UNA HISTORIA JAMÁS CONTADA
                    A mi abuelo Antioco

Pretendió ser esta narración un trabajo a presentar al Premio Relato Breve que todos los años convocaba el diario El PAÍS, la editorial Alfaguara y el Círculo de Bellas Artes para conmemorar, cada 23 de abril, en el Día del Libro, la muerte de Cervantes. Y así fue, pero sumamente concentrada para atenerse a las dimensiones solicitadas por el concurso. Ésta es la historia completa, y en cualquier caso, un merecido homenaje a mi abuelo Antioco Alarcos y un intento de que no olvidemos todo aquello por lo que luchó.

          n un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Y como aquel Alonso Quijano en la pluma de Cervantes, Antioco Alarcos, mi abuelo materno para más señas, de un lugar tan conocido como Campo de Criptana, se transmutó cual Quijote en el loco que creyó en los grandes ideales: la libertad, la justicia, la defensa de los oprimidos... Al parecer, una forma anacrónica de vida, pero en línea sin duda con la ética de la antigua caballería que lanzó al ingenioso hidalgo a la aventura.


Antioco Alarcos
Mi abuelo Antioco Alarcos

Dicen que Antioco nació en 1886, pero ya existía mucho antes… Tengo pruebas. En una ajada fotografía descolorida por el tiempo se le intuye disertando en una escuela de la antigua Atenas con su maestro, nada menos que Sócrates. Allí en la Grecia clásica, unos cuatrocientos años antes de nuestra era, aprendió lo que es la democracia. Pero ni él ni su amigo Platón pudieron hacer nada para impedir que el filósofo fuera obligado a ingerir la venenosa cicuta, método elegido por el tribunal que lo condenó a morir por, según ellos, corromper a la juventud.


Sócrates y Antioco
Mi abuelo Antioco con Sócrates

Pasó mucho tiempo hasta que supieron de él, ya en la Península: combatió con los caudillos íberos Indíbil y Mandonio frente a la invasión de cartagineses y romanos; acudió en defensa de Arse, la actual Sagunto, asediada por el general cartaginés Aníbal, y se incorporó a las huestes de Viriato en su lucha contra la imperialista Roma.

Fue por aquella época cuando mi abuela Pepa recibió una carta suya, que conservamos como una joya en la familia. Nos hablaba de sus ideales y de la defensa de las tierras de sus antepasados frente a los invasores. Nos mandaba un dibujo en donde se le ve con los guerrilleros del héroe lusitano ¡Qué pinta tenían! Y también nos informaba de su marcha rápida a tierras del interior para ir en auxilio de los numantinos. ¡Diantre de abuelo! ¡En todos los fregaos se metía!


Huestes de Viriato
Antioco atacando al ejército romano

Cansado de tanta brega, regresó a Criptana, y allí permaneció tranquilo durante siglos, pero siempre alzando la voz por los más débiles y oprimidos.

La entrada de los árabes por el Estrecho de Gibraltar en el año 711, sí fue motivo suficiente para que abandonara el largo retiro. Se unió a Don Pelayo, y en el pequeño baluarte del norte que se convertiría en el trampolín para el inicio de la Reconquista, derrotaron al ejército musulmán en los alrededores de Covadonga.

Mas la dominación árabe dividió su corazón. Estaba, sí, con su pueblo, pero pronto comprendió que los brutos éramos nosotros, que la España musulmana producía una civilización muy superior a la cristiana. Por cultura, clase, refinamiento, sabiduría, justicia o equidad, estaba Antioco con los árabes; era más andalusí que castellano. Fueron años turbios, de dudas y de dolorosas renuncias, con su propia espada atravesándole las entrañas.

La última batalla en la que participó fue la librada el 19 de julio de 1195 junto al castillo de Alarcos — ¡qué coincidencia!—, cerca de Ciudad Real. Después se refugió con mi abuela en Toledo y vivieron unos años en paz, conviviendo junto a cristianos, hebreos y musulmanes gracias a la permisividad que ofrecía la ciudad.

Pero Campo de Criptana les importaba mucho y no tardaron en volver a la tierra que les vio nacer. Y en Criptana en esa época nacieron mi madre, Flor, y sus hermanas y hermanos: Palmira, Laura, Sócrates, Galileo y Elisa. Y un detalle: los años que iban cumpliendo no contaban como a los demás, pues mi madre, por poner un ejemplo, murio en 2001... con tan sólo 82 años. No sé... Echando la cuenta... Nunca he llegado a entender esto muy bien...


Flor Alarcos
Mi madre Flor Alarcos, a la derecha, bañándose en Valencia

En el año 1254, los negocios de mi abuelo le hicieron enrolarse en la comitiva del veneciano Marco Polo que llegó hasta la corte del Gran Khan Cublai, en la legendaria Catai (China). Allí permaneció dieciséis años.

La guerra civil que enfrentó a los partidarios de Pedro I con los de su hermanastro don Enrique de Trastámara, terminó con el alevoso asesinato del rey. Mi abuelo, que por él había tomado partido y alzado la voz en su defensa, al ser asediada Toledo y tomada por los rebeldes, regresó a Criptana.

No fueron los Trastámara santos de su devoción, y sólo colaboró con ellos cuando, en 1403, Ruy González de Clavijo le rogó que fuera en su séquito como embajador de Enrique III a Samarcanda, en el Asia central, a la corte del Gran Tamerlán.

Y de Criptana salió de nuevo a la muerte de Enrique IV en 1474, cuando se desató la guerra sucesoria entre la princesa Juana, acusada sin ninguna prueba de ilegítima y cruelmente apodada La Beltraneja, y la hermanastra de su padre, Isabel, que concluyo en 1479 con el triunfo de ésta. Mi abuelo, como siempre, defensor de las causas justas e imposibles, y casi siempre perdedor, se puso al lado de la pobre princesa Juana, a quien la maledicencia pública atribuyó la paternidad al favorito del rey, don Beltrán de la Cueva.

Con la toma del reino nazarí de Granada terminó la larga lucha por la Reconquista. Fue su propio rey Boabdil el Chico quien, el 2 de enero de 1492, entregó a los Reyes Católicos las llaves de la ciudad. Dicen que al salir de Granada camino de su exilio en las Alpujarras, Boabdil, cuando coronaba una colina, volvió la cabeza para ver su magnifica y portentosa ciudad por última vez y lloró.


Boabdil
Boabdil

Por unas cosas o por otras, los Reyes Católicos, trajeron de cabeza a mi abuelo. Al tremendo disgusto por la desaparición del último baluarte en España de una de las culturas más poderosas de la Edad Media, se unió casi inmediatamente la terrible represión de los judíos y, hacia 1499, de los mudéjares, los musulmanes que se quedaban en las zonas reconquistadas por los cristianos. Obligados unos y otros, en caso de no convertirse al cristianismo, a abandonar el país. No fueron pocos los que se quedaron aceptando una conversión forzada, pero la Inquisición les haría luego la vida imposible.

Muchos de estos españoles musulmanes bautizados —moriscos era su apelativo— mantuvieron sus antiguas creencias y sus prácticas religiosas en secreto, situación que fue duramente reprimida en tiempos de Felipe II y provocó la rebelión de las Alpujarras y la posterior deportación de los moriscos granadinos hacia La Mancha y Castilla la Vieja. Finalmente, Felipe III decretó su expulsión en 1609.

En nuestra familia siempre hubo harineros y panaderos, y a finales del siglo XVI levantaron un artefacto novedoso para la molienda. Era uno de los 34 molinos de viento que Don Quijote imaginó gigantes en la inmortal novela de Cervantes. Y fue mi abuelo Antioco quien por esa época —conservamos documentos y fotografías— cedió terrenos adyacentes para que se asentaran algunas familias de los moriscos expulsados. Es el albaicín criptanense, al pie de la Sierra de los Molinos, con las casas encaladas —algunas horadadas en la falda de la colina—, zócalo añil y siempre en fuerte pendiente.


Molino
Molinos y albaicin de Campo de Criptana

El negocio de panadería y su espíritu tan inquieto y emprendedor le hizo viajar en 1514 a Roma, en busca de Leonardo da Vinci, que le diseñó un artilugio especial para amasar el pan. Allí conoció y se sumergió en ese movimiento tan revitalizador que fue el Renacimiento.

Con la llegada al trono de Carlos I surgió el problema de las Comunidades, la revuelta de las ciudades castellanas por la entrada de extranjeros en el Gobierno y por el uso de los recursos e impuestos de Castilla en favor del Imperio. Mi abuelo se unió a la revolución y estuvo en la triste batalla de Villalar con las fuerzas comuneras mandados por Bravo, Padilla y Maldonado. La represión posterior fue atroz, y los principales jefes comuneros ejecutados.

Su afán por el conocimiento le hizo cartearse nada menos que con Nicolás Copérnico, quien en 1543 le hizo llegar su avanzadísima entonces teoría sobre el universo, con el Sol en el centro y los demás planetas girando a su alrededor, incluida la Tierra.

Esta misma teoría fue abrazada y complementada casi un siglo después por Galileo Galilei, y mi abuelo acudió a Roma a manifestarse en su favor cuando la Inquisición obligó al científico a pronunciar de rodillas la abjuración de su doctrina considerada herética. Al levantarse exclamó: “Eppur, si mueve" (“¡si embargo, se mueve!”), refiriéndose a la Tierra.

Pero siguiendo al hilo de los acontecimientos, tras el descubrimiento de América por Colón y las noticias que iban llegando de esas nuevas tierras, en 1544 acompañó a Bartolomé de las Casas, incansable defensor de los indios, para su toma de posesión como obispo de la diócesis de Chiapas, ayudándole en su renovado intento de practicar una colonización pacífica del nuevo continente. Lástima que por las denuncias de ambos sobre los abusos del colonialismo, se les haya considerado injustamente culpables de la llamada “leyenda negra”.


Bartolomé de las casas
Bartolomé de las Casas

Desde que Gutenberg ideara la imprenta en 1440, mi abuelo había sido un devorador de libros y estaba al corriente de lo que se cocía en Europa. Hasta él había llegado por el segundo tercio del siglo XVI la feroz sátira contra la Iglesia que supuso el Elogio de la Locura, de Erasmo de Rótterdam, de quien era ferviente admirador. Las ideas del Humanismo fueron calando en él, y le fueron preparando para abrazar la Reforma Protestante que había iniciado en Alemania el monje agustino Martín Lutero allá por 1517. La Inquisición persiguió con rigor a los que osaron abrazar esas nuevas ideas que nos venían de Europa, y mi abuelo fue apresado por tener relación con un grupo que operaba en Valladolid, sobre el que se incoaron numerosos procesos que culminaron en famosos Autos de fe en 1558.

Toda la familia de mi abuelo era protestante, por eso en ella abundan los Lutero, Calvino, Zuinglio…, o nombres de la cultura, de la ciencia o del Antiguo Testamento: Franklin, Galileo, Eliseo, Sócrates o el mismo Antioco. Y en las mujeres nombres tan poco habituales entonces como Flor, Elisa, Palmira, Laura, Eva, Luz…

En 1571 se enroló en las fuerzas españolas que combatieron contra los turcos en la batalla naval de Lepanto, y tuvo de camarada a Miguel de Cervantes. No es verdad que éste se inspirara en don Alonso Quijada Salazar, tío de su esposa Catalina, para crear al universal personaje de Don Quijote. El hidalgo manchego era el vivo retrato de mi abuelo.


Armas del Quijote

Hasta 1640 permaneció en Criptana sin hacer ninguna salida, y mi abuela Pepa y toda la familia se lo agradecieron. Pero ese año estalló la sublevación de los campesinos catalanes contra el poder centralista de Felipe IV y por la fuerte contribución en dinero y hombres para el ejército en guerra con Francia. La separación de Cataluña terminó a sangre y fuego en 1652 y con mi abuelo herido. Desde entonces, con mucha frecuencia tarareaba una canción que aprendió de los sublevados y que luego instituyeron como himno de Cataluña, Els Segadors.

El aterrizaje en el siglo XVIII, el Siglo de la Luces, le pilló a mi abuelo leyendo El discurso del método, de René Descartes, el filósofo y científico francés que en décadas anteriores había sentado las bases del Racionalismo, un sistema de pensamiento basado en la razón que desembocaría en la Ilustración, todo un proceso de divulgación y aplicación práctica de los grandes principios establecidos por la filosofía y la investigación científica.

Fueron pasando los años, y todo lo que caía en sus manos lo leía ávidamente: El espíritu de las leyes de Montesquieu, El contrato social de Rousseau, Diccionario filosófico de Voltaire, Crítica de la razón pura de Kant y, sobre todo, La Enciclopedia, un diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, con muchos colaboradores y dirigida por Diderot.

Muchos países intentaron aplicar estas ideas aireadas por la Enciclopedia, pero conservando el absolutismo real. Esta fase, conocida como Despotismo Ilustrado, tenía una fórmula magistral: “todo para el pueblo pero sin el pueblo”.


La Ilustración

Al menos, algo se iba consiguiendo. Eso pensó mi abuelo con la llegada al trono de España de Carlos III, y más cuando fue nombrado ministro un amigo suyo, Pedro Alberca y Bolea el conde de Aranda, en cuya casa, frente al Hospicio de la calle de Fuencarral, se alojaba cuando acudía a Madrid.

Con la firma del Tratado de París en 1783, que reconoció la independencia de los Estados Unidos, terminó la guerra que enfrentó a las colonias británicas en América del Norte con el Reino Unido. El sistema político alumbrando en la nueva nación estuvo inspirado en los principios de igualdad y libertad que defendían los ilustrados. A la toma de posesión del primer presidente, George Washington, asistió mi abuelo, invitado por Benjamín Franklin, al que había conocido en París cuando negociaba apoyo en el conflicto con Inglaterra.

Lo de estar en París mi abuelo por entonces, fue fruto de su instinto político. Barruntaba los extraordinarios sucesos que pronto conmoverían al mundo y no quería perderse nada de lo que se estaba gestando. El enorme desequilibrio social precipitó la llegada de una agitación revolucionaria —libertè, ègalitè, fraternitè— tan preparada ideológicamente a lo largo de todo un siglo. La insurrección del pueblo francés empezó en julio de 1789 con el asalto de la prisión de la fortaleza de la Bastilla, símbolo del absolutismo monárquico. Se proclamó la República, pero hubo terribles matanzas, incluidas las el rey Luis XVI y la reina María Antonieta. Luego Napoleón Bonaparte, que subió al poder tras un golpe de estado, extendió el idealismo revolucionario de Francia a casi todos los rincones de Europa.


Asalto a la Bastilla
Asalto a la Bastilla

Regresó mi abuelo a Criptana para contar todo lo que había vivido. Pero sin tiempo apenas, en seguida, la invasión gala a nuestro país supuso para él, un afrancesado, un terrible conflicto ideológico como ya le sucedió con la llegada de los árabes. Otra vez las dudas y las dolorosas renuncias.

Sus ansias de independencia, vencieron sus últimos escrúpulos, y en Madrid, el 2 de mayo de 1808, cuando estaba con su hijo Galileo, estudiante en la capital, cerca del Parque de Artillería de Monteleón, les llegó el ruido del terrible alboroto que allí sucedía. No lo dudaron ni un instante, con sólo sus navajas como armas —la de mi abuelo aún la conservamos—, rápidamente corrieron los dos hacia el cuartel y se unieron a los paisanos y tropas allí emplazadas a las órdenes del teniente Ruiz y de los capitanes Daoiz y Velarde, poco antes de que por la calle de Fuencarral llegaran las tropas francesa con el general Lagrange a la cabeza. Empezaba la Guerra de la Independencia.

Luego combatieron juntos en Bailén, pudieron salir vivos en los terribles sitios de Zaragoza y Gerona, se unieron a diversas tropas guerrilleras y terminaron en Arapiles. Mi abuelo, en un paréntesis, aún tuvo tiempo, como diputado por Ciudad Real en las Cortes de Cádiz, de participar en 1812 en la redacción de la primera Constitución que teníamos en España, la famosa Pepa. Y el 30 de mayo de 1813, como integrantes los dos en las fuerzas al mando de Juan Martín, El Empecinado, recibidos apoteósicamente y aclamados en las calles de Madrid. La guerra tocaba a su fin.


Monteleon
Defensa del Parque de Artillería de Monteleón

Una de las primeras decisiones de la Regencia del Reino fue rendir un homenaje en Madrid a Daoiz y Velarde, héroes del levantamiento popular del 2 de mayo de 1808, muertos en la valerosa defensa del Parque de Artillería de Monteleón. Fue el 2 de mayo de 1814, con todos los vecinos y muchas gentes venidas de provincias en la calle para asistir a tan excepcional acontecimiento. Desenterrados los cadáveres para las exequias en la iglesia de San Isidro, en la solemne y triunfal comitiva participaron los diputados, el Gobierno, parientes de todas las víctimas y numerosas personalidades políticas y militares.

Cuentan las crónicas, que el pueblo, emocionado, libre ya de las penalidades de la guerra, pudo ver y vitorear a muchos de aquellos ilustres personajes que tan alto renombre habían adquirido en la milicia y en la política. Asombro y admiración causaban El Empecinado, cabalgando sobre un magnífico corcel blanco, y los otros míticos guerrilleros: Espoz y Mina, Díaz Porlier, el cura Merino, El médico, El Abuelo, Chaleco, Renovales... Junto a ellos, y materialmente asaltados por un público enloquecido y entusiasmado, iban el general Castaños, impresionante con su vistoso uniforme de gala, y otros militares de prestigio: Lacy, Villacampa, Quiroga, López Baños, Arco Argüero, Torrijos, Vidal... Detrás, acompañando al abnegado alcalde Sainz de Baranda y a las heroínas aragonesas Agustina Saragossa Doménech y María Agustín, invitadas especiales en la ceremonia, caminaban los diputados de las Cortes gaditanas y otras muchas gentes de la política y de la cultura que querían sumarse al homenaje a Daoiz y Velarde. Se podían ver entre otros al conde de Toreno, a Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Muñoz Torrero, Quintana, Lista, Antioco y Galileo Alarcos, Argüelles, Nicasio Gallego, Calatrava, el pintor Francisco de Goya, la soprano Lorenza Correa, el actor Maiquez...


Carro triunfal con los restos de Daoiz y Velarde
Carro triunfal con los restos de Daoiz y Velarde

Pero repuesto Fernando VII en su trono, giró la rueda de la historia hacia atrás, como si no estuvieran soplando aires liberales y democráticos por todo el país. Así que, espoleado por las fuerzas más reaccionarias, se negó a jurar la Constitución, declaró nulos los acuerdos de las Juntas de Cádiz, encarceló a los diputados liberales con mayor significación e inició un período absolutista, tiránico y opresor de los más negros de la historia española. Aquellos días, sin duda, con el país dividido entre absolutistas y liberales, entre realistas y constitucionales, entre conservadores y progresistas, nacieron las dos Españas irreconciliables.

Mi abuelo había conocido a Simón Bolívar cuando éste, muy joven, viajó a Madrid en 1799. Una amiga de la familia, María Teresa del Toro, se casó con él en 1802. Tuvieron muchas conversaciones sobre política, y cuando ya de regreso con su gente, publicó en 1812 Memoria dirigida a los ciudadanos de Nueva Granada por un caraqueño, le hizo llegar a mi abuelo un ejemplar. Él sería uno de los principales caudillos que llevaron a la emancipación de las colonias americanas. Sólo nos quedó Cuba y Puerto Rico.

Fueron muchas las conspiraciones para acabar con la tiranía de Fernando VII, y sólo el pronunciamiento en Cabezas de San Juan de comandante Rafael del Riego en enero de 1820 dio resultado y obligó al Rey a jurar la Constitución.

Mi abuelo, que vivía en clandestinidad en una quintería cercana a Criptana por temor a la represión absolutista, avisado por amigos comunes (Alcalá Galiano, Martínez de la Rosa y Quintana), tuvo tiempo de unirse al libertador cuando evacuaban Algeciras para dirigirse a Málaga. Y un detalle, que posiblemente nadie sepa, fue lo del famoso Himno de Riego, cuya letra consta que es de Evaristo San Miguel, y así es realmente, pero inspirada por mi abuelo en una noche de camaradería el mismo día de su llegada.

En abril de 1823, en requerimiento del felón Fernando VII a los países que formaban la Santa Alianza, tropas mercenarias francesas, los “Cien mil hijos de San Luis”, acabaron con el experimento liberal. Mi abuelo regresó de nuevo a su escondite, pero muchos otros constitucionalistas fueron encarcelados o ejecutados, como sucedió con Riego, ahorcado en la plaza de la Cebada de Madrid tras ser arrastrado ignominiosamente por las calles.


Ejecución de Rafael de Riego
Rafael de Riego es conducido al lugar del suplicio y, como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, lo llevan en un serón que arrastraba el mismo animal

Durante los convulsivos años del reinado de Isabel II, que trajeron la consolidación de un nuevo Estado de impronta liberal y parlamentaria, Antioco estuvo implicado en más de un pronunciamiento o rebelión de carácter progresista, y sufrió las de signo contrario. Cuando se escapaba a Madrid, era asiduo del café de Lorencini, en la Puerta del Sol, donde se improvisaban encendidos discursos políticos entre los contertulios de la Sociedad Patriótica de Amigos de la Libertad, que allí tenían el punto de reunión y a la que pertenecía.

En alguna de estas reuniones debió conocer a alguien que le habló sobre Giuseppe Garibaldi y lo convenció para que marchara en ayuda del guerrillero en su lucha por la unificación italiana. Y allí que acudió en 1859 y participó en la conquista de Sicilia y Nápoles y en la reducción de los Estados Pontificios a la Ciudad del Vaticano, en el interior de Roma.

Regresó, pero para marchar casi inmediatamente a los Estados Unidos de América, en plena guerra civil por el tema de la esclavitud. En el trasfondo, era una lucha entre dos tipos de economías, una industrial, abolicionista (de los estados del norte), y otra agraria, esclavista (de los del sur). La guerra terminó tras la victoria del general nordista Grant, en cuyas filas combatió mi abuelo, en Petersburg, pero con un saldo de 636.000 muertos.


Asedio de Petersburg
Guerra de Secesión estadounidense. Asedio de Petersburg. Soldados en las trincheras. Mayo de 1863

En España, estaba tan mal el país y el desprestigio de la monarquía era tan grande, que una nueva conspiración en ciernes, en cuya trama civil estuvo implicado mi abuelo, trataba no ya de luchar sólo por un relevo gubernamental sino que buscaba el destronamiento de la reina.

El 18 de septiembre de 1868, el almirante Topete, al frente de la Armada con base en Cádiz, y secundado por los generales Prim y Serrano, se pronunció al grito de “¡Abajo los Borbones! ¡Viva España con honra!”.

Mi abuelo Antioco, encaramado en el balcón del consistorio de Campo de Criptana, leyó la proclama de los insurrectos al pueblo allí congregado, entre gritos contra la Reina y vítores a los cabecillas del alzamiento.

Tras el triunfo de la revolución, La Gloriosa, Isabel II marchó a su exilio en Francia y en España se inició un período de seis años que dieron para mucho: la redacción de una constitución, la del 1869, que sentó las bases para establecer una auténtica declaración de derechos y libertades; la llegada de un rey extranjero, Amadeo de Saboya, y, finalmente, el paso a la I República.

No fue fácil para Amadeo I gobernar, y cansado de las dificultades, renunció al trono el día 11 de febrero de 1873. Ese mismo día se proclamó la Primera República e inmediatamente a Estanislao Figueras como presidente.

Y no fue fácil la estabilidad de la República: intentos de golpe de estado, sublevaciones separatistas, indisciplinas militares, huelgas, conspiraciones, anarquía generalizada, rivalidades entre los mismos republicanos… No la dejaron crecer. En tan sólo once meses, se sucedieron otros tres presidentes: Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar.


Primera República
El Congreso y el Senado, constituidos en Asamblea Nacional el 11 de febrero de 1873, deciden la proclamación de la Primera República por una amplísima mayoría

Cuando el 2 de enero de 1874 asistía mi abuelo en la tribuna de invitados a la sesión de las Cortes, el general Pavía entró violentamente con una dotación militar y disolvió la Asamblea. De nuevo, un experimento democrático tocaba a su fin. Tras la Restauración borbónica con Alfonso XII, se consolidó un sistema político dominado por el caciquismo de la aristocracia rural y por una oligarquía bipartidista de conservadores y liberales. Es decir, ni chicha ni limoná. Así que, asqueado un poco de todo, Antioco abandonó momentáneamente la política y se dedicó a trabajar, como miembro de la Sociedad para la Abolición de la Esclavitud, de ideología protestante, para conseguir que España firmara en 1886 el fin de esa lacra en las colonias de Puerto Rico y Cuba.

Con Cuba habíamos sostenido una guerra durante diez años, que terminó con la paz de Zanjón en 1878. Pero las medidas tomadas a partir de entonces, incluida la abolición, no impidieron el deseo cada vez más fuerte de la lucha por la independencia.

Cuando José Martí, viejo conocido de mi abuelo en las dos veces que en España estuvo exiliado, fundó el Partido Revolucionario Cubano en 1892, se entró en una dinámica totalmente separatista. El “Grito de Baire”, el 23 de febrero de 1895, fue la proclama que dio comienzo a la guerra de la independencia cubana. Y allí que marchó Antioco requerido por su amigo, aunque de nuevo con la dudas de conciencia que a lo largo de los años otras veces tuvo: el optar por su patria o preferir seguir los dictados de su corazón. Y esta vez, ante una causa tan justa como la de los cubanos, decidió dedicar todo su esfuerzo en labores humanitarias en los dos bandos y en conseguir la firma del armisticio. Mas, hete aquí, cuando parecía que las conversaciones iban por buen camino, Estados Unidos envió en 1898 el crucero Maine a La Habana, con la misión de proteger sus intereses. Y en un confuso accidente aún hoy explicado de maneras muy diversas y contradictorias, pero que se achacó a sabotaje de los españoles, el crucero ardió y fue el pretexto para que los Estados Unidos declararan la guerra a España e intervinieran en Cuba. Su superioridad se impuso rápidamente y, tras la firma de la paz en París, perdimos Cuba y Puerto Rico en el Caribe y las Filipinas y Guam en el Pacífico.

Aquello fue para mi abuelo y para la mayoría de los cubanos un fiasco, pues los norteamericanos ocuparon la isla durante cuatro años y aumentaron el control económico y político que sobre ella ejercían. La historia es conocida: riqueza en manos de pocos, pobreza generalizada, un sinfín de insurrecciones, represiones, golpe de estado de Batista en 1952 y revolución de Fidel Castro en 1959.


Grito de Baire
Inicio de la Guerra de Cuba con el levantamiento de unas 35 localidades cubanas, entre ellas Baire, el día 24 de febrero de 1895

Tras el desastre del 98, y ya con Alfonso XIII niño como testa coronada en España, mi abuelo regresó a curar sus sinsabores a Campo de Criptana. Ya había organizaciones obreras en España por entonces. Las primeras, en el último tercio del siglo XIX, anarquistas, según ideología del ruso Mijail Bakunin. Inmediatamente, las socialistas, fundadas por Pablo Iglesias, líder de la Asociación de Tipógrafos: el PSOE en 1879 y la UGT en 1888. Eran precisamente los obreros y jornaleros de todo tipo —cerca de dos millones en aquellos años— el escalón mas bajo de la sociedad. Las relaciones patronales, en el mejor de los casos, se basaban en el paternalismo; pero las jornadas de trabajo eran de total explotación: 12 horas. No eran de extrañar, pues, los estallidos de rebeldía social y los movimientos huelguísticos.

Mi abuelo Había leído El Capital y El Manifiesto Comunista, de Kart Marx (el segundo escrito en colaboración con Federico Engels). Ambos filósofos habían sentado las bases de la doctrina marxista. La revolución ha de llevar al poder, y una vez conquistado, los obreros implantarán una “dictadura del proletariado” como paso previo para la eliminación de las clases sociales. Sólo entonces, cuando desaparezcan las clases sociales, el hombre alcanzará la felicidad.

En 1909, apenas 10 años después del regreso de los soldados de Cuba, una nueva aventura bélica, esta vez en Marruecos, para proteger nuestros intereses mineros en el Rif y vengar la sangrienta derrota sufrida allí en el Barranco del Lobo por un destacamento español, suscitó el rechazo general. Ello no impidió, por la presión del Ejército, ansioso por borrar las humillaciones recientes, incluida la cubana, que se movilizaran 40.000 reservistas, la mayoría empadronados en Barcelona, muchos de ellos casados y con hijos y obligados a embarcarse en una guerra extraña. La indignación ciudadana creció cuando se supo que muchos otros soldados se habían librado mediante el pago de 1.500 pesetas, una cantidad entonces considerable que permitía la redención del servicio militar a los hijos de la burguesía catalana y convertía a las clases pobres en carne de cañón. El resultado fue una huelga general desde el 26 al 31 de julio en Barcelona. Semana trágica en la que hubo enfrentamientos con el Ejército, quema de numerosos edificios religiosos, barbarie generalizada, declaración del estado de guerra, disparos por doquier y numerosos muertos y heridos. Mi abuelo acudió — ¡cómo no!—, y estuvo en las barricadas, pero poco pudo hacer para impedir que la situación se les fuera de las manos a los huelguistas y a las autoridades.


Semana Trágica
Semana Trágica de Barcelona

Y sin tiempo para descansar, otro buen amigo de mi abuelo, Vicente Blasco Ibáñez, lo persuadió para marchar con él a la Argentina en 1910.

Blasco Ibáñez, ya por entonces conocido y prestigioso escritor, y también metido en política, era su alma gemela. Emulando igualmente al Quijote cervantino, no tenía otra meta que la entrega generosa y desinteresada por los más humildes. Por eso no le importaron arrestos, penalidades, cárceles o exilios. Cualquier cosa menos soportar los cambalaches de los partidos institucionales de aquellos días, liberal y conservador, en el mantenimiento de su preeminencia. Por ello, desengañado, decidió poner tierra por medio e inició la que sería su última aventura: la de convertirse en pionero de grandes fundaciones agrarias en la Argentina, una especie de comunas o colectividades al servicio de los más pobres. Desgraciadamente, aquello resultó una empresa quimérica y no tuvieron más remedio que regresar, y llenos de deudas.

Mi abuela Pepa pensó que lo de la Argentina sería quizá el último descalabro y le serviría al abuelo para sentar la cabeza, que para deshacer entuertos, bastaban los de casa. No fue así. En Méjico era absolutamente necesaria su presencia para alentar la revolución. Todo había empezado en 1910, cuando un levantamiento armado acabó con la dictadura del General Porfirio Díaz y fue nombrado presidente Francisco Ignacio Madero. Su gobierno sufrió a su vez varias insurrecciones y rebeliones, y un golpe de estado de Victoriano Huerta, propiciado por la aristocracia terrateniente y por los Estados Unidos, que le costó la vida.

Fue en este momento cuando mi abuelo entró en liza, alistado en las fuerzas rebeldes campesinas de Emiliano Zapata, que junto a las de otros líderes de la Revolución como Pancho Villa, Ricardo Flores, Álvaro Obregón o Venustiano Carranza, siguieron luchando hasta lograr la caída de Huerta en 1914.

El nuevo gobierno de Carranza, consiguió plasmar en la Constitución de 1917 la mayor parte de las demandas de los rebeldes, y fue la primera en el mundo en reconocer las garantías sociales y los derechos laborales colectivos. Pero su deseo de lograr la paz en el país, sin duda fue más fuerte que su pericia para consensuarla, así que uno a uno fue asesinando a los cabecillas insurrectos.


Emiliano Zapata
Emiliano Zapata

Huyó mi abuelo de Méjico cruzando la frontera con los Estados Unidos, y ya de regreso, se encontró con la guerra que asolaba desde 1914 a toda Europa. Las matanzas continuas en las trincheras ante la indiferencia de los mandos militares o de las clases burguesas le produjeron una especie de sorda rebelión interna, y es que en la lucha entablada lo de menos eran los conflictos ideológicos y lo de más la supremacía del mercado de unas potencias imperialistas con otras. Sí que puso alma y cuerpo para que en España, que se mantuvo neutral durante toda la contienda, se creara una organización asistencial, la Oficina Pro Cautivos, que permitió poner en contacto a prisioneros de guerra de ambos bandos con sus familias. Salvó así a 70.000 civiles y a 21.000 soldados, intervino a favor de 136.000 prisioneros y llevó a cabo 4.000 visitas de inspección.

Pero otros conflictos surgidos necesitaron de su presencia. El primero, en Asturias, en el mes de agosto de 1917, para apoyar la huelga general revolucionaria convocada por CNT y UGT en todo el país. El Gobierno tuvo que recurrir al Ejército para restablecer el orden y metió a líderes, políticos y sindicales como Largo Caballero, Saborit o Besteiro en prisión.

Y el segundo, sin apenas tiempo, en Rusia, en la revolución bolchevique. Ya en 1905 se había producido un ensayo general de lo que después acontecería con el asalto del palacio de invierno de San Petersburgo por 30.000 obreros. Y entre los mitos de entonces, el acorazado Potemkin: amotinada su tripulación, lanzaron a los oficiales al agua y llevaron el barco a Odessa, pero llegó el ejército y se produjo la gran matanza en las famosas escaleras que salvan el desnivel entre la ciudad y el puerto.

La agitación revolucionaria de febrero de 1917 estalló en plena guerra mundial en la ciudad de San Petersburgo, protagonizada por los obreros y el pueblo en general que exigían alimentos y el fin de la guerra. El Zar Nicolás II abdicó y se creó un gobierno provisional, pero ante su fracaso, un segundo movimiento revolucionario en el mes de octubre, con golpe de estado de los bolcheviques, que pronto adoptaron la denominación de Partido Comunista, llevó a su líder Lenin al poder. Mi abuelo intentó liberar y llevar a España a la familia imperial rusa, y se entrevistó para ello con Trotski, pero fue imposible impedir que los asesinaran.


Lenin
Rusia. Lenin y la Revolución de Octubre

Tras el fracaso de su actividad humanitaria en Rusia, pronto mi abuelo pudo gozar por fin de un éxito en la lucha por las demandas sociales, y fue en la huelga que aquí, ya en España, se produjo en Barcelona en Febrero de 1919. Se consiguió del Gobierno una vieja pretensión, la jornada laboral de ocho horas.

Pero, el empeoramiento general de la economía, con las consiguientes revueltas sociales, y el desastre militar en Marruecos, en Annual, llevó, en 1923, con la anuencia de Alfonso XIII, al golpe de estado del general Primo de Rivera. Y todo ello, cuando el panorama en Europa no era precisamente alentador: el fascismo de Mussolini se había implantado en Italia en 1922, surgía el nazismo hitleriano en Alemania, la revolución rusa quedaría pronto sometida a la dictadura de Stalin y los regímenes totalitarios alcanzaban a Portugal y Polonia.

No fue solución la dictadura de Primo de Rivera, carente de base popular, y las consecuencias de la crisis financiera mundial que se había iniciado con la caída de la Bolsa en los Estados Unidos en 1929, le obligó a dimitir. Intentó el Rey restaurar el orden constitucional, pero la victoria electoral de socialistas y republicanos en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 hizo que el monarca abandonara el país y que fuera proclamada la II República el 14 de abril de 1931. Niceto Alcalá Zamora fue su primer presidente.


Segunda República
El 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la Segunda República, en la Puerta del Sol de Madrid

Desde 1808 a 1868, sesenta años de agitación no habían proporcionado al pueblo las consecuencias de una revolución salvadora. “La Gloriosa” lo intentó, pero no pudo ser. Ésta de 1931, sin derramamiento de sangre, que traía por segunda vez la República, representó para la mayoría de la población la esperanza de una nueva España, moderna y más justa.

Las primeras tareas fueron implantar la democracia plena, el sufragio universal, la reforma agraria, la separación entre Iglesia y Estado, la libertad de cultos, el divorcio y la concesión de derechos políticos a las nacionalidades históricas.

En Campo de Criptana, mi abuelo Antioco se presentó a las elecciones encabezando las listas de Acción Republicana, el partido fundado por Manuel Azaña que luego pasó a llamarse Izquierda Republicana. Fue uno de los más votados y recibió su acta de concejal; luego, con el devenir de la política nacional, cuyos vaivenes tenían fiel reflejo en la municipal, presidió como alcalde el Ayuntamiento en varios periodos (octubre 1931-noviembre 1932) (agosto-septiembre 1933) (noviembre 1933-enero 1934).

Al igual que en el conjunto de la nación, la relativa paz y el relativo orden con que había llegado la República bien pronto quedaron hechos añicos; los años que van desde 1931 a 1936 se convirtieron en fiel reflejo de las contradicciones de la sociedad española. La tarea resultó mucho más complicada de lo previsto, pues se agrandó la separación entre derechas, que creían que las reformas encaminadas a propiciar la recuperación social de los menos afortunados eran demasiado radicales y atrevidas, e izquierdas, que creían que eran demasiado moderadas y lentas. La falta de recursos, la muy desigual distribución de la propiedad agraria, los enemigos de la República y los incontrolados dieron medio al traste con todo. Odios, envidias y venganzas fueron emergiendo, y la sana convivencia que había existido se fue poco a poco deteriorando.


Cartel electoral Antioco Alarcos
Elecciones municipales del 12 de abril de 1931

Las elecciones del 19 de noviembre de 1933 otorgaron el Gobierno a la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de Gil Robles, en coalición con el Partido Radical de Lerroux. Fue una vuelta atrás, pues se anularon muchas de las medidas dispuestas anteriormente. El malestar se expresó en numerosas huelgas y manifestaciones, y desembocó en 1934 en movimientos revolucionarios en Cataluña, cuyo intentó de declararse independiente fracasó por la intervención del Ejército, y en Asturias, donde se creó una República Socialista, apoyada por UGT, CNT y el emergente Partido Comunista, creado en 1920 como escisión del PSOE y al calor de la revolución bolchevique. El ensayo asturiano fue la primera toma de contacto de un general apellidado Franco con uno de sus campos preferido: la represión. En total, 1.335 muertos, cerca de 3.000 heridos y 13.000 detenidos.

Las revueltas consiguieron impulsar un movimiento de recuperación de la izquierda republicana y obrera que tuvo su momento culminante en las afueras entonces de Madrid, más allá del puente de Toledo, un día de octubre de 1935, cuando cerca de 400.000 personas —la masa humana más crecida que se ha reunido jamás en un acto político—, se concentraron para asistir a un mitin de afirmación republicana en torno a la figura de Manuel Azaña, y en el que actuó mi abuelo de telonero. Él, como muchos otros en todo el país, había sido desalojado de la alcaldía por un decreto antidemocrático, pero en las nuevas elecciones generales de febrero de 1936, el triunfo del Frente Popular de izquierdas, supuso también la reposición de los ayuntamientos democráticos y su nombramiento como Regidor Procurador Síndico, tras presidir la sesión extraordinaria de constitución por ser el concejal más votado.


Elecciones 1936
Comienzo del Acta de la sesión extraordinaria del Ayuntamiento del 29 de febrero de 1936

Estas elecciones de febrero de 1936 sólo sirvieron para que la oligarquía ya sólo tuviera fe en una acción salvadora del Ejército que librara a España de la anarquía y la revolución. Se dio paso así a la Guerra Civil. El 18 de julio de 1936 los militares más conservadores del Ejército español se levantaron en armas contra la República, en un golpe de estado dirigido a reemplazar la legalidad por un sistema autoritario de corte fascista, conforme a la realidad ideológica de aquellos tiempos. Este acto de traición significaba el fin de otro experimento democrático. Alfonso XIII, desde su exilio, apoyó fervientemente al bando sublevado, alardeando de “ser un falangista de primera hora”. Empezaba una espantosa guerra de tan trágico final, con más de 600.000 muertos.

Mi tío Galileo, que estaba estudiando en Madrid y también a cargo de un despacho de vinos que tenía la familia en la calle de San Gregorio, contempló el tremendo alboroto que se organizó en la Casa del Pueblo, a dos pasos, en la esquina de la calle del Piamonte con las de Góngora y Gravina, con todas las calles cercanas repletas de una multitud que pedía armas para proteger a la República. Sus largos años de lucha revolucionaria acompañando a mi abuelo, la tremenda impresión por aquella asonada popular y la defensa de sus ideales democráticos, fueron sin duda la causa de que entregara generosamente la fuerza de sus 19 años al servicio de España, alistándose como voluntario en el ejército de la República. Con grado de teniente combatió siempre en primera línea, entre otros sitios en Madrid, en la zona de Usera, donde se peleó cuerpo a cuerpo, defendiendo cada metro de terreno casa por casa. Murió en 1938 en Algemesí (Valencia), alcanzado por una bomba, cuando sólo contaba con 21 años de edad. Su cuerpo fue enterrado en Criptana con todos los honores de héroe, muerto en defensa de la Patria.


Galileo Alarcos
Galileo Alarcos

Y en Criptana, unos meses después, siguiendo la tónica nacional, una guerra interna en el bando republicano acarreó la destitución de los concejales comunistas en marzo de 1939. Pero el nuevo Ayuntamiento, con mi abuelo Antioco como presidente del Comité de crisis tenía los días contados.

A media mañana del 1 de abril de 1939, Franco redactaba el parte de guerra de su puño y letra:

“En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

La guerra había terminado, pero la paz tardó en llegar ante la colosal represión y rendición de cuentas. Las detenciones y ejecuciones se iniciaron a comienzos de mayo, y hasta noviembre de 1944 no cesó el magnicidio. Alrededor de 50.000 españoles que habían sido condenados en consejos de guerra fueron ejecutados oficialmente. Esta cifra no incluye las muertes causadas por el hambre, las condiciones sanitarias o el tratamiento brutal de algunos guardias en los campos de concentración y en las apiñadas cárceles del nuevo régimen, que se estiman en otros 20.000.

Mi abuelo fue inmediatamente apresado y llevado con otros a Alcázar de San Juan, condenado como en su tiempo expresara Quevedo en los calabozos de San Marcos en León a morirse de hambre. Así hubiera ocurrido si no es por sus hijas (mi madre y las otras tres hermanas), que sacando de donde no había le llevaban todos los días algo de comer. Pero tratados a palos, como animales, en una situación tan calamitosa y desesperada, la muerte era hasta casi una liberación. Y llegó: después de meses de zozobra, esperando siempre lo peor, un día no dieron con él; había desaparecido. Así de crudo y real. No estaba, sin más. Murió en una fría madrugada de noviembre de 1939, a los cincuenta y tres años de edad, ejecutado junto a las tapias del cementerio.

Casi quinientas personas represaliadas fueron asesinadas en Alcázar. Hombres y mujeres de toda condición, procedentes de todos los pueblos de alrededor.


Fusilados
La guerra había terminado, pero la paz tardaría en llegar

Mi abuelo Antioco era un hombre bueno, honrado y muy querido por los suyos, los más desfavorecidos y desheredados. Él amaba a la gente. Dio pan a quien lo necesitó. Lo que quería es que no hubiera pobres y que todo el mundo disfrutara de una vida digna y en libertad. Ese carácter altruista y humanitario le hizo meterse en política.

Persona acomodada, con posibles, como se decía entonces, quizá fue un traidor a los de su clase, que no se lo perdonaron. No casaba que un propietario protegiera a obreros, jornaleros, agricultores modestos, andrajosos y desarrapados. En ellos empleó todas sus fuerzas y “biengastó” su dinero, siempre pensando en los demás; así procedió durante toda su vida.

Fue mi abuelo con toda seguridad el personaje más carismático de la República en Campo de Criptana, el cabeza de turco ideal, y además de religión protestante, en la que se mostró siempre combativo y consecuente —demasiado—, por eso, acabada la guerra, los vencedores volcaron en él todo su odio.

Me lo mataron… Impidieron que me sentase en sus rodillas y me contara sus historias… No lo consiguieron, yo siempre las he sabido. No, no estoy loco.

Ahora descansa en una fosa común en Alcázar de San Juan.
                                                                                                          José Flores Sánchez-Alarcos
                                                                                                          Madrid 2008


                                                                                                       

UNA HISTORIA JAMÁS CONTADA
Versión breve presentada al Premio Relato Breve en 2008

He aquí la narración presentada al Premio Relato Breve que todos los años convocaba el diario El PAÍS, la editorial Alfaguara y el Círculo de Bellas Artes para conmemorar, cada 23 de abril, en el Día del Libro, la muerte de Cervantes. No la tuvieron en cuenta. Pretendió ser un homenaje a mi abuelo Antioco Alarcos.


Antioco Quijote
Cual Quijote, mi abuelo Antioco se transmutó en el "loco" que creyó en los grandes ideales: la libertad, el amor, la justicia, la integridad, la generosidad...

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Y como aquel Alonso Quijano cervantino, Antioco Alarcos, mi abuelo materno para más señas, de un lugar tan conocido como Campo de Criptana, se transmutó cual Quijote en el loco que creyó en los grandes ideales: la libertad, la justicia, la defensa de los oprimidos... Al parecer, una forma anacrónica de vida, pero en línea sin duda con la ética de la antigua caballería que lanzó al ingenioso hidalgo a la aventura.

Dicen que nació en 1886, pero ya existía antes… Tengo pruebas. En nuestra familia siempre hubo harineros y panaderos, y a finales del siglo XVI levantaron un artefacto novedoso para la molienda. Era uno de los 34 molinos de viento que Don Quijote imaginó gigantes en la inmortal novela de Cervantes. Y fue mi abuelo Antioco quien por esa época —conservamos documentos y una descolorida fotografía— cedió terrenos adyacentes para que se asentaran moriscos expulsados de las Alpujarras. Es el albaicín criptanense, al pie de la Sierra de los Molinos, con las casas encaladas —algunas horadadas en la falda de la colina—, zócalo añil y siempre en fuerte pendiente. Todo se conserva, incluso la cruz grande que servía de división con el barrio de los cristianos. Quiso de esta manera mitigar la desgracia de unas gentes cruelmente reprimidas, forzadas a bautizarse y perseguidas por la Inquisición por practicar en secreto su fe islámica.

Ya antes, mi abuelo estuvo al corriente de lo que se cocía en Europa. Y el pensamiento humanista le fue preparando para abrazar la Reforma Protestante. La Inquisición lo apresó, y sobre él se inició un proceso que culminó en Auto de fe en 1558.

Pasaron los años, y hasta él llegó el ideario de la Ilustración, modelo de igualdad y libertad que algunos países intentaron aplicar, aunque conservando —“todo para el pueblo pero sin el pueblo”— el absolutismo real. Al menos, algo se conseguía.

En la primavera de 1789, su instinto político le hizo viajar a París. Barruntaba los extraordinarios sucesos que pronto conmoverían al mundo. Luego Napoleón Bonaparte extendió el idealismo revolucionario de Francia por todos los rincones de Europa.

Regresó, y sin tiempo apenas, la invasión gala origino en él, afrancesado como era, un gran conflicto ideológico apenas superado por sus ansias de independencia. En 1812, como diputado por Ciudad Real en las Cortes de Cádiz, participó en la redacción de la Constitución, la famosa Pepa. Y el 30 de mayo de 1813, enrolado en las fuerzas de Juan Martín El Empecinado, entró victorioso en Madrid. La guerra tocaba a su fin.

Pero repuesto Fernando VII en su trono, giró la rueda de la historia hacia atrás. Sólo el pronunciamiento de Rafael del Riego en enero de 1820 acabó con la tiranía. Mi abuelo se unió al libertador cuando con sus tropas se dirigía a Málaga, y el mismo día de su llegada, en una noche de camaradería, inspiró a Evaristo San Miguel la letra del que pronto sería famoso Himno de Riego.

En abril de 1823, en requerimiento del felón Fernando VII, tropas mercenarias francesas, los “Cien mil hijos de San Luis”, acabaron con el experimento liberal.

Después vinieron los convulsivos años del reinado de Isabel II. Iba todo tan mal, que el 18 de septiembre de 1868, llegó a España la revolución, “La Gloriosa”.

Pero no fue nada fácil, ni con el rey Amadeo ni con la I República. El 2 de enero de 1874, el general Pavía ponía fin al nuevo ensayo democrático. Tras la Restauración borbónica mi abuelo dejó la política, y en 1910, un buen amigo, el escritor Vicente Blasco Ibáñez, lo persuadió para marchar con él a la Argentina. Incondicionales ambos en la entrega generosa por los más humildes, se convirtieron en aquella nación hermana en pioneros de grandes fundaciones agrarias, una especie de comunas o colectividades al servicio de los pobres. Desgraciadamente, aquello resultó una empresa quimérica y no tuvieron más remedio que regresar, y llenos de deudas.

En España, las revueltas sociales llevaron en 1923 al golpe de estado del general Primo de Rivera. No soluciono nada, y aunque intentó Alfonso XIII restaurar el orden constitucional, la victoria electoral de socialistas y republicanos en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 impulsó la proclamación de la II República.

En Campo de Criptana, mi abuelo Antioco se presentó a las elecciones encabezando las listas de Acción Republicana, el partido fundado por Manuel Azaña que luego pasó a ser Izquierda Republicana. Fue uno de los más votados y recibió su acta de concejal. Luego presidió el Ayuntamiento como alcalde en varios periodos. Pero la tarea resultó mucho más complicada de lo previsto. La falta de recursos, la muy desigual distribución de la propiedad agraria, los boicoteos continuos y los incontrolados dieron medio al traste con todo.

Los comicios del 19 de noviembre de 1933 otorgaron el Gobierno a la derecha. Una vuelta atrás que se expresó en numerosas huelgas y manifestaciones, como la que reunió en Madrid a casi 400.000 personas en torno a la figura de Azaña.

Mi abuelo, telonero en aquel memorable mitin, se presentó de nuevo en las elecciones de febrero de 1936, y con el triunfo del Frente Popular, tras presidir la sesión de constitución del Ayuntamiento por ser el concejal con más sufragios, le llegó el nombramiento como Regidor Procurador Síndico.

Para la oligarquía, la salvación estaba ya sólo en el Ejército. El 18 de julio de 1936, fuerzas militares se levantaron en armas contra la República, en un golpe dirigido a reemplazar la legalidad por un sistema de corte fascista. La traición significaba el fin de otro experimento democrático.

La guerra terminó el 1 de abril de 1939, pero la paz tardó en llegar. Mi abuelo fue rápidamente apresado y tratado a palos. La muerte ante aquella situación tan desesperada era una liberación. Y llego: después de meses de zozobra, esperando siempre lo peor, un día sus hijas no dieron con él. Así de crudo y real. No estaba, sin más.

Antioco era un hombre bueno, muy querido por los suyos, los más desfavorecidos. En ellos empleó su energía y puso el corazón. Así procedió durante toda su vida.

Persona acomodada, con posibles, como se decía entonces, quizá fue un traidor a los de su clase, que no se lo perdonaron. No casaba que un propietario protegiera a obreros, jornaleros, agricultores modestos, andrajosos y desarrapados.

Fue mi abuelo con toda seguridad el personaje más carismático de la República en Criptana, y además de religión protestante, en la que se mostró siempre consecuente —demasiado—, por eso, acabada la guerra, los vencedores volcaron en él todo su odio.

Me lo mataron… Impidieron que me sentase en sus rodillas y me contara sus historias… No lo consiguieron, yo siempre las he sabido. No, no estoy loco.

Ahora descansa en una fosa común en Alcázar de San Juan.
                                                                                                                                                    José Flores Sánchez Alarcos
                                                                                                                                                    Madrid, 23 de abril de 2008


Yo y mi abuelo Antioco
Esta fotografía no pudo ser. Es un montaje. Mi abuelo Antioco y yo en la Plaza, en los años...cincuenta