PLAZA DE LA VILLA
Esta plaza, cuyo nombre primitivo era de San Salvador, constituye uno de los rincones del Madrid actual que mejor conservan, a pesar de tener edificios de diversas épocas, el sabor y la esencia de lo antiguo. Además de la calle Mayor, su principal acceso, se abren a ella una serie de callecitas, breves y estrechas —apenas portillos—, que forman parte del viejo plano de un Madrid histórico.
Se desconoce cómo pudo ser durante el periodo musulmán, pero a partir de la conquista, fue tomando tal importancia, que con los Trastámara se convierte en el centro oficial y comercial de la Villa.
En aquel tiempo, en la parte meridional estaba el edificio de la Carnicería Vieja, que desapareció cuando en 1537 don Benito Jiménez, sobrino del cardenal Cisneros, construye su palacio, conocido como Casa de Cisneros.
El lado occidental lo ocupaba la Alhóndiga (depósito de granos y otros comestibles), convertida en Cárcel de la Villa y vivienda del Corregidor en 1497, que también desapareció al edificarse en el siglo XVII la nueva sede del Concejo, la Casa de la Villa, que no es otra cosa que el Ayuntamiento. Hoy la Casa de la Villa esta reservada a actos protocolarios y de representación, pues el grueso de las oficinas centrales del Ayuntamiento están en la plaza de la Cibeles, en el antiguo edificio de Correos. En la calle Mayor, frente a la plaza, estuvo hasta el último tercio del siglo XIX la parroquia de San Salvador, en cuyo atrio se celebraron las primeras reuniones del Concejo de la Villa. En el centro de la plaza hubo en otro tiempo una fuente, igualmente llamada de la Villa. En su lugar se alza actualmente la estatua en bronce del almirante don Álvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz. Es de Mariano Benlliure y fue inaugurada en 1891. A excepción del inmueble esquinero con la calle Mayor —verdadera lástima, pues desentona en el conjunto—, la parte oriental permanece íntegra. Allí se encuentran los únicos edificios de arquitectura civil que han llegado a nuestros días del Madrid de la Edad Media, las casas y torre de los Lujanes.
Este paraje, utilizado desde tiempo inmemorial para aventar las mieses y por ello conocido como era y luego plaza del Viento, pasó más tarde, con el nombre de la Cebada, a ser el lugar donde los labriegos vendían sus cereales, no sin antes separar el diezmo que le correspondía a la cercana parroquia de San Andrés, otra parte para las caballerizas del rey, un pequeño óbolo para el sacristán de San Pedro, por tocar una campana milagrosa que dicen que alejaba las tormentas; limosnas también para las parroquias de Santa María y de San Justo, y algún que otro donativo para los frailes de San Francisco. En el siglo XVIII fue éste el espacio donde se instalaban las ferias y mercadillos de Madrid. Y ya en el siglo XIX se destinó, durante largo periodo, como siniestro emplazamiento del patíbulo para las ejecuciones de los condenados por la justicia. Diversas edificaciones, hoy desaparecidas, ornaban la plaza desde antiguo. En la esquina de la calle de Toledo estaba el convento y hospital de la Latina, fundado por doña Beatriz Galindo, profesora de latín de Isabel la Católica. Junto a la calle del Humilladero, en el solar de una vieja ermita, fundó la cofradía de la Vera Cruz su iglesia de Santa María de Gracia. Y mención especial merece el enorme y bellísimo mercado de hierro inaugurado en 1875. Tenía 6.416 metros cuadrados y sus columnas y armaduras metálicas habían sido construidas en Inglaterra. Era el tiempo en que se pusieron de moda, después de la torre Eiffel, este tipo de construcciones. Lamentablemente desapareció por motivos especulativos nada claros en 1956. Sobre parte de su solar se alza el nuevo mercado, funcional y que no tiene mal aspecto, pero que no hace olvidar la monumentalidad del anterior. Desde el siglo XVII existía allí una fuente de amplio estanque, cuya originalidad consistía en que los
chorros de agua vertían sobre piletas elevadas. A su alrededor se reunía toda la gallofa de Madrid.
Hablar de la calle de Segovia es tanto como hablar de los propios orígenes de nuestra villa, ya que el
primer núcleo de población madrileña —árabe—, además de establecerse en el montículo del Palacio Real, también
lo hizo allí, en ese profundo valle antiguamente recorrido por el arroyo que los cristianos llamaron luego de
San Pedro.
La calle, que antes se llamó de la Puente, comienza en Puerta Cerrada y acaba en la glorieta del Puente
de Segovia.
En todo el recorrido conserva parte de su viejo carácter de gran vía de penetración al corazón de la ciudad. Al principio, muy angosta, se abre por la derecha el pasaje del Obispo, que deja ver una bella perspectiva de la iglesia pontificia de San Miguel. En el número 4 se conserva el edificio del Dispensario Azua, con un bello esgrafiado en su fachada a la manera de las casas segovianas. En el número 10 estaba la espartería de Cipriano Bustos, lugar donde el famoso bandido Luis Candelas cometió en 1837 uno de sus más audaces robos. A la altura de la trasera de la iglesia de San Pedro se forma una pequeña plazoleta, y en ese enclave, haciendo esquina con la costanilla de San Pedro, se encuentra el antiguo palacio del marqués de la Romana. Durante muchos años sirvió como sede de la embajada de Austria y luego de la sección de Estadística y Empadronamiento del ayuntamiento de Madrid. Pasada la costanilla de San Pedro y el paredón que cierra por la calle de Segovia el palacio de Anglona,
otro ensanche forma la placita de la Cruz Verde. Toma ese nombre por una cruz pintada de verde que allí quedó
adosada a la espalda del desaparecido convento del Sacramento, como recuerdo de utilizarse dicho espacio para
autos inquisitoriales. La estatua de Diana que adorna la actual fuente procede de otra desmontada en Puerta
Cerrada.
Junto a la cuesta de los Caños Viejos estaba la llamada Casa del Pastor, con el escudo más antiguo de Madrid. Como tantas veces, ahora lamentamos su destrucción. Los vecinos de un alto y horrible edificio que ocupa su lugar disfrutan ahora de la ornamentación de tan simpar escudo. En el año 1614, Felipe IV fundó por esta zona la primera Casa de la Moneda. Ocupaba el complejo varios
edificios, a ambos lados de la calle, pasando el Viaducto. Allí nació Mariano José de Larra, cuyo abuelo paterno
era administrados de aquella institución. Mudó de sede la Casa de la Moneda en 1861, y aquello se transformó en
casas de vecindad. En una de ellas se instaló la famosa "Posada del Maragato", donde se alojaban los carreteros
que traían el pescado a Madrid.
A la derecha y descendiendo hasta el río estaba el Campo de la Tela, hoy parque de Atenas, que fue en la
Edad Media lugar de justas y torneos.
Y da fin a la calle el Puente de Segovia, construido por Juan de Herrera en tiempos de Felipe II.
Desde la Puerta del Sol a la Cuesta de la Vega, la calle Mayor ha tenido varias denominaciones. En el
plano de Texeira (1656) aparece con cuatro nombres: Mayor, de Sol a las plazas de San Miguel y de Comandante las
Morenas; Guadalajara, hasta Milaneses: Platerías, de Milaneses a la plaza de la Villa, y Almudena, hasta la
desaparecida iglesia de Santa María, frente a Capitanía General.
La calle Mayor sigue conservando la importancia que ya tuvo durante la época medieval y que se agrandó al ser declarada Madrid capital de España. Recorrerla es ir reconociendo, siglo a siglo, todas las edades de la ciudad. En Mayor estaban agrupados desde antiguo los establecimientos del mismo ramo: los joyeros ocupaban el principio de la calle, cera de la izquierda, hasta su confluencia con la de Siete de Julio; los pañeros en la de enfrente, hasta Coloreros; los manguiteros entre Coloreros y Bordadores, los sederos entre Bordadores y la plaza del Comandante las Morenas, y los últimos, los roperos, frente a los del gremio anterior. Todas las calles aledañas, como su nombre indica, también tenían su especialización: Esparteros, Coloreros, Bordadores... Hoy, otros dos tipos de tiendas —ya las podemos considerar tradicionales— dan una especial fisonomía a esta zona: las de "efectos militares" y las de ornamentos de iglesia. Mucho ha cambiado el aspecto de la calle. Comenzaba en otros tiempos con el convento de San Felipe el Real, famoso por sus covachuelas habilitadas para la venta de todo tipo de fruslerías. Y más aún por la lonja sobre las covachuelas y las gradas de acceso, el renombrado "Mentidero de la Villa", lugar donde se conocían las noticias antes de producirse. En su solar, entre las calles de Correos y Esparteros, construyó el maragato Santiago Alonso Cordero, gracias a un premio de lotería, la llamada casa del Cordero. En la otra acera se levantaba el magnífico palacio de Oñate, de igual manera abatido por la piqueta (su
portada, de Rivera, se volvió a montar en la Casa de Velázquez, en la Ciudad Universitaria). Allí residía el conde
de Villamediana, cuyo misterioso asesinato dio pie a miles de rumores y comentarios: amoríos reales, altas razones
de Estado, complicidad del rey Felipe IV... Y frente al palacio, lugar donde los pintores exponían sus cuadros al
paso de las procesiones del Corpus, mostró Murillo su famosa Inmaculada Concepción.
La calle de San Felipe Neri nos recuerda el desaparecido oratorio dedicado a este santo. Y la plaza de San
Miguel, de igual manera, a la antigua parroquia de San Miguel de los Octoes, demolida en 1809. De allí pasaron
algunos de sus cuadros e imágenes a la iglesia de San Justo y luego a la nuestra de Maravillas.
En este mismo ensanchamiento que forman las plazas de San Miguel y del Comandante las Morenas, estaba la
puerta de Guadalajara, la más importante del Madrid medieval, que se abría en el segundo cerco amurallado que
tuvo la ciudad, el practicado por los cristianos tras la conquista.
En el número 61 se conserva la casa que perteneció a don Pedro Calderón de la Barca, estrechísima y muy
característica de la época, dada la falta de suelo para edificar que padeció Madrid. Muy cerca tiene una calle
dedicada, abierta en el solar dejado por el convento de la Salutación de Ntra. Señora, vulgarmente llamado de las
monjas de Constantinopla, del que era capellán.
Frente a la plaza de la Villa se erguía la iglesia de San Salvador. En su atrio se celebraban las primeras reuniones del Concejo. La Casa de la Villa, con proyecto de Juan Gómez de Mora, no estuvo terminada hasta el año 1696. Y al lado del Ayuntamiento se encuentra el palacio de Camarasa, que alberga dependencias municipales. Del convento del Sacramento sólo se conserva la iglesia, actualmente de la Vicaría General Castrense. En el ensanche que se forma en el cruce de calles, un monumento recuerda el atentado sufrido por Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia en 1906. Ese fue también el emplazamiento de la puerta de Santa María, llamada así después por los cristianos (se desconoce el nombre árabe), pero que pertenecía al primer recinto amurallado. Sí se mantiene antes de llegar a Bailén, a la izquierda, el palacio del duque de Uceda, valido de Felipe III. El edificio, que pasó posteriormente a ser sede de los Consejos de Castilla, ahora se reparte entre Capitanía General y el Consejo de Estado. En la acera opuesta, otro palacio, el de Abrantes, utilizado como centro cultural de la Embajada de Italia, fue construido en parte sobre la gran mansión de la más famosa tuerta de nuestra historia, la princesa de Éboli. Y a continuación, esquina a Bailen, desgraciadamente ya no existe la más antigua iglesia madrileña, la de Santa María de la Almudena, asentada sobre una mezquita árabe y demolida en 1868. Parte de sus cimientos, descubiertos recientemente en obras de pavimentación, se muestran al público bajo una protección de cristal. En la prolongación de la calle hasta la Cuesta de la Vega, toda la parte de la derecha está ocupada por la
catedral de Ntra. Señora la Real de la Almudena. Una hornacina con su imagen recuerda que ahí milagrosamente se
encontró, en la antigua muralla, después de haber sido escondida en tiempos de los árabes. Restos de esta muralla
musulmana, incluso los cimientos de la puerta de la Vega aquí ubicada, los podemos encontrar frente a la cripta,
en el solar que quedó del derribo del palacio de Malpica, hoy una placita bastante descuidada y dedicada al
fundador de Madrid, el emir Mohamed I.
Es la plaza principal de Madrid y quizá una de las más bellas de Europa. Entrar en ella por cualquiera de sus nueve puertas supone encontrarse con un espacio maravilloso, un gran escenario lleno de historia y de tradición. En la Baja Edad Media era una zona irregular, fuera de las antiguas murallas, generalmente encharcada y conocida como Laguna de Luján, por pertenecer a Francisco de Luján, del mismo linaje de los que vivían en la plaza de la Villa. En tiempos de Juan II se desecó y comenzó a utilizarse para la instalación de mercadillos, recibiendo el nombre de plaza del Arrabal por estar a la salida de la puerta de Guadalajara, extramuros. A finales del siglo XV, los Reyes Católicos dictaron normas y disposiciones para ordenar y regularizar dichos mercados. Pero es durante el reinado de Felipe III cuando la plaza (conocida ya como Mayor) presentaba un estado tan ruinoso que se determinó construir una nueva, digna de la capital de España. Tras un primer proyecto fallido de Juan de Herrera, el encargo lo recibió Juan Gómez de Mora, que trabajó durante dos años y terminó las obras en 1619. El coste ascendió a doscientos mil ducados. Era en esa época la Plaza Mayor un conjunto armonioso con calles abiertas y bloques de casas de seis plantas. Estas casas, construidas con estructuras de madera y tejados de plomo, inauguraron en Madrid un nuevo modelo de vida, una nueva forma de vivir en pisos, como en la actualidad. Sus dos edificios más singulares, la Casa de la Carnicería, en la zona sur, y la Casa de la Panadería, enfrente, construida anteriormente (1590) por Diego Sillero, y que Gómez de Mora hubo de respetar e incluir en su proyecto, han tenido uso diverso. La Casa de la Panadería, destinada al principio para venta de pan y con habitaciones reservadas para el acomodo de los reyes, fue sede de la Academia de Bellas Artes, antes de construirse el edificio de la calle de Alcalá; seguidamente albergó la Academia de la Historia, hasta su mudanza a la calle del León, y también el Archivo de la Villa, hoy en el Centro Conde Duque. En la Casa de la Carnicería, con venta de carne inicial y siempre habilitada para dependencias del Ayuntamiento, está en la actualidad la Junta Municipal del Distrito Centro. La Plaza Mayor ha sufrido tres grandes incendios. El primero, el 7 de julio de 1631, se originó en un
sótano cercano a la Casa de la Carnicería, corriéndose hacia la calle de Toledo. Duró tres días y fue devastador,
destruyendo medio centenar de casas y causando la muerte a trece personas. Como no había socorros humanos con que
acudir, se recurrió a los divinos: misas en altares improvisados en los balcones, traslado de imágenes, entre
ellas las de la Virgen de la Almudena y Ntra. Señora de Atocha, y reliquias de iglesias y conventos, incluido el
cuerpo incorrupto de san Isidro. De la restauración, fiel al original, se ocupó el propio Gómez de Mora.
El 2 de agosto de 1672, otro incendio arruinó la Casa de la Panadería, de la que se salvó solamente la
planta baja y hubo de ser reedificada por Jiménez Donoso. Los muertos fueron veinticuatro.
Y el último, en la parte sur, se produjo el 16 de agosto de 1790, devorando las llamas casi un tercio de
la plaza. Ello motivó que se encargara a Juan de Villanueva una reforma general del recinto.
En 1873, una nueva intervención municipal la dotó de jardines y quioscos de música, que desaparecieron en
1936, cuando se restituyó el empedrado. Los cambios más recientes se produjeron en 1968, al construirse el
aparcamiento subterráneo, ocasión que se aprovechó para declararla de uso exclusivamente peatonal.
La Plaza Mayor es un rectángulo de proporciones renacentistas (120 metros por 85), con edificios muy
unitarios de cuatro plantas y techo abuhardillado. En sus muros predomina el color rojo y el ocre, en armonioso
contraste con la pizarra de la techumbre y el gris de la piedra de pilares, arcos y pilastras de ventanas.
En el centro se encuentra la estatua ecuestre del rey Felipe III, última obra de Juan de Bolonia antes de fallecer, y que hubo de terminar Pietro de Tacca. El modelo fue un retrato de Pantoja de la Cruz. En este lugar fue colocada en 1848, año en que la reina Isabel II accede a su traslado desde su emplazamiento primitivo en la Casa de Campo, entonces de posesión real. En 1873, el gobierno republicano la desmontó y guardó en los almacenes municipales, de donde salió dos años después para ser reinstalada de nuevo. En 1931, tras la proclamación de la Segunda República, fue derribada y destrozada, pero luego reconstruida por Juan Cristóbal. Con motivo de las obras del aparcamiento subterráneo se acordó protegerla con una verja de hierro que impidiera las pintadas en su pedestal, obra de González Pescador y Sabino Medina. A través de la historia, la Plaza Mayor ha sido escenario de muchos acontecimientos, unos felices y otros
trágicos. De simple mercado al final de la Edad Media, sirvió para celebrar procesiones y festejos por la
beatificación de san Isidro en 1620, y dos años más tarde por la canonización, que fue a la vez que las de san
Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, santa Teresa de Jesús y san Felipe Neri. Hubo proclamación de reyes y
grandes fiestas de la realeza, siempre con espectáculos fastuosos, llenos de lujo y esplendor.
Las corridas de toros (de muy larga duración, lidiándose hasta veinte toros) se organizaban con frecuencia para
celebrar todos los eventos importantes, reuniendo la plaza un aforo de unas 50.000 personas, muchas de ellas
ubicadas en los balcones, que se alquilaban a buen precio.
En la Plaza mayor hubo autos de fe, quema de herejes y numerosas ejecuciones públicas. Tremenda
expectación levantó en 1621 la de don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y ministro de Felipe III. Del
episodio quedó la frase popular “tener más orgullo que don Rodrigo en la horca”.
Aquí se protestó contra Esquilache, fueron fusilados muchos patriotas madrileños en los días de la guerra
de la Independencia, y se dio a conocer pública y solemnemente la Constitución de las Cortes de Cádiz, la famosa
“Pepa”. Entonces recibió el nombre de plaza de la Constitución. En otras etapas, y según los vaivenes políticos,
también ha sido denominada plaza Real, de la República y de la República Federal .
En los siglos XVIII y XIX volvió a recuperar su antigua función de mercado, instalándose allí los cajones y tinglados para la venta de toda clase de vituallas. Característico de la Plaza Mayor son los artistas callejeros y sus viejos comercios de paños, gorras, sombreros y efectos militares, de resonancia galdosiana, pero hoy en franco retroceso ante los bares (algunos con solera y famosos por sus bocadillos de calamares), restaurantes y tiendas de “souvenirs” y mil pequeñas curiosidades para los turistas. Típicos y tradicionales son asimismo el mercadillo navideño de pinos, abetos, cortezas de árboles,
figuritas para el belén, zambombas, panderetas y demás artilugios propios de esas fiestas; la feria filatélica
dominical, que se instala en los soportales, e incluso las multitudinarias concentraciones para degustar cocido
madrileño o roscón de Reyes, como reclamo para reunir fondos para ciertas instituciones benéficas.
La calle que ponía en comunicación Puerta Cerrada con la desaparecida iglesia de Santa María (C/ Mayor, frente a Capitanía General), denominada de antiguo y popularmente "la calle que va a Santa María", se dividió luego en dos partes con los nombres de San Justo y del Sacramento, separadas por la plaza del Cordón. Era esta calle —y en parte no ha perdido su primitivo carácter— una vía señorial y severa, con grandes
edificaciones, palacios e iglesias.
La iglesia de San Justo, situada en el mismo solar que hoy ocupa la basílica pontificia de San Miguel, fue la que dio el patronímico al primer tramo. Este primitivo templo parroquial, dedicado a los Santos Niños Justo y Pastor y derribado a finales del siglo XVII, fue reemplazado por el actual, iniciado en 1739 según planos de Santiago Bonavia. Y como en 1891 se hizo cargo de él la Nunciatura Apostólica, la titularidad parroquial pasó a la iglesia del viejo convento de Maravillas, y desde 2016 anexionada a la de San Ildefonso, en la plaza del mismo nombre. Antes de San Miguel, con el pasadizo del Panecillo por medio, se encuentra el palacio Arzobispal,
construido para residencia de los arzobispos de Toledo en su paso por Madrid, cuando de esa jurisdicción
dependíamos. Desde que existe la diócesis madrileña es la residencia fija de sus prelados.
Al pasadizo del Panecillo y a la calle de la Pasa, en la trasera del palacio, les viene el nombre por la costumbre limosnera del cardenal infante don Luis de Borbón, que solía repartir diariamente estos alimentos a los pobres. "El que no pasa por la calle de la Pasa no se casa" era un dicho popular en la Villa, y aludía a la necesidad de acudir a unas oficinas que allí existían para realizar los trámites previos a los casamientos. En la esquina con la calle del Doctor Letamendi, antes del Tentetieso, estaba el caserón medieval (reconstruido en el siglo XVI) que según la tradición perteneció a Iván de Vargas, patrón de san Isidro, y que, lamentablemente, en 2002, cuando se procedía a su rehabilitación para sede de la Fundación Nuevo Siglo, fue demolido sin licencia y sin que el Ayuntamiento hiciera nada por impedirlo. Esta fundación fue constituida —ironías del destino— como foro de debate para impulsar el desarrollo urbano y la defensa del patrimonio arquitectónico. El edificio actual, sede de la Biblioteca Pública Municipal Iván de Vargas, es burda imitación. En otra esquina, ahora con la calle del Puñonrostro, vivió durante unos meses Antonio Pérez, el famoso secretario de Felipe II, cuando estaba sometido a un proceso judicial acusado de corrupción. Desde esta casa saltó por un balcón al templo cuando fueron a prenderle, pero los alguaciles, sin respetar el fuero sagrado del lugar, entraron y lo detuvieron por la fuerza. Tras estar prisionero en varios sitios, logró fugarse en Madrid y refugiarse en Aragón, donde las leyes lo protegían, y desde allí huyó a Francia.
Vale la pena subir por esa calle de Puñonrostro, desembocar en la bellísima y cuidadísima plaza del Conde de Miranda y entrar en la iglesia del convento de las Carboneras, que se conserva apenas sin cambios desde la época de su construcción, a principios del siglo XVII. El antes citado palacio del Cordón, que da nombre a la plazuela y a la calle que la atraviesa, es un
palacio muy renovado en el siglo XVIII que perteneció a los condes de Puñonrostro. Su denominación se debe a un
cordón franciscano tallado en torno a su puerta.
Al principio de la calle del Sacramento, y de nuevo en esquina (con la calle del Cordón), se conservan los únicos restos renacentistas auténticos de la llamada Casa de Cisneros, cuya fachada principal después de las reformas mira a la plaza de la Villa. Fue construida por un sobrino del famoso cardenal y en ella se encuentra el despacho del alcalde. Justo enfrente se levanta otro palacio muy deteriorado que fue propiedad de los condes de Revillagigedo, que también alberga dependencias municipales. Bajando por la calle del Cordón y a través de la calle del Conde se accede a la recoleta plaza de San
Javier. Es uno de los rincones más deliciosos y típicos de Madrid. En una casa que hace recodo (tiene un escudo
nobiliario en la fachada) hubo un viejo mesón que dicen frecuentaba el legendario bandido Luis Candelas.
La subida podemos hacerla por la pintoresca calle del Rollo. Aquí se encontraba la Casa de la Parra, famosa por una curiosa anécdota con ella relacionada. Cuentan que el maestro López de Hoyos, director de los "Estudios de la Villa", tuvo un día que castigar a uno de sus alumnos por robar un hermoso racimo de la parra, y que éste era nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra. Ya en la calle del Sacramento, y frente a la nueva plazuela de acceso a los aparcamientos municipales, se
levanta el palacio O´Reilly, con servicios igualmente del Ayuntamiento.
Al final, a la izquierda, estaba el convento del Sacramento, de monjas Bernardas, del que sólo se conserva
la iglesia, hoy sede de la Vicaría castrense.
El cruce con la calle Mayor era uno de los puntos de entrada al Madrid árabe, con la puerta que luego los
cristianos llamaron de Santa María.
Quedan pocos vestigios medievales del antiguo barrio de Santiago, arrasado casi en su totalidad por José Bonaparte para abrir grandes espacios alrededor de Palacio. El corazón de esta parte de la ciudad estaba en sus iglesias. La de Santiago, en la plaza del mismo nombre, que ya existía en 1202, fue derribada en 1809 y nuevamente reedificada en 1811. De San Juan no queda nada; abatida en 1811, en su solar se abrió la plaza de Ramales. Ni los restos de Velázquez, allí enterrados, fueron respetados. Según algunos historiadores, la piqueta destructora sólo afectó al alzado del edificio, y no a su cripta, donde se supone recibió sepultura el artista. Con el paso del tiempo, la ubicación exacta de los restos fue olvidada, y los intentos por recuperarlos (el último y ya definitivo en 1999) siempre han sido vanos. Velázquez murió en 1660 de una pancreopatía aguda o peritonitis, lo que en el siglo XVII se denominó una "terciana sincopal minuta sutil". Fue amortajado con el manto capitular de la Orden de Santiago, con la roja insignia al pecho, el sombrero, la espada, botas y espuelas. Otras iglesias desaparecidas fueron la de Constantinopla, en cuyo terreno se trazó la calle de Calderón de
la Barca, y la de San Salvador, frente a la plaza de la Villa.
La única que se conserva, San Nicolás, en la bella encrucijada que forman la calle y plaza de esta misma denominación con la del Biombo, posee una de las dos torres medievales mudéjares, junto con San Pedro el Viejo, que apuntan al cielo madrileño. La calle de Santiago es la más importante de la zona. En ella nació la beata Mariana de Jesús, en el
número 2, y allí estuvo el primer mercado de pescado fresco que hubo en Madrid.
Por las calles del Factor y del Rebeque pasaba el primer recinto amurallado que tuvo la Madrid, el árabe, construido en el siglo IX, que dejaba todo el barrio de Santiago fuera de su entorno, extramuros. La segunda muralla, la cristiana, del siglo XII, que recorría por este sector las calles del Espejo y de
la Escalinata, ya encerraba bajo sus muros a Santiago. Una de sus puertas, la de Valnadú, se encontraba al
principio de la calle de Vergara, junto al Teatro Real.
Al empezar a urbanizarse la plaza de Isabel II, rellenando el tremendo barranco que formaban los Caños del Peral, fue necesario construir unas gradas para salvar la diferencia de nivel con la calle de la Escalinata. El agua de este manantial alimentaba unos baños públicos que hasta hace unos años se encontraban junto a esas escalerillas. La calle de Santa Clara recibió el nombre por el convento de la Visitación de Nuestra Señora, de monjas franciscanas clarisas, demolido por los franceses. En el número 3, donde vivía, se suicido en 1837 Mariano José de Larra, gloria del Romanticismo español. La calle de Requena, frente a Palacio, fue abierta en los solares de la antigua Casa del Tesoro y de la
Biblioteca Real. El intento de José Bonaparte por dignificar todo aquel espacio fue plausible, pero por su corto
reinado sólo se realizaron los derribos, nada de las ejecuciones proyectadas y sí la perdida de edificios que se
debieran haber respetado. Las obras, con otras ideas y trazados, vinieron después, con los años, incluso casi
ahora mismo, en la última intervención sobre el área de la plaza de Oriente. Pero en el cogollo del barrio de
Santiago volvió a edificarse en el siglo XIX con los mismos recovecos y estrecheces, y parece como si por sus
callejas pudiéramos aún encontrarnos a algunos de nuestros antepasados.
Este pequeño cogollito de la ciudad, el barrio de San Ginés, antiguo arrabal del primitivo Madrid, se agrupó desde el siglo XIII en torno a una de sus parroquias más populares, la de San Ginés de Arlés, en la calle del Arenal. La iglesia que ha llegado a nuestros días no es la original. El actual templo data sólo del año 1645, aunque mejor sería decir desde 1826, por las posteriores restauraciones y reconstrucciones a que ha sido sometido. Se sabe que fue reedificado por los monarcas castellanos y que, en el año 1483, el caballero madrileño
Juan Gómez Guillén costeó la construcción de la capilla mayor, que fue la que, al hundirse en 1642, provocó que
fuera necesario el derribo de gran parte de la iglesia. El nuevo edificio, barroco, obra de Juan Ruiz, terminado
en 1645 a expensas del adinerado feligrés Diego de Juan, que invirtió en él setenta mil ducados, y que al menos en
gran parte de su obra de fábrica ha llegado a nuestros días, constaba de tres naves, planta de cruz latina y
cúpula ciega sin tambor ni linterna. De esta época son la torre y la capilla aneja del Santísimo Cristo de San
Ginés, incorporada en la actualidad al ambito del templo parroquial.
En el año 1756, Diego Villanueva realizó reformas importantes, que no serían las definitivas, pues, el 16 de agosto de 1824, de nuevo las desgracias se ceban en San Ginés, que sufre un devastador incendio. Las obras de reconstrucción, iniciadas rápidamente y por arquitecto desconocido, estaban terminadas en 1826. Éste es verdaderamente el templo que conocemos; aunque la entrada principal fue reformada en 1872 por el arquitecto José María de Aguilar y, en 1960 y 2003 se llevaron a cabo muy acertadas restauraciones. El templo, al exterior, es de una soberana belleza, destacando sus muros, de ladrillo y mampostería de
estilo toledano, y la torre, alta, escueta, geométricamente perfecta, esbeltísima, con campanarios de balcones
volados y chapitel de la más pura ortodoxia madrileña.
Desde siempre, el eje principal del barrio fue la calle del Arenal. Y se llamó así porque era un barranco donde las torrenteras que bajaban desde los barrios de San Martín y de Santo Domingo depositaban sus arenas. Pero es en tiempo de los Borbones cuando esta calle, al constituirse en enlace directo entre Palacio y la Puerta del Sol, se convierte en una de las más importantes, edificando allí la nobleza y la alta burguesía sus mansiones. Era también la calle, durante el siglo XVIII, el camino obligado para asistir al teatro de los Caños del
Peral. Y la importancia y el deambular de gentes subió cuando, en 1850, se construye el Teatro Real, en el mismo
solar del anterior, y más aún, en 1871, al inaugurarse el teatro Eslava, con salón-café en la
planta inferior popularizado por el cantable de Menegilda, la "pobre chica", en la Gran Vía, y asimismo escenario
de los primeros éxitos de Celia Gámez.
En la calle del Arenal, en la noche del 18 de julio de 1872, sufrieron el rey Amadeo I y su esposa un atentado, suceso que precipitó la ya casi anunciada abdicación del monarca. El palacio de Gaviria, antiguo escenario de grandes fiestas y reuniones cortesanas, es el único resto de
los ya olvidados esplendores de la calle. Allí están instalados numerosos comercios especializados en objetos de
decomiso, y, en su parte noble, hoy perfectamente restaurada y que albergó durante muchos años al Centro
Asturiano, existe un selecto local con diversos ambientes y audición de música en vivo.
Aunque no queda en el barrio ningún vestigio medieval, sí conserva ese carácter especial propio de las
viejas ciudades. La plaza del Comandante las Morenas (antes de la Caza), muy cerca de donde estuvo la puerta de
Guadalajara (del recinto amurallado cristiano del siglo XII), recibió el antiguo nombre por albergar un mercadillo
destinado a la venta de esos productos.
En la plaza de Herradores, lugar donde se estableció ese gremio, paraban también los porteadores de sillas de mano, una especial "parada de taxis" de otros tiempos; incluso acogía una "oficina de colocaciones" para criados y lacayos en paro. La calle de Hileras, enlace directo con el vecino barrio de San Martín, parece ser que era un paseo con dos hileras de árboles. Otros viejos cronista de la Villa afirman que el nombre, al igual que el de la de Bordadores, viene porque en ellas se asentaron los gremios de hilanderas y de bordadores de telas. Por el pasadizo de San Ginés, donde hay instalada una modesta y típica librería de lance y una centenaria
y popular chocolatería, se accede, a través de un arco, a la plazuela de San Ginés y a la calle de Coloreros,
llamada así por los vendedores de pastillas para el teñido de tejidos. Es uno de los más bellos, pintorescos y añejos rincones de Madrid.
Los antiguos arrabales madrileños surgieron en torno al recinto amurallado medieval, al quedarse éste pequeño para albergar el aumento de población. El de Santo Domingo, segundo en antigüedad, tuvo un origen monacal, pues se formó alrededor del convento de dominicas que fundó santo Domingo de Guzmán en el año 1218, dedicado en un principio a Sto. Domingo de Silos y luego al mismo fundador. Según la tradición, fue el propio santo quien cavó un pozo para el abastecimiento del monasterio, que aún se conserva en el número 3 de la calle de Campomanes. Este convento, lamentablemente desaparecido en 1868, llegó a ocupar, tras sucesivas donaciones o compras de terreno, una grandísima extensión a lo largo de la Cuesta de Santo Domingo. Su enorme huerta, famosísima y conocida como Huerta de la Priora y antes de la Reina, fue una cesión de doña Leonor, esposa de Alfonso VIII. Llegaba e incluso se adentraba en el Barranco de las Hontanillas, lugar hoy ocupado por las plazas de Isabel II y de Oriente. Por la actual calle de los Caños del Peral surgía una corriente subterránea de agua que regaba la huerta y alimentaba unos baños públicos, fuentes u hontanillas —los Caños del Peral—, abrevaderos y unos lavaderos con 57 pilas.
En tiempos de los franceses, las tropas invasoras ocuparon el convento, que ya quedó bastante dañado, y requisaron y derribaron muchas de sus dependencias. Desaparecieron en esta época también los Caños del Peral, aunque luego fueron encontrados casi intactos en obras realizadas para modernizar la estación del Metro de Ópera.
Cuando se urbanizó toda esta zona del Barranco de las Hontanillas, tuvo que ser rellenada en algunos lugares hasta con 8 metros de tierra para poder salvar los grandes desniveles. Algo de ello se puede apreciar en la calle de la Escalinata.
En la plaza de Santo Domingo se encontraba la puerta del mismo nombre, frente a la calle de San Bernardo, camino antiguo al pueblo de Fuencarral y principio de la vía de comunicación con Francia. Esta puerta pertenecía a la cerca que en tiempo de los Reyes Católicos fue necesario construir para que encerrase todos los arrabales surgidos fuera de las murallas. El barrio actual de Santo Domingo queda delimitado por la calle de San Bernardo, plaza de Sto. Domingo, Costanilla de los Ángeles, plaza de Isabel II, Arrieta, San Quintín, Bailén, plaza de España y la Gran Vía, cuya construcción trajo consigo la desaparición de algunos nobles edificios e incluso de calles enteras.
Tras la evocación del convento de Santo Domingo, que dio nombre al barrio, vamos ahora a realizar un breve recorrido por sus calles e intentar describir los aspectos más interesantes o curiosos.
En la misma plaza de Santo Domingo, en su día término de Madrid y continuamente en obras por mil y una remodelación, destacan las amplias terrazas al aire libre de algunos bares y cafeterías, con un ambiente casi playero o de paseo marítimo.
Cerca, en la Costanilla de los Ángeles, existió otro convento, pared con pared con el de Santo Domingo: el de Santa María de los Ángeles, de monjas franciscas. Fue fundado en 1564 y derribado en 1838, en tiempos de la desamortización.
En el número 12 de la calle de Arrieta estuvo instalada la Biblioteca Nacional, antes Real Librería. En el mismo solar se construyó posteriormente la Real Academia de Medicina. El convento e iglesia de la Encarnación, en la calle y plaza del mismo nombre, es posiblemente uno de los monumentos religiosos más bellos de Madrid. Fue fundado por la reina Margarita, esposa de Felipe III, para solemnizar la expulsión de los moriscos, y estuvo terminado por completo en 1616. La obra arquitectónica corresponde a Juan Gómez de Mora, aunque luego fue reformado por Ventura Rodríguez en 1755. En la sacristía se conserva un relicario con la sangre de san Pantaleón, que cada 27 de julio, fiesta del santo, se licúa milagrosamente.
En la plaza de la Marina Española, esquina a Bailén, está el palacio del conde de Floridablanca, construido por Sabatini, posterior residencia de Godoy y de Murat. En 1826 pasó a ser la sede de los ministerios de Hacienda, Guerra, Justicia y Marina, quedando a partir de 1846 sólo con el de Marina. Después fue Museo del Pueblo Español y, en la actualidad, sede del Instituto de Estudios Políticos.
Contiguo a este palacio se encuentra el edificio del Senado, ampliado en los últimos años por la zona trasera y por Bailén. Primitivamente fue un convento y colegio de agustinos calzados fundado en 1590 por doña María Fernández de Córdoba y de Aragón, dama de la reina doña Ana de Austria. Muy cerca, con fachadas a las calles de Fomento, Torija y del Reloj, se levanta el antiguo palacio del Consejo Supremo de la Inquisición, luego sede del Ministerio de Fomento y desde 1897 habilitado como convento de las Madres Reparadoras.
La taberna "La Bola", en el número 5 de la calle del mismo nombre, es uno de los locales gastronómicos dignos de visitar en la zona. Fue abierta en 1802 para la venta de vino embotellado y ya en 1873 comenzó a dar comidas. Ha sido punto de reunión de ilustres personajes de la política y de las letras. Su cocido, hecho en número limitado de 48 ollitas, las que permite su cocina de carbón de encina, dicen que es el mejor de Madrid. La calle de Leganitos llegaba antiguamente hasta la actual plaza de Cristino Martos, pero para cruzar el prado de Leganitos (la hoy plaza de España), había que salvar mediante un puente el tremendo tajo que formaban las aguas de la fuente de Leganitos y las que torrencialmente bajaban en días de lluvia desde los Altos de Amaniel.
La calle de la Flor Baja, cercenada por la Gran Vía (era la continuación directa de la de Flor Alta), perdió todos sus edificios representativos: el teatro del Recreo, en la esquina con San Bernardo, en cuyo solar antes estuvo el convento del Rosario; la residencia de jesuitas e iglesia de San Francisco de Borja, que ya antes había sido incendiada en 1931, y, finalmente, la fastuosa casa de los condes de Trastámara, lugar de celebración de grandes fiestas de sociedad, que continuaron con su posterior dueño, el general Narváez..
El antiguo arrabal de San Martín constituyó el primer asentamiento de población fuera de las murallas medievales. Se formó en torno al desaparecido monasterio de San Martín, fundado por monjes benedictinos cluniacenses que acompañaban a Alfonso VI en la conquista de Madrid. Ya se tienen de él noticias desde 1126. La cerca construida en tiempo de los Reyes Católicos encerró todos los arrabales extramuros, y una de sus puertas estaba precisamente en la calle que por tal motivo se llama Postigo de San Martín. El monasterio ocupaba la actual plaza de San Martín y las dos manzanas de casas entre las calles de Hileras y de San Martín en la bajada hacia Arenal. En su iglesia, sede parroquial desde los primeros tiempos, fueron enterrados de incógnito los cadáveres de Daoiz y Velarde, por miedo a que fueran profanados sus cuerpos por los franceses. Cuando este templo fue demolido en 1810, los restos de los héroes permanecieron ocultos hasta el 2 de mayo de 1814. La exhumación fue un acontecimiento en Madrid. Muy cercano estaba el monasterio de las Descalzas, de religiosas franciscas de Santa Clara, que afortunadamente allí sigue, en la plaza del mismo nombre. Contiene innumerables obras de arte en su interior y es el más grandioso monumento religioso en Madrid. Fue fundado por doña Juana de Austria, hermana de Felipe II y viuda del rey don Juan de Portugal. El monasterio fue levantado sobre el palacio de don Alonso Gutiérrez, tesorero de Carlos I. Hicieron las obras necesarias de adaptación Antonio Sillero y Juan Bautista de Toledo. Posteriormente, en el siglo XVIII, Juan de Villanueva efectuó nuevas reformas. Frente a las Descalzas se alza la sede principal del antiguo Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Madrid. Fue fundada la primera institución, en 1724, por don Francisco Piquer, entonces capellán del monasterio, y la segunda, (ahora reconvertida en Bankia) en 1839, por don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos. El edificio actual, después de varias renovaciones y ampliaciones, tiene adosada a sus muros una de las dos portadas barrocas primitivas. Y próximas a ella, flanqueándola, las estatuas de los fundadores.
En la plaza de las Descalzas hubo otra estatua, una de las más viajeras, la de la Mariblanca, tras ser retirada de la Puerta del Sol del centro de una fuente. La que hoy allí existe sobre una columna (primero en el lado este, donde arrancan las calles de Alcalá y Carrera de San Jerónimo, y ahora frente al inicio de la del Arenal) es sólo una copia, ya que la original se expone en el Ayuntamiento. También adornó durante breve tiempo el paseo de Recoletos. En la travesía de Trujillos, antes calle del Ataúd, se guardaba en un tétrico corralón el susodicho ataúd, de "quita y pon", comunitario, que servía para dignificar las honras fúnebres y procesión de entierro de misericordia de personas indigentes. Luego eran sepultadas en bastos cajones de madera sin labrar en el cementerio de la Buena Dicha, entre las calles de Silva y Ceres (esta última desapareció al construirse la Gran Vía). A este camposanto fueron llevados los muertos en el cuartel de Monteleón el glorioso día del 2 de mayo de 1808.
La calle de las Navas de Tolosa, conocida de antiguo como de la Sartén, era el lugar donde los labriegos asalariados de San Martín recibían el condumio diario de manos de los fámulos del monasterio. En la calle de la Ternera estuvo la expendeduría de carne para el abastecimiento de la Villa. En el número 6 vivió y murió el capitán don Luis Daoiz, herido mortalmente en Monteleón.
La plaza de Santa Catalina de los Donados vio durante siglos el deambular de los acogidos en el asilo del mismo nombre, fundado en 1460 por don Pero Fernández de Lorca, tesorero del rey Juan II y secretario de Enrique IV. En parte de su solar se erigió en 1917 la iglesia-capilla del Niño del Remedio, de muy popular devoción en Madrid.
La calle de Jacometrezo partía antes de construirse la Gran Vía desde la Red de San Luis. En este tramo perdido, estrechísimo, se levantaban varios palacios: el del escultor italiano Jacobo de Trezzo, construido por Juan de Herrera, que dio nombre a la calle; el del duque de Sevillano, que fue residencia de la Junta Revolucionaria en 1854; el de los marqueses de Villadarias y el de los marqueses de Mondéjar.
La plaza de Callao se formó en 1866 al derribarse unas irregulares manzanas de casas entre Carmen y Preciados. Con el trazado de la Gran Vía aumentó en gran medida su espacio. El nombre evoca la batalla naval de Callao, librada frente a esta ciudad en el Pacífico, el 2 de mayo de 1866, en la guerra entre España y las Repúblicas de Chile y del Perú. Fue la jornada famosa en que don Casto Méndez Núñez, que mandaba la escuadra española desde la fragata Numancia, dijo las tan recordadas palabras: "Más vale honra sin barcos que barcos sin honra". Hasta la primera parte de la calle de Preciados llegaban las posesiones del convento de las Descalzas, siendo la segunda el camino hacia las eras de San Martín. Dos hermanos que tenían por apellido Preciado compraron estas tierras y edificaron una docena de casas. En una de ellas instalaron el Peso Real, ya que tenían en arrendamiento el control de pesos y medidas de la Villa. Aquí estuvo también la primera casa de expósitos (inclusa), la de Ntra. Sra. de la Caridad y de San José. Es la calle comercial por excelencia de Madrid, y primera de las que inauguraron la moda de las vías sólo peatonales. El desaparecido café Varela, al final, esquina a la Costanilla de los Ángeles, constituyó un animado capítulo de la vida literaria madrileña. En él se reunían en tertulia los hermanos Machado, Ricardo Calvo, el duque de Amalfi, Carrere y Unamuno cuando acudía a Madrid.
En la calle de Tetuán, formada por la unión de tres antiguas (Negros, Zarza y Peregrinos), es forzoso hacer un alto en el camino, entrar en la centenaria tasca Casa Labra y degustar las posiblemente más baratas y mejores tapas de bacalao frito rebozado del mundo. En la trastienda de este local se fundó el PSOE en 1879. La plaza del Celenque toma el nombre del desaparecido palacio de don Juan de Córdoba y Celenque, alcaide de la Casa Real del Pardo, en tiempos de Enrique IV. También tuvieron allí palacios los condes de Nájera y de Maqueda y vivió don Práxedes Mateo Sagasta.
En la calle del Maestro Victoria estuvo el hospital de la Misericordia, frente a la calle del mismo nombre. Fue fundado por doña Juana de Austria para cuidar sacerdotes pobres y construido en los mismos años que las Descalzas. El edificio se transformó luego en residencia de los capellanes del monasterio, que por ello recibió esta vía el nombre antiguo de calle de Capellanes. El rótulo actual es en honor del famoso polifonista don Tomás Luis de Victoria, organista y capellán del monasterio. Y no sólo es ese el baile de cambios, pues entre ambos, los madrileños la conocieron como calle de Mariana Pineda.
Esta casa de los capellanes tuvo después destinos diversos: hubo imprenta, la del periódico El Eco del Comercio; salón de baile en época isabelina, el popular Capellanes, lugar de cita de las gentes más jaraneras y achuladas; teatro, el de la Risa, convertido posteriormente en Salón Romero, dedicado a conciertos de música de cámara, y, finalmente, de nuevo teatro, el Cómico, escenario de los éxitos de Loreto Prado y Enrique Chicote. Todo desapareció al realizarse la ampliación del Corte Inglés.
Pío Baroja vivió en esta calle, en casa de su tía Juana Nessi, y allí regentó durante algunos años el negocio familiar de la Tahona de Capellanes, negocio que traspasó a uno de sus empleados y que hoy constituye la cadena de reposterías Viena-Capellanes. La calle, más bien callejón en recodo, de Tahona de las Descalzas cogió el nombre de un célebre horno de pan, propiedad del monasterio, que vendía a precio de coste y los sábados repartía gratis.
Por la calle de Rompelanzas, la más corta de la Villa, cuando recién abierta y aún sin empedrar pasó el corregidor don Luis Gaitán de Ayala, en el momento de dar la vuelta rompió la lanza de su carruaje. Poco después ocurrió lo mismo con el presidente del Consejo de Indias. Surgió así, de manera tan natural, tan pintoresco nombre.
La calle de Mesonero Romanos se llamaba anteriormente del Olivo, por un ejemplar de este árbol que conservó durante mucho tiempo y que perteneció a un antiguo olivar propiedad del monasterio de San Martín. El nombre actual es en recuerdo de esta gran figura de la historia y las letras madrileñas, que nació en esta calle. A Mesonero debe la Villa muchas iniciativas que mejoraron considerablemente la vida en la capital.
En la calle de Chinchilla vivió don Francisco Chinchilla, alcalde de Casa y Rastro, personaje siniestro y avieso, perseguidor con saña del valido don Rodrigo Calderón, contribuyendo con sus aportaciones documentales, amañadas algunas, a que este personaje fuera degollado en un cadalso instalado en la Plaza Mayor el 21 de octubre de 1621. Se dice que la expresión popular "le conocen hasta los perros" se originó por un decreto de Chinchilla ordenando matar a palos o con morcillas envenenadas a todos los perros vagabundos. Naturalmente, éstos, al oler su presencia, huían despavoridos. La otra fotografía corresponde a su instalación en la calle Preciados En unas eras que existían en la zona donde luego se trazó la calle de la Abada, instalaron sus carromatos unos titiriteros portugueses, que llevaban como atracción un tremendo rinoceronte (abada). Todo fue bien hasta que el animal, al parecer irritado por la quemadura con un panecillo caliente, mató a un chiquillo. El callejero recoge así tan terrible suceso. A medias luces siempre hasta casi ayer, fue esta calle lugar de rincones, burdeles y antros, refugio nocturno de pícaros, rufianes y mozas de partido. Durante la época romántica estuvieron enclavados en ella el café de la Alegría, que a diferencia de otros de entonces era de los considerados políticamente neutrales, y la posada de Barcelona, apta sólo para economías rigurosamente débiles.
La calle de la Salud debe el nombre a un hecho extraordinario ocurrido en tiempo de los Reyes Católicos, cuando hubo una terrible epidemia de peste y ninguno de los colonos establecidos por aquella parte del arrabal se sintieron afectados por la enfermedad.
La calle de Galdo, antes del Candil por uno de plata que tenía a la puerta una vieja hilandera de oficio y gran cotilla de afición, recibió el nuevo nombre en 1901, en honor del doctor en Medicina, Ciencias y Derecho don Manuel María de Galdo, nacido en 1825, natural de Madrid, Villa de la que fue eficiente alcalde. Paralela a Preciados se encuentra la calle de Carmen, que tomó el nombre del convento de religiosos carmelitas calzados fundado en 1575 y desaparecido por los años de la desamortización. Sólo se conserva la iglesia. En esta calle cometió la banda de Luis Candelas su último y más audaz robo el 12 de febrero de 1837, en casa de una modista afamada, Vicenta Mornier. Finolis y ceremoniosos, ataron y amordazaron a la modista, sus oficialas y clientes, las despojaron de dinero y joyas, y luego, antes de retirarse, las piropearon y besaron sus manos, e incluso desearon que todas tuvieran un buen día y gozaran de salud y prosperidad.
La plaza del Carmen se formó en terrenos del convento carmelitano y del cementerio de la parroquia de San Luis Obispo. Este último templo, incendiado en 1935 y no reedificado posteriormente, fue erigido en 1689 en la calle de la Montera, esquina a San Alberto. Su bella portada de José Donoso, cuidadosamente desmontada, se instaló de nuevo en uno de los muros laterales del Carmen, en la fachada a la calle de la Salud.
Los vastos terrenos del convento también dieron para la construcción de un frontón, el Central, convertido más tarde en la amplia sala cinematográfica Madrid (desde 1979 a 2002 multicines) y el teatro Muñoz Seca, en la esquina de la plaza con la calle de Tetuán, famosísimo entre 1915 y 1925 con el nombre de Chantecler por ser propiedad y escenario de actuación de la célebre cupletista Consuelo Portela, alias Chelito. La calle de Tres Cruces recuerda que allí quemaron a tres herejes que profanaron una imagen de la Virgen. El teatro Príncipe, inaugurado en 1977, ocupa el solar de un acreditado colegio de señoritas y antes hospital, San Luis de los Franceses.
En la calle de la Montera estuvo la iglesia de San Luis, antes aludida, y permanece el Pasaje del Comercio, vulgarmente llamado de Murga, que comunica con la plaza del Carmen muy alterado es su aspecto del original construido en 1845.
Concluimos el recorrido en la Red de San Luis, al final de la calle de la Montera. Unos puestos de venta de pan, protegidos con cuerdas y redes dieron el patronímico al enclave. Este mercado, ampliado a todo tipo de vituallas, pasó luego a la plaza del Carmen y allí estuvo hasta 1968. En ese año se iniciaron las obras de adecentamiento de la plaza y construcción de un aparcamiento para coches subterráneo.
Es casi seguro que desde el siglo XIII existieron casas al otro lado de la laguna de Luján, en el camino de Atocha, alrededor de una ermita que luego daría origen a la iglesia parroquial de Santa Cruz. Pero la consolidación de este arrabal no se realizó hasta el siglo XV, y es en esta centuria, en tiempos de Juan II, cuando se desecó la laguna para convertirla en la plaza del Arrabal (hoy Plaza Mayor). La antigua iglesia de Santa Cruz ocupaba parte de la actual plaza del mismo nombre y hacía esquina con las calles de Esparteros y de la Bolsa. En ella se exhibían los cadáveres de aquellos que hubieran muerto violentamente, en espera de que llegara algún familiar a identificarlos, curiosa prerrogativa que actualmente es misión del Depósito Judicial o del Instituto Anatómico Forense. Su torre, la más alta de Madrid, era conocida como "la atalaya de la Corte". Sufrió varios incendios (en 1620 y 1763) y finalmente fue derribada en 1869. Sí se conserva la denominada "capilla de los Ajusticiados", en la calle de la Bolsa, como sala de comedor de un conocido restaurante. La nueva iglesia de Santa Cruz, construida en 1902 por el marques de Cubas, también con una altísima torre neomudéjar, se levanta en parte del solar que dejó el convento y colegio dominico de Santo Tomás de Aquino, erigido en 1656 y obra cumbre del barroco de Churriguera, con un bello claustro de Donoso. Desapareció tras un incendio en 1872. Contigua a la plaza de Santa Cruz se encuentra la de las Provincias, con la monumental sede del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es la antigua Cárcel de Corte, una de las más excelsas muestras de la arquitectura española, construida en 1634 según planos de Juan Bautista Crescenti. En 1951 quedó ampliada con un cuerpo posterior del mismo estilo, obra de Pedro de Muguruza. Emblemático es el ángel que corona la fachada del edificio, ángel guardián, no cabe duda, al que invocaban muy a su pesar los madrileños que eufemisticamente decían "ir a dormir bajo el ángel" cuando querían expresar que estaban detenidos y habrían de pasar alguna noche en prisión. En la parte trasera del Ministerio de Asuntos Exteriores, con fachada principal a la calle del Duque de Rivas, está el palacio de Viana, residencia oficial del ministro. Fue construido en 1843 por encargo del poeta romántico y político liberal don Ángel Saavedra, duque de Rivas, sobre la base del antiguo palacio de don Francisco Ramírez, esposo de doña Beatriz Galindo, La Latina, que fue consejera y profesora de latín de Isabel la Católica. El entramado de calles alrededor de las plazas de Santa Cruz, de las Provincias y Mayor, que formaron el
arrabal primitivo, han mantenido ese carácter propio del Madrid antiguo.
En la calle de la Bolsa se construyó en 1645 la Casa de la Aduana, y cuando este organismo se trasladó en 1796 a la nueva sede de la calle de Alcalá (hoy Ministerio de Hacienda), proyectada por Sabatini, la vieja fue destinada sucesivamente a archivos públicos, cuartel de Voluntarios, Escuela de Ingenieros de Caminos y, desde mediados del siglo XIX hasta 1926, a edificio de la Bolsa. Fue la primera casa en Madrid con calefacción central. La calle de Santo Tomás recibió su denominación por la proximidad al desaparecido convento dominico antes
mencionado de la calle de Atocha. En la calle del Salvador había en el siglo XVII un oratorio y casa para
sacerdotes misioneros del Salvador, que luego se trasladaron al Noviciado de los jesuitas de la calle de San
Bernardo cuando éstos fueron expulsados en 1767. En la calle de la Lechuga se instalaban los antiguos puestos de
venta de este producto. La calle Imperial era el lugar donde se hospedaron los primeros jesuitas que vinieron a
fundar el Colegio Imperial, actual Instituto San Isidro. En Botoneras estaban establecidos los talleres de
fabricación y venta de botones.
Las calles de Gerona, Fresas y Zaragoza, aledañas a la Plaza Mayor, también antiguas calles gremiales, están llenas de comercios centenarios que se resisten a desaparecer. En Esparteros, una de las calles más antigua de la zona, se avecindaron los estereros valencianos que
trabajaban el esparto. Por ella tenía entrada principal la iglesia de San Felipe el Real, con fachada monumental
a la calle Mayor, construida a finales del siglo XVI y demolida en 1838.
Según la tradición, en la calle de San Cristóbal existía en el siglo XV una ermita dedicada a este santo.
En Postas, escenario galdosiano de Fortunata y Jacinta y calle especializada en comercios de hábitos, objetos de culto e imaginería religiosa, estuvo la primera estación de postas o correos de Madrid. Se dice que allí ocurrió un hecho prodigioso relacionado con la Virgen de Maravillas: en la segunda década del siglo XVII, un alguacil compró una talla muy deteriorada de la Virgen —se cree que del siglo XIII— retirada del culto en una aldea de Salamanca, dejándola abandonada bajo la escalera de su vivienda, en el número 32 de esta calle. Y cuentan que tal ultraje originó misteriosos ruidos y temblores que tenían espantada a la vecindad, por lo que el aguacil rápidamente se deshizo de ella. Tras otras vicisitudes, la imagen fue comprada por doña Ana María del Carpio, que decidió donarla a las monjas carmelitas de la calle de la Palma. El 2 de febrero de 1627 era presentada en el convento, con la incorporación entre sus manos de un pequeñito Niño Jesús encontrado tres años antes entre unas matas de maravillas. Ese día nació en Madrid una nueva advocación mariana: Ntra. Sra. de las Maravillas. en toda la ciudad por vender tallas especiales y el loro al que se hacía referencia en una no menos conocida cuña publicitaria: "Para camisetas de lana, La Camerana" La calle de la Sal, por la expendeduría de este producto que aquí se dispuso, tiene entre otros comercios centenarios la llamada Antigua Relojería. De este establecimiento se asegura que en cierta ocasión un cliente entregó un reloj para su reparación, y habiendo extraviado el resguardo (en él se especificaba la caducidad a los tres meses), se presentó a recogerlo cuarenta años después, no habiendo ningún problema para que fuese localizado y entregado en perfecto funcionamiento. La calle y plaza del Marqués Viudo de Pontejos, en memoria de don Joaquín Vizcaíno, que fue alcalde de
Madrid en los años 1834 y 1835, están especializadas en comercios de venta de artículos de mercería y constituyen
otro escenario galdosiano por excelencia tan común a este barrio. En 1610, Juan Posada fundó en esta calle
(antigua del Vicario Viejo) la famosa Posada del Peine, que estuvo casi dos siglos en manos de su familia. Aún la podemos ver en un pequeño recodo, restaurada, con un reloj que en su día fue colocado con motivo del IV Centenario de Descubrimiento de América, y ampliada a otro bello edificio contiguo, esquina a Postas.
Por la plaza de Pontejos, dejando al lado la fuente rematada con el busto del ilustre regidor de la Villa, pasamos a la calle del Correo, que muestra una de las fachadas laterales de la Casa de Correos, construida por Jacques Marquet en 1768, luego Ministerio de la Gobernación, Dirección General de Seguridad y, desde 1985, sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid. En la misma plaza de Pontejos, esquina con San Ricardo, se halla la antigua Casa Real de Postas, de
ajetreada historia. Se construyó a principios del siglo XIX como complemento de la vecina Casa de Correos, y en
ella se guardaban los carruajes de postas. Fue algún tiempo Central de Telégrafos y, tras albergar durante muchos
años a la Policía Nacional —cuartel de Zaragoza—, ahora ha pasado a la Comunidad de Madrid. Desgraciadamente, en
las obras de restauración se alteró la disposición y forma de las ventanas superiores, que antes eran pareadas y
en arco de medio punto.
Esta Casa de Postas también tiene fachada a la calle de la Paz, oasis urbano en el centro de la ciudad,
con varios y deliciosos establecimientos de venta de artículos religiosos. Por este paraje se asegura que se firmó
el fin de las hostilidades entre los comuneros madrileños y las tropas leales a Carlos I.
La calle de Carretas fue igualmente escenario de la guerra de las Comunidades. El nombre viene
precisamente de las carretas, que atravesadas a modo de trincheras, colocaron por esta zona los comuneros para
impedir el avance de las tropas del emperador.
Carretas fue la primera calle junto con Montera donde se pusieron aceras de losas, formando escalón, según disposición municipal de 1834. Camino real de Pontejos llamaron a estas modernidades, por ser el alcalde entonces el ya citado don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos. que amplió en la calle de Preciados con el ya desaparecido Galerías Preciados En Carretas se recuerda con nostalgia el viejo café y botillería de Pombo, en la esquina con el callejón
de San Ricardo, donde tenía su famosa tertulia —la sagrada cripta del Pombo— el escritor don Ramón Gómez de la
Serna, Ramón, inmortalizada en un cuadro de Solana. Hoy, un frío y funcional edificio de la Comunidad, la
Consejería de Presidencia, de una fealdad imposible de superar, mancilla la memoria de tan añorado y "sacrosanto"
local.
Por aquí también estuvieron el edificio de la Imprenta Real, con la Calcografía Nacional establecida en el primer piso; la Compañía de Filipinas, cuya misión era fomentar el comercio con estas islas; el hotel Castilla, donde se alojaban antiguamente los toreros que venían a lidiar en Madrid; el teatro Romea, especializado en el género de variedades, que fue un pequeño Moulin Rouge a lo castizo, y la Bolsa de Madrid en la esquina con la calle —claro está— de la Bolsa, ya citada anteriormente. En un establecimiento de esta calle de Carretas, el Bazar X, nacido de la reunión de varios comercios en 1878, fue donde primero hubo en Madrid señoras y señoritas —dependientas— que atendían al público. Posteriormente el local fue ocupado por el cine Carretas, con programación de dos películas en sesión continua., igualmente desaparecido. sexuales que buscaban a tientas un alivio a sus sentimientos de ansiedad a través del amor urgente y del ligue rápido y anónimo. Y de otro signo, también la pajilleras hacían aquí su agosto. Espectacular era la procesión del Corpus a su paso por Carretas, que se adornaba con tapices, banderas,
mantones y colgantes, se alfombraba con flores el suelo y se colocaban toldos a la manera de Toledo.
Hoy la calle es un hervidero comercial, y las tiendas centenarias —muchas de ellas dedicadas a la venta de
instrumental médico y ortopédico— van sucumbiendo ante el tremendo empuje de las zapaterías y almacenes de ropa.
La plaza de Jacinto Benavente nos recuerda la figura del escritor madrileño, Premio Novel de Literatura en 1922. Se formó en época reciente por el derribo de algunos inmuebles y la unión de las antiguas plazuelas de la Leña y de la Bolsa. Su más bello edificio, esquina a la calle de Atocha, es la Casa de los Cinco Gremios, asociación de los comerciantes de sedas, paños, lienzos, droguería y joyas, que fue construida en 1791 por José Ballina. Hoy acoge dependencias del Ministerio de Hacienda. En uno de los ángulos de la plaza se encuentra el teatro Calderón, que antes de su nombre actual tuvo los
de Odeón y Centro. Se levantó en parte del solar que dejó el convento de la Santísima Trinidad, construido éste en
1562 por Gaspar Ordóñez. Ocupaba una extensísima manzana entre Relatores, Atocha, Concepción Jerónima, Conde de
Romanones y la actual plaza de Tirso de Molina. De allí salieron un día dos frailes trinitarios para rescatar a
Miguel de Cervantes, preso en Argel. En 1835, tras la exclaustración, la residencia conventual tuvo destinos
diferentes: en 1838, Museo Nacional de Pinturas, con los cuadros requisados en iglesias y conventos; Instituto
Español, fundado por el marqués de Senli para la educación de niños y niñas; Conservatorio de Artes, que realizaba
numerosas exposiciones, y Ministerio de Fomento. Fue derribado en 1897.
La calle del Doctor Cortezo, que luce una de las fachadas del teatro Calderón, se abrió precisamente en
terrenos del antiguo convento, con el primer nombre de calle Nueva de la Trinidad y luego con el del médico y
político don Carlos María Cortezo,
En Concepción Jerónima estuvo el convento de ese nombre, fundado en 1509 por doña Beatriz Galindo, La Latina, en terrenos de su marido el general don Francisco Ramírez. Desapareció en 1890. En el Museo Municipal de la calle de Fuencarral se conservan dos extraordinarios cenotafios de alabastro, platerescos, con las figuras de los esposos fundadores talladas posiblemente por Siloe, magníficas muestras del Renacimiento madrileño que pertenecieron a este convento y que nunca llegaron a albergar los cuerpos. La calle del Conde de Romanones, en memoria de don Álvaro de Figueroa y Torres, alcalde de Madrid,
ministro, presidente del Congreso y presidente del Consejo de Ministros a finales del siglo XIX, tenía antes el
nombre tradicional de Barrionuevo, por ser allí donde se comenzó la construcción de un nuevo núcleo urbano en
tierras de don Francisco Ramírez.
Antes de rendir onomástica pleitesía a fray Gabriel Téllez, mercedario y dramaturgo que hizo célebre el
seudónimo de Tirso de Molina, estuvo la plaza que nos ocupa dedicada al Progreso.
Se formó en 1836 al ser derribado el convento de la Merced, que ocupaba todo este espacio. El convento,
conocido también por el del Remedio (por una veneradísima imagen de la Virgen con esta advocación), había sido
fundado en 1564 y era uno de los mejores de Madrid. En él profesó en 1620 nuestro personaje, cuya estatua, en el
centro de la plaza sustituyó en 1943 a otra de Mendizábal.
Esta plaza de Tirso de Molina, escenario de ruidosa alegría popular y frecuentada por gente pintoresca, ociosa y marginal, es lugar fronterizo entre dos distintas fisonomías de Madrid. Empieza una ciudad y acaba otra. La plaza viene a ser como la puerta al barrio castizo de Lavapiés y al Rastro. se mantuvo en Tirso de Molina hasta 2010 Herrero, viejo establecimiento dedicado a la venta de bolsas de papel y objetos de papelería La calle del Duque de Alba nos recuerda la figura de don Fernando de Silva, tercer duque de Alba, que aquí
construyó su palacio en tiempos de Carlos I. Se dice que en esta mansión residió Santa Teresa de Jesús en una de
sus visitas a Madrid.
En la calle de San Millán, esquina con la plaza del mismo nombre, estaba la primitiva ermita y después
iglesia de San Millán, demolida en 1869. Allí se veneraba la imagen del famosísimo Cristo de las Injurias. Parece
ser que esta talla contenía en su interior cenizas de otro Crucifijo que en tiempos de Felipe IV fue maltratado y
quemado por unos judíos —falsos conversos— en la calle de las Infantas.
En esta calle de San Millán se encuentra el restaurante Oliveros, durante algún tiempo cerrado y hoy
felizmente recuperado, que en su fachada de azulejos recomienda: "Para comer barato, San Millán 4".
La castiza, alegre y pintoresca calle de Toledo toma ese nombre por ser la dirección o camino hacia la ciudad castellano manchega. A mediados del siglo XVI sólo llegaba hasta la plaza de la Cebada, donde se ubicaba uno de los portillos —el de San Millán— de la cerca que mandaron construir los Reyes Católicos. Más allá estaba el campo. En la esquina precisamente con la plaza de la Cebada se levantaban dos fundaciones de doña Beatriz Galindo, La Latina, profesora de latín de Isabel la Católica, de principios del siglo XVI: el monasterio de la Concepción Francisca y el hospital de La Latina. De estilo mudéjar, parece que fueron obra del alarife maestre Hazán. En 1904 se demolió todo y en parte del solar se edificó un pequeño convento con aires neomudéjares. en el momento de la demolición y se recuperó en los años sesenta para presidir la entrada a la Escuela Superior de Arquitectura de La Universidad Politécnica de Madrid reconstruyó en la Casa de los Lujanes, en la plaza de la Villa, sede actual de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas Más arriba, hacia la Plaza Mayor, se encuentra el conjunto de la colegiata de San Isidro y el antiguo
Colegio Imperial, con fachadas a las calles de Toledo, Colegiata y Estudios.
El templo, el primero de los jesuitas en Madrid, empezado a construir en 1622 y terminado en 1651, es obra de los arquitectos jesuitas Pedro Sánchez y Francisco Bautista. Estuvo dedicado en un principio a San Francisco Javier, pero cuando en el año 1767 fueron expulsados los jesuitas y llevados allí los cuerpos de san Isidro y santa María de la Cabeza, se decidió ponerlo bajo la advocación del Santo Patrón. Pasados los años, al ser creada la diócesis de Madrid-Alcalá en 1885, este templo pasó a ser catedral provisional, y el 18 de abril de 1886, Domingo de Ramos, las gradas de su pórtico fueron escenario del asesinato de su primer obispo, don Narciso Martínez Izquierdo, de manos de un sacerdote enajenado. En 1936 fue incendiado y sufrió grandes pérdidas. La reconstrucción corrió a cargo de Javier Barroso, que
aprovechó para completar las torres que en su día quedaron inacabadas.
El 15 de junio de 1993, Juan Pablo II consagró la catedral de Ntra. Sra. de la Almudena, recuperando el templo de la calle de Toledo el de colegiata. La planta de San Isidro es de cruz latina. Son armoniosas sus proporciones y hermosa su cúpula, que
consta de cuerpo de luces, cascarón y linterna, y fue la primera que se hizo con entramado de madera (encamonada).
Contigua a la colegiata, con fachada a la calle de los Estudios, está la casa que fue Colegio Imperial de
la Compañía de Jesús o de los Estudios Reales, hoy Instituto San Isidro. Fue creado en 1545, y obtuvo el título
de Imperial en 1603 por el patronato de la emperatriz doña María de Austria. Tras la expulsión de los jesuitas
dictada por Carlos III, los religiosos estuvieron bastantes años alejados de esta institución, a la que volvieron
en 1815, en tiempos de Fernando VII, y permanecieron en esta etapa hasta el pronunciamiento de Riego, en 1820.
El 7 de noviembre de 1822 se creó allí la Universidad Central, distinta de la Complutense, pero que duraría poco, pues con la llegada del período absolutista de Fernando VII y el nuevo desembarco de los jesuitas quedaría clausurada. Y serían éstos los primeros en sufrir el acoso de la furia popular en la matanza de 1834. Corrió el bulo de que las aguas, determinante de la epidemia de cólera que azotaba a Madrid, habían sido envenenadas por los religiosos, y las turbas, enloquecidas, irrumpieron en los conventos y asesinaron a muchos de sus residentes. El abandono definitivo de los jesuitas vendría tras la exclaustración de 1835. Ahora, la antigua Casa de
Estudios está ocupada por el Instituto San Isidro, fundado en 1845.
Mientras, las Universidad Complutense, fundada en Alcalá en 1508 por el cardenal Cisneros, se trasladó a
Madrid en 1836 y en 1842 se alojó en el viejo Noviciado de los jesuitas de la calle de San Bernardo. En 1850 se
refundió con la Central.
La segunda muralla que tuvo Madrid, construida tras la conquista de la ciudad por los cristianos a principios del siglo XII, discurría en parte por este barrio: desde la puerta de Guadalajara, en la calle Mayor, bajaba por la Cava de San Miguel hasta Puerta Cerrada, continuaba por la calle del Almendro y llegaba a Puerta de Moros. Fue por tanto el barrio uno de los primitivos de Madrid, primero asentamiento y arrabal de la almudayna árabe y después núcleo urbano cristiano. En la plaza de Puerta Cerrada se ubicaba una de las puertas de esta muralla, llamada así porque fue clausurada por el Concejo de la Villa para evitar los problemas de delincuencia que en ella se generaban. Debido a su estrechez y muchos recovecos, los malhechores se apostaban y asaltaban a los viajeros que la cruzaban. Según otra hipótesis, parece ser que el cierre se debió a que los lodos y barros que se formaban a su alrededor la hacían inaccesible. La puerta —lo afirma el maestro López de Hoyos en el siglo XVI— tenía esculpida la figura de una fiera culebra o dragón, que dio pie a que se pensara en el posible origen griego de Madrid y a que después, transformado en grifo, formara parte durante mucho tiempo de nuestro escudo. Se demolió en el año 1569 para facilitar la comunicación con el arrabal de Santa Cruz. Los vecinos del número 6 de la plaza tienen el orgullo y el honor de convivir con piedras milenarias, ya
que la casa está adosada sobre una parte de la muralla cristiana, que llega hasta el tercer piso.
Puerta Cerrada fue durante siglos "estación término" de Madrid, y las Cavas con sus posadas y mesones, el alojamiento de los forasteros, labradores y comerciantes que acudían a ferias y mercados. Hoy, corazón de la ciudad, donde late el más puro casticismo en sus bares y tabernas, es un continuo
hervidero de gentes que van y vienen, de curiosos y turistas —autóctonos y foráneos—, que escudriñan y reviven el
histórico pasado.
La cruz que preside la plaza, de mediados del siglo XIX, sustituye a otra, más monumental y de mayor envergadura, que fue la única que se salvó de cuantas se alzaban en calles y plazas madrileñas antes del decreto del alcalde José Marquina, en 1820, que mandó destruirlas. La fuente, coronada por una farola, reemplazó en 1850 a la primitiva de 1617, obra del escultor toscano
Rutelio Gaci, con diecisiete caños y rematada por una escultura de la diosa Diana. Esta escultura fue colocada
posteriormente en la cercana fuente de la Cruz Verde, donde permanece.
Curiosidad de esta plaza son sus medianerías de edificios a la vista por derribo de varias casas, que han
sido adornadas con grandes murales —algunos lamentablemente ya desaparecidos— alusivos al tipismo y a los orígenes
de Madrid.
Durante siglos corrió la leyenda de que en Puerta Cerrada existían peligrosísimas y feísimas brujas, y a
los niños para que obedecieran se les amenazaba con la exclamación: "¡Que llamo a las Brujas de Puerta Cerrada!".
Dejando atrás la plaza de Puerta Cerrada, bordeamos Casa Paco, primorosamente pintada de rojo como solía hacerse con las antiguas tabernas, y subimos por la calle de Gómez de Mora, que nos recuerda al más importante arquitecto madrileño, autor, entre otras obras, del convento de la Encarnación, del actual ministerio de Asuntos Exteriores, la Casa de la Villa y la Plaza Mayor. En el número 4 aún quedan restos del lienzo de la muralla cristiana, aunque para poder visitarlos hay que acceder a una propiedad privada construida sobre ellos. La siguiente parada es en la plaza del Conde de Barajas, típico rincón madrileño que conserva la casa
palaciega de los Zapata, condes de Barajas, que emparentaron con los Cárdenas y Mendozas. Aquí, además de
destacados miembros de esa familia, residieron Manuel Fernández Varela, barón de Riperdá y ministro de Felipe V,
y el general Espartero tras su triunfo en 1854. Hoy es propiedad de la Iglesia.
La minúscula calle del Maestro Villa, que enlaza la plaza anterior con la Cava de San Miguel, ha sido
dedicada al fundador y primer director de la Banda Municipal, don Ricardo Villa, excelente compositor, autor de
numerosas piezas y de una ópera: Raimundo Lulio. El 2 de junio de 1909, se realizó la presentación oficial de
esta banda en el Teatro Español. En un concierto con motivo de la coronación de Alfonso XIII.
La Cava de San Miguel recibió el nombre por su proximidad a la ya desaparecida iglesia de San Miguel de los Octoes, que ocupaba el solar del hoy remozado mercado de San Miguel. Caminar por esta zona supone hacerlo sobre toneladas y toneladas de relleno. Hace cientos de años se
echaron para cubrir las tremendas cavas o fosas excavadas para defensa de la muralla cristiana. Pese a ello, aún
es enorme el desnivel con la Plaza Mayor, motivo por el cual los edificios tienen tres plantas más por la parte
de la cava. Es sorprendente ver estas casas —hasta principios del siglo XX las más altas de Madrid—, con
basamentos de piedra en forma de escarpado talud, que alojan hoy tabernas y mesones de exagerado y dudoso tipismo.
Una de ellas, que continúa ostentando el número 11, ha quedado inmortalizada en las páginas de Fortunata y
Jacinta, de Galdós, cuyo héroe, Juanito Santacruz, tras atravesar la huevería-portal, pisando plumas y cascarones,
quedó asombrado de aquel edificio de aspecto lúgubre y monumental como de castillo de leyenda, y muy especialmente
turbado con la moza del entresuelo. Estos inmuebles inauguraron en Madrid un nuevo modelo de vida, una nueva forma
de vivir en pisos, como en la actualidad.
En la calle de Cuchilleros se establecieron ya desde antiguo —al principio en zona extramuros— el gremio de los herreros, cuchilleros y cerrajeros, cuya actividad resultaba molesta por sus humos, olores y ruido. Fabricaban instrumentos para tablajerías de las primitivas carnicerías, cuyos puestos estaban situados en la Plaza Mayor, pero también cerrajería, rejas, barandillas, púlpitos, veletas, herrajes de todo tipo, clavazón, candados, tijeras, espadas, cuchillos de monte, moharras de lanza, alabardas, cuchillas de archeros y otras piezas, a veces profusamente decoradas. El famoso Arco de Cuchilleros, con sus escalerillas, fue trazado por Gómez de Mora para salvar la
diferencia de nivel antes comentado. Allí se encuentra una de las entradas del mesón Cuevas de Luis Candelas.
Jean Botín, cocinero francés, abrió un restaurante en la plaza de Herradores a comienzos del siglo XVII;
posteriormente se trasladó a la calle de Cuchilleros, donde regentado por sus herederos, se sigue sirviendo
cochinillo y cordero asado, sus especialidades.
Retornamos de nuevo a Puerta Cerrada, lugar donde iniciamos el paseo por el barrio, y antes de
adentrarnos en las Cavas, la Alta y la Baja, visitamos el entorno.
Latoneros y Tintoreros son dos pequeñas calles cuyos nombres hacen alusión a antiguos gremios allí establecidos. Junto a ellas se abre la pequeña plazuela de Segovia Nueva, formada por el derribo de una casa que hacía esquina con la calle de Toledo. El nombre se debe a la cercanía de la calle de Segovia. La calle de Grafal era antes la del Azotado, por un tal Hernán Carnicero que por esa zona vivía y que fue
condenado por un pequeño delito a ser azotado delante de sus vecinos. Desesperado por la afrenta recibida, puso
en venta la casa, y al no encontrar comprador, la prendió fuego. Fue peor el remedio que la enfermedad: el
incendio se llevó por delante las viviendas colindantes y el tal Carnicero acabó con sus huesos en la cárcel. El
nombre actual fue puesto en memoria de don Antonio Heredia Bazán, marqués de Grafal, corregidor de la Villa entre
1747 y 1753 y propulsor de grandes reformas urbanísticas.
Y en la de San Bruno (santo fundador de la Orden de los Cartujos) hubo unos corralones propiedad del
convento del Paular, de la citada Orden.
Las Cavas, como ya comentamos con la de San Miguel, fueron grandes fosos practicados delante de la muralla cristiana como una primera defensa ante los ataques del enemigo. Algunos cronistas conjeturan con la posibilidad —nada probable— de que fueran minas o conductos subterráneos para poder huir de la ciudad en caso de asedio. A la entrada de la Cava Alta por la calle de Toledo, se formaba antiguamente una plazoleta que se llamaba
de la Berenjena, por el berenjenal que había en la contigua casa de don Francisco Ramírez. Este huerto pasaría
luego a pertenecer al hospital de La Latina y al convento de la Concepción Francisca, fundaciones del propio
Ramírez y de su esposa Beatriz Galindo.
La Cava Baja es una de las calles que mejor conservan el ambiente de siglos anteriores, aunque
actualmente van desapareciendo toda la serie de antiguas posadas y artesanos que allí había instalados. No ha
mucho tiempo —aún queda alguno— podíamos encontrar latoneros, esparteros, cordeleros, talabarteros,
guarnicioneros, toneleros, boteros y otros artífices que construían los mismos objetos que vendían.
Es tristísimo lo que últimamente pasa en Madrid: en muy poco tiempo están desapareciendo todos los antiguos comercios, algunos de exquisita decoración y de una belleza insuperable. Deberían existir leyes que protegieran económicamente estos negocios o que al menos los salvaguardaran de la piqueta como sucede con los edificios. El Ayuntamiento no hace nada y no se ve, por otra parte, que arquitectos e interioristas pongan su granito de arena para conservar las reliquias del pasado. Con un poquito más de sensibilidad, sería fácil adecuar estos locales a nuevos usos, sin apenas dañar sus ornamentos y estructura. Es una pena, y más cuando lo nuevo a veces sólo aporta vulgaridad e incluso fealdad. La Cava Baja fue durante mucho tiempo punto de arribo y parada de viajeros modestos, labradores,
trajineros, recaderos y artesanos que acudían a Madrid para la venta de sus productos. Numerosos fueron los
mesones o posadas: la de las Ánimas, la del Pavo Real, del Agujero, de Vulcano, del Portugués, de la Valenciana,
de la Francesa, de la Villa, del Galgo, del Álamo, de la Cruz, de San Isidro, del León de Oro, del Dragón, de la
Merced, de los Huevos, de Ocaña, del Segoviano (antes de San Pedro)... Sólo los rótulos de algunos de ellos,
dedicados a otros menesteres, permanecen como recuerdo del pasado y testimonio de lo que fue esta calle en siglos
anteriores. Ahora abundan, sobre todo, los restaurantes de ambiente castizo: La Posada de la Villa, Esteban, El
Chotis, Casa Lucio (insuperables sus patatas con huevos estrellados), La Chata, Viejo Madrid...
En el Mesón del Segoviano se celebró, en 1924, un banquete ofrecido, por iniciativa de Ramón Gómez de la
Serna, al embajador de España en Argentina, en el que leyó Antonio Machado un poema suyo después mil veces
recordado y repetido: "Madrid, remolino de España, rompeolas —de las cuarenta y nueve provincias españolas...—".
Hubo en esta calle dos edificios importantes: el Alholí de la Villa, o granero municipal, con fachada posterior a la calle del Almendro, y, enfrente, el Peso de la Harina o Alhóndiga En el número 15 de la Cava Baja, en un edificio restaurado, se puede contemplar la base de un torreón y
una parte del lienzo de la antigua muralla cristiana, y en el número 30, el inmueble del Mesón del Segoviano,
otra porción y en muy buen estado. A este respecto, alguien con verdadero ingenio —tal vez guasa, tan madrileña—puso
en una de estas casas un anuncio que rezaba: "Se vende piso con vistas a la muralla".
Cuando se formó la calle del Almendro, quedó en el centro de la calzada un árbol de este tipo que había
pertenecido al jardín de don Rodrigo de Vargas, descendiente de Iván de Vargas, patrón de san Isidro. Así
permaneció durante muchos años hasta que el corregidor Antonio de Heredia, marqués de Grafal, ordenó arrancarlo
en 1752.
En 1967 se descubrió en un solar de esta calle un lienzo de la muralla cristiana de 16 metros de longitud
y 11 de altura, que se puede perfectamente contemplar en un espacio ajardinado. Incluso se ha tenido el buen
criterio de plantar allí un almendro.
Poco ha cambiado la calle de aquella que nos describe don Benito Pérez Galdós en El Doctor Centeno: "¡Qué silencio, qué sepulcral quietud la de aquellos lugares!... La tal calle se enroscaba, marcando una vuelta tan brusca que no se veía ni el principio ni el fin de ella. Parecía una trampa armada al descuidado transeúnte; y todo el que entrase en ella... creeríase más en Toledo que en Madrid..." En el número 6 de la Travesía del Almendro estuvo la casa de Iván de Vargas donde san Isidro, que para
éste trabajaba, guardaba los aperos del campo y encerraba los bueyes. En el siglo XIX, los marqueses de Villanueva
de la Sagra, propietarios entonces del edificio, instalaron un oratorio en la planta baja, donde estaba el
establo, dedicado al Santo.
El Pretil de Santiesteban debe su denominación al palacio de los duques de Santiesteban, título que
perteneció al condestable don Álvaro de Luna y que más tarde pasó a la casa ducal de Medinaceli. El piso bajo ha
tenido diversos destinos, desde residencia accidental de las monjas de Santa Catalina hasta teatro de aficionados.
En la Costanilla de San Pedro, esquina a la plaza de San Andrés, estuvo una de las casas de Iván de Vargas, donde vivió en la zona reservada a los criados san Isidro. En 1561, con el establecimiento de la capitalidad en Madrid, fue ocupada por el Nuncio del Papa, ya que era una de las mejores residencias de la ciudad. Posteriormente pasó a ser propiedad de los condes de Paredes. Tras la guerra civil de 1936 se cerró definitivamente y fue demolida en 1974. Lo único que se salvó y que forma parte de la actual edificación, el museo de San Isidro, fue el pozo del milagro, donde san Isidro hizo elevar las aguas a la altura del brocal para salvar la vida de su hijo que había caído en él, y la capilla construida en memoria del Santo. Por aquí hubo, en el primer tercio del siglo XX, un salón de baile muy popular que ostentó diferentes
nombres, a cual más exótico, pero que las gentes de estos barrios y la majeza de Madrid siempre denominó La
Costanilla.
Al principio de la costanilla, junto a la calle de Segovia y frente a la iglesia de San Pedro, se
encuentra la Casa de Javalquinto, que perteneció a la familia de los Vargas y Sandoval, a los condes de Benavente,
a los marqueses de Javalquinto y príncipes de Anglona, al marqués de la Romana y al Ayuntamiento, que ha tenido
instalados en ella su Inspección de Alcantarillas y la Sección de Estadística y Empadronamiento. Hoy, restaurada y
acondicionada como casa de apartamentos, sus magníficos jardines están abiertos al público.
Todo el entorno de la iglesia de San Pedro el Viejo, incluida la parte trasera a las escalerillas de la Travesía del Nuncio, constituye uno de los parajes más típicos de Madrid. La iglesia, de las primeras que hubo en la Villa, conserva junto con la de San Nicolás una torre auténticamente mudéjar y en muy buen estado. El sacristán de San Pedro gozó de gran popularidad por ser el encargado de tocar una famosa campana a la
que atribuían excepcionales poderes para alejar tempestades o nublados.
En una de sus naves se encontraba la imagen del Cristo de la Lluvias, de gran devoción popular y que era
sacado en procesión en tiempo de sequía.
Actualmente se venera aquí la no menos popular imagen nazarena de Jesús el Pobre, que desfila durante la Semana Santa por las calles y vericuetos del viejo Madrid. Y terminamos nuestro recorrido por el barrio de Puerta Cerrada en la calle del Nuncio, denominada así
porque desde el siglo XVII allí estuvo el palacio de la Nunciatura, residencia de los representantes apostólicos
del Vaticano, hoy instalada en el paseo de Pío XII. El viejo caserón-palacio de la calle del Nuncio, renovado en
el siglo XVIII por Miguel de Moradillo, alberga en la actualidad al Vicariato General Castrense y al Tribunal de
la Rota. En origen había pertenecido a la familia de los Vargas, y en él, antes de pasar a la Iglesia, vivió doña
Isabel de Vargas tras su matrimonio con don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias y favorito de Felipe III.
Muy cerca, otra casa-palacio restaurada alberga dos organismos afines: la Federación Española de
Municipios y Provincias y el Consejo de Municipios y Regiones de Europa.
El barrio de Morería, arrabal extramuros del primer recinto árabe madrileño, fue abarcado completamente por la muralla construida por los cristianos al principio del siglo XII. Al igual que en otras muchas ciudades, ésta fue la zona destinada a albergar y separar la población musulmana que aquí siguió viviendo tras la conquista. Luego, al dulcificarse la presión que soportaban, ya pudieron adquirir posesiones en cualquiera de las otras collaciones de la Villa. En tiempo de los Reyes Católicos, las leyes dictadas en 1481 para que los judíos vivieran apartados, afectaron de igual manera a estos mudéjares, que se vieron en la necesidad de volver a recluirse en su antigua morería. Tendieron a suavizarse estas leyes represoras en 1482, pasado un año, por lo cual intentaron comerciar en toda la ciudad, con la condición de regresar por la noche a la morería. Pero a partir de 1499, año de inicio de un nuevo endurecimiento de la política de los Reyes Católicos hacia ellos, algunos marcharon y otros se convirtieron o no tuvieron más remedio que hacerlo al cristianismo (moriscos), integrándose con el resto de la ciudadanía, pero siendo muy castigados por la Inquisición. Finalmente, en 1609, Felipe III expulsó a todos aquellos que, más o menos secretamente, mantuvieron sus creencias o sus prácticas religiosas.
Los mudéjares fueron buenos agricultores, laboriosos comerciantes, artesanos y, principalmente, excelentes albañiles, fontaneros y alarifes. El estilo mudéjar, que empleaba los sistemas de construcción románico y gótico con elementos decorativos árabes, se caracterizó por el uso primoroso del ladrillo y el yeso. Y para construcciones modestas, el tapial, a base de tierra mezclada con paja.
El medievalismo del barrio de Morería subsiste en el nombre de sus calles y en la disposición del caserío, con construcciones abigarradas en medio de una red de calles estrechísimas.
Y empezamos el recorrido en la plaza de la Paja, verdadero centro del Madrid medieval, llamada así porque en ella se subastaba la paja que se otorgaba a los canónigos de la vecina capilla del Obispo para el mantenimiento de las mulas que poseían. Todo el costado oeste, entre Mancebos y Redondilla, estaba ocupado por el palacio de los Lasso de Castilla, desaparecido a finales del siglo XIX, y que fue residencia de los Reyes Católicos durante sus estancias en la Villa y del cardenal Cisneros. Luego pasó a ser propiedad de los duques del Infantado. En el lado este y sur, formando recodo, se encuentran las casas de los Vargas. La del este, con múltiples transformaciones y renovaciones a lo largo de los años, mantiene, pese a todo, una fachada de estilo renacentista. Allí abrió doña Baldomera, hija de Larra, su especial Banco Popular de Imposiciones por los años 70 del siglo XIX, con el que estafó a mucha gente trabajadora y humilde de todo Madrid.
En la otra casa, frontera a la plaza, se levanta, adosada a la parroquia de San Andrés, la maravillosa capilla de Santa María y San Juan de Letrán (vulgarmente, del Obispo), de estilo gótico renacentista, posiblemente el monumento más extraordinario y de más categoría artística de Madrid. Fue fundada por un consejero de los Reyes Católicos y de Carlos I, don Francisco de Vargas, trabajador minucioso y fiel al que los monarcas encargaban las más complicadas tareas de gobierno y a quien sometían a las más complicadas dudas y preguntas en la confianza de que él las resolvería: "¡Averígüelo, Vargas!".
Las obras de la capilla, iniciadas en 1520, fueron concluidas en 1535 por un hijo de don Francisco, don Gutierre de Vargas y Carvajal, obispo de Plasencia. Y aunque fue destinada a albergar el cuerpo incorrupto de san Isidro, por problemas surgidos con la parroquia de San Andrés, los restos del Santo Patrón sólo pudieron permanecer en esta capilla hasta 1544, por lo que fue destinada posteriormente a panteón familiar. Las bellezas son muchas en su interior y exterior: la fachada plateresca, con hermosas labores sobre la escalinata; las puertas, atribuidas a Francisco de Villalpando, pero que probablemente fueron talladas por Cristóbal de Robles. En el interior, de una sola nave, con altas y complicadas nervaduras góticas, destaca el retablo, plateresco, obra de Francisco Giralte, discípulo de Berruguete. En él se representan escenas de la vida de Cristo bajo la mirada del Padre Eterno. A los lados del altar se hallan los sepulcros de los fundadores, don Francisco de Vargas y doña Inés de Carvajal, su esposa, con figuras en alabastro de Giralte. Más rico es el sepulcro del obispo de Plasencia, de excelsa belleza, también de Giralte, conjunto en el que sobresale la figura de don Gutierre orante, arrodillado en riquísimo reclinatorio. Dejando atrás la plaza de la Paja, nos llegamos hasta la plaza de San Andrés por la costanilla a este mismo santo dedicada. Toma su nombre de la parroquia aquí ubicada, una de las históricas de la Villa (se cita en el Fuero de Madrid de 1202), que se supone fue fundada sobre una antigua mezquita árabe.
Sí es cierto que los Reyes Católicos, cuando venían a Madrid, se aposentaban en el cercano y desaparecido palacio de los Lasso, en la plaza de la Paja, y desde allí, cruzando la costanilla de San Andrés por un pasadizo elevado que mandaron construir, accedían directamente a la tribuna real de la parroquia.
La iglesia primitiva, de estilo gótico mudéjar, se encontraba orientada a levante, paralela a la plaza de la Paja y a la capilla del Obispo, y el presbiterio, ochavado, con rica bóveda de crucería, estaba en lo que hoy es la casa rectoral adosada al templo.
Lo más importante y fundamental de esta parroquia de San Andrés fue la relación que tuvo con san Isidro, feligrés de ella y luego enterrado en su cementerio de pobres, lo que dio origen después, para albergar el cuerpo incorrupto del Santo, a la construcción en 1535 de la extraordinaria capilla del Obispo y, años más tarde, en 1669, a la no menos extraordinaria capilla de San Isidro, barroca, que quiso ser en su tiempo la octava maravilla del mundo. Las obras para levantar esta última, iniciadas en 1657 bajo la dirección de Pedro de la Torre, y en la que se emplearon piedras de la antigua muralla, supuso también, para que quedara dentro del recinto el antiguo cementerio y tumba de san Isidro, el alargamiento de la primitiva iglesia medieval y el cambio de orientación al oeste, hacia la costanilla de San Andrés, donde se puso un retablo de Alonso Cano con esculturas de Pereira.
Entre las muchas imágenes de mérito que había en esta iglesia podemos citar la de San Isidro, realizada por Carnicero; la de Santa María de la Cabeza, de Juan Pascual de Mena; San Pedro de Alcántara y Santa Teresa de Jesús, ambas de Pereira, y el Cristo de la Injurias, de Juan Ron.
También colgaban cuadros de gran valor en sus muros: una serie de ocho, de Francisco Caro, con escenas de la vida de la Virgen; otra, de Carreño, con pasajes y milagros de san Isidro, y varios óleos de Ricci.
Desgraciadamente, toda esta riqueza tan extraordinaria, toda la decoración, todos los retablos, imágenes y cuadros ardieron en 1936. Sólo quedaron en pie el exterior de la capilla de San Isidro, el muro de la costanilla de San Andrés, la torre adosada y la capilla del Obispo, esta última intacta, por llevar durante mucho tiempo tapiada su comunicación con el templo y ser casi ignorada su existencia. Tras la guerra civil, la reconstrucción volvió a alterar de nuevo las dimensiones y orientación de San Andrés, ya que se cerró el paso a la arruinada capilla del Santo Patrón, se edificó una casa rectoral en el espacio de la antigua iglesia medieval y se puso el altar mayor ahora al norte. Así permaneció durante muchísimo tiempo, hasta 1991, año en el que Javier Vallés finalizó la reconstrucción —extraordinaria y magnífica— de la capilla de San Isidro, momento en el que se procedió a instalar allí, en el centro, el altar mayor, con lo que el templo —posiblemente sea un caso único en la historia— ha estado orientado a los cuatro puntos cardinales, haciendo realidad y cumpliendo con creces un antiguo dicho popular: "San Andrés, iglesia al revés". La capilla-relicario de San Isidro, concebida en 1622 como tumba del Santo Patrón, que acababa de ser canonizado, se ubica anexa a la vieja parroquia medieval de San Andrés. El proceso fue largo. Al concurso convocado en 1639 se desestimaron las propuestas de arquitectos tan prestigiosos como Juan Gómez de Mora, fray Lorenzo de San Nicolás, Francisco Bautista, Cristóbal Colomo y Miguel del Valle, y sí se aceptó el proyecto de Pedro de la Torre. Pero la realización material se fue dilatando hasta la erección definitiva entre los años 1657 y 1669, dirigiendo las obras y variando detalles y alzados José de Villarreal. En 1660 se contrató a Juan de Lobera para la ejecución del baldaquino que alojaría el cuerpo momificado del Santo, siendo él el que concluyó los trabajos por muerte de Villarreal.
El alzado resulta extraño, pues se trata de un cubo macizo, en ladrillo sobre basamento de piedra (se emplearon sillares desmontados de la muralla cristiana del siglo XII), con dos tramos o volúmenes cercados por enormes pilastras de orden compuesto. Su parte superior ostenta un entablamento salpicado de grandes modillones en parejas, cornisa muy volada con antepecho decorado con guirnaldas y pares de agudas pirámides con bolas en las esquinas. El primer volumen, sin portadas, donde tan sólo se abren ventanas con pilastras angulares de piedra, ejercía de antecapilla y de unión con la parroquia. En el segundo, la capilla propiamente dicha, con ventanales y dos portadas, se levanta majestuosa la cúpula, compuesta por enorme y altísimo tambor octogonal, con ventanas y hornacinas, rematada con el casquete encamonado de pizarra sobre zócalo y culminado por la linterna, chapitel, bola y cruz. Las esculturas de los huecos del tambor, dos por cada cara, representan a los doce apóstoles y cuatro evangelistas, tallados por Juan Cantón de Salazar.
Las portadas, que miran a este y oeste, trazadas por Lobera, son de piedra, de tipo retablo, con columnas pareadas de orden compuesto que sustentan una cornisa muy volada, pináculos quebrados y hornacinas. En éstas, las figuras de la Virgen y el Niño, inspiradas en modelos de Alonso Cano, y de san Andrés (mutilada en la actualidad), obra de Pereira. Sobre las puertas se disponen relieves con escenas de la vida de san Isidro: el milagro de la fuente, en la entrada de la costanilla, y el del pozo en la plaza de San Andrés. El interior de la capilla fue suntuosamente recubierto de mármoles, jaspes y estucos dorados. Numerosos artistas de la época participaron en el enriquecimiento decorativo de la capilla, que se quiso fuera la octava maravilla del mundo y que sí al menos constituyó el primer ejemplar barroco netamente madrileño: Antonio Germano, Gaspar de Olaza y Miguel Tapia, que se encargaron del revestimiento y labrado de piedras y mármoles; Juan de Villegas, que doró pilares y columnas; Erasmo de Norbec, que elaboró piezas, remates y tarjetones de bronce; Carlos Blondel y Francisco de la Viña en labores de escayola y estuco; escultores como Juan Ron, Raimundo Capuz y los ya citados Pereira y Cantón de Salazar, y pintores de la talla de Ricci, Carreño, Francisco Caro y Alonso del Arco.
El efecto de toda esta obra era abigarrado y teatral, con toda la luz de la cúpula cayendo sobre el barroco baldaquino de Juan de Lobera, produciendo un gran efecto escenográfico sobre el arca con las reliquias de san Isidro que se guardaban en su interior.
Algo cambió en 1769 cuando el arca fue trasladada a la antigua iglesia de los jesuitas de la calle de Toledo, hoy colegiata de San Isidro, y su hueco ocupado por una imagen del Santo, tallada por Isidro Carnicero.
Desgraciadamente casi todo se perdió en 1936, librándose del fuego solamente la fábrica exterior y parte de la decoración de la cúpula. La recuperación se presentaba, pues, como una tarea difícil, costosa y complicada.
Muchos esfuerzos han sido necesarios para conseguir en diversas etapas la restauración y renovación. En 1991, Javier Vallés finalizó la de la capilla de San Isidro, que se muestra de nuevo exuberante y grandiosa, y luego se ha ido completando el resto. Una casa rectoral ocupa parte de la antigua iglesia; a la actual se accede a través de una sencilla portada de piedra por el cuerpo de la antigua antecapilla, que ejerce de tímido crucero. Pilastras cajeadas y marmorizadas, con capitel toscano, soportan una acodada cornisa por toda la nave —tal vez excesivamente decorada—, que se cubre con cubierta plana y rosetones con rosetas, imitando un artesonado de madera.
El presbiterio, de planta ochavada, corresponde a la antigua capilla de San Isidro, y estructura sus paramentos con columnas acanaladas de orden compuesto y un entablamento con decoración de guirnaldas. Sobre éste se sitúan lunetos de medio punto en los que se abren ventanas.
Sobre las pechinas, adornadas con motivos florales y angelotes, se eleva el tambor, rematado con la cúpula y la linterna, altísima, profusamente ornamentado el conjunto con estucos policromados, con predominio de tonalidades en oro, rosas y grisáceas.
A los lados del presbiterio se abren las puertas, antiguos ingresos de la capilla, que repiten el mismo esquema decorativo que el resto.
No posee la iglesia imágenes o cuadros de valor, pues lo antiguo fue destruido. Destaca un Crucifijo, en el altar mayor, de talla moderna, con otras imágenes de San Andrés y la Virgen y el Niño a los lados; figuras de San Isidro y Santa María de la Cabeza y varios cuadros con escenas de la vida del Santo.
En el pavimento, una sencilla lápida recuerda el primitivo sepulcro de san Isidro.
Junto a la parroquia de San Andrés se encuentran una serie de plazas, pegaditas unas a otras y de difícil delimitación. En la de San Andrés, en parte abierta sobre el antiguo cementerio de la parroquia, se alzaba, esquina a la costanilla de San Pedro, la casa de Iván de Vargas donde vivió san Isidro y sucedió el famoso milagro del pozo. Habiendo a él caído su hijo, Illán, de corta edad, por invocación del Santo las aguas subieron al nivel del brocal y devolvieron salvo y sano al pequeño. En el cuarto donde vivió san Isidro, la familia de los Vargas mandó erigir una pequeña capilla poco más allá de 1212, año en que fue exhumado su cuerpo incorrupto y el pueblo de Madrid empezó a considerarlo santo.
Esta capilla, varias veces reconstruida, así como una lápida puesta en 1783, han llegado a nuestros días. El resto de la casa no ha tenido la misma suerte, pues, imposible de reparar por su completa ruina, se decidió demolerla a finales del siglo pasado y en su lugar construir una nueva, de aceptables trazas en la fachada pero tal vez demasiado moderna y funcional en el interior. En la actualidad alberga el Museo de San Isidro, que recoge la historia de Madrid desde la prehistoria hasta 1561, año en que se convirtió en la capital de España. La plaza del Humilladero, igual que la calle del mismo nombre, recuerda a una antigua ermita humilladero que hubo en las inmediaciones, fundada por san Francisco de Asís como primera estación de un Vía Crucis por las calles del Madrid de entonces.
En la de Carros se estacionaban y contrataban esos medios de transporte, con dos o tres mulas, durante todo el siglo XIX y primeros años del XX. Aquí, en unas excavaciones arqueológicas, se descubrió en perfecto estado uno de los primitivos "viajes de agua" árabes, sistema que estuvo en vigor en Madrid hasta bien mediado el siglo XIX, cuando entraron en funcionamiento las instalaciones del Canal de Isabel II. En Puerta de Moros estuvo uno de los accesos de la muralla cristiana construida a principios del siglo XII, utilizada por los madrileños de religión musulmana del barrio de Morería. Esta puerta, encarada al sudeste, era muy estrecha, con varias revueltas, y disponía de foso y puente levadizo.
Abandonamos los alrededores de la parroquia de San Andrés y nos introducimos de lleno en la Morería por la calle de los Mancebos, que sigue, en su curva, el trazado de la antigua muralla cristiana, uno de cuyos restos, de siete metros de longitud y cuatro de altura, se puede apreciar en el número 3. Evoca esta calle a dos muchachos que fueron detenidos en Palencia acusados de participar en la muerte de Enrique I en 1217. Refiere la tradición que para juzgarlos se les encerró en la torre del palacio de los Lasso de Castilla, que en esta calle tenía una de sus fachadas, y en ella fueron ajusticiados. Otra leyenda afirma que los pajes o mancebos de los Lasso andaban siempre de broma y con ganas de conversar con los que por allí pasaban, motivo por el que a ellos todos hacían alusión al querer citar la calle.
La calle Angosta de los Mancebos, continuación de la anterior, debe su nombre la su angostura o estrechez. La calle de la Redondilla, desde Bailén a la plaza de la Paja, fue abierta en 1611 para tener mejor comunicado este barrio. Parece que en sus orígenes fue un paseo con árboles —muchos de ellos, granados— con varias plazoletas ajardinadas, y que en una de ellas —la más grande—, llamada la Redondilla, había tres fuentes encerradas en un laberinto de flores y bancos rústicos donde solían sentarse a descansar las damas. Era el lugar elegido por los elegantes de aquella época para pasear y aliviarse de los calores estivales.
Hay quien asegura que lo de Redondilla viene por una famosa señora que por estos lares ejercía su amor transeúnte, y que por sus agraciadas y bien pronunciadas curvas hasta tuvo el honor de ser musa del mismísimo Quevedo. En la calle de Yeseros estuvieron asentados los vendedores de este producto de la construcción, aunque hay cronistas que aseguran que sólo era el camino de los carros que provenían de las yeserías de las riberas del Manzanares.
La calle del Granado recuerda a un frutal de este tipo que por aquí quedó y se conservó durante años procedente de los antiguos jardines de la Redondilla; y la plaza del mismo nombre, ligada también por la cercanía a aquellos exuberantes jardines, en mapas antiguos aparece con el nombre de Merlo, que según la tradición corresponde al primer apellido de san Isidro.
Llegamos por fin a la plaza y a la calle de la Morería, ejes de este barrio, que fue refugio y lugar de reclusión de los madrileños de religión musulmana que decidieron no marcharse tras la conquista de la ciudad por los cristianos en el año 1085.
La calle de los Caños Viejos recuerda una antigua fuente, conocida también como pilares de San Pedro, con anteriores emplazamientos en Puerta Cerrada y a espaldas de la iglesia de San Pedro el Viejo, y de la que ya se habla en el Fuero de Madrid de 1202. Y, de este paraje, podemos acceder a la cuesta de Bailén, que rememora, al igual que la calle cercana, el pueblo de Jaén donde el 19 de julio de 1808 el general Castaños venció a las tropas francesas del general Dupont. Se trata de una calle con un especial encanto y tipismo, en escalinata, que arranca en la calle de Segovia junto al edificio que hoy se levanta en el solar de la antigua Casa del Pastor. La Casa del Pastor, que perteneció a un arcipreste de nombre José, persona muy caritativa con los pobres, tenía una famosa leyenda. Se dice que el buen arcipreste, notando cercana su muerte, comunicó la intención de que la casa pasara a ser propiedad de quien Dios quisiera, dando también la solución material y legal para tal deseo al escribano que redactaba el testamento: la casa se entregaría a quien primero entrara en Madrid al día siguiente de su muerte por la puerta de la Vega. Así se hizo, siendo un pastor el agraciado, que desde ese momento pasó a tener un lugar destacado en la historia de Madrid.
Se decía también que del sótano de esta casa partían pasadizos subterráneos hacia la plaza del Alamillo, que posiblemente fueran anteriores a la construcción de la propiedad del arcipreste José, ya que sí es seguro que aquí hubo primero un depósito de grano o alhóndiga árabe.
Se sabe que esta casa, allá por el siglo XIV, fue utilizada en algún momento como sede de la reunión del Concejo de la Villa, y que de esta época sería el escudo que blasonaba su fachada, el más antiguo de Madrid.
Por desidia municipal se dejó arruinar por completo la edificación. Ahora, un enorme bloque de viviendas modernas se alza en su lugar, con el famoso escudo —todo un despropósito— adornando uno de sus muros.
La plaza del Alamillo es una de las más bellas y evocadoras de esta zona. El nombre, tanto de la plaza como de la calle, se ha atribuido a un álamo que allí permaneció durante muchos años. Otra tradición más noble recuerda que en ese lugar existió un tribunal de justicia (alamud o alamín) en tiempos de los árabes, palabra que luego derivaría en alamillo. Sí parece seguro que la plaza debió ser importante y que en ella se celebraban corridas de toros. Antiguos cronistas afirman que el mismísimo Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, lanceó un toro en la plaza del Alamillo en las fiestas que se organizaron con motivo de la conquista de la ciudad. Otra versión distinta es la que recoge el gran poeta madrileño Nicolás Fernández de Moratín en sus conocidas quintillas de la Fiesta de toros en Madrid, que así empiezan: Madrid, castillo famoso Aquí todo sucede antes de la conquista, cuando el alcaide Aliatar, para tratar de agradar a la princesa Zaida y conquistar su corazón, organiza una fiesta de toros. En ella, no habiendo podido ningún caballero árabe con la fiereza de uno de los astados, se presentó un jinete castellano que solicitó torearlo. Este bravo caballero, que era el Cid, lanceó y mató al toro, y, naturalmente, dejó enamorada a la bella Zaida.
La calle de Alfonso VI, en homenaje al conquistador de Madrid, nos lleva de nuevo a la plaza de la Paja, punto de partida inicial del recorrido por el barrio de Morería. Antiguamente esta calle era conocida como la del Aguardiente, pues allí estaba el despacho de este producto, que permaneció controlado por los estamentos oficiales hasta 1817. En el número 1 de la calle Alfonso VI se encuentra el colegio de San Ildefonso, que es patronato del Ayuntamiento. De fundación antiquísima —ya hay referencias de él en la Edad Media—, sus colegiales son los encargados de cantar los premios de la Lotería Nacional. Ocupa el colegio el palacio —muy reestructurado en 1880— de don Beltrán de la Cueva, favorito de Enrique IV, que ha pasado a la historia por sus supuestos amores con la reina doña Juana y por su no menos supuesta paternidad de la princesa doña Juana, La Beltraneja.
La calle del Toro, angosta, pintoresca, de breve recorrido y con escalinatas, debe el nombre a un famoso y bravo astado lidiado en unas fiestas reales, posiblemente en la plaza del Alamillo, cuya cabeza, con enorme cornamenta, estuvo expuesta durante muchos años en la puerta de una de las casas de esta calle. Según parece, un muchacho escondido en el interior imitaba todas las tardes el bramido del toro, y las gentes, tremendamente crédulas, corrían angustiadas por creer que era su "espíritu", que venía a vengar la muerte en la plaza. Terminamos en la calle del Príncipe de Anglona, que une las costanillas de San Andrés y de San Pedro. A ella dan las tapias de los jardines de la casa que fue de don Pedro Téllez de Girón, marqués de Javalquinto y príncipe de Anglona. Coordinó en su persona talentos militares como culturales, pues fue glorioso teniente general en la guerra de la Independencia, segundo director del Museo del Prado y acabó su vida como director de la Real academia de San Fernando.
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