oy a lavame y a peiname, dicen en La Mancha.
A principios del siglo XX, en Criptana, pozos de agua salobre para las caballerías, propiedad de la Villa, eran los del Pozohondo, de las Eras, en la plazuela de Santa Ana, y en la calle del Cristo.
Y para las personas, de agua dulce, potable, los de la Guindalera, de la Virgen, de las Olivas, del Concejo, de la Huerta el Bajo, del Charco, del Pico y de Villalgordo. Los domingos, sobre todo, acudía mucha gente a por agua con burros y aguaeras o aguarones para los cántaros o con cubas en carros. Luego, esta agua de beber, se vertía en las casas en tinajas, cubiertas con un paño y una tapadera de madera.
Pozos de la Guindalera
Y también estaban los manantiales, el de la Poza, que siempre tuvo un hombre o familia para su cuidado y despacho, y el del Caño, concurridísimo a todas horas y en donde casi siempre había que hacer cola y no era raro que hubiera sus pequeños altercados. Algo se solucionó en 1914 construyendo un canal desde el Caño hasta la plaza del Pósito, con una fuente con forma de cabeza de león. Los chicos iban a beber y a "guarrear" y pasó por allí don Bernardo Gómez, el boticario y director de la Banda de Música, que al ver a todos los mocosos arremolinados tuvo el ingenio de bautizar a la nueva fuente como "Fuente del Moco", que ha pasado a la posterioridad incluso en su nueva ubicación junto a las "escalerillas" de subida al Cerro de la Paz.
Así era en tiempos pasados la fuente del Caño
Otra fotografía antigua de la fuente del Caño
Otro aspecto antiguo del Caño y actual de la Poza
La Fuente del Caño en 1950
A por agua al Caño
También había aguadores, que con una cuba sobre un carro recorrían las calles. Famoso fue El Currillo, que anunciaba su carga con una trompeta y la traía desde la Poza o desde los pozos de Villalgordo.
Pero todo esto resultaba insuficiente para un pueblo en continuo crecimiento y para las necesidades higiénicas que ya en esos años se empezaban a demandar. Así que, el Ayuntamiento empezó a gestionar la traída directa de aguas mediante la canalización desde diferentes pozos del término municipal según proyecto de un fontanero de Madrid, pero que no se puso en práctica por su elevado costo y porque ninguno de los pozos (El Charco, Huerta del Bajo, El Pico y Villalgordo) daban el agua necesaria.
Pozo del Pico
También por aquellos años, Miguel Henríquez de Luna promovió en su finca de las Perdigueras, entre Marañón y Cinco Casas, ampliar un pozo ya existente y con excelente agua para satisfacer nuestras demandas, pero no encontró aquí el eco suficiente para que se formara una sociedad cuyos accionistas le acompañaran a sufragar los gastos necesarios. Si lo encontró en Alcázar de San Juan, de tal manera que, en 1928, ya estaba completada la obra. Nosotros, por acuerdos establecidos con esta sociedad entonces privada, Sociedad de Aguas de Alcázar, tuvimos que conformarnos con lo que a ellos, una vez bien abastecidos, les sobraba, que se bombeaba hasta el cerro de San Antón, y desde allí por inercia llegaba hasta Criptana, a un depósito en un enclave llamado El Albardial, junto a las vías del tren, más allá de la Cañamona. Desde allí los motores la elevaban a otro depósito construido en la Sierra, para que después por su propio peso el agua se repartiera al pueblo.
Antiguos cuadros eléctricos del pozo Perdigueras
El agua, tras surtir primero a Alcázar, se bombeaba hasta el cerro de San Antón, desde donde por inercia llegaba a Criptana
Muy poco a poco las canalizaciones se fueron extendiendo a todas las casas, pero el agua caía de higos a peras por la prioridad de Alcázar, además de por problemas de índole mecánico o eléctrico, y cuando caía lo hacía con muy poca presión, y casi nunca en las zonas más humildes y altas del pueblo. Por otra parte, tres casetas despacho de venta de agua fueron instaladas en la plaza del Calvario, en la plazoleta de don Ramón Baillo, frente al Casino de La Concordia, y al final de la calle de la Soledad, por donde está el monumento a la Semana Santa. Allí las gentes podían acudir a por agua y la tenían más cerca que en los sitios tradicionales de pozos y manantiales, que, no obstante, siguieron siendo una opción. Y también se podía acudir a los grandes depósitos construidos.
A por agua con cántaros
Caseta de las aguas en la plazoleta de don Ramón Baillo, frente al Casino de La Concordia
En los años 40 y 50 hubo especiales restricciones de agua a causa de la sequía y de los continuos cortes de electricidad y, con los manantiales y pozos al mínimo, se iba a por agua igualmente al depósito al principio de la hoy calle del Depósito de Aguas, junto a la de Calderón de la Barca. Encargado en Criptana de estas aguas que nos venían de Alcázar fue el que todos conocían como "Severiano el de las aguas".
Y, a pesar de que ya había grifos de agua en todas las casas, tanta escasez obligó a hacer aljibes para almacenarla en esos días que caía. Después, la gente empezó a construir cuartos de baño y cocina "con tos los adelantos" —que se decía entonces— incluidos los pozos negros, y fue necesario bombear el agua con motores desde el aljibe a un depósito dispuesto en el tejado. Con esto, ya se podía disponer de agua en cualquier momento. Con los años, el Ayuntamiento realizó nuevas canalizaciones con más presión, más días de suministro, alcantarillado, y ya se pudo prescindir de los pozos de aguas fecales y de los motores de bombeo; subía el agua ella solita a los depósitos.
Aljibe
Cuarto de baño. Final años 50
Y desde 1969, el suministro está asegurado con un pozo propio en el paraje de Marta, al lado mismo de la Autovía de los viñedos, muy cerca de Tomelloso, de 400 m de profundidad, y también se prescinde de los aljibes, que en muchas casas eran los grandes tinajones que se empleaban para el vino, pero enterrados para no ocupar espacio. Luego se han realizado más captaciones.
1965. Pozo en el paraje de Marta. El entonces alcalde don José González Lara visita las obras de captación
Antes, las necesidades no eran, naturalmente, las de ahora. Para empezar, los retretes eran unos habitáculos, dispuestos en alto sobre los barrancos de las basuras, con un poyete y una tabla de madera con un agujero, en el que uno se colocaba y hacía sus necesidades. Eso sí, la tabla y la tapa del agujero se limpiaban todos los días con lejía y con polvos blancos y se mantenían como los chorros de oro. Si el retrete no estaba muy alto y en la casa había gallinas, el trasero peligraba de algún picotazo; silbando o cantando se ahuyentaban. En algunas casas humildes, aún peor, sólo un tablón sobre el barranco, Y en otras ni siquiera, se aliviaban saliendo al campo o en las últimas tapias del pueblo.
Los barrancos con todas las inmundicias en putrefacción eran fuente de malos olores, moscas y ¡vete a saber qué! Se procuraba mantenerlos lo más "aseados" posible, echando tierra encima. Las gallinas también ayudaban en esa labor. Pero eran eso: basureros. El día que venía algún agricultor para vaciarlos y emplear el contenido como estiércol, era ya horroroso.
Retrete y barranco
El alcantarillado y establecimiento del servicio de recogida de basuras fue un gran alivio para el pueblo, cuya higiene y sanidad aumento cuando, en los años sesenta del pasado siglo, con la mecanización del campo, desaparecieron también las cuadras y la gente dejó de criar gorrinos, gallinas o conejos. Con la inmundicia y los animales conviviendo entre las personas, se creaba el medio propicio para que se multiplicaran los piojos, pulgas, garrapatas, hormigas, moscas, mosquitos, tábanos, avispas, ratones, ratas, ciempiés, arañas, lagartos, lagartijas...
En todas las casas había que combatir a estos vecinos tan poco deseados con disparidad de ingeniosos artilugios o productos que se anunciaban como los definitivos para tal o cual plaga. Y nunca faltaba la palmeta para las moscas o el famoso aparato de "Fli", una especie de bombín con depósito para fumigar con insecticida.
Antes de la abundancia de agua y de los cuartos de baño, en los antiguos de aseo solía haber una tinaja con su tapadera, llena de agua, y con un jarro se servía uno en la palangana. El agua sucia se tiraba luego en unos cubos de porcelana blanca que tenían todos los palanganeros. En la jabonera se podía tener jabón del bueno, de olor, o trozos de los hechos en casa con restos usados de aceite.
Cuarto de aseo
En los dormitorios, debajo de todas las camas, no podía faltar los orinales, salvo si uno quería darse una vuelta hasta el retrete.
Orinal, dompedro, perico, bacinilla, bacín, dondiego, tito, beque, chata... Por todos estos nombres y algunos más se conoce
En las cocinas, también con su tinaja de agua, no se empleaban para lavar los detergentes que hay ahora, no existían; lo de entonces era el jabón casero, arena blanca y greda o asperón para las sartenes, y mucho estropajo de esparto.
Fregadero
En las casas más humildes la precariedad era casi absoluta. ¡Eran otros tiempos!
Mi madre se levantaba muy temprano. Disfrutaba con ello. Cuando nosotros lo hacíamos para ir al colegio, a ella ya le había dado tiempo a fregar los cacharros de la cena, charlar con alguna vecina y barrer la puerta (el trozo de cera y de calle que nos correspondía), ir a misa primera y hasta a pasarse por la churrería y tenernos preparadas porras para desayunar. Si encontraba allí mucha gente y tenía que esperar, prefería venirse rápida a casa y hacernos picatostes.
Barriendo la puerta
Para barrer se empleaban escobas de lastón, y más en las casas cuyos suelos eran de yeso, que no admitían otra cosa para no levantarlo. El lastón se cortaba a principios de verano aún verde, se ataban manojos igualando las puntas y se colgaban hacia abajo para que se secaran y adquirieran el tono dorado característico. Había mujeres que pasaban vendiendo las escobas por la calle: unas de lastón mas fino y largo, que se empleaban para suelos finos, y otras mas bastas y cortas, que se empleaban para encalar. En cualquier caso, el atado de las escobas dejaba que desear, y era preciso hacerlo más fuerte. En mi casa, se ocupaba de esa labor Daniel, el ayudante de mi padre en el camión, verdadero especialista también en otras muchas cosas, y que igualmente procedía al corte, en el tamaño adecuado y al bies, de las escobas de enjalbegar
Otras escobas bastas, de cabezuela, se empleaban en los corrales, para patios empedrados y para la calle. Del mismo modo, las de mijo, más caras y muy bien elaborado el mango, y las de hojas de palma, atadas sobre una caña, que naturalmente se traían de fuera y las vendía el padre de los Calzado en su droguería de la calle de la Virgen. Recuerdo otras, con palo redondo y un atado muy laborioso para que fueran planas, creo que de mijo, y las construidas rudimentariamente con un palo y un atado de sarmientos para barrer sólo lo más gordo por la calle o en las eras.
Para quitar el polvo se utilizaban trapajos viejos y zorros construidos con tiras de trapo anudados a un palo, y no faltaba en ninguna casa otro de estos con una larga caña para los techos y sitios altos
Las mujeres se arrodillaban y fregaban los pisos con estropajos y bayetas, y también —en esto se aplicaban con tesón, restregando con polvos blancos, arena y asperón— los poyuelos de madera que configuraban entonces cada uno de los peldaños de las escaleras y los que separaban una estancia de otra (travesaño en el suelo de los marcos de las puertas).
Todos los días había que hacer estas tareas, pero más a fondo los sábados, y por ese nombre, hacer sábado, se conocía.
Todo dispuesto para hacer sábado, un zafarrancho de limpieza de la casa en ese día, más esmerada y completa que el resto
de la semana. La costumbre viene de muy antiguo y ya la realizaban los cristianos viejos y más los conversos para no levantar
sospechas y remarcar las diferencias con judíos y musulmanes.
Para deshollinar las chimeneas se arrastraba a lo largo de ella una gavilla. Era una labor muy penosa y se ponía todo perdido de hollín; afortunadamente no se hacía con mucha frecuencia.
En la inmensa mayoría de las familias, el sábado por la tarde era el día también —bastante trajín de jornada— de los "enjabonaos" de los chicos de la casa. Se preparaba el lebrillo más grande o una tina con agua caliente en la habitación normal de estar, y si era invierno se echaban buenos zoquetes de leña en la estufa, se avivaba el fuego de la chimenea o se prendía fuego al alcohol derramado en una palangana o recipiente adecuado. Y después uno a uno, empezando por el mayor, desnudos, íbamos pasando para que mi madre nos "estezara" con el estropajo y el jabón.
Nos "estezaban" con estropajo y jabón
Los mayores hacían la misma operación, en un sitio reservado o en cuarto de aseo si se tenía, pero la costumbre era lavarse y secarse por partes todo el cuerpo, desde el cabello, con el jabón casero y agua con vinagre para aclararlo, hasta los pies.
Algunos, de higiene poca o ninguna, pues era muy corriente ver a chicos con verdadera mugre y ronchas en las rodillas y en los pies, y con costrones de heridas mal curadas, infectadas y llenas de pus.
El día de la colada, los lunes generalmente, era toda una odisea, y, claro está, no nos cambiábamos tanto como ahora. Había que empezar dejando la ropa en remojo, la oscura con virutas de jabón y la blanca con lejía, incluso la más sucia con sosa. Al día siguiente se echaba en la artesilla de madera (con los años se sustituyeron por pilas de piedra), y con agua muy caliente que se había tenido al fuego en un caldero, y bien enjabonada, se frotaba fuertemente contra la tabla de lavado. Esto era lo que se decía echar u ojo, pero a veces, si la ropa estaba muy sucia, se cambiaba el agua y se echaban dos o hasta tres ojos. Después se aclaraba, se estrujaba y se tendía al sol. Al agua del último aclarado de la ropa blanca se incorporaba un poquito de azulete con una muñequilla, dejándola en remojo durante unas horas. Todos estos trajines se hacían en la cocina de viejo que había en todas las casas —la cocinona, decíamos en la nuestra—, y se necesitaban varias personas. En mi casa, además de la muchacha o moza, que así se llamaba a las chicas de servicio, venia una mujer, la María Antonia, que siempre ayudaba a mi madre.
Artesilla para lavar
Lavado en artesilla
Calentando el agua para la colada
Y luego venía el repaso de lo roto—siempre había algo que zurcir—, que ayudaba mi abuela Pepa, el almidonado en no pocas prendas para darles mayor realce, como alguna ropa femeninas y cuellos de camisas, y el planchado con aquellas viejas planchas y con aquellos tejidos que tanto se arrugaban. Las planchas se calentaban poniéndolas encima de los fogones (mientras se planchaba con una, otra se calentaba), las había también con un deposito para llenar con brasa de carbón. Todas eran de hierro, y había que emplear trapos rodeando el asa para no quemarse. Luego llegaron las eléctricas.
Zurciendo un calcetín con un huevo de madera dentro
Para el planchado se utilizaban las mismas mesas que había en las cocinas para preparar los alimento y para comer, extendiendo sobre ellas una manta vieja y un paño blanco, la mitad de las veces una sábana desechada, e imprescindibles eran las parrillas de hierro fundido, algunas muy "historiadas", de verdadera filigrana, para depositar las planchas.
Planchas
Planchando
Con la aparición de las lavadoras (al principio sólo a motor y luego las automáticas), los modernos centros de planchado, los tejidos inarrugables y, por supuesto un mayor nivel económico en las familias, toda esta tremenda brega dejó poco a poco de necesitar tan considerable esfuerzo.
Para hacer jabón casero, se seguía la siguiente receta:
Se toma un kilo de sosa cáustica y se disuelve en 6 litros de agua, dentro de un recipiente que no sea de estaño ni de aluminio.
Cuando ha terminado de deshacerse se van incorporando poco a poco 6 litros de aceite sobrado de frituras, previamente colados, sin dejar de dar vueltas con un palo.
A medida que va pasando el tiempo, y sin dejar de remover siempre en la misma dirección, se irá solidificando, hasta alcanzar un punto semejante a la mayonesa casera. Sabremos que el jabón ya está listo cuando saquemos el palo limpiamente, sin que queden restos de la pasta adheridos a él. Este proceso puede acelerarse si colocamos el recipiente al fuego.
Volcaremos entonces el jabón en una caja de cartón o madera y lo dejaremos endurecer uno o dos días. Pasado este tiempo cortaremos el jabón en cubos del tamaño que deseemos y lo dejaremos orearse algunas horas más.
Jabón casero
(Sobre esta regla básica hay variantes como por ejemplo añadir un puñado de sal o harina o unas gotas de añil para darle color azulado)