os de mi generación —nací en el 47— hemos sido testigos privilegiados de las transformaciones más rápidas y más hondas que se han producido en España, y muy especialmente en La Mancha.
Siempre he oído decir a mis padres que para ellos, de pequeños, la vida trascurrió como habían sido las de sus padres, la de sus abuelos o incluso la de sus bisabuelos, sin apenas cambios apreciables, y que fue a partir del término de la Guerra Civil cuando la escalada del progreso se ha ido sucediendo con la rapidez del caballo desbocado.
Carro en las eras del Pozo Hondo
Ordeñando las cabras
Hemos saltado en unos años del carro tirado por mulas y del esforzado trabajo en el campo a los grandes tractores y a la maquinaría agrícola especializada; del vino amargo criado en tinajas a las modernas bodegas que incorporan todas las nuevas tecnologías en su elaboración y crianza en barricas de roble; de pesar con romanas a hacerlo con sofisticadas básculas electrónicas; de ordeñar la cabra en tu misma puerta a la leche en tetrabrik; de los polvorientos caminos a las autopistas; de los desvencijados coches de línea, de los trenes de carbonilla o de aquellos entrañables Seat 600 a los Mercedes o al BMW, al AVE, a los modernos autocares o al uso generalizado de los aviones. No están aún tan lejos los tiempos de quedarnos como bobos mirando los "aeroplanos" en el cielo, y para qué contar si eran de "propulsión a chorro".
El coche Arteaga
A la playa en el 600, incluida la suegra
Como en un instante, casi desde ayer mismo, hemos pasado de la vieja máquina de escribir articulada al ordenador; de la radio de galena a las señales de televisión digitales; de las centralitas telefónicas con operadora manual al móvil; de las máquinas de fotos con pajarito a las digitales; del laborioso lavado de la ropa a mano a la automática; del brasero a la calefacción central; del abanico al acondicionador; del botijo al refrigerador; de la alpargata a las deportivas; del parchís a la PlayStation; de la muñeca pepona de cartón a la que habla y hasta hace pipi.
Máquina de escribir y radio galena
Ya no se zurcen los rotos ni se ponen remiendos en los pantalones para que siguieran durando con apaños y más apaños, ni los hijos menores heredan lo que ha quedado pequeño al mayor. Ahora eligen la marca que más le agrada de ropa, la más cara y que por supuesto anuncien en televisión, y la dejan nueva porque ha pasado de moda.
La costumbre mandaba comprar la vestimenta unas tallas más grandes de las necesarias para que sirviera para varios años. Crecederas, que se decía.
Las mujeres, que tanto le dieron a la aguja en otros tiempos entre penurias y estrecheces, sienten hoy la satisfacción de ver a sus hijos variar de modelo cada dos por tres. Parece que es la venganza por las privaciones que antes padecimos. Y es que mucha ropa se hacía antes a mano en el seno de cada familia; desde las medias y calcetines de lana hasta la ropa interior, pasando por los jerséis de punto y los pantalones. Era usual que cuando una prenda se dejaba por vieja, de las partes sanas se sacaban otras para los más pequeños de cada familia. Y a los abrigos se les daba la vuelta para que sirvieran para otras cuantas temporadas.
Hoy estamos educando para una ciudadanía del despilfarro.
Un remiendo sobre otro
La gente que ahora se cambia de ropa todos los días e inmediatamente la echa a la lavadora, tendría que pensar en la tremenda odisea que suponía antes hacer la colada. Había que empezar dejando la ropa en remojo, la oscura con virutas de jabón y la blanca con lejía, incluso la más sucia con sosa. Al día siguiente se echaba en la artesilla de madera, y con agua muy caliente que se había tenido al fuego en un caldero, y bien enjabonada, se frotaba fuertemente contra la tabla de lavado. Esto era lo que se decía echar u ojo, pero a veces, si la ropa estaba muy sucia, se cambiaba el agua y se echaban dos o hasta tres ojos. Después se aclaraba, se estrujaba y se tendía al sol. Al agua del último aclarado de la ropa blanca se incorporaba un poquito de azulete con una muñequilla, dejándola en remojo durante unas horas.
Lavando la ropa a mano
Y antes de planchar (todo un poema con aquellas viejas planchas y con aquellos tejidos que tanto se arrugaban) venía el repaso de lo roto: sábanas, pantalones, calcetines... ¡Hay los calcetines! Impensable sería hoy ver a un chico con zancajos, con los clásicos "tomates" de entonces.
Tomate
Cuando hoy la ducha diaria es para muchos casi una necesidad, en la inmensa mayoría de las familias el sábado por la tarde era el día de los "enjabonaos". Se preparaba el lebrillo más grande o una tina con agua caliente en la habitación normal de estar, y si era invierno se echaban buenos zoquetes de leña en la estufa, se avivaba el fuego de la chimenea o se prendía fuego al alcohol derramado en una palangana o recipiente adecuado. Y después todos los chicos, uno a uno, empezando por el mayor, desnudos, iban pasando para que la madre los "estezara" con el estropajo y el jabón.
Algunos, ni eso, pues era muy corriente ver a chicos con verdadera mugre y ronchas en las rodillas y en los pies, llenos de mocos, con sabañones y con costrones de heridas mal curadas, infectadas y llenas de pus.
Para mejorar algo la higiene se cortaba el pelo al cero; duraba más el "pelao" y era una forma de luchar contra los piojos.
Hoy en día, que gran número de casas tienen dos cuartos de baño, y a veces resultan insuficientes, ¡cómo imaginarnos la vida con un retrete de los de entonces!, dispuestos en alto sobre los barrancos de las basuras, con una tabla de madera y un agujero en el que uno se colocaba y hacía sus necesidades. Para colmo, si el retrete no estaba muy alto y en la casa había gallinas, el trasero peligraba de algún picotazo; silbando o cantando se ahuyentaban. Y en algunas casas humildes, aún peor, sólo un tablón sobre el barranco. Y en otras ni siquiera; se aliviaban saliendo al campo o en las últimas tapias del pueblo.
Retrete
Todos los objetos de uso, por otra parte, se hacían para durar, y en lo posible para pasar de una generación a otra: el reloj del padre a un hijo, las alhajas y adornos a las hijas, el mobiliario, alfombras, tapices... Eran como símbolos de pertenencia a un determinado grupo social. Ahora las cosas cambian casi por días y todo es de usar y tirar.
El reloj del abuelo
¡Cómo han cambiado los tiempos! Antes, la economía era de subsistencia. Se pasaba hambre. Ahora se tiene apetito. Se vivía para trabajar; actualmente se trabaja para vivir. No se tiraba nada y se comía lo que más engordaba; al presente se elige lo que menos engorda y se calculan las calorías. El pan era fundamental, sagrado, y si se caía al suelo se besaba. En muchas casas se pagaba a las criadas y a los jornaleros con un pan. Se comía siempre con un buen trozo de pan en las manos, se mojiteaba en todos los guisotes y salsas o se prescindía muchas veces de la cuchara y con la ayuda de una navajilla y el pan cortado convenientemente en cuña se arrebañaba en sartenes y calderos. Se tomaba el melón con pan, las uvas con pan, la naranja con pan, un buen tomate en las manos con pan. Muchas comidas a base de pan: las migas, sopas y mojetes, el ajo tomate... Las meriendas de los chicos con abundante pan: pan con chocolate o enormes catas de tomate, de pimienta, de aceite y hasta de vino.
Migas manchegas
Antes no se disponían de tantos medicamentos para sanar las enfermedades. Por otra parte, no existía la Seguridad Social, y cuando se implantó no estaba generalizada para toda la ciudadanía. Las gentes temían la enfermedad, que muchas veces suponía la ruina para muchas familias. Se vivía siempre con el temor, ahorrando y ahorrando de lo que no se tenía, por si acaso llegaban —que Dios no quisiera— los males.
Viejas alcancías para guardar los ahorros
No había frigoríficos, y las primeras neveras mantenían a duras penas el frío por un buen trozo de hielo que vendían los sifoneros en barras. El agua se bebía del botijo, tan fresquita —se decía— que hacía daño a los dientes. ¡Fíjate! También se sumergían en un pozo, con la ayuda de una soga y una garrucha, cubos de cinc con agua y todo lo que se quisiera refrescar: el vino, melón, demás fruta..., descolgándolos con cuidado y haciendo un atado en el momento justo para que no se introdujeran por completo bajo el nivel y todo se derramara. Al pozo se bajaban igualmente unas cacharras de chapa con agua, que luego servía para hacer limonada o cualquier refresco (el de zarza, comprada en El Bengalí, hacía furor por los años cincuenta).
Preparados para los calores
Orzas de barro en sótanos y despensas eran los sitios habituales para mantener los alimentos, no perecederos por supuesto, que antes se tenían en gran cantidad en las casas porque era más barato comprarlos directamente a los mismos agricultores. No faltaban las patatas, judías, garbanzos, lentejas...
Despensa con orzas
Pero el principal socorro de aquellos tiempos era el cerdo, la matanza. El gorrino siempre fue la base de la alimentación de la población, ya que podía conservarse durante cierto tiempo, cosa que no podía hacerse con la mayoría de los productos de la huerta, que había que consumir frescos, en la temporada en que se producían. Con el gorrino, sin embargo, las familias tenían "el arreglo" para muchos meses. Dar de comer a un cerdo era como llenar una hucha para tiempos venideros. Y no se desperdiciaba nada. "Del cerdo me gustan hasta los andares", dice un refrán.
Con el gorrino, las familias tenían el "arreglo" para muchos meses
Para el frío, el remedio era ponerse al rebujo de chimeneas, fogones, estufas o de un buen brasero (pies calientes y espalda fría) de picón o de canutillo bajo la mesa camilla, que daban tufo y salían cabrillas en las piernas.
Al rebujo del brasero
Nada se tiraba, y las pellicas de liebres y conejos, que se habían tenido secando pegadas sobre las paredes de cámaras o corrales, eran muy apreciadas por los traperos, y junto a ropas y trapos viejos, papel y cartón, cambiadas por cacharros de loza y barro, sartenes y unas algarrobas para los chicos.
Se hacían los muros con material de derribo. Se conservaban los papeles de plata y de colorines de los bombones y caramelos. Se guardaban todo los papeles blancos que pudieran valer para escribir (las hojas de los almanaques eran apreciadísimas). Y hasta los cuadernos y libretas se volvían a reutilizar al revés cuando se terminaban.
Garrigós, el trapero
El colmo de la miseria era subir a la sierra para ver —pero no oír— las pantallas de los cines de verano. Por aquellos años funcionaban el Imperio, al principio de la calle del Caño, que era sucursal del Rampie (esquina de la calle Castillo con la de la Reina) y el Parque Cine ideal, del Teatro Cervantes, junto a la ermita de la Veracruz. Otro, el Capitol, junto a la gasolinera de Valeriano Lorenzo, pillaba más lejos. Las economías no estaban para muchos dispendios, y con tal de no pagar se hacía de todo, incluso acondicionar terrazas en alto en las casas cercanas a los cines y, por supuesto, intentar colarse.
Detrás del enorme edificio del Casino de la Concordia, en primer plano, estaba el corralón del Cine Imperio.
Desde la parcilla de la Virgen de la Paz se veía la pantalla estupendamente.
Poco dinero había para caprichos. Para los más pequeños, lamedores, sonajeros y otros cacharritos han existido siempre, pero construidos en distintos materiales a los actuales, y muchas veces de forma artesana.
A partir de los dos y tres años, los juguetes eran repeticiones en pequeño de las cosas cotidianas: herramientas de todo tipo, carros, carretillas, patinetes, coches y camiones de madera; muchos hechos por artesanos del pueblo, herreros, carpinteros, carreteros, etc. Algunos, de hojalata, para los más afortunados: coches, motos, tartanas. Cacharros de cocina en aluminio. Pelotas de goma. Caballos y muñecas de cartón, las peponas... Y mucha imaginación; a veces el mejor juguete era una caja de cartón arrastrada con un cordel o una muñeca o pelota hechas de trapos viejos.
Jugábamos en la calle. Los chicos corriendo tras el balón, con dos porterías improvisadas entre dos piedras o montoncillos de abrigos o jerséis. Los coches apenas pasaban, y de los carros había tiempo para retirarse. Y las chicas a la comba o al truque. Pero había muchos más juegos, de ingenio y no como ahora a base a de aparatos, y en verano, sin colegio, con sus larguísimas tardes, o por las noches, cuando los mayores se salían al fresco hasta las doce o la una, era tiempo propicio para practicarlos. Algunos hoy parecerán insólitos: las bolas, las tabas, la silleta la reina, el hinque, las artesillas, el trompo, el rescate, las matas, el pañuelo, las cantas, las chapas, las prendas, pies quietos, el corro, las parejas...
A vueltas con el dinero, tan escaso, la precariedad económica se agravaba para los chicos. Teníamos nuestra paga los domingos, eso sí, pero no daba para mucho: algún cucurucho de pipas y poco más antes de entrar al cine, a "gallinero", por supuesto. Estábamos, lo que se dice, con los bolsillos "arruchaos".
De mocetes, peor, que las necesidades aumentaban. E incluso andábamos todo el año ahorrando para la Feria, pues haciendo cuentas y cuentas, entre lo que nos daban en casa o los abuelos, imposible llegar al presupuesto que calculábamos conveniente. Recuerdo que un año y para tal menester, me procuré un aporte extra recogiendo almendrucos con mi amigo Andrés Esteso. Íbamos a las lindes de las fincas y allí estaban los almendros, sin nadie que nos echara el alto. Cogimos dos sacos medianos y los llevamos a su casa, extendiéndolos en una cámara para que se secase la envoltura exterior verde y después, partidos, llevar la almendra a una mujer que por la zona de la Sierra la compraba. Pero la madre de Andrés no estaba muy de acuerdo con la operación, llamó por teléfono a la mía y todo se vino al traste.
El dinero en la "mili" —muchos no saben ya es qué consistía el tal Servicio Militar— era un problema, aunque la familia y parientes ayudaban. Yo ya estaba trabajando en Madrid, y no hubiera sido ningún problema si no me hubiera empeñado en conseguir el pase pernocta, con lo que ello conllevaba, pues vivía sólo y tenía que pagarme la manutención, viajes, gastos de todo tipo y los recibos de la casa. Había sido previsor y conseguido reunir ochenta y tres mil pesetas. Me daba, pensando en unos diez meses de cuartel después del período en el CIR en unas ocho mil trescientas mensuales. Estaba bastante bien. Eran otros tiempos.
En lo de vivir con mis padres hice trampa; vivía sólo en Madrid