampliando con la construcción de la torre y de, sobre todo, una serie de capillas anejas que pronto alcanzaron gran relevancia en la Corte, destacando la capilla de Nuestra Señora de Belén, adoptada por los arquitectos madrileños para su devoción y sepultura, y la capilla de Nuestra Señora de la Novena, patrona de los cómicos. Saqueada durante los primeros días de la Guerra Civil, el templo fue totalmente destruido por una bomba lanzada desde un avión del ejército nacional en la noche del 19 al 20 de noviembre de 1936, siendo reconstruida entre 1943 y 1959 por el arquitecto Francisco Iñiguez Almech, quien cambió la orientación del edificio. Es así, que dos caras tiene la iglesia de San Sebastián, una que mira a los barrios bajos enfilándolos por la calle de Cañizares y otra al señorío de la plaza del Ángel.
A partir de la segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, mientras en la parte alta de la calle de Atocha se erigían iglesias y conventos, en la baja proliferarían los hospitales de nueva fundación o el traslado de los antiguos: en 1552, el hospital del Amor de Dios, fundado por Antón Martín para el cuidado de enfermos de larga duración en la plaza que lleva su nombre; en 1606, el Hospital General, que había sido fundado por Felipe II y estuvo primero en la calle de Santa Catalina; en 1616, el de Montserrat; en 1636, el traslado del hospital de la Pasión, y en 1638, el de Niños Desamparados. Todos se agruparían posteriormente en el Hospital General, totalmente remodelado en la época de Carlos III, y para el que se construyó un nuevo edificio según proyecto incompleto de Sabatini. Hoy, la inmensa mole de este antiguo hospital, en la plaza del Emperador Carlos V y calle de Santa Isabel, acoge el Museo Reina Sofía. En Antón Martín se encuentra el que fue Monumental Cinema, convertido hoy en sala de conciertos de la Orquesta y Coro de Radio Televisión Española. Y frente a él, el monumento a los abogados laboralistas de Atocha asesinados por la ultraderecha el 24 de enero de 1977, de Juan Genovés. La estatua se inspira en el cuadro "El abrazo" del mismo autor.
Esta pequeña plaza fue el centro inicial del llamado Motín de Esquilache, entre los días 23 y 26 de marzo de 1766, siendo rey Carlos III, en el que se calcula que participaron alrededor de 40.000 personas y que cerca estuvo de poner en peligro a la figura real. Aunque el detonante de la revuelta fue la publicación de una norma municipal que regulaba la vestimenta de los madrileños, habría que buscar las causas verdaderas en el hambre, las constantes subidas de precio de los productos de primera necesidad y el recelo de los españoles a los ministros extranjeros traídos por Carlos III. Finalmente, el motín se saldó con el exilio forzado del marqués de Esquilache, secretario de Hacienda e inspirador del edicto.
Al principio de la calle de Santa Isabel permanece el cine Doré, construido por Críspulo Moro en 1923 donde antes hubo una barraca que ofrecía las primeras muestras del arte de los hermanos Lumière. Hoy es sede de la Filmoteca Española y cuenta con tres salas de proyecciones. Más abajo, el convento, iglesia y colegio de Santa Isabel, fundado por Felipe II en 1595 para honrar a su hija Isabel Clara Eugenia, ampliado en 1665 con la iglesia y convento de agustinianas.
Retornando a la calle de Atocha, en el número 85 una lápida recuerda que allí, en la imprenta de don Juan de la Cuesta, se imprimió la primera parte del Quijote por la que Cervantes cobró 1600 reales. Consiste en un bello relieve de los dos importantes personajes, don Quijote y Sancho, obra del escultor Coullant Valera. Y casi al final de la calle, la antigua facultad de Medicina y Hospital de San Carlos, construido hacia 1820 por Tiburcio Pérez Cuervo. Su primer director y organizador fue don Antonio Gimbernat, al que Carlos III honró y Fernando VII privó de su cátedra, cuando depuró al claustro entero por haber aceptado la Constitución de Cádiz. La facultad de San Carlos fue el motor de la medicina española y por sus aulas pasaron primero como alumnos y después como profesores grandes figuras médicas, como Santiago Ramón y Cajal, que en ella enseñó —se conserva el aula tal y como estaba en su día— durante treinta años, hasta el día de su jubilación. Hoy tienen su sede allí dependencias gubernativas, el Colegio Oficial de Médicos y el Conservatorio Superior de Música. Cruzando la plaza de Carlos V, antes de Atocha y así popularmente conocida, y que perdió afortunadamente en 1992 el horrendo scalextric que en 1968 plantaron para hacer más fluido el tráfico, nos encontramos en el paseo de Infanta Isabel con el Ministerio de Agricultura, que entre 1893 y 1897 levantara Ricardo Velásquez Bosco para sede inicialmente del Ministerio de Fomento y aprovechando los cimientos que ya existían desde 1886 de una Escuela de Artes y Oficios que no llegó a prosperar. Lo más destacado del edificio es el cuerpo central de la fachada, compuesto por un pórtico central de igual altura que la planta baja, que sirve, al mismo tiempo, de basamento a cuatro pares de columnas gigantes de orden corintio que soportan un arquitrabe y un ático de notables proporciones. También destacan las decoraciones de azulejos y esmaltes de Daniel Zuloaga, las pinturas de Ferrant, las cariátides del pórtico de entrada que representan a la industria y al comercio, y las colosales esculturas del ático que realizó Agustín Querol en piedra, y que luego fueron sustituidas por otras idénticas en bronce. Y más allá, dejando a un lado la estación de RENFE de Atocha, la basílica de Ntra. Sra. de Atocha en la Avenida de la Ciudad de Barcelona 3. Está situada sobre el antiguo convento de dominicos que albergaba a su vez la primitiva ermita – santuario que daba culto a la Virgen. Durante la ocupación francesa quedó todo muy derruido, pero no es hasta 1891 cuando se inicia la construcción de un nuevo convento bajo la dirección de Fernando Arbós, que proyectó una basílica estilo neobizantino con un campanil y un Panteón de Hombres Ilustres adosado a ella. Pero por problemas económicos sólo se llevó a cabo el campanil y el panteón. El resto se completó en 1924 sin seguir el proyecto inicial. Durante la Guerra Civil la iglesia fue incendiada. La actual es de 1951.
La Puerta del Sol fue en sus orígenes uno de los accesos de la cerca que rodeaba Madrid en el siglo XV. Esta cerca recogía en su perímetro los arrabales medievales que habían ido creciendo extramuros, en torno a la muralla cristiana del siglo XII. El nombre de la puerta proviene de un sol que adornaba la entrada, colocado ahí por estar orientada la puerta hacia levante.
En sus alrededores confluían los arroyos que corrían por las actuales calles de Carretas y Preciados y los caminos a Fuencarral, Hortaleza, Alcalá y al monasterio de los Jerónimos, en el Prado. También por allí cerca se encontraba la llamada Casa de la Putería, una mancebía en la que las putas madrileñas de entonces aliviaban a los que requerían sus servicios.
La puerta del Sol fue modificada en tiempos de la guerra de las Comunidades, durante el reinado de Carlos I: se añadió un foso con puente levadizo y un pequeño baluarte rematado con seis almenas, para que así tuviera un carácter más defensivo. Desapareció poco después de establecerse la Corte en Madrid en 1561, pues al aumentar considerablemente la extensión de la villa, nuevamente se tuvo que ampliar la cerca. En el año 1438, una epidemia de peste mató a casi cinco mil de los veinte mil madrileños de entonces. Para recoger a los apestados se creó un lazareto-hospital en el arrabal. Ocupaba aproximadamente el solar del edificio esquinero entre la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo. Luego Carlos I instaló allí el Hospital Real de Corte, en cuya iglesia se veneraba la imagen de la Virgen del Buen Suceso, que daba nombre popular a todo el complejo. En el año 1867 fue trasladado a la calle de la Princesa, y actualmente sólo subsiste la iglesia, renovada en 1975.     La Puerta del Sol es uno de los lugares más conocidos, concurridos, alegres y animados de Madrid. Público solarium donde haraganean vecinos y forasteros, y donde pululan los amigos de lo ajeno que nos pueden aliviar el peso de la cartera. Centro neurálgico cercano a cualquier sitio, punto de encuentro y puerta ayer y hoy de la ciudad. Aquí se encuentra el kilómetro cero de las carreteras radiales españolas —una placa en el suelo así lo atestigua— y el reloj de la Casa de Correos, que fue construido y donado en el siglo XIX por José Rodríguez de Losada, y cuyas campanadas a las 12 de la noche el 31 de diciembre marcan la tradicional toma de las 12 uvas a la gran mayoría de los españoles. La Casa de Correos fue construida por el francés Jaime Marquet entre 1766 y 1768 donde antes había un amasijo de casuchas, en número de treinta o cuarenta. Según las crónicas antiguas, dicen que el arquitecto olvidó proyectar la escalera, a la que hubo que buscar finalmente hueco. Posteriormente el edificio fue Ministerio de la Gobernación a partir de 1847 y Dirección General de Seguridad del Estado durante la dictadura franquista, con la temida Brigada Político-social ejerciendo la terrible represión contra los opositores. En sus antiguos y sombríos calabozos sufrieron amargo cautiverio muchos partidarios de la libertad. Actualmente es sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Y fue esta Casa de Correos la que empezó a sentar las bases urbanísticas de lo que hoy es la Puerta del Sol cuando, al ser convertida en sede del Ministerio de Gobernación, se decidió derribar algunas casas de la zona para realzar el edificio y darle seguridad, incluidos los conventos de San Felipe, que comenzaba en la ahora calle del Correo y en cuyo solar se levantó la Casa del Cordero (el Estado no tenía dinero para pagar el primer premio gordo de la Lotería y entregó a cambio ese terreno al ganador, Santiago Alonso Cordero), y Nuestra Señora de las Victorias, a la entrada de la Carrera de San Jerónimo, en donde se veneraba en una capilla adosada a la Virgen de la Soledad, obra de Gaspar Becerra, que salía en las procesiones de Semana Santa y que se perdió en 1936 en el incendio de la colegiata de San Isidro, donde había sido trasladada. El resultado de todas estas demoliciones sería la creación de una gran plaza con la fisonomía actual: la Casa de Correos en uno de los lados y edificios de viviendas con fachadas uniformes definiendo un espacio de forma semicircular. En 1959 es reformada de nuevo, incorporando en su centro una zona ajardinada y las fuentes; en 1986 se aumenta la zona peatonal y se instalan unas farolas, apodadas popularmente como los "supositorios", que provocaron una gran polémica debido a su diseño moderno y tuvieron que ser sustituidas por otras de estilo fernandino, y la última remodelación es debida a la construcción de una estación de cercanías subterránea de RENFE, en cuyo recinto se pueden contemplar restos de los cimientos de la iglesia del Buen Suceso encontrados en las excavaciones. La Puerta del Sol ha sido el lugar elegido por los habitantes de la urbe para dirimir sus contiendas; plaza de armas y de motines, lugar de conjuras. Aquí se recibía en triunfo a los monarcas o se les despedía entre amenazadores abucheos. Su historia está plagada de acontecimientos señalados, entre los que se encuentran la lucha desigual del pueblo madrileño con las tropas de Napoleón —mamelucos, polacos y Guardia Imperial— el 2 de Mayo de 1808; los fusilamientos esa misma tarde y al día siguiente en el claustro y en el interior del Buen Suceso; la aclamación de la Constitución de 1812, la famosa "Pepa", y luego su quema pública al regresar el felón Fernando VII; las algaradas, proclamas y enfrentamientos de la segunda cincuentena del turbulento siglo XIX; el asesinato del presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, en 1912, o la proclamación de la Segunda República en 1931. Adornan la Puerta del Sol las estatuas de la Mariblanca, reproducción de una antigua y popular escultura de Diana a la que el zumbón vecindario bautizó con ese nombre, que hermoseaba la fuente que en tiempos aquí existía; la de Carlos III, la del Oso y el Madroño, y el cartel publicitario de neón del "Tío Pepe", último superviviente de los numerosos anuncios que en otros tiempos había en la plaza. El cartel publicitario de Tío Pepe, creado por Luis Pérez Solero, fue colocado en lo alto del antiguo Hotel Paris, en el número 1 de la Puerta del Sol, entre la calle de Alcalá y la Carrera de San Jerónimo, por los años cuarenta. Allí estuvo como una de las señas de identidad de este mítico enclave de la ciudad hasta 2011, cuando la remodelación del edificio por una firma comercial no contempló su continuidad, pese a que había sido declarado en 2009 patrimonio histórico de Madrid. Pero cuidadosamente desmontado y reparado, luce desde el 8 de mayo de 2014 en una nueva ubicación en la Puerta del Sol, en el edificio número 11, esquina a Preciados. Justo frente a la Real Casa de Correos, sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid Los comercios tradicionales que había en la Puerta del Sol han ido desapareciendo. Sí permanece la cafetería-pastelería La Mallorquina, situada en el testero entre las calles Mayor y Arenal, y también lugar donde tradicionalmente se colocan las loteras de reventa. Y también desaparecieron sus míticos hoteles, los mejores de la época: el Paix, París, Londres. Y sus múltiples cafés: Correos, Comercio (luego Lisboa), de las Columnas (antiguo Lorenzini), de la Montaña, Puerto Rico, Levante, Imperial, Oriental, Universal. Fundado en 1880, se mantuvo hasta 1974 En la Puerta del Sol se puso el primer foco eléctrico en 1875, por ella pasó el primer tranvía de tracción eléctrica en 1897, y se inauguró la primera línea de metro en 1919, entre Sol y Cuatro Caminos, para la que se construyó, por el arquitecto Palacios, una bella marquesina de acceso en el centro de la plaza, desaparecida luego para dar paso a la circulación rodada.
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